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1 LA SEGUNDA EN NACER
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Durante el verano de 1988, las cigarras del sauce que había junto a la carretera principal del pueblo no dejaban de chirriar. Un día en concreto, mi madre, Shumin, abandonó antes de lo debido el trabajo en el arrozal de la familia. Se tumbó en la cama, profundamente preocupada, consciente de que su suegro se enfadaría por que hubiese regresado a casa antes de tiempo, pero también de que eso no sería nada en comparación con cómo reaccionaría cuando descubriera el secreto que llevaba ocultándole más de un mes: estaba embarazada de un segundo hijo. Era el único delito que había cometido en sus treinta y dos años de vida.
Mientras permanecía tendida planteándose su siguiente movimiento, veía desde su ventana los carteles pintados con amenazadores caracteres rojos en las paredes blancas de la casa de su vecino:
DAR A LUZ A MENOS NIÑOS Y MÁS SANOS
RESULTARÁ EN UNA VIDA MÁS FELIZ
Aquellos letreros ridículos eran recordatorios de la política china del hijo único. Pero mi madre dudaba de la promesa del cartel: solo tenía un hijo, su familia trabajaba muchísimo y, aun así, no tenían ni dinero ni felicidad.
Mi madre y mi baba, Chengtai, llevaban el típico estilo de vida chino: vivían con los padres de mi padre y sus tres hermanos solteros. En la década de los ochenta, la mayoría de las parejas jóvenes vivían con sus parientes. Su casa también era típica: estaba hecha de ladrillo y orientada hacia el sur, tenía tres habitaciones y una pequeña cabaña en el patio. En esa época, los ladrillos de color rojo quemado eran novedosos, modernos, y una señal de riqueza. Antes, las casas se construían con adobe hecho a mano —una mezcla de barro y paja que se secaba al sol en forma de ladrillos—, que era mucho más barato, pero no tan resistente. Mi abuela, o nainai, la madre de baba, había rodeado el patio con varas de bambú para cercar el huerto. Las gallinas y los conejos merodeaban bajo los dos sauces. Una vez al mes, nainai vendía los huevos y los conejos en el mercado agrícola.
Así es como vivían. Y todo era… normal y corriente.
Mi madre no le había contado a nadie, salvo a baba, lo del embarazo. No podía; ya había demasiada tensión con sus suegros en casa. Si mi madre no se levantaba lo bastante temprano para trabajar, nainai ponía mala cara y les decía a los vecinos que era una vaga. «Las jóvenes casadas de hoy en día no se parecen en nada a cómo éramos nosotras», se quejaba.
Su pueblo, Chaoyang, era una comunidad bastante nueva en el condado de Ninghe. Lo reconstruyeron después del gran terremoto de Tangshan, en 1976, que causó doscientas cuarenta mil muertes. Tras el terremoto, los supervivientes erigieron Chaoyang, que significa «hacia el sol», con la esperanza de un futuro mejor.
No se sabe cuándo empezó a asentarse la gente en el condado de Ninghe, porque no se conservan registros. Los ancianos, con sus largas perillas blancas, decían que nuestros antepasados se habían establecido allí durante la dinastía Qing (1644-1912) para escapar de una hambruna. Siempre me encantó escuchar a los ancianos hablar de la historia del pueblo mientras mantenían los ojos cerrados y se acariciaban la barba con una mano. Permanecían acuclillados en la sombra durante horas, charlando. Eran los griots y los narradores modernos.
Mi madre se había criado en un pueblo distinto, pero se adaptó con facilidad a Chaoyang. Como su aldea natal, era pequeña y todo el mundo se conocía. Todas las mujeres procedían de otros lugares —esa era la costumbre—, así que dependíamos de los hombres para que nos contaran las mejores historias de nuestro pueblo.
En un lugar tan pequeño, los rumores no podían contenerse durante más de un día. Eso también preocupaba a mi madre aquella mañana. Había unas quinientas personas en Chaoyang, distribuidas solo en tres calles, una pavimentada con asfalto y las otras dos con ladrillos rojos. A los residentes que vivían en las casas de la carretera asfaltada se les consideraba afortunados. Era la calle más llana, de aspecto más moderno, y en los días de lluvia no se formaban pocitos de agua como los que se acumulaban en las calles adoquinadas. El jefe de la aldea tenía una carretera asfaltada delante de su despacho, buen símbolo de su estatus. Los que habitaban casas como la nuestra, en el camino de ladrillo, construían edificios más altos y grandiosos, como para compensar un sentimiento de inferioridad.
Mi familia, los Kan, trabajaban juntos en más de diez mu —más de 0,6 hectáreas— de tierras de cultivo. En aquellos días, el clima era lo bastante húmedo como para animar a los aldeanos a plantar arroz. Ninghe era famoso por su arroz, los juncos y los peces. A principios del siglo XX, cuando mis abuelos eran jóvenes, en Ninghe todo el mundo dependía de esos recursos para ganarse la vida. Antes de que se construyera el primer puente del condado, los aldeanos cruzaban el río en botes de madera. En la orilla, una pantalla de juncos altos se extendía como un mar verde surcado de olas. Pero cuando yo era niña, a mediados de la década de 1990, Ninghe comenzó a padecer sequías, y los peces murieron debido a la contaminación del agua. El maíz y el algodón —que requerían menos irrigación— no tardaron en reemplazar la exuberancia del arroz.
Administrar la granja demandaba mucho trabajo por parte de toda la familia. Se marchaban a trabajar a primera hora de la mañana, cuando el agua del arrozal aún estaba fría. Vestidos con sus prendas de campesinos —pantalones de perneras anchas y amplias camisas grises— parecían hormigas uniformadas.
Mi madre era una mujer hermosa según los estándares chinos, con los ojos grandes y ahumados y la nariz pequeña. Se recogía la larga melena con un pañuelo y la dejaba colgar para protegerse el cuello del sol. Tenía la piel más clara que la mayoría de las mujeres del pueblo, y unas cuantas pecas. Se decía que las mujeres con pecas poseen un espíritu salvaje. También era una campesina resistente. Caminaba descalza por el campo durante horas, surco tras surco. Era pequeña pero robusta, atenta y rápida. Mientras que otras mujeres descansaban en la linde del campo para beber agua, mi madre seguía pisando los campos.
Pero para consternación de sus suegros, solo trabajaba en el campo los fines de semana. De lunes a viernes, acudía a un puesto que le encantaba, un lugar donde podía ponerse sus camisas y vestidos con estampados florales hechos de suave tejido de poliéster. Era maestra de la escuela primaria de la aldea de sus padres, Caiyuan. Iba incluso a principios de verano, una época crucial para la agricultura. Por eso le colgaron la etiqueta de testaruda.
La familia tenía que trabajar rápido y con ahínco si quería obtener una buena cosecha, y resultaba difícil satisfacer a mi abuelo paterno, Wengui. En ese momento, los campesinos no tenían acceso a muchas máquinas y solo había unos cuantos caballos, de modo que el trabajo era principalmente manual.
En 1982, China emprendió una importante reforma agraria. Mientras que hasta entonces los pueblos trabajaban la tierra juntos, de manera colectiva, este nuevo sistema alquilaba la tierra a unidades familiares individuales. Por lo tanto, cuanto más tiempo consagrara un agricultor a su tierra, más probabilidades tendría de que la cosecha fuera buena en otoño y mayores serían los ingresos que su familia podría acumular. Esta idea convirtió al abuelo Wengui en el sargento de instrucción de la familia —necesitaba que todo el mundo fuera rápido y estuviese disponible—, por lo que le suponía un gran problema que mi madre hubiera decidido dedicar parte de su tiempo a otras cosas.
La reforma agraria desembocó en el colapso de la Comuna Popular, la cooperativa agrícola iniciada en 1960 durante el Gran Salto Adelante. Esta campaña, dirigida por el presidente Mao, fijó objetivos de producción inalcanzables con el simple propósito de superar a los países occidentales al cabo de pocos años. El gobierno decretó que la producción de acero en 1959 debía ser cuatro veces mayor que la de 1957, y que la producción de cereales tenía que duplicarse en dos años. La misión estaba clara.
Mi madre era una niña en aquel entonces. Me contó que un día el jefe de la aldea había ido a su casa para anunciar que, desde aquel momento, podrían comer ternera y patatas todos los días. Todos se quedaron asombrados; los aldeanos no podían pensar en tener acceso a una comida mejor que esa. No les importó tener que compartirla. Mi abuela preparaba los mejores platos de carne. Sus hermanos y ella estaban eufóricos. Sin embargo, un día volvió a casa y se encontró a su madre llorando en silencio. Varios funcionarios locales habían ido a llevarse la mesa del comedor de la familia y su único wok de hierro, una posesión muy preciada en la mayoría de los hogares chinos. «Ya no los necesitas —le había dicho el jefe de la aldea con severidad—. Todos comeréis juntos en la cantina pública. —Se sacó un cuaderno del bolsillo del pecho del uniforme Mao azul (un traje oscuro de dos piezas con los pantalones holgados y una chaqueta sin cuello y con cuatro bolsillos)—. Es hora de decirle adiós a esa antigua forma de vida en la que solo te preocupas por ti misma y por tu familia. En la Comuna Popular nos apoyaremos los unos a los otros».
No obstante, las comidas en la cantina duraron poco. El primer mes, hubo ternera y patatas; el segundo mes, solo arroz y verduras hervidas. En el último mes, los cocineros no disponían de cereales suficientes para suministrar tres comidas al día. Al cabo de tres años, a pesar de que los aldeanos habían seguido trabajando las tierras de cultivo de manera colectiva, se cerraron las cantinas. Más tarde, el gobierno anunció que los comedores públicos eran un «gran experimento revolucionario proletario» y se autorizó a los aldeanos a regresar a sus propias cocinas. Habían sido reducidos a ratas de laboratorio.
Aunque la productividad era baja, los funcionarios de las aldeas de toda China declaraban una producción de cereales varias veces mayor de la que obtenían en realidad. El objetivo era impresionar a los superiores. Cuando se registraban esas cifras exageradas, el gobierno central recolectaba una cantidad desproporcionada de cereales y dejaba cantidades muy pequeñas para las localidades. Esto contribuyó a la Gran Hambruna, que se prolongó desde 1959 hasta 1961, cuando decenas de millones de personas murieron de inanición. Mi madre recuerda con gran claridad ir caminando con su padre hasta las tumbas de los antepasados de nuestra familia, donde solían crecer hierbas que recogían para la cena. En aquel entonces, mi madre tenía cuatro años, y eso era lo único que tenían para comer.
Los comunistas esperaban que la reforma agraria de los años ochenta, que permitió que los campesinos trabajaran tierras que eran propiedad de su familia, reavivara la fe del pueblo en el socialismo. Sin embargo, algunos aldeanos como el abuelo Wengui tenían sus dudas. Si algo había aprendido de la guerra con Japón, de la guerra civil y de la Revolución Cultural, era que debías aferrarte a cualquier fortuna que pudieras amasar en tiempos de paz, antes de que el caos regresara y de que cosas como la comida volvieran a escasear. Igual que el resto de los aldeanos, el abuelo Wengui dejó de quejarse e invirtió todo su tiempo en su tierra.
Mi madre sabía que mis abuelos intentarían obligarla a abortar. La necesitaban para trabajar. Además, tener un segundo hijo era ilegal. Si el bebé nacía, se enfrentaría a una importante multa del gobierno. Pero ella quería otro hijo, y le prometió a Buda que, si la ayudaba, caminaría hasta el templo de Dule, situado a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, como muestra de agradecimiento. Mi padre y ella albergaban la esperanza de poder pedir un préstamo para la multa y de que mi madre siguiera trabajando durante todo el embarazo para ahorrar.
Wengui no entendía por qué para mi madre era tan importante enseñar a los hijos de otras personas, en vez de quedarse en casa con el suyo.
—¿Cómo puedes ser tan egoísta? Abandonas a tu hijo todo el día. ¿Qué clase de madre eres? —le dijo Wengui una tarde mientras ambos estaban sentados en el suelo de la habitación delantera tejiendo una estera de caña.
—No gano mucho, pero que sea capaz de pagar mi propia comida es una ayuda —respondió ella sin levantar la vista de la estera.
Wengui tiró al suelo con brusquedad el martillo con el que estaba aplastando el borde de la estera.
—¿Pagar tu comida? La familia Kan te alimentará mientras sigas siendo nuestra nuera. ¿Por qué tienes que ir por ahí como una mujer que paotou-loumian?
Wengui enfatizó la expresión «paotou-loumian», que significa «salir para ser visto en público» y que suele utilizarse para referirse a las mujeres de forma negativa.
Tradicionalmente, a las mujeres se les exigía que se quedaran en casa y evitaran el contacto con todos los hombres que no fueran familiares cercanos. El paotou-loumian se hizo común después de la revolución de Mao, cuando se fomentó muchísimo que las mujeres trabajaran fuera del hogar, pero aun así pervivió el concepto tradicional.
Wengui creía en los valores antiguos: una esposa era propiedad de su marido y de la familia de este. Y baba no le resultaba de gran ayuda. Era un primogénito obediente. Un hombre delgado y peludo cuya mirada siempre se clavaba en el suelo cuando hablaba con su padre: un signo de respeto y mansa devoción filial. El abuelo Wengui le daba miedo, pero además le importaba demasiado lo que la gente opinara de él. Defender a su esposa, o mostrar afecto hacia ella o su hijo, podía dañar la reputación de un hombre, y baba no quería ser el hazmerreír de nadie.
Baba tenía muy buena memoria y le había ido bien en el colegio. En 1977, una prestigiosa universidad de Medicina lo aceptó para que se especializara en cirugía, pero Wengui se negó a dejarlo marchar alegando que podía conseguir algo mejor que ser médico, pues a los ojos de mi abuelo eso no era más que ser el criado de un paciente. Así que mi padre rechazó la oferta y volvió a presentarse al examen al año siguiente. Pero aunque lo aprobó por segunda vez, la administración local de educación lo inhabilitó para ingresar en la universidad y lo reprendió por «malgastar los recursos educativos del año anterior». Desesperado y dolido, baba regresó a la granja y siguió los pasos de su padre.
Pero en privado baba escuchaba a mi madre más de lo que su familia pensaba. Fue idea de mamá que se comprara un tractor para poder transportar ladrillos desde la fábrica de una provincia vecina a un precio más bajo y luego venderlos en las aldeas cercanas. Esto aportaba ingresos adicionales a la familia.
Al nacer en el pueblo, baba había recibido de manera automática un hukou rural, no urbano. El hukou era un sistema de registro doméstico que dictaba dónde podía ir a la escuela, casarse y trabajar cada persona. El hukou de baba le impedía buscar trabajo en las fábricas de acero o textiles de la ciudad más próxima. Nunca llegó a ir a la universidad, pero, cuando terminó el instituto, la familia pasó a depender de él en lo económico.
El último día de cada mes, baba entregaba obedientemente todo el dinero que ganaba a su madre. Ella le daba a cada miembro de la familia una especie de paga antes de guardar el resto bajo llave en un armario de madera negro.
Como cuarta hija y primera niña, a mi madre se le prohibió asistir al instituto, porque tenía que ayudar a su familia. Pero ella continuó formándose sola, y estaba muy orgullosa de su puesto de profesora sustituta a tiempo completo. Los profesores sustitutos no estaban inscritos en las listas del gobierno, sino que los empleaban las escuelas locales de manera directa. No tenían seguro ni contrato. En 1977, el cincuenta y seis por ciento del sistema escolar chino estaba compuesto por maestros suplentes debido a la falta de educadores cualificados en el país. Los maestros tenían un sueldo muy bajo, apenas suficiente para sobrevivir. Muy pocos recibían el ascenso a personal permanente debido a que el limitado presupuesto del gobierno no podía mantener a muchos maestros inscritos al mismo tiempo. Pero mamá estaba ansiosa por conseguirlo, sobre todo con un nuevo bebé en camino. Al mismo tiempo, podían despedirla por desobedecer la política del hijo único.
Por sorprendente que parezca, y aunque mi madre sabía todo esto, su embarazo no fue un accidente.
Cinco años antes, solo unos meses después de que China pusiera en marcha la política del hijo único, mis padres tuvieron a mi hermano, Yunxiang. Como primogénito de la familia, se esperaba de él que continuara con la estirpe. A Wengui se le iluminaron los ojos arrugados cuando recibió la noticia de que había tenido un nieto. Yunxiang tenía la cara redonda y el cabello negro acerado de la familia Kan. Me contaron que el día que nació, el día del festival del Barco del Dragón, el abuelo encendió un largo cerco de fuegos artificiales para celebrarlo. Wengui estaba tan satisfecho que llevó a mi padre a las tumbas de nuestros antepasados, donde padre e hijo se arrodillaron para dar las gracias por haber recibido la bendición de un niño. A mi madre no se le permitió unirse a ellos; se suponía que las mujeres atraían la mala suerte si asistían a tales ceremonias.
Aunque adoraba a su hijo, mi madre quería una niña, y sabía que la tendría. Sería decisión suya y de Buda, no de China.
La repentina política del hijo único que se impuso en los años ochenta molestó a los desafortunados ancianos de la aldea que no tenían nietos. Desde hacía algún tiempo, se estaba debatiendo cómo controlar el rápido crecimiento de la población de China, que se había disparado después de 1962, pasada la Gran Hambruna. Tras ocho años de guerra contra Japón y otros cuatro de guerra civil, en los que murieron decenas de millones de personas, el presidente Mao hizo un llamamiento al pueblo para que tuviera más hijos y calificó a las mujeres con muchos vástagos de «madres heroínas». Como respuesta al estímulo del presidente Mao, tanto mis abuelos maternos como los paternos tuvieron siete hijos.
Luego, en 1983, el censo de China mostró que la población había crecido hasta superar los mil millones, un aumento de dos tercios desde el censo de 1953. Con la esperanza de frenar el auge demográfico, China promulgó la «política del hijo único» nacional y estandarizada. Era la primera vez en su historia que el pueblo chino tenía noticia de que el nacimiento debía controlarse.
La medida comenzó a arraigarse amplia y rápidamente, pues se puso a funcionarios de todos los niveles de gobierno a cargo de la planificación familiar. Chaoyang tenía a la infame hermana Lin, una mujer baja y fuerte de unos cuarenta años. Ella tenía tres hijos, pero defendía con orgullo la nueva política. Mi madre me contó que Lin era de apariencia alegre, pero que a sus espaldas la gente la describía como una «tigresa sonriente» que «escondía cuchillos entre los dientes». Todas las semanas, la hermana Lin iba de puerta en puerta con folletos sobre la política del hijo único. Se ocupaba del papeleo oficial de los recién nacidos. Aunque nunca impuso el aborto, todo el mundo creía que era ella quien denunciaba los embarazos ilegales de las mujeres casadas ante la Oficina de Control de la Natalidad del condado. De lo contrario, ¿cómo iba a llegarles la información tan deprisa?
La hermana Lin era implacable y delataba incluso a las personas más queridas y admiradas, como el maestro Huang. A este, un hombre educado y amable que siempre llevaba unos pulcros pantalones azules y una pluma metida en el bolsillo del pecho de la camisa blanca, lo despidieron de la escuela de primaria por tener un segundo hijo. A pesar de ser un maestro muy estimado, cuyos estudiantes, por lo general, sobresalían en lo académico.
También estuvo el caso del campesino Lian, un hombre bajito y con la piel bronceada que vivía en la aldea vecina y que a veces venía a Chaoyang a vender las coles y los rábanos que cultivaba en su casa.
—Lian no vendrá esta semana; ya tiene bastantes líos que resolver —le dijo la hermana Lin con severidad al grupo de mujeres que compraban verduras en el pequeño mercado matutino—. Retrasó el pago de la multa por su segundo hijo una y otra vez y, cuando llegaron los funcionarios, se negó a abrirles. Los hombres cogieron un trozo de madera de su jardín y tiraron la puerta abajo. Tuvo que entregarles su tractor. —Al escuchar la noticia, el miedo de las aldeanas aumentó, lo que pareció excitar a la hermana Lin, que levantó más la barbilla—. Ya sabéis que no es un robo. Se llama «confiscación».
Una palabra que no conocían.
Un mes después de nacer Yunxiang, la hermana Lin llamó a la puerta de mi madre.
—¡Felicidades! —dijo antes de entrar—. ¡Un niño!
Con dificultad, mamá se incorporó hasta sentarse en la cama para saludarla. Es costumbre que las mujeres permanezcan encamadas el primer mes después de dar a luz, tanto para recuperarse como para recibir a las visitas. Pero estaba claro que la hermana Lin no había ido solo para darle la enhorabuena.
—Cuando creas que has descansado lo suficiente, ven a verme. Escribiré una carta al hospital para que te pongan el anillo anticonceptivo —dijo la hermana Lin. Estiró el cuello para ver más de cerca a mi hermano, que estaba durmiendo—. Es maravilloso que tengas un hijo —susurró—, no como la esposa de Xiu Feng, que acaba de tener otra niña. Estoy casi segura de que se escaqueará e intentará tener otro.
Mi madre asintió con la cabeza y prometió no tener otro hijo.
Seis meses más tarde, recibió una carta del comité de la aldea en la que se le ordenaba que fuera al hospital local para que le introdujeran un anillo intrauterino en el cuerpo. Era una nueva orden de la Oficina de Control de la Natalidad del condado de Ninghe.
Cada pocos meses, la Oficina de Control de la Natalidad pedía a las madres con un solo hijo que se hicieran una ecografía o una radiografía para confirmar que el anillo intrauterino seguía estando donde debía. Algunas mujeres huían a la casa de algún pariente en otra aldea para esconderse y evitar el anillo, el chequeo o el aborto, pero eso no era más que una solución temporal.
No había escapatoria.
Mi madre había oído que, en una aldea vecina, la Oficina de Control de la Natalidad había castigado a dos mujeres que se habían negado a ponerse el anillo forzándolas a someterse a una esterilización quirúrgica. Mamá tenía miedo, pero también se había enterado de que el anillo podía quitarse con facilidad. Eso era más seguro que escapar.
Sabía de mujeres que habían intentado escapar, pero a las que habían atrapado. Asimismo, fue testigo de cómo los funcionarios del gobierno las obligaban a subir a los coches, a veces incluso a camiones con bancos de madera en la parte trasera… que, por lo demás, se utilizaban para trasladar a los cerdos a los mataderos.
Las mujeres no tenían mucha información acerca del anillo intrauterino. Solo sabían, por la hermana Lin, que, una vez que se lo insertaran en el útero, prevendría el embarazo. La hermana Lin lo explicaba sirviéndose de los diagramas expuestos en los folletos del gobierno.
También les hablaba de la diferencia entre la ecografía y la radiografía:
—Para la ecografía tienes que quitarte la ropa y dejar la barriga al aire —advertía—. La radiografía es más rápida y mejor, salvo que quieras que un médico varón te toque por todas partes con una máquina.
Muchas de las mujeres seguían siendo demasiado conservadoras para dejar que un médico varón las tocara, y tampoco les gustaba la idea de tener un objeto desconocido en el interior de su cuerpo. Así pues, una vez más, se extendían el pánico y los rumores.
—Me han dicho que untan una especie de veneno en el anillo; así es como evitan que las mujeres se queden embarazadas —comentó una mujer en el mercado.
—¡Mi prima me contó que se pasó meses sangrando después de que le metieran esa maldita cosa en el cuerpo! —exclamó otra mujer.
Cinco años después del nacimiento de mi hermano, todavía no había indicios de que la ley fuera a revocarse, como los ancianos habían predicho. Además, las penas por incumplirla se hicieron más severas. Circulaban historias sobre bebés nonatos abortados en estadios avanzados del embarazo. En la aldea de mi tía, denunciaron a una mujer ante las autoridades cuando ya estaba embarazada de siete meses. Para protegerse de los funcionarios, su familia colgó pañales en el tendedero, donde pudieran verlos con facilidad. Aseguraron que había tenido un parto prematuro. Cuando los funcionarios de control de la natalidad pasaron por allí a cobrar la multa por el segundo hijo, la mujer embarazada los recibió sentada en la cama, con el cuerpo envuelto en edredones y con un bebé que le habían pedido prestado a unos parientes en el regazo. Por supuesto, la criatura era más grande que un recién nacido y los funcionarios se dieron cuenta. La mujer y su familia suplicaron, lloraron y rogaron a los oficiales, pero aun así se la llevaron para obligarla a abortar.
Para alivio de mi madre, su edad le daba cierto margen: la Oficina de Control de la Natalidad ya no examinaba a las madres mayores. Tenía que hacerse la ecografía solo unas cuantas veces al año.
Mientras tanto, había ido en secreto a la consulta de un médico de la aldea de sus padres y se había quitado el anillo.
Tres meses después, en su siguiente chequeo, pidió que le hicieran una radiografía en lugar de una ecografía. El médico gruñón tenía que examinar a tantas mujeres cada día que a menudo lo hacía demasiado deprisa, así que mi madre se salió con la suya gracias a un pequeño truco: se metió un aro de hierro en el bolsillo del abrigo largo y lo colocó en la posición exacta en la que debería aparecer el anillo intrauterino. Cuando se capturó la imagen, lo único que vio el médico fue que había un anillo en el lugar correcto.
Pero el embarazo era solo el principio de sus problemas. ¿Cómo iba a ocultar el vientre cada vez más hinchado? ¿Cuánto tiempo podría continuar con su trabajo? ¿Cómo conseguiría consultar con un médico si le sucedía algo? ¿Dónde daría a luz? Ningún hospital la aceptaría sin un permiso de nacimiento. Y cuando el bebé naciera, ¿de dónde sacaría yuanes suficientes para pagar la multa? Estas preguntas la acechaban día y noche.
Fue a pedirle consejo a su madre.
La aldea de sus padres, Caiyuan, tenía más historia que la de baba. La escuela donde trabajaba mamá había sido un templo antes. Lo habían destruido en 1966 los guardias rojos —una organización estudiantil surgida durante la Revolución Cultural (1966-1976)—, a los que el presidente Mao alentaba a acabar con todos los restos de la antigua China: se comprometieron a eliminar «viejos pensamientos, vieja cultura, viejas costumbres y viejos hábitos».
Mi madre se sentó junto a la ventana en la casa de su infancia para escuchar a mi abuela.
—Nunca se sabe cuál será la política del gobierno mañana —le dijo la abuela Guiqin— pero, si tienes un segundo bebé, la criatura estará ahí para siempre. Yo digo que tengas otro. Un niño estaría bien; una niña sería mejor. Una hija es la compañera más cercana para su madre.
Cuando mi madre me habló del apoyo incondicional de Guiqin para que me tuviera, me sorprendió y no me sorprendió a la vez. Las mujeres de mi familia eran obstinadas. Esas son las mujeres de las que procedo. Esas mujeres me han empujado a seguir adelante, a no tener miedo y sí confianza en mis decisiones, como debieron hacer ellas para que yo llegara a existir. Nacieron en un momento más difícil que yo. La sociedad, el gobierno y sus familias no prestaban atención a las ambiciones y deseos de estas mujeres, pero ellas lucharon contra las crueles probabilidades para sacar algo de muy poco.
Mi madre, que temía no poder volver a enseñar, no estaba segura de que mi abuela pudiera identificarse con esa idea. La abuela Guiqin no tenía estudios y nunca había trabajado fuera del hogar familiar. Además, el gobierno nunca le había impedido tener los hijos que quisiera. Pero mamá encontró alivio en las amables palabras de su progenitora. Aunque ella quería más para mí, su hija, de lo que mi abuela esperaba de ella: mi madre quería que yo fuera algo más que su cuidadora.
La brisa de junio hizo que los pensamientos de mi madre salieran volando por la pequeña ventana hacia los nenúfares del río que corre junto a su casa. Recordó su infancia, cuando corría junto a sus hermanos, azotada por el viento, en el patio. Siempre había apreciado la felicidad de crecer entre hermanos, y quería que Yunxiang también tuviera esos recuerdos.
—Para las mujeres, la familia es más importante que cualquier otra cosa —añadió mi abuela para sacar a mamá de sus pensamientos.
Mi madre asintió con la cabeza; no tenía sentido discutir con una mujer nacida en 1924. La abuela Guiqin, pálida y físicamente frágil, se había casado en la aldea de mi abuelo a los quince años y nunca se había alejado más de doce kilómetros de su puerta principal.
—Intenta esconder la barriga unos cuantos meses más —le aconsejó la abuela mientras se cubría con una manta. Ni siquiera en junio era capaz de soportar la corriente más ligera—. Cuando sea lo bastante grande, ¿quién mataría a un bebé a punto de nacer? —Agarró a mamá de las manos y se las acarició con suavidad—. Cuanto más vieja me hago, más confusa me siento respecto a la vida. Hay demasiada gente que ignora la ley del laotianye, el Señor Celestial, y que hace cosas malas con mucho orgullo.
Mi madre volvió a asentir.
—Oye —se animó la abuela—, el marido de Xiangju trabaja en el gobierno. ¿Por qué no le pides ayuda?
Xiangju era la mejor amiga de mamá desde pequeña, y siempre había sido una chica con suerte. Su padre, maestro, era uno de los pocos hombres que había nombrado a su hija y no a su hijo como «heredera» de su trabajo. Y, además, Xiangju se había casado con un funcionario del gobierno local.
Mi madre y ella eran muy diferentes. Sin embargo, por razones que nadie entendía, eran muy buenas amigas. Xiangju tenía un carácter duro, directo y competitivo. Mamá ya había pensado en pedirle ayuda, pero era demasiado orgullosa, en parte porque su amiga no la había perdonado por casarse con mi padre.
—¿Qué tiene ese hombre de bueno, Shumin? Es un campesino —le recriminó una vez durante una pelea—. ¡No es nada!
No, Xiangju sería la última persona a la que pediría ayuda.
Durante los primeros meses, mi madre ocultó bien el embarazo. Y en los meses fríos de otoño, un abrigo largo y suelto siempre ayudaba. En la noche del festival del Medio Otoño, se colocó mirando a la Luna, juntó las palmas de las manos con devoción y le rogó a la diosa de la Luna que la bendijera. El vientre no se le abultó mucho en los primeros meses, así que se mantuvo optimista.
—Crece más despacio, bebé —me susurraba.
La primera crisis se produjo cuando la hermana Lin apareció un día para decirle que a las mujeres casadas se les requería un nuevo chequeo médico. Aquello inquietó de verdad a mamá; ahora ya no le valdría el truquito del abrigo. Hasta la imagen más borrosa revelaría al bebé que llevaba en el útero.
—Lo siento mucho, hermana Lin —dijo—. Tengo que dar clase, ya sabes. Los exámenes finales están muy cerca, y lo cierto es que no puedo abandonar a mis alumnos. Yo misma iré al hospital cuando termine el semestre.
La hermana Lin no insistió: otros aldeanos le habían asegurado que Shumin era la última de la que debía preocuparse.
—Está tan ansiosa por conseguir un puesto de maestra —chismorreaban— que está claro que no tendría un segundo hijo.
Mi madre pospuso el chequeo varias veces, hasta que incluso la hermana Lin se olvidó de él.
Se sentía afortunada. Su hermana trabajaba en una fábrica y le contaba que las trabajadoras tenían que informar todos los meses de cuándo les venía el período para demostrar que no estaban embarazadas.
Mamá era una de los tres únicos maestros de su escuela. Aunque durante los primeros meses los demás no repararon en su barriga, cuando llegó el invierno, ya no fue posible continuar ocultándoles su secreto, ni a sus colegas ni a sus suegros.
Papá y ella le confesaron el embarazo a la familia durante la cena.
—Shumin está embarazada —le dijo mi padre al suyo.
Wengui apartó su cuenco y se quedó callado. Mientras el viejo guardó silencio, ninguno de los demás comensales se atrevió siquiera a mover los palillos. Fueron los minutos más largos de la historia. Mi madre miró a hurtadillas a mi padre, que había agachado la cabeza a la espera de la ira de su padre.
Al final, Wengui preguntó en voz baja:
—¿Cómo vais a ocuparos de la criatura? No tenemos dinero.
Luego cogió los palillos y comenzó a comer de nuevo, y todos los demás lo imitaron. Durante el resto de la cena, el único ruido que se oyó fue el de los palillos que golpeaban los cuencos de arroz.
Llegado este momento, mamá tuvo que seguir el consejo de su madre. Supo que Xiangju iba a ir a visitar a mi abuela, así que se aseguró de estar esperándola en la casa. No le quedó más remedio que dejar de lado su orgullo y pedirle ayuda.
Cuando Xiangju llegó, entró cargada con una cesta de manzanas y plátanos. Acababa de hacerse la permanente, y ese peinado le confería un aspecto más elegante, le dijo mamá. Xiangju sonrió y se sentó. Cogió un puñado de plátanos.
—Esto es lo que trajo mi marido de la ciudad la semana pasada. No se ven mucho en el pueblo…, no merece la pena pagar el dinero que cuestan las frutas del sur. Se pudren muy rápido.
Le dio un plátano a mi madre y otro a la abuela Guiqin, antes de fijarse en la barriga abultada de mamá.
—¿Shumin? ¿Estás embarazada otra vez?
—Sí —confesó ella, y procedió a explicarle su situación.
Para gran alivio de mi madre, su amiga se mostró dispuesta a ayudarla.
—Entiendo. Mi esposo está a cargo de las tareas de planificación familiar desde el pasado otoño —reconoció—. No estoy muy orgullosa de lo que hace, pero ¿qué otra opción le queda? Todas las aldeas deben controlar las cifras. Tienen que mantenerlas por debajo de un número determinado cada año. Si nace un solo bebé ilegal más, le recortarán el sueldo al funcionario. —Respiró hondo—. ¡Qué trabajo más odioso tiene!
Continuaron sentadas en silencio durante un rato hasta que, de repente, Xiangju se levantó y caminó rápidamente hacia la puerta para cerrarla y así evitar que los vecinos que vivían en el mismo patio las escucharan. Luego se sentó junto a mamá y le susurró:
—Tengo una idea. Te avisaré cuando el equipo de control de natalidad venga a inspeccionar tu aldea. Le diré a mi esposo que no te has recuperado de la hipertensión desde que diste a luz a Yunxiang, y que ahora mismo no puedes soportar el acoso. Créeme, en el gobierno nadie quiere ver a un bebé ilegal, pero tampoco a una mujer muerta.
Aquel frío noviembre en el norte de China, cuando los árboles se desprendieron de sus hojas, la gente se encaramó a las escaleras de mano para recoger los caquis anaranjados que colgaban ya maduros en los patios delanteros. Compraron y cosecharon coles con las que formaron una pila en el patio trasero, cubierta de heno, para prepararse para el largo invierno.
El cielo estaba tan gris que parecía que la primera nevada ya estaba de camino. Mi madre había limpiado su escritorio y anunciado que no regresaría. Ya no se sentía segura en la escuela; estar todo el tiempo en el mismo lugar no haría sino facilitar que el gobierno se diera cuenta de su estado y se la llevara para forzarla a abortar.
—No estoy segura de si querrás regresar después de que nazca el segundo, pero siempre puedes volver —le dijo la directora, Lao Li, mientras bebía té de una taza blanca esmaltada—. Los niños te echarán de menos.
Mamá contuvo las lágrimas y se despidió. Nunca había traicionado al gobierno ni a la gente que la rodeaba, no de manera tan grave. Durante un momento, tuvo serias dudas sobre su decisión, pero enseguida salió por la verja de la escuela para ocupar el asiento trasero de la bicicleta de baba e irse a casa.
Mientras iba sentada detrás de mi padre, el corazón le palpitaba al pensar en el incidente que se había producido en casa el fin de semana anterior. Según lo prometido, Xiangju la había informado de la visita del equipo de control de la natalidad a Chaoyang. Baba no estaba en casa. Mi madre decidió esconderse en el campo, y Yunxiang insistió en estar con ella.
La paja de maíz abandonada era lo bastante alta para ocultarla, y abrazó a Yunxiang mientras le susurraba con suavidad:
—No hagas ni un solo ruido si quieres quedarte con mamá. Tenemos que escondernos de esa gente.
Él lo entendió y se agachó para ocultar también su cuerpecito. Luego levantó la mirada y le preguntó:
—¿Estamos protegiendo al hermanito?
Mi madre asintió con la cabeza, aunque no sabían si la criatura que llevaba en el vientre sería un niño o una niña. No se atrevía a ir al hospital. Aquella semana había tenido un sueño en el que una serpiente colorida bailaba ante ella, y la serpiente llevaba una corona de flores en la cabeza. Era el año de la serpiente en el horóscopo chino, y pensó que la corona de flores indicaba que daría a luz a una niña.
Cuando Yunxiang y ella regresaron, baba había vuelto del trabajo, con la chaqueta de guata cubierta de una gruesa capa de polvo de ladrillo.
—Padre y madre les han dicho a los inspectores que estabas ayudando a tu tía enferma en otra aldea —le dijo—, pero creo que regresarán. Pronto.
Esa noche volvieron a cenar en silencio.
—Tengo entendido que una vez que llegas al octavo mes ya no te hacen nada —dijo baba tratando de consolarla en voz baja cuando se fueron a la cama—. Solo tenemos que aguantar un mes más.
En marzo de 1989, nací, en casa. Era medianoche. Baba fue en bicicleta a la aldea vecina para solicitar la ayuda de una comadrona de la zona. Ya la habían puesto sobre aviso, así que la mujer estaba bien preparada. Cuando llegaron, todo el mundo esperaba en nuestra cocina, que también hacía las veces de sala de estar. La comadrona le pidió a nainai, la madre de baba, que la ayudara, y les dijo a Wengui y a baba que esperaran fuera. Aseguró que la sangre del parto les daría mala suerte a los hombres. Yunxiang estaba tan emocionado que no podía dormir. Caminaba de aquí para allá y no dejaba de preguntarles al abuelo y a papá cuándo iba a conocer a su hermano pequeño. A las 3.15 horas de la madrugada, un llanto estruendoso salió del dormitorio. Nainai salió con la frente empapada de sudor.
—Es una niña —gritó.
Más tarde mamá me contó que sintió una oleada de alivio al verme. Había llegado al mundo, así que ya no podían matarme. Quedaba un largo camino por delante, pero se sentía feliz de que hubiera sobrevivido. Mi abuelo materno, laoye, me puso por nombre Chaoqun, que significa «destacar entre la multitud». Fue un buen nombre, porque la supervivencia y la diferencia serían los hilos conductores de mi vida. Más adelante, como escritora, adoptaría el seudónimo de Karoline.
Poco después, a mis padres se les ordenó pagar una multa de seis mil yuanes por tenerme, condición sin la cual no me darían el hukou, el documento de identidad que me permitiría matricularme en la escuela, casarme y recibir atención médica. En 1989, los ingresos anuales medios de la población de las ciudades chinas apenas superaban los mil yuanes, el equivalente a ciento cincuenta y siete dólares. Por su parte, en las zonas rurales eran aún más bajos. Así pues, la multa equivalía a varios años de los ingresos de mis padres y abuelos.
—No entiendo por qué querías tener una niña —se le quejó mi abuelo a mi padre mientras golpeaba la pipa contra la pared para limpiar las cenizas, tal vez con más fervor del habitual.
Luego se colocó bajo el dintel de la puerta abierta, con el ceño fruncido y mirando hacia los arrozales. El arroz pronto alcanzaría la altura necesaria para entresacar los brotes. Por desgracia, con su nuera cuidando de un bebé recién nacido, dispondría de aún menos manos para ayudar.
—Perderemos días —murmuró.
—Nos las arreglaremos —dijo baba.
Wengui encendió las hojas de tabaco de la pipa sin dejar de contemplar su granja.
Pero esa primavera, cinco días antes de que mis padres tuvieran que pagar la multa, le entregó a baba un pañuelo azul. En él había dos mil yuanes. Los ahorros de toda su vida.