Читать книгу Hielo y ardor - Una novia por otra - Kate Walker - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеHACERLE una oferta?
¿Como cuál?
¿Quería que le ofreciese lo que suponía que le estaba ofreciendo a Max?
Le entraron ganas de estrangularlo. O de darle un puñetazo. O de hacer lo que fuese necesario para quitar aquella expresión de suficiencia de su guapo rostro.
Pero lo que hizo fue salir a cenar con Max y ponerle la cabeza como un bombo acerca del nuevo dueño de la casa flotante.
–¿Te interesa? –le preguntó Max–. ¿Seb?
–No me interesa Sebastian Savas. No en el sentido que tú piensas. Me pone de mal humor.
–¿Por qué? ¿Sigues picada porque pensó que querías pintarlo todo de rosa? –preguntó Max sonriendo mientras le daba un trago a su cerveza japonesa.
–No lo pensó. Lo piensa. ¡Cree que quiero pintar la casa flotante de rosa!
–Seguro que no. Yo creo que te lo está haciendo pasar mal porque tal vez le remuerda la conciencia.
–No lo creo. ¡Y piensa que me acuesto contigo!
Max rió tan alto que la mitad del restaurante se volvió a mirarlo.
–¡No es gracioso! –Neely estaba furiosa.
–Podías haberle dicho que no es verdad.
–Ya lo he hecho –murmuró ella.
Max no dijo nada, sólo sonrió y dio otro trago.
Neely lo estudió con la mirada. Lo vio sonreír.
–Tiene una mente calenturienta –le dijo después de un momento.
–Es probable –admitió él–. Es un hombre. Y piensa que corro el peligro de sucumbir a tus encantos.
–¿Lo sabías?
–No le parece bien que te haya pedido que diseñes la zona de viviendas de Carmody-Blake.
–¿Cómo se atreve?
–Sabe lo que puede llegar a conseguir una mujer bonita.
–No le parezco una mujer bonita. Piensa que soy rara. Y no le gusta lo que hago.
–Tal vez te desea.
Neely miró a Max horrorizada, pero recordó lo que había sentido esa tarde al entrar en el salón y verlo subido a la escalera.
–No seas ridículo.
No quería pensar en Sebastian de ese modo. Ni pensar que él podía pensar en ella así.
Aunque seguro que no lo hacía. Todo eran imaginaciones de Max.
Pero lo que había sentido al verlo en vaqueros, no.
Volvió a sentirlo otra vez esa noche. Después de cenar estuvo en casa de Max, hablando del proyecto Blake-Carmody. Era el trabajo que tenía que hacer en casa, pero era mejor hacerlo con Max. Eran casi las once cuando volvió a casa. Le dio a Harm un paseo rápido y estaba subiendo a su habitación cuando se encontró con Sebastian, que estaba saliendo del baño. Tenía el pelo mojado y no llevaba camiseta, aunque, gracias a Dios, sí se había puesto los vaqueros.
No obstante, Neely se estremeció. Pensó que cada vez que lo veía, llevaba menos ropa puesta. Y se ruborizó.
Él arqueó una ceja al verla.
–¿Se ha divertido? –le preguntó en tono sarcástico.
–Sí.
–Pero no ha pasado la noche con él.
–Tengo que trabajar –contestó ella, sonriendo.
–Me alegra saber que tiene algunos principios.
–Por supuesto que los tengo.
Sebastian se apartó para dejarla entrar en su habitación. El pasillo era estrecho y estaban tan cerca que Neely sintió el calor que emanaba de su cuerpo al pasar por su lado. La sensación fue casi magnética, lo atraía hacia él. Retrocedió.
Él se detuvo, con una mano en el marco de la puerta de su habitación, la abrió.
–Me marcharé a Reno en cuanto haya cerrado la compra de la casa con Frank –le dijo.
–¿Me lo está restregando por las narices?
–Sólo se lo estoy diciendo. No volveré hasta el viernes.
–Bien.
–Estaba seguro de que pensaría eso –hizo una pausa–. Si necesita algo…
–Se lo pediré a Max.
–Por supuesto que sí. Que tenga dulces sueños, Robson.
Era increíble el menosprecio que cabía en tan pocas palabras.
Neely se pasó la lengua por los labios.
–Lo mismo digo, Savas.
Él entró en su habitación y cerró la puerta.
Y entonces Neely volvió a respirar. Aunque le seguían temblando las rodillas. Por primera vez, se preguntó si no debía pasarse la semana buscando otro alojamiento.
¿Qué más le daba a él que se estuviese acostando con Max Grosvenor?
Mientras preparaba la maleta para irse a Reno al día siguiente, Seb se dijo a sí mismo que no le importaba lo que hiciesen. Siempre y cuando no interfiriese en el trabajo.
Y se alegraba de irse de viaje. Así no tendría que ser testigo de ello.
Era cierto que siempre lo molestaba verla entrar en el despacho de Max, y verlos marcharse juntos algunas tardes. Y sí, le había fastidiado que Max llegase tarde el viernes porque había estado navegando con una mujer a la que le doblaba la edad.
Pero el fin de semana había sido todavía peor. Al menos, cuando estuviese en Reno, no tendría que oír a Neely hablando con Max por teléfono. Y no tendría que verla corriendo por el muelle cuando él iba a recogerla.
No los había espiado…
Había dado la casualidad de que estaba colocando unos libros en la estantería de su habitación cuando había oído que se cerraba la puerta de la casa. Había mirado por la venta y la había visto corriendo por el muelle, saludando a Max alegremente. Y, al encontrarse, se habían dado un abrazo.
No era posible que sólo fuesen amigos.
Aunque tampoco habían dicho que lo fueran. No hacía falta que dijesen nada.
Así que él estaría mejor en Reno, donde podría centrarse en lo que era importante: su trabajo.
Además, así Vangie tampoco lo llamaría llorando porque su padre no la había llamado.
Por si tener que vivir con Neely Robson y verla besar a Max no era suficiente, encima tenía que soportar a sus hermanas, que lo estaban volviendo loco.
Antes de llevárselas a cenar, se había pasado por el ático para echar un vistazo.
El caos reinaba por todas partes, pero ya se lo había imaginado. La noche no había ido mal. La comida era buena, sus hermanas habían sabido comportarse, y él se habría divertido si hubiese podido evitar preguntarse si, mientras él comía salmón, Neely y Max estaban devorándose el uno al otro.
Le pareció probable, sobre todo al llegar a casa a las diez y no verla.
Aunque podía haberse ido ya a la cama. Después de mucho pensarlo, decidió que, como dueño de la casa, tenía derecho a mirar en la habitación de su inquilina. Así que abrió la puerta con cuidado.
La cama estaba vacía. Y los gatitos se escaparon.
Por suerte, consiguió atraparlos a todos y volvió a encerrarlos, pero eran más de las once y acababa de salir del baño cuando la vio subir las escaleras.
Estaba despeinada, con la ropa arrugada, y preciosa.
Y, al parecer, el agua de la ducha no había estado lo suficientemente fría.
–Savas al habla.
Ah, sí. La voz de la autoridad. Cortante. Precisa. Profesional. Y con un toque tan masculino que Neely sintió un escalofrío.
–Su barco se está hundiendo.
–¡Qué!
Neely sonrió. Tal vez no fuese la mejor manera de contarle que había un agujero en la parte baja de su nueva propiedad.
–Ya me ha oído. Esta mañana estaba el suelo lleno de agua.
–¿Robson? –rugió él.
Neely pensó que debía haberse identificado lo primero.
–¿Quién iba a ser si no?
–Una de mis hermanas –murmuró él–. ¿Qué ha pasado?
–Hay agua por todas partes. Al parecer, hay una filtración abajo, en algún sitio. En una ocasión, Frank llamó a alguien para que viniese a sacar el agua, luego el tipo bajó al sótano y arregló algo. Lo siento, pero no puedo ser más técnica. Sí puedo averiguar quién vino, si quiere –se ofreció–. O si se le ocurre otra cosa…
Él dudó un momento.
–Consiga el nombre del tipo. Y, si puede, llámelo para que vaya. Yo no puedo volver hasta el viernes.
Era miércoles por la noche. Se había marchado el lunes, y Neely estaba disfrutando mucho de su ausencia.
Y habría disfrutado todavía más si Max no le preguntase todos los días, en tono de broma, si lo echaba de menos.
–Bien. Intentaré hablar con Frank. Siento haberle molestado.
–No me ha molestado. Es mi responsabilidad. Mi c…
–Su casa. Sí. Ya lo sé. Está bien. Adiós.
Iba a colgar cuando él volvió a hablar.
–¿Robson?
–¿Sí?
–¿Qué tal está Harm? ¿Ha vuelto a tirar a alguien al agua?
–¿Qué? –la pregunta la sorprendió–. No, pero es que no ha venido nadie.
–Bien. Pensé que tal vez… Da igual. ¿Qué tal tiempo hace?
–Está lloviendo. Como siempre.
Él rió y Neely se estremeció.
–Aquí no, hace calor.
–Supongo que está contento con el cambio.
–Sí, pero ya tengo ganas de volver.
–¿Para que Harm vuelva a tirarlo al agua?
–No exactamente –contestó él.
Neely se lo imaginó sonriendo. No podía creer que aquella conversación estuviese teniendo lugar. Cuando había pensado en llamarlo, había imaginado que sería brusco con ella.
Y a pesar de que era difícil imaginárselo al otro lado del teléfono, no pudo evitar hacerlo. Era por la noche y no se oía ningún ruido de fondo, así que debía de estar en la habitación del hotel, tal vez tumbado en la cama.
Se lo imaginó con el pelo mojado, descalzo, y tuvo que tragar saliva.
–No me gusta estar de viaje –dijo él.
¿Qué se suponía que debía contestar ella? «Lo siento. Adiós». Su madre la había educado para que supiese comportarse con educación.
–A mí tampoco. Supongo que se debe a que cuando era niña estábamos siempre de un lado a otro.
–¿Cómo era? –preguntó él, parecía interesado en saberlo.
Y ella no pudo resistirse.
–Bueno, venían a darme las clases a casa, o asistía a la escuela de la comuna –se corrigió–. Mi madre era una hippy de pies a cabeza.
–¿De verdad?
–A mí no me parece gracioso.
–¿Estabais sólo las dos?
–Hasta que cumplí doce años y conoció a mi padrastro. Era policía. La había detenido por vender joyas en la calle. Es gracioso, eran tan distintos. Y encajaban tan bien juntos al mismo tiempo… Fue un matrimonio estupendo. Y fue horrible cuando él murió, pero yo sé que los matrimonios pueden funcionar gracias al suyo. Algún día me gustaría disfrutar de un matrimonio así.
–Sí –dijo él, de repente, en tono seco–. Buena suerte.
–¿No cree en los matrimonios duraderos? –le preguntó.
–Tal vez no sean imposibles, pero me parecen poco probables.
–Mi madre pensaba lo mismo, pero encontró al hombre adecuado. Usted tampoco pensará lo mismo cuando encuentre a la mujer adecuada.
–No existe esa mujer.
–Bueno, tal vez no, pero…
–Es imposible.
–Ah. ¿Y… el hombre adecuado?
Sebastian rió.
–No, Robson, no soy homosexual, pero no voy a casarme.
Volvía a hablar la voz de la autoridad. Firme. Sentencioso. Aquél era el Sebastian Savas que ella conocía.
–Si sigue actuando así, no tendrá ningún problema –dijo Neely tan tranquila–. Nadie querrá casarse con usted.
–Bien.
–Bueno, en ese caso, no esperaré que me invite a su boda. Ahora, debo ir a llamar a Frank. Y Harm quiere salir, ¿verdad, Harm? –acarició al perro–. Adiós.
Y colgó el teléfono antes de que a Sebastian le diese tiempo a volver a hablar.
De todos modos, no quedaba nada que decir.
No obstante, Neely no pudo dejar de pensar en la conversación que habían mantenido.
Aun así, cuando su teléfono sonó a la noche siguiente y vio que era Sebastian, se sorprendió.
–¿Qué? –contestó.
–Buenas noches a ti también, Robson –dijo él en tono divertido.
–Buenas noches –contestó ella, negándose a sucumbir a sus encantos–. ¿A qué se debe el honor de esta llamada?
–¡No puedo creer que me haya hablado así! ¿Está vestida de rosa?
–¡No es asunto suyo lo que llevo puesto! ¿Qué quiere? –murmuró.
–Que me ponga al día –dijo él en tono profesional–. ¿Han ido a arreglar la fuga?
–Sí. Han tardado casi toda la tarde. Le enviarán la factura. Supongo que será gorda.
–Sin duda.
Neely le explicó lo mejor que pudo lo que habían hecho, ya que no había podido quedarse vigilando todo el tiempo.
–Tenía trabajo que hacer. Así que dejé al tipo y luego volví.
–Está bien, gracias.
–De nada.
Neely imaginó que la conversación se había terminado ahí, pero él no se despidió. No dijo nada, pero tampoco colgó.
Esa noche tampoco se oía ruido al otro lado del teléfono. Y Neely se lo imaginó de nuevo en la habitación del hotel, tumbado en la cama. Vio un barco atravesando al lago e intentó centrarse en él y olvidarse de Sebastian.
–¿Sabe dónde puedo comprar cajitas rosas? –le preguntó él de repente.
–¿Qué?
–No son para mí. Sino para la boda de mi hermana. No para de hablar de esas cajas, que quiere llenar de caramelos o algo así. No deja de hablarme del tema. Le he dicho que las busque por Internet, pero ella quiere verlas en persona.
A Neely le entraron ganas de reír, Sebastian parecía encantado y frustrado al mismo tiempo.
–Dios mío.
–¿Sabe dónde encontrarlas o no?
–¿Por qué iba a saberlo yo?
–Porque son rosas.
–Pues no, no sé dónde las venderán. En alguna tienda de detalles de boda, supongo. ¿Cuántas necesita?
–Doscientas cincuenta.
–Vaya. ¿Cuándo es la boda?
–Dentro de tres semanas.
–¿Y ha empezado a buscarlas ahora?
–No. Ahora es cuando ha decidido lo que quiere. O lo que cree que quiere. ¿Qué más da? ¿Cuánto tiempo necesitaría para conseguirlas?
–Supongo que no mucho, pero pensé que querría tenerlo todo preparado con antelación.
–Y lo quiere, pero no para de cambiar de idea. Primero iban a ser cajitas plateadas. Luego, rosas. Después, plateadas y rosas. Ahora, rosas otra vez, que es más sencillo. Dios sabe cuántas veces más va a cambiar de idea. Y desde que han llegado las otras, es cuatro veces peor.
–¿Qué otras?
–Mis hermanas. No todas, pero suficientes.
–¿Todas? ¿Cuántas hermanas tiene?
–Seis.
–¿Seis?
–Y tres hermanos.
–Dios santo.
–Por el momento.
–¡Qué!
–Mi padre tiene la costumbre de casarse y tener hijos –le explicó Sebastian–. A eso se dedica.
–Ya veo.
¿Por eso se mostraba él tan reacio frente al matrimonio? Era comprensible. Aunque no se atrevió a preguntárselo.
No obstante, aquello, junto con nueve hermanos podría explicar la actitud distante de Sebastian. Tal vez fuese normal establecer fronteras cuando se formaba parte de un grupo de diez. Aunque, a ella, que era hija única, la idea de tener hermanos le parecía estupenda.
–Tiene mucha suerte –le dijo.
–¿Suerte? Yo no lo creo.
–Yo habría dado cualquier cosa por tener uno o dos hermanos.
–A mí tampoco me habría importado tener uno o dos. Lo que cansa es tener nueve.
–Supongo que sí –aunque no estaba segura. A ella le parecía mucho más divertido que vivir de comuna en comuna, como había hecho con su madre.
–Por eso compré la casa flotante –le explicó él–. Porque venían a casa.
¿Ése era el motivo? Neely se incorporó en el sofá.
–¿Todos?
–Cuatro, que ya son demasiadas.
–¿Hasta la boda?
–Eso espero. Quiero decir, por supuesto. Después de la boda tendrán que irse.
–Y cuando se marchen, ¿me venderá la casa?
Él rió.
–Es muy persistente.
–Lo soy cuando quiero algo. ¿Me la venderá?
–Como ya le he dicho, Robson, hágame una oferta que no pueda rechazar.
–¿Y qué podría ofrecerle?
–Es lista. O eso dice siempre Max. Seguro que se le ocurre algo.
Seb sonrió al ver la casa flotante al final del muelle.
Siempre le alegraba volver a casa. Tal y como le había dicho a Neely el miércoles, no le gustaba estar de viaje. No le importaba trabajar mucho, pero al final del día le gustaba tener su espacio. Soledad. Paz y tranquilidad. Siempre se sentía mejor cuando cruzaba el umbral de su casa.
Pero nunca había tenido tantas ganas de llegar.
Nunca se le había acelerado el corazón como en esos momentos.
Normalmente, habría parado a comprar algo de comida preparada para cenar, pero esa noche no lo había hecho. Iba a ver si Robson tenía hambre. Tal vez podrían tomar algo juntos.
No era una cita.
Era sólo un gesto de buena educación. Vivían juntos, así que podían compartir una comida.
Además, se lo debía. Ella lo había llamado para avisarle de la avería. Y se había ocupado de que la reparasen.
Así que podía invitarla a cenar. Era lo mínimo que podía hacer. Así de simple.
Pero cuando abrió la puerta se dio cuenta de que no estaba.
–¿Robson?
Sólo respondió el perro. También estaban los gatos, que atacaron su maletín. Uno intentó treparle por la pernera del pantalón
–¡Hola! –exclamó él, tomándolo en brazos–. ¿Robson? ¿Está en casa?
La cobaya hizo un ruido. Y el conejo ni levantó la mirada de su cena.
Pero Neely no estaba.
Se sintió extrañamente decepcionado. No tenía derecho a esperar que estuviese allí. No habían quedado en cenar juntos. Si hubiesen quedado, habría sido como una cita.
Y no se trataba de una cita, eso era seguro. Ni de una cita, ni de nada, porque ella no estaba.
No obstante, sólo eran las siete. Tal vez se hubiese quedado a trabajar hasta tarde. Él lo hacía muchas veces. Así que se dio una ducha, se cambió de ropa y volvió a bajar, todavía más hambriento.
Neely seguía sin aparecer.
No obstante, había una luz en el teléfono fijo que estaba parpadeando. Le dio al botón para escuchar el mensaje.
–Neel –era la voz de Max–. No he conseguido localizarte en el móvil. Te he dejado un mensaje, pero he querido llamarte también a casa. Llego tarde. Ve entrando.
¿Ve entrando? ¿Adónde? Sebastian no pudo evitar hacerse la pregunta aunque, en el fondo, conocía la respuesta. En ese momento, sonó su teléfono móvil. Contestó sin mirar de quién se trataba.
–Savas.
–Ah, bien. ¡Estás ahí! –exclamó Vangie–. ¿Estás en casa? ¿En Seattle, quiero decir?
Él se dejó caer en el sofá. Un gato saltó sobre su regazo.
–Sí, acabo de llegar.
–¡Genial! Pensamos que te apetecería venir a cenar con nosotras –Vangie parecía feliz, rió.
Seb oyó más risas detrás de ella.
–¿Quieres ver los progresos que hemos hecho con los preparativos? –añadió su hermana.
No, no quería. Lo último que quería esa noche era tener que aguantar a cinco de sus hermanas.
Pero contestó:
–Allí estaré.
Porque tampoco quería quedarse en casa pensando en que Neely Robson tenía las llaves de casa de Max.
Neely estaba canturreando cuando entró en casa a las once del día siguiente.
Hacía un día estupendo: soleado y con poco viento. Aunque no suficiente para ir a navegar. Eso le había dicho a Max antes de marcharse de su casa. Le venía bien, porque tenía otras cosas que hacer.
–Hola –dijo mientras dejaba su enorme bolso y se arrodillaba para abrazar a Harm, que se había abalanzado sobre ella.
–¿Me has echado de menos?
–La verdad es que no –contestó una voz masculina–, porque lo he sacado a pasear yo, anoche y esta mañana.
Neely levantó la vista y se encontró con Sebastian, que estaba en la entrada del salón. Estaba a contraluz y no le veía bien la cara, pero algo le decía que estaba frunciendo el ceño. Le dio otro achuchón a Harm y se incorporó.
Después de sus dos conversaciones telefónicas durante la semana, había tenido la esperanza de llevarse bien con él, pero era evidente que se había equivocado.
–No lo he dejado abandonado. Le dije a Cody que viniese anoche y esta mañana.
–¿Porque sabía que no iba a dormir en casa? –preguntó Sebastian.
–Sí.
Él no dijo nada, pero apretó la mandíbula.
–¿Ha habido algún problema? He hablado con él esta mañana y me ha dicho que iba a venir. ¿No ha venido?
Sebastian abrió la boca y volvió a cerrarla. Se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos.
–Yo no lo he visto –dijo, dándose la vuelta y entrando en el salón.
Neely tomó el bolso y lo dejó en las escaleras para subirlo más tarde a su habitación, luego, lo siguió.
–¿Estaba aquí?
–No he pasado la noche en ningún otro sitio, si es eso lo que quiere saber.
–¿No como yo?
–Eso es. ¿Ha merecido la pena?
–Sí –contestó ella sonriendo–. Ha sido genial. Cenamos y luego subimos arriba y…
–Ahórrese los detalles –la interrumpió Sebastian–. ¿Cuántos años tiene?
–Veintiséis, pero no es asunto suyo.
–¡Él tiene cincuenta y dos! –exclamó, parecía furioso.
Neely tardó un segundo en reaccionar, entrecerró los ojos.
–Supongo que se refiere a Max.
–Por supuesto que me refiero a Max. Aunque está muy bien para su edad, supongo que se le podría considerar un semental…
–¿Un semental? –Neely no daba crédito, se echó a reír. Y eso pareció enfadarlo todavía más.
–¡Ya sabe lo que quiero decir! Por Dios santo, usted tiene talento, ha ganado premios. No hace falta que se acueste con el jefe para ascender.
Ella dudó sólo un momento.
–¿No? Pues tengo entendido que es un método muy utilizado en algunas empresas.
Sebastian se quedó boquiabierto.
–Y, como usted mismo ha dicho, Max está muy bien para su edad –continuó, riendo de nuevo.
–Le atraigo más yo que Max –dijo él en tono cansino, aunque también era como si la estuviese retando a que lo contradijese.
Neely abrió la boca y volvió a cerrarla. Arqueó las cejas de manera provocadora.
–¿Eso piensa?
–Sabe que es verdad –insistió Sebastian–. Ha habido una chispa entre ambos desde el primer día.
En esa ocasión, ella abrió la boca y no volvió a cerrarla, intentó procesar sus palabras. Se encogió de hombros.
–En sus sueños, Savas.
Pero Sebastian no esperó.
–¿Quiere una prueba?
Se acercó a ella en dos zancadas y puso su boca muy cerca de la de ella, que sintió el calor de su respiración.
Neely tragó saliva. Parpadeó. Esperó.
Y Sebastian la besó.
No era la primera vez que la besaban, pero nunca la habían besado así, de manera ardiente, persuasiva, con ansia, como si estuviese buscando algo, una respuesta.
Y su boca sabía cuál era esa respuesta, a pesar de que también se hacía preguntas.
No era sólo una chispa, pero Neely tenía que admitir que también lo había sentido.
Aquello era mucho más que una chispa. Era fuego que ardía con rapidez. Cuanto más profundo era el beso, más la consumía aquel fuego, estaba hambrienta, desesperada, a punto de perder el control.
Sebastian la rodeó con los brazos, la apretó contra él hasta que sus cuerpos se tocaron. Neely nunca se había sentido así, nunca había deseado que un beso no se acabase. Nunca había besado sin que le importase de dónde iba a sacar el siguiente aliento, porque estaba compartiendo el de él.
Levantó los brazos y le acarició la espalda, los hombros, la nuca. Metió los dedos entre su pelo corto y luego se aferró a sus hombros mientras el deseo seguía creciendo en su interior.
Y entonces, de repente, Sebastian se apartó y la miró a los ojos, respirando con dificultad.
–¿Te besa Max así?
Sorprendida, temblando y completamente furiosa, tanto consigo misma como con él, Neely intentó buscar las palabras para responder a aquello.
–¡Nadie me besa así!
Sebastian sonrió, satisfecho con la respuesta.
–¿Así que tu querido Max no es perfecto, al fin y al cabo? No me sorprende. Eso te pasa por intentar liarte con un hombre que podría ser tu padre.
–No he intentado liarme con él –replicó ella, con el corazón todavía acelerado–. Hemos estado trabajando.
–¿Toda la noche?
–No, hasta las dos. Y luego me fui a la cama. Sola. En la habitación de invitados.
–Sí, claro. Así que sólo sois amigos, ¿no? –se burló él.
Y Neely negó con la cabeza, muy despacio.
–No somos sólo amigos –le dijo, mirándolo a los ojos–. Max es mi padre.