Читать книгу Hielo y ardor - Una novia por otra - Kate Walker - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеERA PERFECTA.
Seb vio la casa flotante desde la colina. Estaba justo al final del muelle. Tenía dos pisos y parecía cómoda y acogedora. Tal y como le había dicho Frank.
No podía haber tomado una decisión mejor, pensó mientras aparcaba. Se sintió vivo, con energía, sonrió.
Le había costado mucho dinero, pero ¿para qué quería el dinero, además de para pagar la boda de su hermana, la universidad de sus otras hermanas y comprar regalos a los hijos que iban teniendo las ex mujeres de su padre?
Además, Frank le había asegurado que sería fácil de vender, que su inquilino se la compraría en cuanto consiguiese el dinero.
Aunque, en esos momentos, a Seb sólo le interesaba la tranquilidad.
La visita a su ático un rato antes, había terminado de convencerlo de que había hecho lo correcto. Los platos sin fregar. Los teléfonos móviles sonando y sus hermanas riendo. Todas habían ido a abrazarlo.
Se había preparado para ello.
Pero se había olvidado de la música, la televisión, los gritos. Y los olores. Los acondicionadores de pelo dulzones, las lacas, los geles y los miles de perfumes.
Su ático olía como un burdel.
Unos minutos allí lo habían convencido de que había tomado la decisión correcta.
Sus hermanas habían parecido disgustarse, pero él había conseguido zafarse de ellas y había ido a su habitación a hacer las maletas.
Había recogido lo que pensaba que podía necesitar, o lo que no quería que le rompiesen, como el antiguo violín que había pertenecido a su abuelo, y se había despedido de ellas.
–Volveré el domingo para llevaros a cenar –les había prometido.
Antes de marcharse, Jenna le había pedido dinero para pagar unas pizzas para la cena.
–¿Seguro que no quieres quedarte? –le había preguntado, sin devolverle el cambio.
–No.
Pero en ese momento, de camino a la casa flotante, deseó haberse quedado a tomar al menos un trozo de pizza.
No importaba. Se prepararía algo cuando se hubiese instalado, y hubiese conocido al inquilino de Frank. Si tenía alquilada una habitación en una casa flotante, se alegraría mucho cuando le propusiese que se trasladase a su estudio gratis. Y tal vez cuando quisiese vender la casa flotante, él ya habría obtenido el préstamo y podría comprársela.
Subió a bordo y empezó a silbar mientras abría la puerta.
–Hogar, dulce hogar –murmuró.
Abrió la puerta y entró en el pequeño recibidor, en el que había una escalera que daba al segundo piso a un lado, y estanterías y una puerta al otro. Al frente, al fondo del pasillo, había una ventana por la que entraba el sol. Eso, y la música, hicieron que se acercase.
Era un minué de Bach, ligero y cadencioso, rítmico, ordenado, nada que ver con el estruendo que había dejado en su ático.
Sintió que desaparecía la tensión de sus hombros. Se había preguntado cómo iba a convencer al inquilino de Frank de que se marchase. La música de Bach lo tranquilizó. Tenía que ser una persona sensata.
Llegó al final del pasillo y entró en el salón. Se quedó inmóvil al ver una jaula con dos conejos en una de las ventanas. También había un acuario en la barra que separaba la zona de la cocina del resto de la habitación. Había tres gatitos en el suelo, uno de ellos intentando subirse a una caja de cartón que les impedía atravesar la puerta.
Pero lo que más le sorprendió fue ver un par de largas y femeninas piernas subidas a una escalera en la terraza.
–¿Ya has vuelto? –preguntó la mujer que, al parecer, había oído la puerta–. Es demasiado pronto. Márchate y vuelve dentro de media hora.
Seb no se movió. Siguió mirando las piernas. Y sintió interés e irritación al mismo tiempo.
¿El inquilino era una mujer? ¿Y Frank no se había molestado en decírselo?
Bueno, tal vez para él no fuese importante.
–¿Cody? –llamó la mujer–. ¿Me has oído? Te he dicho que te marches.
Seb se aclaró la garganta.
–No soy Cody –contestó, más tranquilo al ver que no le temblaba la voz, sin dejar de mirar las piernas.
–¿No…?
La mujer bajó un par de peldaños y se agachó para asomar la cabeza.
Seb se quedó de piedra.
¿Neely Robson?
Imposible. Cerró los ojos y los volvió a abrir. Era Neely Robson.
Se miraron el uno al otro.
Y entonces, casi a cámara lenta, ella se incorporó y Seb dejó de ver su rostro. Por un instante, creyó que se lo había imaginado.
Entonces la vio bajar de la escalera y acercarse a la puerta, con una brocha en la mano.
–Señor Savas –dijo de manera educada, con voz un tanto ronca y provocativa.
Seb se preguntó si a Max también lo llamaría señor Grosvenor.
–Señorita Robson –respondió él en tono cortante.
–Lo siento. No esperaba… Pensé que era Cody con Harm –comentó. Estaba ruborizada.
Seb sacudió la cabeza, sin saber de lo que le estaba hablando.
–Mi perro. Harmony. Así se llama. El chico que vive al otro lado del muelle se lo ha llevado a dar un paseo. Pensé que ya estaban de vuelta y todavía no he terminado de pintar.
Era la primera vez que Seb oía balbucear a Neely Robson y, en otras circunstancias, le habría parecido divertido.
–No importa –añadió ella–. Ha venido a buscar a Frank.
–No.
–¿No? Entonces… ¿Por qué…? –lo miró a los ojos, luego bajó la mirada y vio las maletas. Frunció el ceño.
A Seb le hubiese gustado haber podido disfrutar más del momento, haber estado más preparado. Y mucho menos sorprendido que ella.
No importaba. Lo hecho, hecho estaba. Y Neely Robson pronto se marcharía de allí.
–Siento decepcionarla, señorita Robson. Ya he visto a Frank. Ahora, he venido a quedarme.
–¿Qué?
La vio palidecer y le gustó. Sonrió.
–Si es usted la inquilina, señorita Robson, tiene un casero nuevo. Yo.
Nelly observó desolada al hombre que estaba en su salón. Ya era horrible tenerlo allí, pero que fuese su nuevo casero, era imposible.
–Perdone, ¿qué ha dicho?
–Que he comprado esta casa.
Neely sintió que le temblaban las rodillas. Se apoyó en el marco de la puerta para no caerse.
–No.
–Sí –replicó él sonriendo. O haciendo una mueca–. Esta casa flotante –aclaró, por si no se había enterado bien–. Y vengo a vivir en ella.
Así que había oído bien. Siguió mirándolo fijamente, aterrada, incapaz de creerlo.
–Se confunde. Soy yo quien va a comprar la casa. Es mía.
–Lo siento… por usted, pero no. No es suya. Quiero decir, que Frank me la ha vendido hace un par de horas.
–¡No puede haber hecho eso! ¡Jamás lo haría! Teníamos un trato.
–Pues ya no.
Ella siguió mirándolo, como si acabasen de darle un puñetazo en el estómago. Como siempre que su madre, Lara, le decía que iban a mudarse otra vez. Y otra. Y otra más.
–Frank comentó que lo había llamado un tal Gregory. Supongo que es un asesor hipotecario, ¿no?
Neely asintió.
–Un amigo de Frank. Me prometió encontrarme una hipoteca.
–Sí, pero al parecer, no ha podido ser.
–Siempre puedo preguntar en otra parte.
Sebastian asintió, aunque no había ni rastro de compasión en su mirada.
–Sin duda, pero Frank no podía esperar. Creo que tenía que dar una entrada para una casa. Una boda. Y un bebé de camino. Estaba bastante estresado.
Pero a él le daba igual, porque la operación le había salido redonda.
Dejó el bolso de viaje en el suelo y el portatrajes encima del sofá, luego fue hacia la puerta.
–¿Qué está haciendo? –le preguntó Nelly.
–Voy a por el resto de cosas. ¿Quiere ayudarme?
Y sin esperar una respuesta, se marchó.
Y ella se quedó echando chispas. Tomó su teléfono móvil de encima de la mesa de la terraza y marcó el número de Frank.
Éste no contestó.
–Cobarde –murmuró ella.
–¿Está hablando conmigo? –preguntó Sebastian Savas, que estaba de vuelta con dos grandes cajas de cartón, que dejó encima de la mesita de café.
¡Su mesita de café!
–Eso es mío –le dijo.
Él siguió su mirada hasta la mesa.
–Disculpe. Frank me había dicho que iba a dejar algunos muebles.
–Pues esa mesa, no –dijo Neely, sabiendo que se estaba comportando de manera mezquina, pero le daba igual.
–Está bien –Seb quitó las cajas de la mesa y las dejó en el suelo–. El suelo es mío –replicó, luego volvió a sonreír y se marchó de nuevo.
Neely deseó gritar, pero se quedó viendo cómo volvía a entrar con otra caja y la dejaba al lado de las otras, en el suelo. En su suelo.
–No puedo creer que la haya comprado –murmuró, llena de ira.
–Ni yo –dijo Sebastian con alegría–, pero es perfecta.
Aquel comentario la sorprendió. Jamás habría imaginado que Sebastian Savas pudiese pensar que aquella casa era perfecta. Max le había contado que vivía en un ático. ¿Qué había pasado con él?
–No me cabe en la cabeza que piense eso –comentó ella con acidez.
–Pero es que usted no conoce mis circunstancias, ¿verdad? –dijo él, con los brazos en jarras, observando su dominio.
–¿Lo han desahuciado? –preguntó Neely con dulzura.
Él la miró de manera tan dura, que la hizo retroceder un paso. Tendría que tener más cuidado con lo que decía si Sebastian se quedaba a vivir allí.
Pero no pudo evitar añadir:
–O tal vez se haya escapado de casa.
–Tal vez.
–Sí, claro. Dígame, ¿por qué lo ha hecho?
–Danny me preguntó si quería comprar una casa flotante.
–Y usted la compró. ¿Por qué no? Sacó la chequera y dijo: la compro.
–Algo así.
Neely no podía creerlo.
–Seamos realistas.
Él se limitó a encogerse de hombros.
Era algo que odiaba de él, aquella indiferencia fría, de superioridad, aquel desdén con el que demostraba que nada le afectaba. En el trabajo lo llamaban el Hombre de Hielo a sus espaldas, aunque podían habérselo llamado a la cara, porque le habría dado igual.
Lo vio abrir una de las cajas, sacar unos libros y empezar a colocarlos en una estantería. Ella suspiró con brusquedad.
Sebastian se giró y la miró.
–¿Qué? ¿No protesta? ¿Son todas las estanterías para mí?
–Eso parece, dado que son de obra –replicó Neely entre dientes–, pero, como inquilina, tengo derecho a utilizar parte del espacio.
–Ah, sí. El alquiler.
–La cantidad está establecida –le advirtió, por si pretendía triplicársela–, en el contrato de arrendamiento.
Él no respondió a aquello.
–¿Quiere que mida y divida el espacio? ¿Para estar segura de que le corresponde la parte justa?
–Supongo que podemos llegar a un acuerdo –murmuró ella, fulminando con la mirada su cuerpo alto, fuerte y masculino, que estaba invadiendo su espacio y que la escrutaba con sus penetrantes ojos verdes.
Eran unos ojos increíbles, de un verde muy claro, que contrastaba con su piel color oliva y su pelo grueso y moreno. Y convertían su rostro fuerte, atractivo, de rasgos casi duros, en un rostro todavía más memorable… y atrayente.
En el trabajo, Sebastian Savas tenía fama de ser exigente, riguroso e imperturbable. Todo un hombre de negocios. Completamente frío.
Las mujeres, las muy tontas, coqueteaban con él, le hacían ojitos, le sonreían y le llevaban cafés con la esperanza de que les hablase, saliese con ellas y se casase con ellas.
Pero él casi ni las veía.
Needy pensaba que sólo se fijaba en los edificios, cuanto más altos y puntiagudos, mejor.
Un hecho que le había mencionado en una ocasión, sobre todo porque él había dicho de sus bocetos que parecían casas para la Barbie.
Pero no, eran despachos para una revista de moda femenina cuyo logotipo era de color rosa fucsia. No obstante, Sebastian no lo había entendido. Sólo había rechazado su propuesta de poner algo de color en los despachos.
Desde entonces, no habían vuelto a tener ninguna relación.
Ella no quería tenerla.
Seb era la mano derecha de Max y éste pensaba que era estupendo. Aunque era normal, ya que se parecían mucho.
–Te caerá bien cuando lo conozcas mejor –le había prometido Max.
Pero Neely no estaba de acuerdo, y no tenía ningún interés en conocerlo mejor.
No le hacía ninguna falta un hombre adicto al trabajo. Hacía veintiséis años que un hombre adicto al trabajo no se había casado con su madre, que estaba embarazada. Aunque su madre tampoco hubiese sido de las que se casaban.
Pero eso era irrelevante en esos momentos.
Lo importante era averiguar a qué tipo de juego estaba jugando el Hombre de Hielo.
–¿Así que ha dicho que sacó su chequera para salvar a Frank Bacon? –lo presionó.
–Nos hice un favor a ambos. Él quería vender. Y yo quería comprar. Llegamos a un acuerdo. Así de sencillo.
No era nada sencillo. Al menos, para ella. Abrió la boca para seguir discutiendo, pero se dio cuenta de que no merecía la pena.
Discutiendo no iba a cambiar nada. Había imaginado que no le darían el préstamo, ya que sólo llevaba ganando dinero de verdad desde que había terminado la universidad. De eso hacía dos años y medio y, con el dinero que ganaba, también tenía que pagar el crédito gracias al cual había podido estudiar y enviarle algo a su madre. Lara, que se había casado por fin cuando Neely tenía doce años, era viuda y tenía una pensión insignificante y un pequeño negocio de joyería. Era autosuficiente, pero no podía permitirse caprichos, a no ser que Neely se los pagase.
Ella había soñado con comprarse la casa flotante. Le había encantado nada más alquilarle la habitación a Frank, seis meses antes. Y había tenido la esperanza de que le diesen un préstamo.
Pero, al parecer, no había sido posible. Todavía.
Y Frank no había podido esperar y había tomado el camino más corto.
Se la había vendido a Sebastian Savas.
–Hablando de acuerdos. Tengo que proponerle un trato, señorita Robson –le estaba diciendo Sebastian en esos momentos. Estaba de pie, con una pila de libros en las manos, mirándola fijamente.
–¿Un trato? –repitió ella, esperanzada–. ¿Me la va a vender?
Él negó con la cabeza.
–No, pero tengo un lugar al que podría marcharse.
Neely volvió a sentirse como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
–Tengo un apartamento vacío –la miró con expectación, como si pensase que iba a saltar de alegría–. Podría dejárselo gratis durante seis meses.
Ella negó con la cabeza.
–No voy a marcharme a ninguna parte.
–Tiene que hacerlo –dijo él, frunciendo el ceño–. Yo voy a vivir aquí.
–Me alegro por usted.
Él la miró fijamente. Sus ojos verdes parecían más fríos que nunca.
–¿Está diciendo que quiere compartir casa?
Neely se encogió de hombros, haciendo acopio de indiferencia. Esperó resultar creíble.
–No quiero, pero si va a vivir aquí, tendré que hacerlo –señaló hacia las escaleras con la cabeza–. Su habitación es la de la derecha. Es más pequeña que la mía, pero tiene mejores vistas. Que la disfrute.
Y no esperó a escuchar su respuesta. No quería oírla. Además, tenía que alejarse de él antes de que no pudiese contener las ganas de lanzarle la brocha, o algo peor.
Así que volvió a salir a la terraza y se subió a la escalera para seguir pintando. En su cabeza, y en su corazón, estaba abofeteando a Sebastian Savas.
Él no se marchó, ni subió al piso de arriba. En su lugar, colocó los libros, quitó la caja que había delante de la puerta y salió a la terraza. Se apoyó en la barandilla y la miró.
–Los gatos van a escaparse –le advirtió ella.
Él ignoró su comentario.
–No quiero compartir casa, señorita Robson –dijo en tono monótono e inflexible.
Neely ya lo había oído hablar así antes, en el trabajo.
–Yo tampoco –respondió ella en el mismo tono. Metió la brocha en el cubo de pintura y continuó abofeteando la pared, sin mirar hacia abajo, aunque sabía que lo tenía detrás.
–En ese caso, tendrá que marcharse –sugirió Sebastian–. Comprenda que no la estoy echando a la calle. Mi oferta es muy justa, y el apartamento está muy bien situado.
–Sin duda, pero no me interesa –otra bofetada.
–Mire, señorita Robson –insistió él en tono comedido–. Creo que no me ha entendido. No puede quedarse aquí. Puede aceptar mi oferta o hacer las maletas y marcharse. No puede quedarse.
Neely se giró un poco para poder mirar por encima del hombro y verlo. Era grande e imponente incluso visto desde arriba.
–De eso nada, señor Savas –dijo ella también con tranquilidad–. Claro que puedo quedarme. Tengo un contrato –añadió con dulzura–. Por escrito. Cath, la novia de Frank, es abogada. Quería estar segura de que todo era legal. Intente escurrir el bulto, si quiere –terminó sonriendo de oreja a oreja.
Él apretó la mandíbula.
–Le pagaré.
Neely se encogió de hombros.
–Véndame la casa flotante. Le había ofrecido a Frank una buena cantidad.
–Una cantidad que, al parecer, no pudo reunir.
–Pero lo conseguiré, tengo un buen trabajo, perspectivas de futuro.
Él resopló con desdén.
–¿Por qué hace eso? –le preguntó ella, frunciendo el ceño.
–Por sus perspectivas. ¿Así llama a Max? Seguro que le encantará saberlo.
–¿Max? –Neely se quedó boquiabierta. Sebastian pensaba que estaba utilizando a Max.
Cerró la boca de repente. Le habría encantado tirarle la lata de pintura por la cabeza.
Él se encogió de hombros.
–Veo que no lo niega.
–¡Claro que lo niego!
–Bueno, pues no se moleste. Que él esté demasiado ciego para darse cuenta de lo que está haciendo, no quiere decir que los demás también lo estemos.
Neely apretó la brocha con los dedos, deseando tener entre las manos el fuerte cuello de Sebastian Savas.
–¿El resto? ¿A quién se refiere?
–A mí, para empezar. A Gladys.
–¿La secretaria de Max piensa que quiero utilizarlo?
–Está encantada porque lo está humanizando –comentó Sebastian–. No se me ocurre otra palabra para describirlo.
–No sabe de qué está hablando –se quejó ella.
–¿No?
–No, no lo sabe, señor Savas. Y no debería imaginar cosas que no son –se dio la vuelta y siguió pintando. ¡Estaba furiosa con él!
–Entonces, ¿qué voy a tener que hacer para echarla, señorita Robson? –insistió él–. ¿Cuál es su precio?
Neely no le hizo caso. El sol casi se había puesto. Tenía que encender la luz si quería seguir viendo lo que estaba haciendo. Aunque, ¿qué más daba? Si aquélla era la casa de Sebastian Savas, y no la suya, ¿para qué se estaba molestando en pintarla?
¡Porque sí era suya!
Ella la había pintado, la había cuidado, se había ocupado de ella cuando Frank se había ido a vivir con Cath. ¡Le había prometido que se la vendería!
Tal vez debiese haber aceptado la oferta de Max.
Cuando por fin le había quedado claro que ella no iba a renunciar a su independencia, le había dicho que podía ayudarla a financiar la casa flotante.
Ella se había negado. Era demasiado testaruda y orgullosa como para aceptar.
Si el Hombre de Hielo se enteraba de lo que Max le había ofrecido, se pondría furioso. Porque Sebastian pensaba que lo sabía todo. Era un cretino presuntuoso.
Ni siquiera quería su casa flotante. Estaba segura. Quería darle un uso en ese momento, aunque Neely no sabía cuál, pero terminaría volviendo a su ático.
Dejó la brocha y se giró para mirarlo de nuevo.
–¿Cuál es su precio, señor Savas?
–¿Mi precio? –dijo él sorprendido.
Pero entonces la recorrió con la mirada, desde los pies descalzos hasta la cabeza, respondiendo a su pregunta con ella.
Neely se ruborizó y deseó abofetearlo, aunque la culpa había sido suya por preguntar.
Entonces, lo vio sacudir la cabeza.
–No tiene nada que yo quiera, señorita Robson.
Ella volvió a desear abofetearlo.
Pero, antes de que le diese tiempo a reaccionar, Cody y Harm entraron corriendo.
–¡Ya estamos aquí! –exclamó el chico–. Harm se ha metido en el barro y necesito una toalla y…
A Harm le encantaban los extraños, corrió entusiasmado hacia Sebastian Savas y se lanzó sobre él. ¡Y ambos fueron a parar al agua!
A Neely le habría encantado poder quedarse allí, riéndose, pero sólo deseó que Sebastian supiese nadar. Lo más probable era que le pusiese una demanda de todas maneras.
Bajó la escalera y él salió a la superficie.
–¿Está bien?
Neely deseó oírlo gritar o amenazarla, o algo. No le hubiese importado que intentase estrangular a su perro.
Pero no lo hizo. Dio un par de brazadas para llegar al borde de la casa y salió del agua. Sin decir ni una palabra.
Ella lo observó y esperó a que empezase a echar humo. Estaba en su derecho. Dos de los gatitos se habían asomado de manera peligrosa a la barandilla y Harm chapoteaba contento.
Se apartó del camino de Sebastian y tomó a los gatitos, los dejó en el salón y volvió a poner la caja tapando la puerta.
–Le dije que no moviese la caja –le dijo a Sebastian–. Esto… lo siento –añadió. Aunque habría sonado más convincente si no se lo hubiese dicho sonriendo.
Sebastian se volvió a mirar a Harm, que estaba intentando volver a tierra firme.
–Yo iré a por él –se ofreció Cody. Y salió corriendo antes de que alguien le echase la culpa de lo que había pasado.
Aunque Neely no estaba enfadada con él. Y Sebastian todavía no había dicho nada.
A ella le sorprendió que, hasta empapado, siguiese pareciendo imperturbable. Aquel hombre era inhumano.
–¿Ése era su perro?
–Sí –contestó ella, riendo con nerviosismo.
–¿Y lo hace a menudo?
–¿Tirar a la gente al agua? Con más frecuencia de lo que a mí me gustaría. Aunque casi siempre me lo hace a mí, así que he aprendido a no ponerme al lado de la barandilla cuando está contento. Todavía es un cachorro. Sólo tiene un año. Lo siento –repitió.
–No, no lo siente –dijo él mirándola a los ojos.
Y Neely volvió a sentir lo mismo que la primera vez que habían discutido. Irritación, por supuesto, pero algo más, algo caliente y eléctrico y muy, muy intenso que había entre ambos.
Le entraron ganas de tirarse al agua, pero tomó aire e intentó tranquilizarse.
–Tiene razón. No lo siento.
Y volvieron a quedarse así, mirándose a los ojos, hasta que volvió Cody con Harm.
–Ya lo tengo. Al menos, ya no está lleno de barro –comentó el chico mirando a Neely, aunque se puso muy serio al volver la vista a Sebastian.
–Tengo deberes –dijo–. De matemáticas. Muchos. Tengo que irme –y salió por la puerta antes de que a ninguno de los dos le diese tiempo a volver a hablar.
Durante el silencio que siguió a su marcha, Harm se sacudió y mojó a Neely casi tanto como estaba Sebastian. Ella se llevó al perro a la cocina y se puso a secarlo.
Sebastian la siguió, todavía empapado.
–No pienso marcharme –le advirtió.
Neely levantó la vista.
–Ni yo.
–Esta casa es mía.
–Y yo tengo alquilada una habitación en ella durante seis meses.
–Le he ofrecido un lugar mejor al que ir.
–Claro que sí. ¿Con un perro y cinco gatitos, dos conejos y un cobaya?
Él apretó la mandíbula. La observó.
Neely se encogió de hombros.
–Voy a quedarme, señor Savas. Y si no le gusta, peor para usted.