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Capítulo 3

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HA SIDO un golpe bajo –le dijo Neely a Frank a la mañana siguiente, cuando éste le abrió la puerta del apartamento de Cath.

Se había pasado la noche hecha una furia, yendo y viniendo, pero sin salir de su habitación, porque Sebastian Savas la había invadido. Después de darse una ducha, había bajado al salón y había instalado su ordenador en el escritorio que daba a la ventana.

–¿Es mío? –le había preguntado, arqueando una ceja.

–Sí, es suyo –había contestado ella entre dientes.

Así que se había puesto a trabajar en el salón. Y ella se había subido a su habitación porque no quería que la viese disgustada.

No obstante, no le importaba que Frank se enterase de cómo se sentía.

–Muy bajo –añadió en ese momento.

A juzgar por la expresión de Frank, le hubiese dado con la puerta en las narices si hubiese podido, pero no podía.

–Esto… Hola, Neely. Buenos días –dijo desde detrás de la puerta.

–¿Buenos, Frank? No para mí –y entró con paso decidido en el salón de Cath.

–Espera un minuto… Neely, ya sabes que no lo habría hecho si te hubiesen concedido el préstamo.

Neely lo sabía, pero eso no la tranquilizaba. Apretó los dientes.

Frank se encogió de hombros.

–Sé que estás enfadada. Lo siento. No pude hacer nada, ocurrió…

–¡Al menos podías habérmelo dicho!

–¿Que la había comprado Savas?

–No, que no me iban a dar el préstamo. No debería haberme enterado por Sebastian Savas. Tu querido amigo Greg debería habérmelo dicho.

Frank juró entre dientes. Luego, se pasó los dedos por el pelo.

–Lo intentó. De verdad. A mí me llamó tarde. Me dijo que no había podido localizarte en tu teléfono móvil y que no había querido dejarte un mensaje. Por eso me llamó a mí. Pensó que tal vez estuvieses todavía en tu despacho, pero no estabas.

No, no estaba. Porque se había ido a navegar con Max.

Max la había llamado la noche anterior y le había dicho que estaba pensando en comprarse un yate, y que quería salir a navegar con él el viernes. Le había preguntado si quería acompañarlo.

Así que habían quedado a las nueve y se habían dedicado a navegar mientras a ella le denegaban el préstamo.

–Está bien –le dijo a Frank–. Ha sido culpa mía.

Frank le dio una palmadita en el hombro.

–Lo siento –repitió–. De verdad. Y… no sabía cómo decirte lo de Savas. Siéntate.

Pero Neely se quedó de pie.

–Como quieras –dijo él, encogiéndose de hombros. Tomó aire, se pasó los dedos por el pelo y se volvió hacia ella–. Savas fue… como un regalo del cielo.

–¿Sebastian Savas? Imposible.

–Ya sabes a lo que me refiero. Estaba desesperado, contándole a Danny lo que había ocurrido, cuando llegó Savas, que, para variar, se había quedado a trabajar hasta tarde, y Danny, bromeando, le preguntó si quería comprar una casa flotante. Y… –Frank se encogió de hombros, todavía parecía no creérselo–. Me la compró.

Neely tampoco podía creerlo.

–¿Qué ha pasado? –quiso saber Frank.

–¿Antes o después de que Harm lo tirase al lago?

–¿Bromeas?

–Jamás podría inventarme algo así –el recuerdo de lo ocurrido todavía la hacía sonreír–. Se lo tomó con mucho aplomo. Nadó hasta la casa, subió, y se quedó en la terraza, empapado, actuando como si fuese algo que le ocurría a diario.

Frank sacudió la cabeza.

–¿Y…?

–Luego subió, se dio una ducha, se cambió de ropa, pidió una pizza, enchufó el ordenador y se puso a trabajar. Yo me fui a la cama y lo dejé allí.

–Así que se ha mudado –comentó Frank con incredulidad–. ¿Sin avisarte antes? ¿Y qué vas a hacer tú?

–¿Yo?

–Bueno… no puedes…

–Tengo un contrato de alquiler –le recordó Neely.

–¡Pero no vas a vivir con Sebastian Savas! –exclamó Frank, como si estuviese loca.

–Bueno, ¿y qué pensabas que iba a ocurrir? –le preguntó ella, exasperada.

–Pensé… No sé lo que pensé. ¿Que era una inversión?

–Si hubiese sido una inversión, lo habría reflexionado. Tomó la decisión demasiado pronto.

–Supongo que sí, pero ¿por qué?

–Tal vez quiera poner celoso a Max.

Frank se quedó boquiabierto.

–Es broma –se apresuró a decirle Neely–, pero lo que sí es cierto es que Savas piensa que me estoy acostando con el jefe. Y es evidente que no le parece bien.

–Oh, Dios –rió Frank–. ¿No le has contado lo de Max?

–Por supuesto que no. Que piense lo que quiera. De todos modos, me odia. Así que ya tiene un motivo más.

–¿Te odia? –preguntó él, sorprendido–. ¿El Hombre de Hielo?

–Piensa que sólo diseño tonterías –le explicó Neely, aunque tal vez aquello no fuese odiarla.

–Es sólo que él tiene una visión distinta.

–Sí, una visión puntiaguda y vertical –comentó con sarcasmo.

–Sé amable con él. Vas a tener que serlo, ahora que estáis viviendo juntos.

Neely dejó de sonreír.

–Gracias a ti.

–Ya te he dicho que lo siento. Además, pensé que iba a buscarte otro lugar adonde ir.

–¿Lo hablaste con él? ¿Sabía que yo vivía allí?

–Le dije que tenía un inquilino.

–Pero no le dijiste quién era.

–Si se lo hubiese dicho, no me habría comprado la casa. Entonces, ¿no te ha ofrecido otro lugar?

–Sí, un estudio.

–Bueno…

–¿Me imaginas con Harm, los gatos, los conejos, la cobaya y el pez en un estudio? Además, no quiero irme a ninguna parte. ¡Quiero esa casa flotante!

Se había enamorado de ella nada más verla. Y cuando Frank le había dicho que quería venderla, le había hecho inmediatamente una oferta.

Además de que le encantaba, después de haber viajado tanto durante su niñez, quería echar raíces en alguna parte. Quería sentirse en casa.

–Bueno, tal vez cambie de idea –comentó Frank esperanzado–. Tal vez se haya levantado esta mañana y se haya arrepentido de la compra. En ese caso, podría vendértela.

–Sí, y tal vez esta noche pase un pato asado volando y caiga directamente en mi plato.

–¿Qué?

–Sólo quería decir que eres demasiado optimista, Frank. No importa. Al contrario que tú, yo no espero que ocurra ningún milagro. Tendré que convencerlo de que me la venda. Sólo tengo que averiguar cuál es su precio. En cualquier caso, no voy a marcharme.

Neely iba a marcharse.

Estaba seguro.

La noche anterior, antes de que se fuese a la cama, le había dicho de manera bien clara que tenía que irse.

Pero ella no había contestado. Lo había fulminado con la mirada, había recogido a los gatitos y se había subido a su habitación.

Esa mañana, cuando se había levantado, ella ya no estaba allí. Normal, ya que eran más de las nueve.

Hacía un día estupendo. El sol brillaba y él había dormido mejor que en muchos años. Le tranquilizaba dormir tan cerca del agua, le relajaba. Le recordaba a los veranos que había pasado en casa de sus abuelos, en Long Island.

La casa de éstos estaba en la costa, y su abuelo tenía un barco con el que salían a navegar. Y, de vez en cuando, convencía a su abuelo de que pasasen allí la noche. Aquello era lo más especial del verano.

La noche anterior había evocado aquellos recuerdos perdidos. E incluso esa mañana, seguía pensando en ello mientras se tomaba un café delante de la ventana.

Sólo las vistas, los recuerdos, le hacían sonreír.

Le daba igual Neely Robson. Había hecho lo correcto comprando aquella casa flotante. Ya se sentía mejor en ella que en su propio ático.

Estudió el tono que había escogido ésta para pintar la terraza. Era un gris plateado. Le sorprendió. Había imaginado que la pintaría de rosa. O morado.

El gris no estaba mal. Encajaba con el entorno. Levantó el bote de pintura y vio que todavía quedaba bastante, y se alegró. Neely había bajado las canaletas y las había pintado también. Él volvería a colocarlas y seguiría pintando lo que faltaba. Pero antes tenía que ir a comprar comida.

Entró en casa, sacó un trozo de pizza de la nevera y se la comió mientras recorría el resto de la casa.

La noche anterior, con Robson presente, no había podido inspeccionar su nueva compra.

Había subido a su habitación, se había quitado la ropa mojada, se había duchado y vestido. Así que sabía cómo era el cuarto de baño. Por suerte, había descubierto que su inquilina no era tan desordenada como sus hermanas.

Pero no se había entretenido más arriba. Había bajado al salón y se había puesto a trabajar.

–Empieza como pretendas continuar –le decía siempre su abuelo.

Y así lo había hecho Seb. Aquello lo había ayudado a soportar a las «madres» que su padre llevaba a casa.

Nunca intentaba complacer a nadie. Trabajaba duro y actuaba con sentido común. La vida era más sencilla así.

Si no le caía bien a la gente, peor para ellos.

A Neely Robson no le gustaba.

Pero le daba igual. A él tampoco le caía bien ella.

Y se quedaría muy a gusto cuando la viese salir de allí con todas sus cosas.

Con un poco de suerte, cuando volviese de hacer la compra, se la encontraría preparando las maletas.

Neely nunca había sido una exploradora.

No obstante, sabía que los exploradores siempre tenían que estar preparados para todo.

Así que cuando volvió a casa esa tarde, lo hizo preparada para hacerle una propuesta a Sebastian Savas.

Le había estado dando vueltas al tema desde que se había marchado de casa de Frank. Éste tenía razón, tal vez Sebastian se arrepintiese de la compra. Aunque era probable que no, pero no perdía la esperanza.

En cualquier caso, se había pasado tres horas en la biblioteca, porque no quería volver a casa, haciendo números. También había llamado a su madre para decirle que, durante los próximos meses, iba a andar peor de dinero. A Lara no le importaba. Ella nunca pensaba en el dinero.

Luego volvió a la casa flotante, preparada para hacerle al Hombre de Hielo una oferta que no podría rechazar.

Pero no estaba preparada para entrar en el salón y encontrarse con un hombre muy diferente del que conocía.

En los siete meses que llevaba trabajando en Grosvenor Design, sólo había visto a Sebastian en traje. Bueno, una vez, en una obra, lo había visto con el primer botón de la camisa desabrochado y la corbata aflojada. Y la noche anterior lo había visto en traje, pero empapado.

Incluso después de ducharse, Sebastian había bajado al salón con una camisa de vestir de manga larga y unos pantalones oscuros bien planchados. Aunque sin corbata, eso sí.

En una ocasión le había comentado a Max que Sebastian debía de haber nacido con gemelos.

Y su comportamiento frío y calmado era como otro traje.

Así que, ¿quién era el tipo descalzo y con unos vaqueros desgastados que estaba subido a la escalera?

Neely se quedó de piedra. Su cuerpo se paró, pero su mirada siguió ascendiendo hasta detenerse en unos fuertes y masculinos abdominales que se veían debajo de una camiseta roja descolorida por el sol.

Pudo ver incluso una línea de vello oscuro que desaparecía por la cinturilla del pantalón.

Neely se humedeció los labios. Tragó saliva. Volvió a tragar.

Se le aceleró el corazón de repente. Se obligó a tomar aire e intentó tranquilizarse.

Pero sus ojos bajaron al bulto que había debajo del pantalón. Se ruborizó y cerró los ojos.

No vio que los gatitos se le habían puesto delante y tropezó.

Los gatos maullaron.

–¡Socorro! –exclamó ella, tambaleándose y agarrándose al respaldo del sofá. Entonces abrió los ojos y vio a Sebastian, ¿quién si no?, bajar de la escalera como un bombero que fuese a apagar un incendio.

Sin dejar de mirarla, dejó la brocha en el cubo de pintura y se acercó.

–¿Qué ha pasado?

–Nada. Nada –contestó Neely.

–Si no ha sido nada, ¿por qué ha gritado? ¿Qué ha pasado?

–¡Nada! –dijo ella, todavía colorada.

Se agachó y recogió a los gatitos, los apretó contra su pecho y examinó sus cuerpos para asegurarse de que no les había hecho daño.

Sebastian la fulminó con la mirada.

–No me diga que se ha asustado al verme. Vivo aquí.

–Me he tropezado, con los gatos.

Él la miró con escepticismo, pero se encogió de hombros. ¿Por qué parecía que los tenía todavía más anchos con aquella camiseta? Era injusto.

–Debería mirar por donde anda –le dijo.

–Eso es evidente –replicó Neely, que no iba a decirle lo que había estado mirando. Enterró la cara en los animales y tomó aire de nuevo. Después, volvió a levantar la mirada–. No tiene por qué pintar.

–Es mi casa. ¿O me va a decir que es su pintura?

Neely apretó los labios.

–La verdad es que lo es, pero no importa. Lo que sí importa es… –se lanzó– que quiero comprarle la casa.

Sebastian abrió la boca para hablar, pero ella no le dejó.

–No es posible que la quiera. Hace veinticuatro horas, ni siquiera sabía que existía. Fue un impulso. Y tal vez ahora piense que la quiere, pero, en realidad, no la quiere.

Él volvió a abrir la boca, pero Neely sabía que tenía que dejarle claro lo mucho que le interesaba la casa.

–Escúcheme –insistió–. Se cansará de ella. Odiará la humedad. Se cansará de la niebla. Y no le gustará que haya pájaros rondando por la terraza. Deseará volver a su ático. ¡Estoy segura! Así que sólo quiero que sepa que, cuando ocurra, yo se la compraré por la misma cantidad que le ofrecí a Frank, o hasta diez mil dólares más. Y conseguiré la financiación.

Si era necesario, le pediría ayuda a Max.

Miró fijamente a Sebastian y esperó a que respondiese, pero él no dijo ni una palabra. Pasó medio minuto.

–¿Ha terminado ya? –le preguntó entonces.

–Sí –contestó ella.

–Entonces, dígame. ¿Por qué quiere la casa?

Neely deseó que no le hubiese preguntado aquello. Se le daba bien hacer amigos, se había visto obligada a ello, pero le costaba hablar de su vida privada. Y no quería hacerlo con un hombre que tendía a prejuzgar a los demás.

Pero no le había dicho que no fuese a vendérsela. Y estaba esperando una respuesta. Así que tenía que dársela.

–No lo sé –y lo había pensado mucho–. He vivido en muchos lugares. Aquí, en California, Montana, Minnesota, Wisconsin. Nos mudábamos constantemente, nada era permanente… Al menos, hasta que cumplí los doce años.

–¿Qué pasó cuando cumplió doce años?

–Que mi madre se casó.

Él pareció sorprenderse con la respuesta.

–Mis padres nunca se casaron –le explicó Neely–. Mi padre se pasaba el día trabajando y mi madre era un alma libre. Rompieron antes de que yo naciese. Nos quedamos un año en Seattle, pero luego mi madre decidió irse a una comuna en California. Como ya he dicho, íbamos de un lado a otro. Y entonces conoció a John y se casaron. Fue estupendo.

Él parecía todavía más sorprendido.

–De verdad –insistió Neely–. Teníamos un hogar. Me encantaba. Durante seis años, fue genial. Luego me marché a la universidad y… Ya sabe cómo es la universidad, uno nunca se siente como en casa. Cuando terminé viví primero en un apartamento, luego, en otro. Cuando llegué aquí, alquilé otro durante un mes. Cuando Frank me comentó que quería alquilar una habitación, vine a ver la casa y… lo sentí. Me sentí en casa. Ése es el motivo.

–Es todo sentimiento.

–¿Hay algo de malo en ello?

Él no contestó.

–¿Va a pintarla de rosa?

–¿Qué?

Era la acusación que le había hecho la única vez que habían trabajado juntos, que ella quería pintarlo todo de rosa. No obstante, a Neely le había dado igual, ya que había sido el cliente quien había pedido ese color.

Lo miró fijamente. Y él mantuvo la vista clavada en la suya.

Hasta que sonó su teléfono móvil.

Sebastian se metió la mano en el bolsillo del vaquero, haciendo que Neely se fijase de nuevo en su atlético cuerpo.

Frunció el ceño. ¿Por qué le había preguntado si iba a pintar la casa de rosa? Sebastian había abierto los botes de pintura, así que ya debía de haber visto que ninguno era rosa.

–Tengo que responder al teléfono –se disculpó.

–Adelante –contestó, pero él ya se había vuelto hacia la puerta.

Le sorprendió su tono de voz, mucho más dulce de lo habitual. Hasta parecía estar sonriendo.

–Eh, ¿qué ocurre?

Debía de ser su novia.

Sin saber por qué, aquello la sorprendió. Aunque era lo suficientemente guapo. Y tal vez tuviese un lado que no mostraba en el trabajo. Quizás era encantador cuando salía de allí. Aunque, según Max, Sebastian trabajaba tantas horas al día como él.

No oyó qué más decía, porque salió a la terraza. Neely tampoco quiso escucharlo a escondidas. No tenía ningún interés en oírle murmurar tonterías a su novia. No podía ni imaginárselo.

Aunque no pudo evitar hacerlo. Debía de ser una mujer alta, rubia y delgada. Inexpresiva. De las que tenían todo el día una sonrisa tonta en los labios.

¿Serían capaces, entre los dos, de generar el suficiente calor como para romper el hielo?

Entonces, Sebastian habló en voz alta.

–No llores, por favor –dijo exasperado–. Odio oírte llorar.

¿Había hecho llorar a su novia?

Lo vio hacer una mueca, suspirar, colgar el teléfono y dejarlo en la hamaca que había en la terraza.

–Eso no ha estado bien –comentó Neely en voz alta.

–¿El qué? –preguntó él, volviéndose a mirarla.

–Hacerla llorar y luego colgarle.

–Volverá a llamar –dijo Sebastian, entrando en el salón sin recoger el teléfono.

Neely frunció el ceño. ¿Así que salía con una mujer sumisa a la que podía tratar todo lo mal que quisiera?

–¿Cómo lo sabe? Yo no lo haría.

–Bueno, pero usted no es mi hermana.

¿Tenía una hermana? Neely no se imaginaba a Sebastian Savas con una familia. Siempre había pensado que debían de habérselo encontrado debajo de un témpano de hielo, en alguna parte.

–Pues yo no volvería a llamarlo si fuese su hermana.

–Ya, pero supongo que tampoco esperaría que le pagase la boda.

Aquello la sorprendió. No sólo tenía una hermana, sino que, además, la ayudaba económicamente.

El teléfono volvió a sonar.

–¿Ve? –le dijo Sebastian.

–Tal vez no sea ella.

–¿Quiere apostar algo?

–No. Bueno, ¿no va a responder?

Él suspiró.

–Supongo que debo hacerlo. De todos modos, seguirá llamando hasta que conteste.

Salió fuera de nuevo y contestó al teléfono. Neely se quedó dentro y fingió que no le interesaba la conversación.

Pero era difícil no interesarse por un hombre al que le sentaban tan bien los pantalones vaqueros.

Y no era sólo eso. Había algo en el nuevo Sebastian que le intrigaba. Tal vez fuese el hecho de saber que tenía una familia. Tal vez fuese el verlo interactuar con su hermana. La conversación no estaba siendo breve. Y él no se estaba comportando de manera exigente y desdeñosa, como en el trabajo.

Le había dicho a su hermana que odiaba oírla llorar.

Al Sebastian del trabajo no le habría importado que todo un equipo se deshiciese en lágrimas.

Era interesante, sí. Aunque, en realidad, ella no estaba interesada. Sólo tenía… curiosidad.

No obstante, seguía molesta con él. Había comprado la casa. Y había pensado que ella la querría pintar de rosa. ¡Y creía que se acostaba con Max!

Lo escrutó con la mirada. Vio que terminaba la llamada y volvía a tirar el teléfono. Luego se quedó un momento inmóvil, mirándola, aunque a Neely le dio la sensación de que no la estaba viendo.

Lo que no sabía era lo que estaba viendo.

En ese momento, sonó el teléfono de ella.

–Eh, ¿qué estás haciendo? –le preguntó Max.

Neely sonrió.

–Estoy intentando convencer a Sebastian Savas de que me venda la casa flotante de Frank.

–¿Qué? –preguntó Max sorprendido.

–Es una larga historia –contestó ella. Sebastian entró en el salón–. Luego te la contaré.

–Durante la cena.

En otras circunstancias, ella le habría dicho que no podía quedar a cenar. Ya habían estado navegando juntos el día anterior, e iban a volver a hacerlo al día siguiente. Le alegraba que Max estuviese empezando a vivir, pero toda su vida no podía girar alrededor de ella.

–He oído que hay un restaurante japonés estupendo –la tentó él.

Sebastian la miró con el ceño fruncido.

–Está bien, Max.

Sebastian apretó la mandíbula.

–Nos veremos a las siete –dijo Neely antes de colgar–. Max y yo vamos a salir a cenar –le contó a Sebastian, por si no se había enterado.

–Me alegro.

–Sí. Nos estamos divirtiendo mucho. Estamos conociéndonos.

–Seguro que sí.

–Creo que vamos a ir a un restaurante japonés nuevo. Yo tengo que trabajar un poco, pero no he podido resistirme. Me ha hecho una oferta que no he podido rechazar –añadió. Tal vez se estaba pasando un poco.

–Sí –dijo él en tono frío. No era una pregunta.

–Humm –Neely le sonrió de oreja a oreja–. Creo que llevaré a Harm a dar un paseo, luego me prepararé para salir –tomó la correa de Harm y fue hacia la puerta–. Hasta luego.

–¿Robson?

–¿Sí?

–¿Quiere comprar la casa?

–Sí, por supuesto –contestó ella, se le había acelerado el pulso–. Ya sabe que sí.

Sebastian hizo una mueca.

–Pues hágame una oferta que no pueda rechazar.

Hielo y ardor - Una novia por otra

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