Читать книгу Best Man - Katy Evans - Страница 8

9:49 h 6 de diciembre

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Ugh. Miles Foster.

Es asombroso que Aaron y yo hayamos durado tanto, si tenemos en cuenta lo mucho que desprecio a su mejor amigo. Miles es tan malo que casi hizo que me lo pensara dos veces antes de seguir con Aaron. Cuesta creer que durante la primera fiesta de la fraternidad de la universidad de Colorado a la que fui, cuando estudié a todos los miembros del grupo que había en ese sótano húmedo, me fijara precisamente en él.

Sí, vale. Todas las chicas que había en aquel sótano hicieron lo mismo.

Aaron es el típico rubio americano y Miles es su lado oscuro. Es insoportablemente guapo. Mirarlo es como tocar el fuego.

Pero su atractivo se queda en nada en cuanto abre la boca.

Por desgracia, ninguno de los dos habló demasiado aquella noche; quizá eso me habría ayudado. Era mi primera fiesta universitaria, estaba borracha de libertad, y también borracha de alcohol. La música estaba muy alta.

¿Cómo iba a saber que una noche de diversión tendría repercusiones tan grandes en mi vida?

Así que hice lo que tenía que hacer. Fingí que no había pasado nada y nunca más volví a mencionarlo. Y él tampoco. Conociéndolo, y sabiendo cómo trata a todas las mujeres que entran en su órbita, puede que ni siquiera se acuerde.

Mientras me apresuro a bajar al balneario, trato de sacudirme las malas vibraciones que el encuentro con Miles me ha dejado (casi siempre me pasa lo mismo con él), y me entra la risa. ¿Qué clase de idiota se fija en las uñas de una chica? ¿Y lo de Novzilla, qué? Por favor.

Bueno, estamos empatados. No debería haber dejado que me afectara tanto. Miles jamás me ha preguntado cómo me va. Siempre dice algo así como «Vaya, aquí viene Miss Bajita» o «¿Qué miras, tontorrona?». Así que lo de Novzilla no debería afectarme tanto.

Es un imbécil. Y también el mejor amigo de Aaron. No es una situación ideal, pero si quiero a Aaron, tendré que tolerarlo. El matrimonio significa compromiso y aceptar al otro. Ya lo dicen: en lo bueno y en lo malo. Y no cabe duda del lado al que pertenece Miles.

Miles vivía en el centro de Denver y nosotros, en Boulder, lo cual era un alivio, pues con el tráfico que había y lo ocupados que estábamos todos, casi no teníamos tiempo para vernos. El año pasado solo habíamos coincidido un par de veces, para cenar y tomar unas copas.

Decido no perder más tiempo pensando en el amigo idiota de mi futuro marido y voy hacia el vestíbulo y luego al balneario. Allí está Eva, estirada en una toalla mientras disfruta de su masaje facial de chocolate y champán. Y yo solo me he tomado un café, así que el aroma del cacao me hace la boca agua.

Eva levanta la barbilla y me contempla con ojos felizmente adormilados.

—¿Lo has visto?

Sacudo la cabeza y me recuerdo por enésima vez que no debo morderme el labio. Lo último que quiero es tenerlo irritado para cuando llegue el primer beso de marido y mujer con Aaron.

—No te preocupes. Seguro que está bien.

—Eso me ha dicho su padrino de boda cuando me lo he encontrado —digo con una mueca.

Gime. Ha escuchado todas mis historias sobre lo imbécil que es Miles, excepto aquella vez en la que terminamos… No, no voy a pensar en eso.

—¿Qué problema tiene? Ayer, cuando volvió, le dije que la chaqueta de esquiador le sentaba de muerte y me respondió que no le pusiera la mano encima.

Arqueo una ceja.

—¿Lo intentaste?

—Bueno, ya me conoces.

Sí, la conozco. A Eva le gusta mucho tocar, y a Miles no le gusta nada. Debe de tener TOC, porque no soporta que la gente toque sus cosas o entre en su espacio personal. Aaron es de lo más desorganizado del mundo y me contó que la habitación de Miles en la residencia universitaria era como un museo, y que no podía tener compañero de habitación porque era obsesivo con el orden. Hay un motivo por el que lo apodaron «Sargento capullo»: lo hacía todo con precisión militar. Si le rozas el brazo o algo parecido, se vuelve loco. Sí, es difícil de creer, teniendo en cuenta que nos acercamos mucho cuando…

¡Joder! Por última vez, ¡olvídate de eso!

—¡Te dije que no lo hicieras! Es un tipo muy raro en ese aspecto.

Suspira.

—Sí, es más raro que un perro verde. ¿Tiene fobia a los gérmenes o qué? Pero Dios, está tan bueno… Muchísimo.

—Y lo sabe —murmuro. Mi móvil empieza a sonar. Lo abro. Es mi amor. Descuelgo y susurro, cariñosa—: Hola, ¿estás bien?

Eva me observa con atención mientras la voz ronca de Aaron dice:

—Sí. Hola, preciosa, ¿qué tal?

—Nada, ¿qué tal tú? Me he preocupado cuando no te he visto en el desayuno. La gente pregunta por ti.

—Estoy bien. Es solo que ayer llegamos un poco tarde, ya sabes. Los chicos querían seguir de fiesta. La última ronda y todo eso.

Suelto una risita.

—Sí, claro, lo entiendo. Bueno, me alegro de que salieras ayer por la noche, en lugar de hoy. ¿Todo bien para la boda, entonces?

—Claro, cariño. Por supuesto —responde con esa voz sexy y suave que hace que desee estar con él en este preciso momento—. Solo tengo un pequeño problema.

Aprieto los dientes. No quiero pequeños problemas. Se supone que todo será perfecto. No estoy segura de si mis nervios pueden asumir más problemas, por muy pequeños que sean.

—¿Qué?

—¿Recuerdas los anillos?

Los anillos. Los anillos. Lo dice como si fuera una tontería. No puede estar hablando de los anillos de platino que son el símbolo íntimo de nuestra unión duradera. Trato de pensar en algún otro sentido, en otra descripción para ellos. Pero no puedo.

Miro el anillo de compromiso que compramos hace diecinueve meses: el aro es de platino y tiene un diamante solitario en forma de pera. No estaba seguro de qué anillo me gustaría cuando me pidió matrimonio, así que lo hizo sin anillo y, luego, lo compramos juntos.

—¿Te refieres a los anillos de boda?

—Sí. Creo que…

Oh, no. No, no, no.

Tengo el corazón en la garganta porque conozco a Aaron. Siempre lo hace todo en el último momento, no planifica nada. De hecho, la única que ha organizado cosas para esta boda he sido yo. Si hubiera esperado a que lo hiciera él, ni siquiera habríamos fijado una fecha.

Por ejemplo: yo hice la maleta para este viaje y para nuestra luna de miel en Hawái tres semanas antes. Él hizo las suyas cinco minutos antes de salir y fue como si hubiera estallado una bomba de ropa en su apartamento.

—Aaron, no me digas que te has olvidado los anillos —susurro.

Hay una pausa.

—Me he olvidado los anillos.

—¡Nooooo! —grito tan fuerte y durante tanto tiempo que todos los que están en el balneario me miran, y a la mujer que le está cubriendo los muslos con chocolate a Eva se le cae el pincel. Las tres muchachas que se están haciendo la manicura se echan a llorar. No puedo parar—: No, no, no. Por favor, ¡dime que es broma!

—Ojalá, preciosa —añade, y está demasiado tranquilo para mi gusto—. Pero no te preocupes. Son solo un símbolo, no significan nada. No sé, podemos utilizar ganchos de pesca o alambre o cualquier otra cosa.

Por un instante, siento como si me hubiera golpeado en el corazón. Mi prometido acaba de sugerir que nos casemos intercambiando anillos hechos con alambre.

Pensaba que lo amaba. Ahora no estoy tan segura.

—Aaron… —Trato de conservar la calma, pero la bilis me sube por la garganta—. Esto no es un pequeño problema. ¿Podemos ir a por ellos? —pregunto y compruebo la hora en el reloj de la pared—. Si salimos ahora, cinco horas de ida y cinco de vuelta, podemos volver a tiempo para el ensayo de la cena.

Suelta un bufido de exasperación.

—Joder, Lia. Ojalá pudiera, pero tengo una resaca tremenda. Siento martillazos en la cabeza. Me he tomado dos calmantes, pero no sé cuándo estaré en forma.

Agarro el móvil con tanta fuerza y lo aprieto contra la oreja de tal manera que me sorprende no reventarme el cráneo. Miro enloquecida a mi alrededor y aprieto las mandíbulas.

—Vale, te diré lo que vamos a hacer. Iré a buscarlos.

—No, no, cariño, no hace falta que…

—Cállate. En serio, no hay tiempo que perder. Dime dónde los dejaste.

—Están en mi mesita de noch… —Se detiene de repente—. Lia, espera. ¿Te das cuenta de lo que dices? No puedes…

Como la gente todavía me mira, me aparto para que las chicas no oigan la conversación y cubro el teléfono con la mano.

—Aaron, por favor. Es nuestra boda. Llevamos mucho tiempo planeando esto y todavía hay tiempo. De verdad, no quiero expresar mi amor por ti con algo que se utiliza para empalar a los peces.

Silencio.

Cierro los ojos y cuento hasta tres, pero sigue sin decir nada, ni siquiera algo remotamente parecido a: «Lia, cariño, ya iré yo a buscarlos. Será la boda perfecta, preciosa, como siempre hemos querido».

Vuelvo a sentir la urgencia de que la boda sea perfecta. Murmuro:

—Subo ahora mismo para que me des las llaves de tu apartamento.

Cuelgo y me fijo en que todo el mundo me observa, excepto las niñas que se han tapado la cara con las manos y sollozan flojito.

—Un problemilla —digo y fuerzo una sonrisa.

—¿Vas a irte? —pregunta Natalie detrás de su mascarilla facial blanca mientras la asistente le pone una rodaja de pepino en el párpado.

Eva se incorpora con los codos y golpea la mesa con el puño.

—No, joder, no. ¡Esto es una intervención! ¡Me niego a dejar que conduzcas por todo el país el día antes de tu boda solo porque el idiota de tu prometido te ha dejado en la estacada! Ahora deberías estar relajándote y disfrutando de tu día. Que vaya uno de los chicos.

Sacudo la cabeza.

—Todos tendrán resaca.

—¿Y tu hermano?

—No tengo ni idea de dónde está West. Y no puedo confiar en ellos, igual que tampoco puedo fiarme de Aaron ahora mismo. —Me encojo de hombros—. No pasa nada. Estoy demasiado nerviosa de todos modos; salto a la mínima de cambio. Será bueno tener algo que hacer, no me importa.

Eva me mira, entristecida.

—¡Pero a mí sí que me importa! No puedes irte, Lia. Llevas eones soñando con este momento. ¿Qué hay del ensayo de la cena?

—Es a las ocho de la tarde. Ya habré regresado para entonces.

Mi madre aparece envuelta en un tupido albornoz, con el pelo recogido en una toalla.

—Cariño, ¿estás segura? Al fin y al cabo, quizá no necesitas los anillos.

Sacudo la cabeza. No puedo imaginar cómo quedarían las fotografías del álbum si salimos con alambres en los dedos como símbolo de nuestro amor.

—Necesito los anillos. Dice que están en su mesita de noche. Y ya me conoces, a mí no me gustan los masajes y las mascarillas. No pasa nada.

«Además, así le ahorro el gasto a mi padre».

Ugh. ¿Por qué me tomo en serio lo que me ha dicho el Sargento Capullo?

Mi madre se acerca y me masajea los hombros tensos.

—Puedes pedirle a tu padre que vaya.

—No, mamá. Ya sabes que nunca pasa de cincuenta, ni aunque el Apocalipsis le estuviera persiguiendo. No pasa nada —repito—. Confía en mí.

Abrazo a mi familia y a las damas de honor y subo a la habitación a toda prisa para tomar el bolso y las llaves. Mientras me cierro la cremallera de la sudadera y me pongo las gafas de sol de camino a la habitación de Aaron para recoger las llaves de su apartamento, veo una silueta alta y delgada por el vestíbulo.

El Sargento Capullo en persona.

Lleva una camisa de cuadros abierta, tejanos y una gorra de lana, y juega con algo que arroja al aire y lo vuelve a recoger. Si llevara un hacha, sería un Paul Bunyan ridículamente sexy.

—Sabes que se acerca una tormenta de nieve, ¿verdad, genio?

Tuerzo el gesto.

—No me hables del clima. Lo he monitorizado como si fuera un satélite ruso, teniendo en cuenta que voy a casarme al aire libre mañana mismo. ¿O no te has enterado de que estamos aquí por mi boda?

Sonríe, irónico.

—¿De verdad crees que llegarás a Boulder antes de que se desaten todos los cielos?

—Sí, por supuesto que sí. Solo será un chaparrón y caerá cuando ya haya anochecido. Durará un par de horas, a lo sumo, así que para cuando tenga que desfilar hacia el altar, el sol brillará. El patio estará decorado con servilletas de tonos malva Pantone 511 y crema Pantone 5035, junto con doce estufas industriales, así que, para entonces, no quedará ni una brizna de nieve. La nieve no está invitada a mi boda. A partir de ahora, prohíbo cualquier mención a la nieve. —Abro la aplicación meteorológica en el móvil y se la coloco bajo la nariz para demostrárselo, con cuidado de no tocarlo.

No lo miro, solo me obsequia con una sonrisa burlona, como si él supiera más que yo.

Dios, cuánto lo odio.

Trato de dejarlo atrás y avanzar hacia la habitación de Aaron, pero balancea lo que tiene en la mano frente a mí. Son las llaves del apartamento de Aaron. Trato de agarrarlas pero las aparta y me indica que no con el índice, como si riñera a una alumna maleducada.

—No se toca. Yo me ocupo.

Lo miro hasta que, de repente, comprendo lo que quiere decir.

—No vas a venir conmigo.

—Sí.

Agh. La mera idea hace que se me revuelva el estómago. Preferiría compartir el trayecto con un perro rabioso en el asiento del pasajero.

—De ninguna manera.

—Pues te aguantas. No voy a dejar que vayas sola.

Debe de estar de broma.

—Pero si nos odiamos. Es posible que nos saquemos los ojos antes de llegar a las montañas, derrapemos por un acantilado y, para cuando nos encuentren, seamos dos hermosos esqueletos con las manos huesudas alrededor del cuello del otro.

Asiente.

—Es posible, pero tu prometido me pidió que cuidara de ti. Estoy seguro de que puedo contener mis instintos asesinos en lo que a ti respecta durante unas diez horas.

—Felicidades —murmuro, me aparto de él y agarro el bolso sobre mi hombro—. Yo no estoy segura de lo mismo.

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