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2 LA PROMESA DE UNA HIJA
ОглавлениеTengo dos cumpleaños. Uno es secreto y lo celebro en casa, y el otro es el que aparece escrito en todos mis documentos oficiales. Como mi nacimiento, esto tampoco fue un accidente.
En la notificación de sanción que les dejó a mis padres, la hermana Lin había subrayado las palabras: «A pagar dentro de dos meses». Pero cuando se cumplió el plazo, a mis padres aún les faltaban mil yuanes, a pesar de lo que Wengui les había dado y de lo que habían ahorrado. Estaban preocupados. La Oficina de Control de la Natalidad de la zona los amenazó con que, si no registraban mi nacimiento a tiempo, no permitirían que me registraran nunca. Y no disponer de hukou me condenaría a vivir como una «niña negra», término utilizado para designar a aquellos cuya existencia no está reconocida por el gobierno. Según el último censo demográfico nacional realizado en 2010, en China había alrededor de trece millones de «niños negros» cuyos padres no habían podido pagar la multa. Sin hukou no pueden ir a la escuela, casarse ni trabajar de manera legal; ni siquiera pueden montarse en un tren.
Todas las semanas, la Oficina de Control de la Natalidad perseguía a mis padres para que hicieran el pago. A veces iba la hermana Lin; en otras ocasiones eran los propios funcionarios quienes llamaban a nuestra puerta.
—Si retrasáis el pago, el gobierno os cobrará más —gritó la hermana Lin un día asomada por encima de la verja de nuestro patio trasero, donde mi madre estaba tendiendo la ropa para que se secara.
Lin acababa de regresar de la reunión de la Federación de Mujeres del condado, durante la cual la directora no dejó de presionarla para que se esforzara más en cobrar las multas. La pequeña tigresa se tomó su trabajo muy en serio.
Mi madre dejó a un lado la cesta de la ropa y quitó el pestillo de la verja.
—Puedes pasar, hermana Lin, pero el dinero no crece de la tierra, ¿verdad? Lo estamos intentando.
—Por supuesto, ¡pero habéis quebrantado la ley! —Lin se sentó en el taburete—. ¡El dinero no es para mí! La multa que paguéis irá directa al Tesoro Nacional. Vuestro segundo hijo está drenando los recursos de nuestro país, así que es responsabilidad vuestra.
Mamá dudaba de que aquello fuera cierto. No era ningún secreto que la Oficina de Control de la Natalidad era una rama del gobierno que disfrutaba de una buena situación económica, al menos en nuestro condado. Sus funcionarios vivían en las mejores casas. Los aldeanos creían que los burócratas locales, no los nacionales, decidían el importe de las multas para su propio beneficio. Había una gruesa barrera entre el laobaixing, o ciudadano de a pie, y el gobierno. En aquel momento, en el condado no existía un sistema de votación que permitiera a sus habitantes elegir a los funcionarios de forma directa. El laobaixing no tenía acceso al proceso de toma de decisiones en los reductos de los poderosos. Mi madre sabía todo esto, así que el hecho de que la hermana Lin sugiriera que la multa era un intercambio justo la enfadó.
Hasta junio mis padres no consiguieron reunir el dinero suficiente…, pero luego estaban los recargos por retraso.
No nací en un hospital, así que no había ningún documento que mostrara la fecha exacta de mi cumpleaños. ¿Cómo iban a saber las autoridades si el pago iba con retraso? La única funcionaria que podía conocer el día preciso era la hermana Lin. Si ella aceptaba escribir una carta a la Oficina de Control de la Natalidad en la que asegurara que mis padres habían pagado la multa a tiempo, ellos no vendrían a la aldea a verificarlo.
Esta vez fue mi madre quien llamó a la puerta de Lin. Llevaba una cesta de bambú con un pollo que mi padre acababa de matar, un paquete de Zhongnanhai —los cigarrillos más caros que pudo encontrar— y tres botes de melocotones encurtidos. Mis padres conocían el poder y la necesidad de tales sobornos. Se consideraban un «regalo» que permitía que la gente estableciera relaciones y, si era pertinente, que se acelerasen los procesos burocráticos.
Mi madre sonrió al depositar la canasta en la mesa del comedor de la hermana Lin.
—Mi esposo y yo nos preguntábamos si habría algún problema en que dijéramos que Chaoqun nació en abril.
La hermana Lin echó un vistazo al interior de la cesta y luego la empujó hacia mi madre.
—Aiya, ¿qué estás haciendo?
Después de empujar varias veces la cesta de un lado a otro, Lin la guardó en un armario. Le encantaban los regalos, pero en China existía la regla tácita, incluso entre amigos y parientes cercanos, de no aceptar regalos con entusiasmo. No convenía dar la impresión de que eras codicioso. Fuera con sinceridad o de forma fingida, todo el mundo representaba ese papel, y a veces la gente lo hacía tan bien que parecía una pelea real.
—Solo hago mi trabajo. No aceptaré los regalos, pero mañana iré a la oficina del gobierno del condado y le contaré tu situación a mi jefe. Le gusta mucho fumar. Haré lo que pueda.
Mis padres no tardaron en recibir una carta de la Oficina de Control de la Natalidad. Ese mismo día, baba se acercó a la comisaría en bicicleta para registrarme. Cuando le entregaron el cuaderno del hukou, pudo leer: «Fecha de nacimiento: 21 de abril de 1989». Es decir, más de un mes después del día en que nací. Baba se sintió culpable durante un momento, pero se guardó el cuaderno del hukou en el bolso y se marchó a toda prisa de la comisaría. Sabía que no podría darme mucho, pero al menos había conseguido proporcionarme una identidad. Se sintió orgulloso de ello.
Unos meses más tarde, la hermana Lin volvió a casa con otro anuncio de la Oficina de Control de la Natalidad: querían que todas las mujeres que tuvieran dos hijos se sometieran a una operación de esterilización, a una ligadura de trompas. Mis abuelos, que eran de la época de Mao, entendían que cualquier mandato del gobierno debía considerarse como «la decisión más gloriosa, correcta y grandiosa», y habían aprendido a aceptar tales exigencias sin cuestionarlas. Le ordenaron a mamá que obedeciera, pero ella estaba en contra de la idea. Aunque no planeaba tener más hijos, no podía aceptar perder una de las funciones más importantes de su anatomía. Era su cuerpo, a fin de cuentas, y debía ser elección suya.
Aunque lo único que hacían era seguir las reglas, la gente se burlaba de las mujeres que se sometían a la esterilización. Se las empezaba a conocer como «el tercer género». Muchas sufrían infecciones, y a menudo su recuperación era larga y dolorosa. Cuando la gente me pregunta hoy en día por qué abogo por un movimiento feminista fuerte en China, pienso en el tercer género. Aquellas mujeres no tenían voz, no tenían forma de poner fin a lo que les estaba sucediendo. En la actualidad, somos más las que nos hacemos oír.
La hermana Lin llevaba un cuaderno en el que anotaba los nombres de las mujeres que se habían esterilizado de manera voluntaria. Pasaban los meses, los nombres del cuaderno no aumentaban y los funcionarios comenzaron a impacientarse por conseguir que más mujeres accedieran a la operación.
Un día, mientras mi madre estaba de compras, se sobresaltó al escuchar una estridente voz masculina a través de los altavoces que había en todas las esquinas: «¡Atención! Acabo de recibir una orden del gobierno: las mujeres que ya tienen dos hijos deben inscribirse en la lista de la hermana Lin y someterse a la operación de ligadura de trompas ahora mismo. ¡Todas las madres con dos hijos! Sin excepciones…». El locutor también hizo hincapié en que negarse a ir al hospital implicaría que los funcionarios te llevaran por la fuerza.
Pero mi madre estaba dispuesta a jugar otra vez al gato y al ratón. Le pidió al médico que la había ayudado a dar a luz a Yunxiang una carta con el sello del hospital en la que afirmara que la paciente había estado a punto de morir de anemia grave e hipertensión durante el parto, lo cual era cierto. Cuando se enteraba de que los funcionarios iban a ir a Chaoyang, se marchaba a trabajar con mi padre vendiendo ladrillos en otras aldeas; sin embargo, en dos ocasiones la cogieron y la llevaron a la clínica del condado. Las dos veces fue capaz de escabullirse entre las sombras del caos.
Sin embargo, cuando la atraparon por tercera vez —tres funcionarios, dos hombres y una mujer—, habían ido específicamente a por ella.
Aquel día, mi padre no estaba y mis abuelos habían ido a casa de un vecino a jugar al mahjong, un popular juego de mesa en el que se utilizan azulejos en lugar de cartas. Mi madre estaba plantada en la entrada y se negaba a subir al coche. Yo estaba abrazada a sus piernas, llorando. Yunxiang corrió a casa del vecino a llamar a mis abuelos.
—¡Qué mujer más testaruda! —gritó un funcionario que no paraba de caminar de un lado a otro y de fumar. Tiró la colilla al suelo—. ¡No nos chilles a nosotros, solo estamos haciendo nuestro trabajo! No pienso perder mi empleo por tu culpa. ¡Sube al coche! ¡Ahora mismo!
Para cuando llegaron mis abuelos, los funcionarios ya habían metido a mamá a la fuerza en el asiento trasero.
—Tráeme el abrigo, Yunxiang —gritó ella.
Allí llevaba la nota del médico, junto con una carta con jerga legal que su hermano, abogado, le había escrito por si se le presentaba aquel tipo de emergencia. Se negaba a rendirse. Era su cuerpo e iba a protegerlo. No sabía si la carta ayudaría, pero lo intentaría.
—Mi hija —gimió mientras tendía los brazos hacia mí—. Me la llevo conmigo.
—¡Es demasiado pequeña! —gritó el oficial.
Pero mi madre me metió en el coche y se aferró a mí como si le fuera la vida en ello. Los vecinos, de puntillas y con el cuello estirado, observaron cómo se alejaba el vehículo a toda velocidad, con mi madre encerrada en el asiento trasero, arrastrada por la fuerza como un animal salvaje.
Cuando el coche llegó a la clínica central del condado, una gran multitud de mujeres como mi madre estaba esperando fuera. La clínica no disponía de suficientes habitaciones, así que habían instalado unas veinte tiendas de campaña para las operaciones. El olor a sangre y sudor que flotaba en el aire, junto con los llantos y los gritos, hizo que a mamá le entraran ganas de vomitar. Miró a su alrededor, a la izquierda y a la derecha, tratando de encontrar una ruta de escape, pero las enfermeras la vigilaban de cerca. Yo me retorcía en su regazo a la desesperada, con los ojos cerrados y las manos sobre los oídos. No sabía lo que estaba pasando, pero presentía que iban a hacerle daño —a ella o a mí—, de manera que me agarraba a mi madre con la mayor firmeza posible. Ella se aferraba a la carta y su sudor empapaba el papel. Le tiré de la manga, pues recordaba lo que me había enseñado a hacer cuando íbamos al mercado:
—Si hay mucha gente, tira de la manga de mamá y no te perderás.
Así que tiré y tiré.
Un médico que parecía estar a cargo recorrió una lista de nombres con el dedo. Luego, tres, dos, uno, llegó el turno de mamá.
Dentro la atmósfera era tan asfixiante que el médico se quitó la bata blanca de laboratorio y la colocó sobre el respaldo de una silla situada en un rincón. Llevaba trabajando sin descanso desde primera hora de la mañana. Tenía el pelo alborotado, y la camisa arrugada se le había medio salido de los pantalones. Detrás de las enormes gafas, se veían unos ojos inyectados de sangre, con círculos oscuros debajo.
—Aquí dice que has huido dos veces de la clínica… —dijo tras alzar la vista de sus notas.
—Sí, pero, doctor, insisto en que vea esto.
Mi madre le entregó la carta y esperó.
El médico la cogió y la leyó en voz alta:
—«Asumo la responsabilidad de la seguridad de Shumin. Si tiene algún problema después de la cirugía, yo, junto con la clínica, cuidaré de sus dos hijos hasta que crezcan. Firmado…». —La miró—. ¿Qué es esto? —dijo al mismo tiempo que se subía las gafas por el puente de la nariz—. ¿Por qué iba a firmar esto?
—Tengo la presión arterial muy alta y casi muero la primera vez que di a luz. El médico del hospital central del condado me dijo que no podía someterme a ninguna cirugía mayor. Si usted insiste en llevarla a cabo, firme antes esta carta. Mi hermano, que es abogado en la corte popular, me lo ha recomendado.
Era una versión exagerada de la verdad, pero aprovechó el momento para darle la nota oficial del hospital.
Él la leyó, se quedó callado un momento para pensar y luego se volvió hacia la enfermera que aguardaba de pie junto a su escritorio.
—¿Puedes dejarnos a solas unos minutos? ¡Y llévate a la niña! —gritó señalándome.
Cuando la mujer vino a por mí, monté una pataleta. Igual que mi madre, yo también me negaba a hacer lo que me habían dicho, así que empleé todas mis fuerzas en gritar y darle patadas a la enfermera.
—¡Vale, da igual! —El médico le hizo un gesto a la enfermera para que se fuera. Estudió la carta durante unos minutos más y luego volvió a fulminar a mi madre con la mirada—. No puedo firmar esto, desde luego.
—Bueno, entonces, yo no puedo tumbarme en su mesa —contestó ella señalando la camilla.
—Tiene que hacerlo.
—Doctor, de verdad que no puedo —dijo ella con voz serena—. De lo contrario, lo habría hecho hace mucho tiempo. —Lo miró con intensidad—. Salvo que firme la carta…
La enfermera regresó.
—Fuera hace calor; la gente se está impacientando. Tenemos que darnos más prisa.
El médico le gritó que esperara. Permaneció un rato sentado en silencio mientras mi madre me abrazaba.
Por fin, dijo en voz muy baja:
—Váyase.
Mamá no dijo una palabra, se limitó a cogerme en brazos y a marcharse. A sus espaldas, oyó que el médico le pedía a la enfermera que hiciera pasar a la siguiente mujer.
A algunos aldeanos les resultó sospechoso. Shumin parecía tan sana como antes, no había tenido que pasar una temporada encamada para recuperarse y regresó al campo la misma semana de la «operación».
—Shumin debe de tener parientes poderosos —murmuraban.
Es probable que mi madre fuera una de las poquísimas mujeres del condado con dos hijos que no se sometió a la operación. Según el Ministerio de Salud, cada año —de 1983 a 2015— se esterilizaba a más de un millón de mujeres chinas. Solo en 1983, el año en que China aplicó por primera vez la política del hijo único, se forzó a más de dieciséis millones de mujeres a someterse a dicha cirugía. Los quirófanos, en su mayoría tiendas de campaña provisionales como aquella a la que nos llevaron a mi madre y a mí, estaban sucios, mal equipados y disponían de poco personal. Muchas veces, los «cirujanos» eran médicos rurales con mascarilla a los que se les ordenaba que cumplieran con aquella misión urgente, pero que carecían de la formación necesaria para hacerlo. El dolor crónico y los traumas mentales persiguieron a aquellas mujeres. Muchas de ellas eran campesinas que después ya no pudieron continuar realizando ese trabajo manual extenuante y que pasaron a depender de por vida de un suministro de analgésicos que apenas podían permitirse. Aquellas operaciones quirúrgicas tuvieron consecuencias devastadoras también en muchos otros sentidos, sobre todo para las familias rurales. Según los estudiosos chinos que en 1995 llevaron a cabo investigaciones de campo en aldeas de diez provincias, el diez por ciento de las mujeres rurales de China sufría problemas de salud causados por los abortos forzados y las cirugías de esterilización.
Mi madre se sintió afortunada, o más dueña de su propio destino, así que tomó otra decisión osada: regresar a la enseñanza. Su «victoria» tras darme a luz y lograr proteger su cuerpo del gobierno aumentó su confianza: si lo intentaba, nadie, ni siquiera su suegro o las autoridades gubernamentales, podría limitar lo que consideraba sus derechos humanos. En el futuro, ella sería quien decidiría cómo viviría su vida.
Sabía que habían surgido oportunidades desde que, con la intención de estimular la economía, el líder supremo comunista Deng Xiaoping había lanzado en 1978 la «reforma y apertura». Eso hacía que la perspectiva de poseer un negocio privado resultara muy atractiva. Todos los meses, a mi madre le llegaban noticias de un maestro que dimitía con la esperanza de probar su suerte lanzando una empresa nueva. Antes de la reforma y apertura, todos los negocios eran propiedad del Estado. El gobierno había prohibido el comercio privado y catalogado a los empresarios independientes de problemáticos, pues alegaba que su mentalidad y comportamiento capitalistas contaminarían la pureza de nuestro país. Si los pillaban, se enfrentaban a condenas de prisión o incluso a la pena de muerte. Pero la brisa primaveral de la reforma y apertura debilitó la supresión del espíritu emprendedor. En la ciudad más cercana, Lutai, a pesar de que las empresas estatales seguían funcionando, se construyó un mercado nuevo para acoger a los negocios privados, que no tardaron en sustituir a los estatales. Los dueños de los comercios privados, en su mayoría entre los veinte y los cuarenta años de edad, eran innovadores, ambiciosos y corrían riesgos. Ponían canciones pop de Hong Kong y Taiwán en sus puestos, donde vendían ropa, fruta, aparatos electrónicos y CD, y eso contribuía a crear un ambiente moderno.
Los operarios de las empresas pertenecientes al Estado recelaban de la recién estrenada prosperidad y del sentido de la libertad de aquellos advenedizos. Pero esto no impidió que la gente quisiera sumarse a ellos, incluso los que tenían empleos en el gobierno y los maestros, que dimitían para intentar forjarse su propio camino, igual que muchas otras personas procedentes de todos los ámbitos de la vida. Mis padres no estaban acostumbrados a correr tales riesgos, pero a mamá le atraía la idea de tener el destino en sus propias manos, y ahora habría más oportunidades de dedicarse a la enseñanza a tiempo completo.
Mientras ellos buscaban su camino, yo tenía que quedarme con nainai, cosa que odiaba. Mi abuela fumaba y se pasaba las horas de la tarde jugando al mahjong con otras personas mayores que también fumaban. A mí me costaba respirar en esas habitaciones, pero nainai estaba demasiado distraída para prestarme atención. En la mesa de mahjong, nainai clavaba la mirada en los azulejos de sus oponentes, como si fuera capaz de ver a través del esmalte de color crema y saber lo que había al otro lado. Mantenía las orejas igual de alerta. Los únicos buenos ratos que recuerdo haber pasado con nainai eran cuando estaba con otra anciana, la abuela Liu, cuya nieta, Mengmeng, era amiga mía y vivía en la casa de enfrente. Mengmeng también era la segunda hija de sus padres, pero, al contrario que yo, ella tenía una hermana mayor. De acuerdo con la política del hijo único, las familias rurales cuyo primogénito era una niña podían tener un segundo hijo. Las autoridades entendían que los campesinos necesitaban tener un hijo varón. Nadie tenía otro plan de jubilación que el de depender de la continuación del trabajo por parte de la generación más joven, cuyo deber tradicional era cuidar de sus mayores.
Aunque el nacimiento de Mengmeng fue legal, sus padres no hicieron ningún tipo de anuncio, pues querían seguir intentando tener un hijo varón. Lo consiguieron cuando Mengmeng tenía dos años. Fue a él a quien registraron en el sistema del hukou, en lugar de a la niña.
La preferencia china por los niños se remonta a hace más de dos mil años. El filósofo chino Mencio (conocido como el «segundo sabio» o el sucesor del mismísimo Confucio) dijo que no producir un heredero es lo peor que un hijo obediente (o filial) podría hacer. Pero el término que usó se refería a los hijos varones. Además, la gente —como los aldeanos de Chaoyang— era capaz de citar decenas de razones por las que los niños eran mejores:
Los niños llevan tu apellido.
Los niños te mantienen económicamente cuando envejeces.
Los niños barren tu tumba después de tu muerte.
(Sí, esta última se me presentó como una razón válida, ¡como si las chicas no supieran barrer!)
Una razón más pragmática era que los niños siempre podían conseguir empleos mejores y, por lo tanto, ganar más dinero. Si el primogénito era una niña, todavía cabía la posibilidad de que la siguiera un niño. Pero ¿una segunda niña? La gente no lo toleraba. O regalaban a la segunda niña, o la tiraban, literalmente hablando. Las madres pasaban horas rezando a Buda y a los sacerdotes taoístas para que las bendijeran con un niño. Si tenían dinero o una buena relación con el hospital, algunas pagaban más al médico o a las enfermeras para que comprobaran el sexo del feto, y así poder abortar a los fetos femeninos. Los estudiosos creen que entre treinta y sesenta millones de niñas «desaparecieron» a causa de la política del hijo único.
Mengmeng era una niña alegre que siempre llevaba el pelo recogido en dos trenzas atadas con lazos rojos. Tenía cinco años, uno más que yo. Se comportaba conmigo como una hermana mayor, me enjugaba las lágrimas y me besaba la cara regordeta cuando lloraba. Cuando nuestras respectivas abuelas se sentaban bajo el árbol a charlar, coser colchas y lavar la ropa a mano en una palangana de madera, Mengmeng y yo éramos libres de escapar a nuestro propio reino. Cazábamos saltamontes y los guardábamos en una jaula hecha de tallos de maíz; arrastrábamos varas de bambú desde el almacén y las usábamos para recolectar dátiles rojizos del árbol bajo el que solíamos sentarnos; nos atábamos los chales de mi madre alrededor de la cintura como si fueran vestidos largos e imitábamos a las mujeres de las telenovelas. El patio trasero era nuestro jardín secreto. Desde allí veíamos a los campesinos bajo sus sombreros de paja; a las madres ensartando pimientos rojos y mazorcas, colgándolos al sol para que se secaran; a los abuelos acompañando a los nietos a casa después de la escuela; y al perro amarillo del vecindario persiguiendo a los gatos y las gallinas calle arriba.
Un día, mientras recogíamos flores en el patio y las removíamos en unos platos para fingir que «cocinábamos», Mengmeng parecía perdida en sus pensamientos. Cuando le tiré de los brazos para que jugara, me fijé en que tenía los ojos rojos. Le pregunté qué le pasaba.
—Mis padres van a regalarme —dijo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No lo sé. Van a regalarme y a fingir que nunca me tuvieron. —Mengmeng empezó a sollozar—. No se lo digas a nadie.
Sus padres no estaban seguros de que pudieran garantizarle a su hijo el hukou si las autoridades se enteraban de la existencia de Mengmeng. El corazón se me volvió a desbocar en el pecho. «¿Y si la echan? ¿Y si a mí me pasara lo mismo?».
Una tarde, nainai me llevó a casa de Mengmeng, como de costumbre. La abuela Liu abrió la puerta, con su nieto pequeño al lado. Cuando me vio, la anciana me comentó de pasada que Mengmeng estaría fuera de casa una temporada, pero que volvería pronto. Supe que me estaba mintiendo.
—Hoy puedes jugar con Huanhuan.
Tiró de mi mano hacia la de su nieto.
—No, no quiero jugar con él —anuncié—. Jugaré sola.
Me dolía saber que tal vez Mengmeng no volviera nunca. Quería gritarle que me devolviese a mi amiga.
Aquel día, me dediqué a caminar por allí en silencio, recogiendo hierba y flores. Llevaba en la mano la cestita con cacerolas y cuencos pequeños en los que Mengmeng y yo solíamos cocinar. Me senté muy lejos del niño. Nainai se acomodó debajo de un sauce con la abuela Liu a desgranar guisantes.
—Nos hemos enterado de que los funcionarios de control de la natalidad vendrán de nuevo mañana —dijo la abuela Liu—. Por ahora es mejor enviarla a casa de sus abuelos maternos, y ya veremos qué pasa.
Utilizó una manga para enjugarse el sudor que le goteaba de la frente. No llegaba a los sesenta años, pero su rostro parecía el de una mujer que ya estaba harta. Como nainai, siempre vestía con sencillez. Sus prendas eran de cuatro colores monótonos: negro, gris, azul y, en verano, a veces blanco. Las mujeres de su generación estaban habituadas a llevar esa ropa tan anodina, una costumbre de la época de Mao. En las raras ocasiones en que se ponía un vestido colorido, sus vecinos chismorreaban sobre ella. Durante mucho tiempo, cada vez que pensaba en una abuela, me imaginaba a una mujer vestida con sencillas prendas de algodón.
La abuela Liu añadió:
—Mengmeng es una niña muy lista. Es una lástima. Pero lo que nuestra familia necesita es un niño.
Mengmeng regresó aquel invierno. Consiguió el hukou, pero solo después de que hubieran registrado a su hermano menor. Hasta entonces, cada vez que alguien de la Oficina de Control de la Natalidad acudía a hacer los controles rutinarios, sus padres la escondían en algún sitio y la volvían invisible.
Yo también fui consciente siempre de que era distinta. Al criarme durante los años en que la política del hijo único se aplicaba de manera más estricta, me resultaba difícil ignorar que yo era la segundona. Aunque tardé años en comprenderlo, que la gente se dirigiera a mí como «la segundona» hería mi sensibilidad. Cada vez que oía que me llamaban «la segundona», volvía la cabeza y fingía que no sabía de qué estaban hablando. Daba igual lo simpáticos que fueran, después de eso me caían mal.
Los funcionarios del gobierno se refirieron a la política del hijo único como «planificación familiar». No entendía para qué venían los funcionarios, pero sabía que cada vez que aparecían en la aldea, no era para nada bueno. Lo único que teníamos claro era que se llevaban a las mujeres embarazadas y dejaban a su hijo llorando en la puerta. Los funcionarios —que irrumpían con palos de madera— invadían y saqueaban las casas de las familias que no habían pagado la multa por su segundo hijo. Nadie decía ni una sola palabra en su contra. Algunas personas estaban de acuerdo con la ley, otras no.
A mí me asustaba, no solo por lo que les estaba pasando a mis vecinos y conocidos, sino también porque había empezado a creer que a mí también se me podían llevar en cualquier momento. Me colaba en el pajar del patio trasero, donde podía esconderme y, aun así, ver el exterior hasta la verja. Recuerdo que un día que estaba allí escondida vi una araña gris que cazaba insectos alados en la telaraña que había tejido en el olmo que tenía al lado. Cerré los ojos y me quedé traspuesta, pero nainai no tardó mucho en encontrarme y sacarme de allí a rastras para la cena.
—Sal de ahí —me gritó—. ¿Por qué te has metido en esa madriguera de conejos? Mira cómo te has puesto la ropa. —Nainai me limpió la cara con su delantal—. La policía vendrá a buscarte si no te portas bien.
Cuando era pequeña, lloraba mucho y le tenía un miedo enorme a la policía. Siempre que Yunxiang y yo nos peleábamos, o si yo lloraba porque me quitaban mis muñecas, nainai ponía fin a la situación diciéndome que la policía vendría a por mí. Yo era consciente de que la policía tenía todo el poder, y nosotros, ninguno. Así pues, debía mantenerme alejada de ellos.
La gente poderosa también ponía nerviosa a nainai.
Como todos los miembros de su generación, Wengui y nainai se angustiaban mucho y con facilidad. Durante sus años de formación, incluso las conversaciones privadas podían causar problemas graves. Tras la muerte de Mao, cuando la reforma y apertura trajeron más libertad al país, mis abuelos y sus coetáneos tuvieron que aprender a olvidar la vieja cultura dogmática e intentaron relajarse. Sin embargo, en 1983, comenzaron tres años de lo que se conoce como «mano dura». Una vez más, se volvió a un poderoso estado policial.
La campaña de «mano dura» empezó cuando un grupo de líderes del partido decidió que era necesario restaurar el orden público. En la década de los cincuenta, según la propaganda, reinaba tal tranquilidad que no era necesario cerrar las puertas por las noches. Los líderes concluyeron que los ministerios de justicia habían sido demasiado blandos con los delitos. Así que, en el verano de 1983, Deng Xiaoping —el «líder supremo» de China de 1978 a 1989, que guio al país a través de reformas económicas de gran alcance— lanzó una campaña de lucha contra la delincuencia. Un año después del inicio de dicha campaña, más de ochocientas sesenta mil personas habían sido juzgadas en los tribunales penales de todo el país; a veinticuatro mil de ellas se las condenó a muerte. Sentenciaron a cadena perpetua, o incluso a muerte, a los rateros. A hombres jóvenes se les impuso la pena capital por salir y mantener relaciones sexuales con mujeres diferentes.
Había una granja propiedad del gobierno a aproximadamente un kilómetro y medio de Chaoyang, y la gente de las cercanías se colaba en el campo a robar manzanas, maíz y cualquier cosa que estuviera creciendo en el momento. Nadie prestaba atención a ese tipo de hurtos hasta la campaña de «mano dura». A un joven lo capturaron y lo sentenciaron a tres años de cárcel por llevarse cinco mazorcas de maíz.
En medio de tal incertidumbre, los aldeanos de Chaoyang se aferraron a una antigua regla: el silencio es oro. Para nainai, incluso pronunciar el nombre de Deng Xiaoping se convirtió en tabú. Yo no conseguía entenderlo. A mis cuatro años, me gustaba gastarle bromas repitiendo cosas que ella me había prohibido decir.
Un día la sorprendí al preguntarle:
—¿Van a regalar a Mengmeng?
—Ahora está a salvo.
—¿Me regalarán a mí?
Ella estalló en carcajadas.
—Tú eres demasiado cara. —Nainai siempre se refería a mí como una «niña costosa», y eso me hacía sentir culpable. Yo no sabía por qué era gracioso, como mi expresión lo dejaba claro—. Tal vez, si no te portas bien —añadió Nainai y me acercó para que quedara frente a la abuela Liu—. En nuestros tiempos, ¿quién se habría gastado tanto en una niña? Las niñas nacen para traer mala suerte —murmuró mientras deshojaba un trozo de junco y doblaba las hojas planas en forma de bote para hacerme un molinete.
Asentí con la cabeza, sin tener claro si lo entendía. Sostuve el molinete en alto y eché a correr por el borde del estanque.
Sus palabras me persiguieron durante mucho tiempo. ¿Por qué valoraba más a los chicos que a las chicas, a pesar de que ella era una chica? Murió antes de que yo tuviera edad suficiente para preguntárselo.
Nainai se quedó huérfana a los tres años y nunca fue a la escuela. Por desgracia, era la típica mujer que hacía todas las tareas domésticas, pero a la que nadie se molestaba en darle las gracias. Por la noche, siempre se sentaba bajo una luz tenue a zurcir nuestros calcetines. Tenía cataratas y trabajaba con la aguja tan pegada a los ojos que me inquietaba que pudiera sacarse uno. Es una de las razones por las que nainai no se llevaba bien con mi madre, que tenía ambiciones profesionales. En opinión de nainai, que mamá fuera maestra le daría mala reputación a nuestra familia. A nainai se la consideraba una afortunada porque tenía dos hijos, a pesar de tener también cinco hijas. Siempre guardaba el arroz y los fideos buenos para su marido e hijos, mientras que ella y sus hijas comían pan áspero hecho de harina de maíz.
Siempre decía que las chicas no servían para nada. Yo lo odiaba, pero al final logré derretir la barrera helada que le rodeaba el corazón. Un día, mientras la ayudaba a pelar judías verdes y a encender el fuego para la cena, se sacó un pañuelo azul y blanco del abrigo de algodón gris. En el pañuelo había caramelos duros.
—¡Abre la boca! —dijo mientras escogía uno para mí—. Cuando mi niñita crezca y se case con alguien que tenga mucho dinero, ¿seguirás acordándote de nainai y cuidarás de mí?
—Sí, nainai —contesté.
Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que yo fuera capaz de cuidarla.
Muchas veces, cuando mi madre volvía a casa, le decía que no quería que la policía me llevara ni que me tiraran a la basura, como me amenazaba nainai. Mamá me tranquilizaba, me abrazaba y me cantaba. Años más tarde, todavía oigo esta canción en sueños:
La luna brilla, el viento es silencioso; las sombras de las hojas caen sobre el alféizar; los grillos cantan, hacen ruidos de instrumentos de cuerda; la música es suave, alegre, el tono es agradable; la cuna se balancea delicadamente; mi bebé cierra los ojos y sueña sus dulces sueños.
Siempre me alegraba cuando llegaba la noche y por fin todo el mundo estaba en casa después de una larga jornada de trabajo. Entonces las canciones de mi madre me aportaban más consuelo. Mi recuerdo más vívido de cuando tenía cinco años y vivía en Chaoyang es la lluvia, porque esos días mis padres y mis abuelos se quedaban en casa y no iban a trabajar. Me encantaba ver cómo el agua resbalaba por el cristal y se acumulaba en el alféizar. A veces los ganchos que colgaban de las repisas de las ventanas se agitaban con el viento y emitían un tintineo suave. Esos eran los días que más disfrutaba y en los que me sentía más segura. En esos días lluviosos, no me angustiaba que se me llevaran.