Читать книгу Hielo y ardor - Una novia por otra - Kate Walker - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеESTABA pensando en cajitas cuadradas, llenas de gominolas –le dijo Vangie por teléfono.
Sebastian, que no la estaba escuchando, tenía fijada la atención en la pantalla de ordenador que tenía delante. Su hermana llevaba casi veinte minutos sin parar de hablar. Aunque lo cierto era que, en las tres últimas semanas, no había dicho nada importante.
–¿Sabes lo que quiero decir, Seb? ¿Seb? –insistió ella levantando la voz al ver que no le respondía–. ¿Sigues ahí?
Sí, seguía ahí.
Sebastian Savas resopló sin separar la vista de los detalles del proyecto Blake-Carmody, donde también estaba su mente. Se miró el reloj. Tenía una reunión con Max Grosvenor en menos de diez minutos y quería tenerlo todo fresco.
Había trabajado muy duro intentando encontrar ideas para aquel proyecto, consciente de lo importante que sería para Grosvenor Design que saliese adelante.
Y todavía sería mejor si él era el elegido para dirigir el equipo. Había hecho la mayor parte del trabajo. Utilizando sus ideas y las de Max, se había pasado los dos últimos meses ideando los planes estructurales y el diseño del espacio común de la torre de oficinas y apartamentos. Y la semana anterior, mientras él estaba en Reno trabajando en otro proyecto de gran importancia, Max se lo había presentado a los clientes.
Si habían ganado el proyecto, tenía sentido que en la reunión que iban a mantener, Max le pidiese que fuese él quien llevase la voz cantante.
Seb sonreía siempre que lo pensaba.
–Bueno, Seb –continuó Vangie–. Estás muy callado hoy. Entonces… ¿Qué te parece? ¿Rosa? ¿O plateado? Quiero decir para las cajitas. O… –hizo una pausa– tal vez sea demasiado infantil, lo de las gominolas. Tal vez deberíamos llenarlas de caramelos de menta. ¿Qué opinas, Seb?
Sebastian reaccionó al oír otra vez su nombre. Suspiró y se pasó una mano por el pelo.
–No lo sé, Vangie.
Lo cierto era que le daba igual.
Era la boda de Vangie, no la suya. Él no pretendía casarse nunca, así que ni siquiera le interesaba aprender de la experiencia.
–¿Y por qué no las dos cosas? –añadió, por decir algo.
–¿Tú crees? –preguntó ella, como si le hubiese sugerido algo muy extraño.
–Haz lo que quieras, Vangie. Es tu boda.
Y se estaba convirtiendo en la mayor boda de Seattle, pero si eso la hacía feliz, al menos por el momento, ¿quién era él para llevarle la contraria?
–Ya sé que es mi boda, pero tú vas a pagarlo todo –comentó ella.
–No hay ningún problema.
Toda la familia acudía siempre a Seb, para pedirle consejo, para llorar en su hombro y para que pagase las facturas. Había sido así desde que había empezado a trabajar como arquitecto.
–Supongo que podría preguntar a papá…
Seb contuvo un bufido. Philip Savas sólo sabía engendrar hijos. No los educaba. Y a pesar de que tenía mucho dinero, no lo compartía a no ser que no quisiese algo. Como otra mujer.
–No vayas a verlo, Vange, ya sabes que no merece la pena –le aconsejó Seb a su hermana.
–Supongo que no. Es sólo que… sería prefecto si se acordase de venir para llevarme al altar.
–Sí –«buena suerte», pensó Seb con tristeza. ¿Cuántas veces tendrían que decepcionar a Vange para que aprendiese?
Seb podía pagar las facturas, apoyar y cuidar de que sus hermanos tuviesen todo lo que les hiciese falta, pero no podía garantizarles que su padre fuese a actuar como un padre. En sus treinta y tres años de vida, nunca lo había hecho.
–¿Te ha llamado a ti? –preguntó Vangie, esperanzada.
–No.
Philip sólo lo llamaba para endilgarle problemas. Y Seb estaba cansado de intentar tener una relación con él. Volvió a mirarse el reloj.
–Escucha, Vange, tengo que colgar. Tengo una reunión…
–Por supuesto, lo siento. No debería haberte molestado. Siento molestarte tanto, Seb. Es que eres el único que está aquí y… –se le quebró la voz.
–Sí, deberías haberte casado en Nueva York. Te habría sobrado ayuda allí.
Cuando Seb se había mudado a Seattle después de la universidad, lo había hecho a propósito, para alejarse de su multitud de ex madrastras y hermanastros. No les importaba ayudarlos, pero no quería que interfiriesen en su vida. Ni en su trabajo. Que era más o menos lo mismo.
Había tenido la mala suerte de que Vangie, después de estudiar en Princeton, se había prometido con un chico, Garrett, cuya familia era de Seattle, y habían decidido irse a vivir allí.
Por suerte, cada uno tenía su vida, su trabajo, y no se veían casi nunca.
Pero según se iba acercando la fecha de la boda, las cosas habían cambiado. Los planes de la boda requerían constantes comentarios y consultas.
Vangie había empezado a llamarlo a diario. Luego, dos veces al día. Y recientemente, hasta cuatro y cinco.
A él le hubiese gustado decirle que se relajase y tomase las decisiones sola, pero no lo había hecho. Conocía a Vangie. La quería. Y entendía que sus planes de boda eran como hacer realidad un sueño.
Siempre había deseado formar parte de una familia «de verdad», una familia «normal».
Y a Seb le sorprendía que supiese lo que era «normal».
En cualquier caso, Max le había dejado un mensaje en su teléfono móvil la noche anterior, mientras él volvía de Reno en avión, diciéndole que quería que hablasen esa tarde.
Lo que significaba que habían ganado el proyecto Blake-Carmody.
–No sé –comentó Vangie–. Hay tantas cosas en qué pensar. Las servilletas, por ejemplo…
–Sí, bueno, ya hablaremos de eso más tarde –la interrumpió Seb intentando ser diplomático–. Ahora tengo que irme. Si tengo noticias de papá, ya te lo haré saber –añadió–, pero es más probable que te llame a ti que a mí.
Ambos sabían que lo más probable era que no llamase a ninguno de los dos. La última vez que habían tenido noticias suyas iba a casarse con su última secretaria, la cuarta en haber puesto el ojo en su fortuna. Al menos, a esas alturas Philip sabía cómo hacer un buen acuerdo prematrimonial.
–Eso espero –comentó Vangie–. O tal vez haya llamado a una de las chicas.
–¿Qué chicas?
–Las chicas –repitió ella con impaciencia–. Nuestras hermanas –le aclaró–. Nuestra familia. Van a venir esta tarde –añadió con alegría.
–¿Aquí? ¿Por qué? La boda es al mes que viene, ¿no? –Seb tenía mucho que hacer, no podía perder todo el mes de mayo.
–Vienen a ayudar –le explicó Vangie con satisfacción–. Es lo que hace la familia.
–¿Durante todo un mes? ¿Todas? –no se acordaba de cuántas eran, pero a él no le parecía una buena noticia.
–Sólo las trillizas. Y Jenna.
Entonces, todas las que tenían más de dieciocho años. ¿Cómo iba a soportarlas Vangie durante un mes entero?
–Pues que tengas buena suerte. ¿Quieres que mande a alguien a buscarlas al aeropuerto?
–No. No te preocupes. Llegan de distintas partes y a distintas horas, así que les he dicho que tomen un taxi.
–¿Sí? Me alegro por ti –le dijo, contento por Vangie y porque no le hubiese tocado organizarlo todo a él–. ¿Dónde van a quedarse?
Lo preguntó porque supuso que debía saberlo. Tal vez pudiese pasar a recogerlas a todas el domingo e invitarlas a cenar, para tener una relación de familia un poco «normal».
–Contigo, por supuesto.
Dejó caer la carpeta que tenía en las manos encima del escritorio.
–¿Qué has dicho?
–¿Dónde iban a quedarse si no? ¡Tienes un montón de habitaciones vacías! ¡Tiene que haber por lo menos cuatro habitaciones en tu ático! Yo vivo en un estudio, sin ninguna habitación. Además, ¿cómo no iban a quedarse con su hermano mayor? Somos una familia, ¿no?
Seb estaba que trinaba.
–No te preocupes, Seb, no te plantearán ningún problema. Casi ni te enterarás de que están ahí.
¡Cómo que no! Se imaginó medias colgadas en el tendedero, gotazos de laca de uñas, la casa toda desordenada.
–¡Vangie! No pueden…
–Por supuesto que sí, cuidarán de sí mismas. No te preocupes. Ve a tu reunión. Luego hablamos. Y llámame si tienes noticias de papá.
Y colgó.
Seb se quedó mirando el teléfono y lo colgó dando un golpe. Maldijo a Evangeline y a su fantasía de tener una familia «normal».
No pensaba compartir su ático con cuatro hermanas durante un mes. Lo volverían loco. Tres chicas de veintitrés años y otra de dieciocho que invadirían cada centímetro de su casa. No podría trabajar. Ni tendría un momento de paz.
¡No le importaba pagar las facturas, pero no iba a permitir que invadiesen su espacio!
Gladys, la secretaria de Max, levantó la vista del ordenador y le sonrió de oreja a oreja.
–No está.
–¿Que no está? ¿Por qué no? Tenemos una reunión.
Además, no tenía sentido. Max siempre estaba allí, salvo cuando estaba en una obra. Y nunca ponía dos citas a la vez, era demasiado organizado.
–No tardará en llegar. Debe de estar en un atasco –comentó Gladys sin dejar de sonreír–. Te llamaré cuando llegue, si quieres.
–¿Está… en una obra?
–No. Está volviendo del puerto.
–¿Del puerto? –Seb frunció el ceño. No recordaba que Max tuviese ningún proyecto allí.
Max era, o había sido desde que Seb había ido a trabajar para él, un modelo a seguir. Trabajador, centrado, brillante. Era el hombre en el que él se quería convertir, la figura paterna que nunca había tenido.
Así que, si no estaba allí a las cinco y cuarto de la tarde, después de haber sido él quien había convocado la reunión, era que algo iba mal.
–¿Está bien?
–Yo diría que no puede estar mejor –comentó Gladys con alegría–. Está de excursión.
Seb frunció el ceño todavía más. ¿De excursión? ¿Max? Tal vez había entendido mal a Gladys y había dicho «de reunión».
–Estoy segura de que no tardará –en ese momento, sonó el teléfono–. Despacho del señor Grosvenor.
Por su sonrisa, Seb supo quién llamaba.
–Sí, está aquí –dijo Gladys–. Esperándote. Ah… –miró a Seb–. Estoy segura de que sobrevivirá. Sí, Max. Sí. Se lo diré.
Colgó y, sin dejar de sonreír, levantó la vista hacia donde estaba Seb.
–Está en el garaje. Me ha dicho que puedes entrar en su despacho y esperarlo ahí.
–Está bien, gracias, Gladys –respondió él, sonriendo también.
Después de observar el impresionante paisaje, abrió la cartera y empezó a sacar los bocetos que había preparado para ponerse a trabajar lo antes posible. En ese momento se abrió la puerta y apareció Max.
Seb levantó la vista… lo miró fijamente.
–¿Max?
Por supuesto que era Max, su figura alta y ágil, el rostro delgado y de líneas duras, el pelo canoso y la sonrisa de oreja a oreja que lucía eran inconfundibles.
Pero ¿dónde estaba la corbata? ¿Y la camisa de manga larga? ¿Y los resplandecientes zapatos negros? En otras palabras, el uniforme de Max. La ropa con la que había ido a trabajar todos los días durante los últimos diez años.
–Serás más profesional si tu aspecto es profesional –le había dicho a Seb nada más contratarlo–. Recuérdalo siempre.
Y él lo había hecho. En esos momentos, llevaba su propia versión del uniforme: pantalones azules marino, camisa de rayas grises y blancas y corbata a juego.
Max, por su parte, vestía unos vaqueros desgastados y una cazadora azul marino encima de una camiseta amarilla de la universidad de Washington. Estaba despeinado y no llevaba calcetines.
–Lo siento, llego tarde –dijo enseguida–. Había ido a navegar.
Seb tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la boca cerrada. ¿A navegar? ¿Max?
Mucha gente salía a navegar, incluso durante la semana, pero Max Grosvenor, no. Max Grovenor era adicto al trabajo.
Lo vio quitarse la chaqueta y sacar una cartera de diseño del armario.
–Habría ido a casa a cambiarme, pero había quedado contigo. Así que… –se encogió de hombros, parecía contento– aquí estoy.
Seb seguía perplejo. Lo habría entendido si Max hubiese tenido otra reunión, aunque hubiese sido en un barco. Cosas más raras habían pasado. Pero no le hizo preguntas.
A pesar de su atuendo, Max volvía a estar centrado en el trabajo. Abrió la cartera y sacó los papeles del proyecto Blake-Carmody.
–Es nuestro –comentó sonriendo.
Y Seb sonrió también, satisfecho de que todo su trabajo hubiese obtenido un fruto.
–Estuvimos echándole un vistazo mientras tú estabas en Reno –continuó Max–. Me traje también a un par de personas del proyecto. Espero que no te importe, pero el factor tiempo era esencial.
–No, no me importa –Seb lo comprendía. A pesar de que él había trabajado mucho en el proyecto, Max era el presidente de la empresa.
Y nadie podía haber ido a Reno en lugar de Seb, ya que el proyecto del complejo hospitalario era todo suyo.
Max asintió.
–Por supuesto que no –dijo Max dejándose caer en el sillón de piel que había detrás de su escritorio y cruzando los brazos detrás de la cabeza. Luego, con un gesto, le indicó a Seb que se sentase también–. Estaba seguro de que lo entenderías. Y le dije a Carmody que gran parte del trabajo era tuyo.
Seb se sentó en el otro sillón.
–Gracias.
Le alegró oírlo, así Carmody entendería que Max no era el único responsable del trabajo y no se sentiría mal cuando Seb se pusiese al frente del proyecto.
Max bajó los brazos y se echó hacia delante, apoyando los antebrazos en los muslos y entrelazando los dedos.
–Así que espero que no te molestes si llevo yo el proyecto.
Seb se quedó sin habla.
–Sé que habíamos hablado de que lo llevases tú –continuó Max–, pero has estado muchas veces en Reno. Y todavía tienes cosas que hacer en el proyecto Fogerty, y en el edificio Hayes, ¿verdad?
–Sí, es verdad –pero eso no significaba que no quisiera trabajar todavía más para llevar a cabo el proyecto Carmody-Blake.
Max asintió con alegría.
–Exacto. Así tendrás más tiempo para trabajar en el concurso del colegio de Kent. Les impresionaron mucho tus ideas.
Seb hizo un sonido inarticulado y esperó parecer contento con el cumplido. Porque era un cumplido. Pero… él también quería el proyecto Blake-Carmody.
En realidad, no tenía derecho a sentirse decepcionado. Sí, lo habían invitado a compartir sus ideas acerca del mismo, y sí, Max se las había tomado en serio. Hasta habían hablado de la posibilidad de que él lo llevase, pero nunca de manera oficial.
Y era comprensible que Max quisiese hacer ese proyecto. A pesar de que, durante los últimos meses, Max había estado hablando de tomarse el trabajo con más calma.
–Sabía que lo entenderías. Rodríguez estará al mando de la zona de oficinas. Y Chang, de la de tiendas –continuó Max.
Aquello tenía sentido. Frank Rodríguez y Danny Chang también habían contribuido al proyecto con sus ideas. Seb asintió.
–Y le he encargado a Nelly que se ocupe de las viviendas.
–¿Qué? –Seb se puso muy tieso–. ¿Neely Robson?
De pronto, le pareció que no se trataba sólo de que Max se quedase en el proyecto, sino…
Seb sacudió la cabeza.
–No puedes estar hablando en serio.
–Por supuesto que sí –contestó Max, que se había puesto tenso al oír su tono de voz.
–¡Pero si no tiene suficiente experiencia! ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Seis meses? Está verde.
–Ha ganado premios.
–Hace dibujos bonitos –Seb pensaba que podría haber sido decoradora de interiores.
Él sólo había trabajado con Neely Robson en una ocasión, durante el primer mes de ésta en la empresa. Y no habían encajado bien. A Seb le había parecido que sus ideas tenían poca sustancia y se lo había dicho. Y ella había contestado que él sólo quería construir rascacielos, que eran símbolos fálicos.
Era evidente que no se habían caído bien.
–A los clientes les gusta.
«A ti te gusta», quiso decirle Seb. «Te gusta su cuerpo curvilíneo y su larga melena de color miel. Sus seductores labios y los hoyuelos que le salen en las mejillas cuando sonríe». Pero apretó los dientes y se contuvo.
–Es buena en lo suyo –comentó Max. Y se quedó pensativo, sonriendo.
Seb se preguntó qué habría estado haciendo Neely con él, pero tampoco lo dijo en voz alta.
No obstante, tenía que decir algo. Se había dado cuenta de la atracción que sentía su jefe por Neely Robson. Era una mujer atractiva. Eso no podía negarlo.
Pero la empresa era tan grande que Max no se había fijado en ella hasta que había ganado un premio en febrero.
Desde entonces, Max le había prestado cada vez más atención.
Seb la había visto salir del despacho de Max en numerosas ocasiones durante los últimos meses, y lo había oído nombrarla. También había visto que Max fijaba la mirada en ella durante las reuniones.
No le había dado importancia. Max no era como su padre. Max era un hombre decidido y profesional, y adicto al trabajo.
Era imposible que Max Grosvenor se dejase seducir por una cara bonita. Tenía cincuenta y dos años y ninguna mujer lo había atrapado todavía.
Aunque Seb suponía que siempre había una primera vez. Si hasta había ido a navegar…
–Sólo quería decir que no tiene demasiada experiencia con edificios de viviendas y…
–No te preocupes por su experiencia. Yo trabajaré con ella. Y si está verde, ya aprenderá. Yo la ayudaré –arqueó una ceja–. ¿No crees?
Seb apretó los dientes con tanta fuerza que le dolió la mandíbula.
–Por supuesto –dijo.
Max sonrió.
–Es muy creativa. Deberías conocerla mejor.
–Ya la conozco.
Max rió.
–No tanto como yo. Ven a navegar con nosotros la siguiente vez, ¿qué te parece?
–La siguiente… ¿Has ido a navegar con…? –no fue capaz de terminar la frase.
¿Max y Neely Robson habían salido a navegar juntos? Max debía de estar pasando por una crisis. Aquél era el tipo de cosas que hacía Philip Savas, no Max Grosvenor.
–No se le da mal –comentó Max sonriendo.
–¿No? –Seb se puso en pie y recogió su cartera–. Me alegra saberlo, pero sigo pensando que vas a cometer un error.
Max dejó de sonreír. Miró por la ventana hacia el monte Rainier, aunque Seb no sabía si realmente lo estaba viendo. Por fin, volvió la mirada a los ojos de Seb.
–No sería el primer error que cometo –comentó–. Gracias por preocuparte, pero creo que esta vez no me estoy equivocando.
Se miraron fijamente. Seb quiso decirle que estaba muy equivocado, que él lo había visto muchas veces en su propio padre, sacudió la cabeza y dijo:
–En ese caso, voy a volver a mi trabajo, si no quieres hablar de nada más conmigo.
Max sacudió una mano.
–No, nada más. Sólo quería decirte lo del proyecto Blake-Carmody en persona. Me parecía poco apropiado hacerlo por teléfono. Ah, y no es mi intención ofenderte, ocupándome yo de él, Seb. Es sólo, que quiero hacerlo.
Con Neely Robson.
–Por supuesto –contestó Seb.
Ya había abierto la puerta cuando oyó a Max que le sugería:
–Deberías tomarte algo de tiempo para ti, Seb. No todo es trabajo en la vida.
Era cierto, pero no quería oírlo de boca de Max Grosvenor. Cerró la puerta sin decir palabra.
–¿No te parece estupendo? –le dijo Gladys sonriendo.
–¿El qué? –preguntó Seb, frunciendo el ceño.
–Max. Es estupendo que por fin tenga una vida.
Si Max por fin tenía una vida, a él no le daba ninguna envidia.
Las relaciones, según su experiencia, siempre eran complicadas, impredecibles y caóticas. Si Max se sentía tentado a tener una, era sencillamente porque estaba pasando por una crisis.
Y con Neely Robson, a la que le doblaba la edad. Estaba abocado al desastre.
A Seb siempre le había parecido que la vida de Max era ideal: ordenada, clara y controlable.
Sacudió la cabeza e intentó olvidarse del tema y pensar en el proyecto del colegio de Kent.
Eran más de las seis. Podría haberse marchado, pero ¿para qué? Tenía trabajo pendiente y ningún motivo para volver a casa.
Seguro que su ático estaba hecho un desastre, con sus hermanastras recién llegadas. Además del desorden, seguro que hablaban todas a la vez, acerca de la boda, de Evangeline y Garrett, de lo perfecto que era todo, de lo felices que iban a ser. Y luego lo compararían todo con sus propias vidas amorosas.
Y especularían acerca de la de él.
Sus hermanas siempre habían intentado sonsacarle acerca de su vida privada. ¿Con quién salía? ¿Iba en serio? ¿La quería?
Él no tenía vida amorosa. Y no pretendía tenerla.
Sí tenía necesidades, por supuesto. Hormonas. Testosterona. Era un hombre con todos sus instintos, pero eso no significaba que fuese a casarse.
Ni que creyese en los cuentos de hadas.
Más bien al contrario, creía en proporcionar a sus hormonas lo que necesitaban de manera sana y sensata. Y llevaba años haciéndolo mediante aventuras discretas con mujeres que querían lo mismo que él. Ni más, ni menos.
Y si su última aventura había terminado un par de meses antes, había sido porque la guapa ingeniera que había estado satisfaciendo sus necesidades se había marchado a vivir a Filadelfia a principios de año. Y eso sólo significaba que tendría que buscarse a otra para reemplazarla.
No tenía por qué meterse en una relación seria.
Aunque sus hermanas no pensaban igual. Y nunca dudaban en decírselo.
Y dado que Evangeline se las había enjaretado durante todo un mes, seguro que se sentían libres de expresar sus opiniones.
Que Dios lo ayudase.
Necesitaba buscarse un refugio, aunque fuese sólo para ese mes. Un lugar donde nadie pudiese encontrarlo.
Pensó en trasladarse a un estudio vacío que había comprado dos años antes. Era tentador, pero estaba muy cerca de su ático. Y Vangie lo sabía. Todas lo sabrían si se iba allí.
Tal vez pudiese comprar un sofá para su despacho y dormir allí, aunque Max, con su nueva actitud, no estaría de acuerdo con la idea.
Pero él no estaba pasando por una crisis, como Max. ¿Por qué no iba a trabajar veinticuatro horas al día si era lo que quería? Al menos, en su despacho, podría concentrarse.
Intentó volver a pensar en el colegio de Kent. Casi todo el mundo se había marchado a casa ya. Eran casi las seis y media. Max había desaparecido hacía media hora.
Había intentado trabajar durante otra media hora más, pero su estómago había empezado a rugir.
Por suerte, no tenía que ir a casa a cenar, podía comprar algo preparado y volver a comérselo a su despacho. No iría a casa hasta la hora de dormir.
Tomó su chaqueta y salió al pasillo.
Sólo había una luz encendida, la del despacho de Frank Rodríguez. De camino al ascensor, oyó hablar a Frank y a Danny. Y sintió envidia. Aunque no quería el trabajo de Frank, ni el de Dani. Y no era culpa suya si no había conseguido el que sí quería.
–No puedo ayudarte –oyó que decía Danny Chang–. Ojalá pudiese –decía desde la puerta del despacho de Frank–. Pensé que la habías vendido.
–Y yo –decía Frank en tono sombrío–. Cath va a flipar cuando se entere de que no he cerrado el trato. Queremos esa casa. ¿Pero cómo voy a dar la señal si no tengo el dinero?
Danny se encogió de hombros.
–Si me entero de alguien que esté interesado, te lo mandaré –se dio la vuelta y vio a Seb–. Eh, ¿quieres comprar una casa flotante?
¿Una casa flotante?
Cualquier otro día, se habría reído, pero ése, lo pensó, y sin querer, preguntó con cautela:
–¿Qué tipo de casa flotante? ¿Dónde?
Danny y Frank se miraron.
Entonces, Frank se levantó y fue hacia la puerta.
–No es demasiado grande, seguro que no la quieres. Dos habitaciones, un baño. En realidad, es bastante pequeña. Está en la parte este del lago Union. La compré cuando llevaba aquí un año. Y me encanta, pero Cath… Vamos a casarnos, y a Cath no le gusta.
–Cuéntame más.
Frank pareció sorprenderse. Y entonces, empezó a darle detalles.
–Es muy funcional. Tiene unos cincuenta años, pero está muy cuidada. Es un lugar bonito y tranquilo. Justo al final del muelle. Como es evidente, las vistas son estupendas. El inquilino iba a comprarla, pero no ha conseguido la financiación, acaba de llamarme.
–¿Tienes un inquilino?
–Alquilé la habitación que estaba vacía.
–¿Y cuánto pides por ella?
–¿En serio? –preguntó Frank.
–Te lo acabo de preguntar, ¿no?
–¡Ah! Bueno… –sorprendido, Frank le dijo una cantidad.
No era barata, pero la paz tenía su precio. Y luego, siempre podría volver a venderla.
Seb asintió.
–Te haré un cheque.