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10:23 h 6 de diciembre

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Los rollos de una noche son una terrible equivocación, la verdad.

No es que sea una experta.

Solo he tenido uno en toda mi vida.

Era alumna de primero en la Universidad de Colorado, y dormía en la residencia universitaria. Aparte de un par de antiguos alumnos de mi instituto, no conocía a nadie. Acababa de meterme en el catálogo de asignaturas, con cientos de posibilidades entre los que escoger. No sabía qué hacer. De repente, se me ocurrió que no tenía que ser Dahlia Ripley, la empollona con notas lamentablemente mediocres, con un notable de media, y el currículum que demostraba que no había hecho nada importante o destacable durante los primeros dieciocho años de mi vida.

Podía ser cualquiera.

Animada por esa emocionante idea, durante la primera semana de clase fui una extrovertida de manual, como mi amiga Eva. Era una mariposa social. Al principio me sentía incómoda, pero conocí a todas y cada una de las chicas de mi planta en la residencia.

Esa primera semana fue una semana de muchas primeras veces.

Cuando empezaron a tomar chupitos de Everclear, ahí estaba yo.

¿Marihuana? También.

Y cuando se corrió la voz de que iba a celebrarse la primera fiesta de la temporada en agosto, estaba más que dispuesta a tener una pequeña aventura, probablemente a causa del alcohol y de la maría.

Delta Phi estaba en la esquina de la hilera de las casas de las fraternidades y era la más grande e imponente del bloque. Cuando se fundó la facultad, el presidente de la universidad había vivido allí, así que todavía exhibía símbolos de la elegancia de finales del siglo xix. Según las chicas más experimentadas de mi residencia, esa fraternidad tenía fama de celebrar las fiestas más divertidas y de contar con los chicos más guapos.

Y no era mentira.

Cuando bajé las escaleras que crujían y entré en la sala, me sentí como una cría en una tienda de golosinas. Los miembros de D-Phi estaban buenísimos, cada uno era más guapo que el anterior. Y eran chicos mayores, llevaban un tiempo en la universidad y actuaban como si fuera suya. Estaban detrás de la barra de madera oscura, sujetaban vasos de plástico llenos de cerveza y observaban a cada estudiante primeriza que entraba por la puerta como si fuera un filete de carne. Sus miradas no dejaban lugar a dudas sobre lo que pensaban: «Sabes que no vas a salir de aquí hasta que le hayas chupado la polla a uno de nosotros».

Todos excepto uno.

Estaba más al fondo que los demás, en la mesa de ping-pong. Al principio no lo vi. Si lo hubiera hecho, no me habría fijado en nadie más.

Pero los demás chicos fueron a por nosotras en cuanto entramos. Éramos un puñado de chiquillas resplandecientes, con la cintura al aire, el pelo perfumado, los pantalones más cortos que habíamos encontrado y risas ebrias e infantiles. Pronto comprendimos que nos arreglábamos demasiado para la universidad: no hacía falta prepararse tanto. Y esos tíos buscaban a la chica que se tumbara bocarriba y se abriera de piernas lo más rápido posible.

Las frases eran las mismas.

¿Cómo te llamas? ¿Qué estudias? ¿Estás en primero?

Las respondí mil veces. Me encantaba la universidad y me encantaba la vida. Me encantaban las fiestas y la atención.

La atención.

El instituto había sido una época difícil para mí: pasé desapercibida y habría matado por atraer el interés de todos los chicos atractivos que recorrían los pasillos. Y aquí, a la escasa luz de aquel sótano, con las manos en el aire mientras bailaba y agitaba las caderas lentamente al son de una canción de The Chainsmokers, sí que me hacían caso.

La atención despertó un monstruo en mi interior. Me sentí invencible. Sonreía de manera seductora a todos los hombres que me miraban y me deseaban.

Entonces lo vi.

Él era el único que no me observaba.

Y por supuesto, me hizo sentir una curiosidad terrible.

En primer lugar, me fijé en su pelo oscuro, porque estaba justo bajo la luz de la bombilla y era tan alto que casi emanaba un aura sobrenatural; un halo que arrojaba formas fascinantes sobre sus facciones esculpidas. Arqueó una ceja oscura, escéptico, y frunció los labios como si estuviera pensando algo muy seriamente. Se concentró en algo que había frente a él. Estaba inclinado hacia delante mientras se acariciaba la mandíbula, pensativo. En aquel entonces no tenía barba.

Era guapísimo.

Solo sabía que me moría de ganas por saber qué miraba. Estiré el cuello con la intención de divisar qué había captado su atención.

El sótano estaba lleno de gente, y había cada vez más chicos a mi alrededor. ¿Qué estudias, dónde vives, cuántos años tienes?

Los aparté como si fueran moscas. Ya no me interesaban.

Mientras me balanceaba, logré atisbar más cosas. Espalda ancha, pero no demasiado. Atlético, pero no hinchado. Tenía más estilo que las hordas de chicos enfundados en camisetas arrugadas de bandas que nadie conocía. Llevaba una camisa de cuadros, sin arrugas, abotonada. Parecía mayor, más maduro.

Tampoco pertenecía a aquel sótano.

Y, de repente, yo tampoco quise pertenecer.

Entonces, la multitud se apartó un poco y vi qué observaba.

Birra-pong.

Ah.

Estaba completamente concentrado en el juego. Parecía tratar de descodificar un mensaje encriptado del que dependiera el destino del mundo entero, y en cambio…, no. Solo era un estúpido juego de ping-pong y cerveza.

Recuerdo que me sentí un poco decepcionada por eso. No parecía el tipo de hombre que se entretuviera con juegos de alcohol. Más bien, el presidente del club de debate, o de la Sociedad de Honor Nacional.

Observaba a uno de los demás chicos, atractivo pero sin la menor chispa, con una camiseta de D-Phi manchada de cerveza y que estaba jugando. El guapísimo dios se inclinó y le dijo algo al tipo más bajo mientras señalaba el tablero de la mesa. El más bajo asintió, sacó la pelota y todo el mundo vitoreó. Una chica patética, que ya estaba bastante bebida, tuvo que tragar más cerveza.

Me alejé del centro del sótano y me acerqué al borde de la mesa. Seguí contemplando al chico más alto, pero ni siquiera parpadeó para mirarme, aunque estaba a solo unos pasos de distancia. El más bajo sí que se fijó en mí.

Sonrió.

—Tenemos una nueva candidata.

Jamás había jugado al ping-pong en mi vida, y mucho menos con un juego de chupitos de por medio. Di un paso atrás.

—¡Oh, no! Solo estoy mirando.

—Vaya, eso no es nada divertido. ¿Cómo te llamas?

—Lia.

Me tendió la mano.

—Soy Aaron. —Y señaló a su amigo—, y este es Miles.

Miles seguía absorto en la mesa de ping-pong. O bien estaba muy bebido o en una zona de concentración personal. Hice ademán de saludarlo, pero no prestaba atención.

Algo dentro de mí se retorció. Sentí la necesidad de que me mirara. Se me había pasado el efecto del Everclear, porque no estaba tan borracha como necesitaba: lo bastante como para que no me importara nada.

Aaron chasqueó los dedos frente a la cara de Miles. Este parpadeó y achicó los ojos, enfadado. Me vio y su mirada era tan seductora que sentí como si me hubiera quedado sin aire en los pulmones.

Me observó de arriba abajo y su labio se torció en un gesto de disgusto. De repente, me hizo sentir como si fuera demasiado insignificante como para respirar el mismo aire que él.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Lia.

Emitió un «Mmm» y volvió a concentrarse en el juego.

Vale.

Genial.

Desanimada, miré a Aaron.

Este me devolvió una sonrisa cálida, que compensó la falta de modales de su amigo, y murmuró:

—No le llaman Sargento Capullo por nada.

—¿Ah, sí?

—Sí. Cuando entramos en la fraternidad nos dan motes. Yo soy Gluppy.

Y me contó por qué lo llamaban así, aunque no presté demasiada atención. Miraba a Aaron, pero seguía molesta por el comportamiento altanero de su amigo. ¿Qué problema tenía conmigo?

Miles no abría la boca, pero su amigo sí. Durante los cinco primeros minutos de conversación que mantuve con Aaron, me enteré de todo lo necesario. Sabía que estudiaba ingeniería, que era presidente de la fraternidad, y por la manera en que la gente lo saludaba y chocaba esos cinco, el tipo más popular del lugar.

Y yo le gustaba, estaba claro.

—Eh, ¿quieres otra cerveza? Voy a buscártela —dijo y se dirigió a la barra.

Me dejó con su amigo Miles. Con el taciturno, callado, obseso del ping-pong y guapísimo amigo Miles.

Y Miles no me dijo ni una palabra. Ni siquiera me miró. No era ni un pedazo de porquería en la suela de su zapato, porque si lo hubiera sido, al menos, habría tenido que reconocer mi existencia.

En ese momento decidí que odiaba a Miles Foster.

Si al menos hubiera seguido pensando lo mismo el resto de la noche…

Por desgracia, la cerveza no dejó de circular y las cosas se alargaron hasta el amanecer, y, de algún modo (que ahora no quiero recordar), terminé entre las sábanas de la impecable cama/altar de Miles.

¿Por qué? ¿Por qué lo hice? Ojalá hubiera seguido mi instinto, el que me dijo que era un imbécil integral.

Quizá entonces esto no sería tan terriblemente incómodo.

Miles y yo. En mi diminuto Mini Cooper, juntos durante las siguientes diez horas. Pero esta vez voy a darle la razón a todo. No quiero decir ni una palabra. Ni una maldita sílaba.

Así que lo diré ahora y callaré para siempre: los rollos de una noche son una terrible equivocación.

Apenas nos hemos alejado un kilómetro de Midnight Lodge. Todavía veo las instalaciones del hotel por el espejo retrovisor y Miles ya me molesta. Su cuerpo llena el asiento del pasajero y, como es tan alto, ha empujado el asiento hacia atrás, lo que significa que es posible que haya aplastado todo lo que tengo en la parte trasera. Masca un chicle mientras se aferra al agarradero de la ventanilla, y me da la sensación de que piensa que no conduzco bien. Lleva gafas de sol para apartarse de un mundo que cree que está por debajo de él.

En cuanto salimos de los terrenos del hotel, solo se ve una extensión de tierra inmensa, así que tengo buena visibilidad por la autopista al llegar a la intersección. Hay una señal de stop, pero como no viene ningún coche, giro a la izquierda y me deslizo hacia la autopista sin detenerme del todo.

Sacude la cabeza.

Típico del pasajero.

—Soy muy buena conductora —señalo, tratando de hablar con voz animada.

—Casi tanto como jugadora de ajedrez.

También soy buena jugadora de ajedrez. El problema es que él es mejor que yo. Hace mucho que no jugamos, desde mi primer año en la universidad. Al principio, jugábamos muy a menudo, en la residencia universitaria, mientras los demás se emborrachaban. Y siempre me ganaba.

—Bueno, no soy tan obsesivamente competitiva como tú, bicho raro.

—Ajá. Es decir, que no tienes una mente estratégica.

Chasqueo la lengua.

—Tuviste mucha suerte, ¿sabes? Era demasiado estúpida como para comprender que ninguno de los chicos de la fraternidad quería jugar contigo porque eres un engreído. ¿De verdad has encontrado una tonta en Denver dispuesta a aceptar esa tortura?

—¿Es tu manera de preguntar si tengo novia?

Me muerdo las mejillas, irritada.

—Es mi manera de preguntar si tienes algún tipo de amistad o si has logrado alienar a toda la población de Denver.

No contesta, así que debe de ser que sí. El Sargento Capullo ya se ha trabajado a Denver y allí tampoco ha hecho amigos.

A veces me asombra que Aaron llegara a formar parte de su reducido círculo de amistades. De hecho, es imposible formar un círculo de nada con alguien como Miles. Hasta donde yo sé, Aaron es el único a quien le cae bien Miles, probablemente porque mi prometido se lleva bien con casi todo el mundo. Y Miles no oculta que a él no le gusta casi nadie, cosa que tiende a ser mutuo entre él y el mundo.

—Juegas contra el ordenador, ¿verdad? —pregunto—. Apuesto a que ni siquiera el ordenador te soporta. Seguro que te pasas las horas leyendo libros a solas. Y que te compraste una pipa para sentarte frente a la chimenea de tu apartamento en Denver mientras miras el programa de teatro con un vaso de jerez.

Se queda callado un rato, pero no le he insultado. De hecho, a él le gusta ser un bicho raro.

—No tengo chimenea en el apartamento.

—Mmm… No sabría qué decir, teniendo en cuenta las veces que nos has invitado allí.

Eso hace que se calle. Durante tres años, nos extrañó que jamás nos invitara a su casa, pero ahora nos limitamos a bromear al respecto.

Pongo una emisora de radio y suena Thomas Rhett. A Aaron y a mí nos gusta la música country. Justo cuando empiezo a seguir el ritmo, Miles se inclina y, sin preguntar, cambia de emisora. Pone un programa de entrevistas donde se oye a un tipo sabelotodo que no para de hablar sobre las próximas elecciones presidenciales.

La cambio de nuevo.

—Perdona, ¿te he dado permiso para cambiar de emisora?

—No es tu emisora —dice y la vuelve a quitar—. ¿O es que tu padre no ha comprado también esta mierda de coche?

—Sí, pero me lo regaló por mi graduación, así que los papeles están a mi nombre. Y no es una mierda de coche.

—Claro que sí. Es un coche de risa, para payasos. Es medio coche.

—No necesito más.

—¿Tú? A juzgar por el circo que has montado, necesitas mucho más.

—No soy ese tipo de mujer. Nadie tiene que mantenerme —murmuro—. Por Dios, mira cómo llevo las uñas.

—Créeme, lo he hecho. —Quita una mota de polvo imaginaria del salpicadero, baja la ventanilla y la tira—. ¿Cuánto consume este coche? ¿Dos litros y medio por kilómetro? Y en la nieve debe de ser una mierda.

—No lo es. Y no vamos a descubrirlo hoy. Y, por cierto, ¿qué te dije de las palabras malsonantes? —Vuelvo a poner la cadena de música country con un gesto firme, y cuando vuelve a estirar la mano para cambiarla, levanto el dedo índice—. Toca ese botón de nuevo y te mato.

Mantiene la mano en el aire y la balancea, como si fuera a acariciar el botón. Me pone nerviosa, pero no llega a tocarlo. Lo hace para tomarme el pelo. Vaya tío más raro.

—Es un coche de mierda. ¿Lo escogiste tú o perdiste una apuesta con tu papaíto? Pensaba que iríamos en el jeep de Aaron.

Tengo ganas de frenar en seco y dejarlo tirado en la cuneta, y no me arrepentiría en lo más mínimo, pero eso me haría perder unos minutos que no tengo.

—Escúchame: no me gustas. Yo a ti tampoco. Así que quédate donde estás, al otro lado del coche, cállate y no toques nada. ¿Entendido? Y quizá sobrevivamos a este viaje.

Suelta un bufido y se cruza de brazos.

—Vale, Novzilla. Pero «el otro lado del coche» en este pedazo de mierda es decir muy poca cosa: estoy prácticamente sentado en tu regazo.

—Por última vez, no vuelvas a llamarme Novzilla. Y si en algún momento tengo la mala suerte de que acabes sobre mí, te aseguro que te sacaré los ojos.

—Lo que tú digas —responde mientras mira por la ventanilla hacia las montañas lejanas, que tendremos que cruzar para llegar al apartamento de Aaron. El sol brilla con tanta fuerza que hace calor en el coche, así que enciendo el aire acondicionado.

No, no es el hombre que tengo a mi lado lo que me hace sentir acalorada. De ninguna manera. Hace tiempo pasamos una noche de sexo bastante más que adecuado, pero eso fue en otra vida. Ahora es un idiota.

Con el aire acondicionado en marcha se está bien. También bajo un poco la ventanilla. No hay ni una nube en el horizonte.

¿Así que va a caer una tormenta en unas horas, eh? Los meteorólogos han vuelto a equivocarse.

Ve que miro el cielo y me dice:

—Sí que lloverá.

—Te equivocas. Como he dicho, la tormenta no está invitada a mi boda.

—¿Ah, sí? ¿Eres Dios? ¿Controlas los cielos? Y una tormenta en una boda sería algo bonito.

—En mi boda no. De ninguna manera. No me gustan las tormentas.

Suelta una carcajada irónica.

—Pues suerte que vives en Colorado, donde no hay tormentas, ni nieve ni nada de nada…

—No solo hay nieve en Colorado.

—Es el deporte nacional. Las mejores estaciones de esquí del país están aquí. ¿Alguna vez has esquiado?

Frunzo el ceño.

—¡Cállate ya!

La respuesta es no. Jamás he practicado esquí. Cuando hace frío, se me pone la piel rara. De hecho, odio el frío y odio los deportes. Pero más que eso, nací con dos pies izquierdos. Soy una patosa y punto. Cuando después de un año de clases de patinaje sobre hielo todavía era incapaz de tenerme en pie, mis sueños olímpicos se desvanecieron. Así que pensé que no valía la pena probar con el esquí.

Por desgracia, el estúpido que tengo al lado no sabe de qué le hablo. Era un jugador de rugby muy bueno en el instituto, y casi llegó a los equipos olímpicos de esquí y de natación en Colorado. Y esos son los únicos talentos de los cuales tengo noticia, porque intento no fijarme en él. Es especial en todos los sentidos. Seguro que es una de esas personas que destacan en todo lo que hacen.

Cuando empiezo a pensar que lo del alambre no era tan mala idea, Miles levanta la mirada del móvil.

—Dime, ¿de quién fue la genial idea de casaros el Día D?

Y ha vuelto a abrir la boca. ¿Por qué no se queda callado como le he pedido? Le chisto como si estuviera en un cine.

De repente, caigo en lo que ha dicho.

—¿Cómo?

Sonríe burlón.

—¿O es que ni siquiera sabías que tu aniversario de boda coincidirá con un día que vivirá para siempre en la infamia?

Lo miro, confusa, por encima de las gafas de sol.

—Debías de estar dormida durante la clase de historia en el instituto. —Arquea una ceja con aire de superioridad—. El 7 de diciembre de 1941. Pearl Harbor. ¿Te suena?

Claro que sí, pero no me había dado cuenta.

—Bueno, tampoco pasa nada. Eso fue hace años. Prefiero mirar hacia delante, no hacia atrás.

—Así que estás condenada a repetir la historia, ¿no?

Lo miro enfadada. Hay un hecho histórico en mi pasado que seguro que no repetiré, y será la noche de mi primera fiesta universitaria.

—Lo creas o no, cada día del año es el aniversario de algo horrendo. Por ejemplo, el once de septiembre, el asesinato de Kennedy, la explosión del Challenger… Si la gente se guiara por eso, jamás llevarían a cabo celebraciones.

—Sí, pero el bombardeo de Pearl Harbor es algo bastante…

—Que no me hables.

—Vale —dice y se encoge de hombros.

El silencio dura hasta el final de la siguiente canción. Después de eso, se rasca la barba de dos días y dice:

—Esa dama de honor tuya… ¿cómo se llama?

—Eva. —Suspiro. Seguro que va a mencionar que trató de tocarlo mientras esquiaban—. ¿Qué le pasa?

—Solo preguntaba. Está buena. ¿Tiene novio?

No puedo evitarlo, aparto la mirada de la carretera y lo miro, boquiabierta. ¿Le parece que Eva está buena? A ver, es guapa. Es alta, esbelta, rubia y parece salida de las páginas de una revista de moda. Aaron también dice que es guapísima. Pero es la primera vez que oigo a Miles lanzar un cumplido acerca de… Acerca de nada, la verdad.

Por mucho que quiera a Eva, también he pasado por momentos de envidia. En primer lugar, su familia es asquerosamente rica y, aunque ella es muy discreta, como somos muy amigas, siempre salta a la vista. Cuando se va de vacaciones, viaja por todo el mundo, y la gente se vuelve a mirarla allá donde va. La gente no se fijaba en mí en el instituto, en parte porque se quedaban deslumbrados por su aura dorada.

Y por supuesto, sale con los chicos más guapos, así que supongo que Miles no es ninguna excepción. Es posible que, si fueran actores de Hollywood, se convirtieran en una de esas parejas míticas: la llamarían «Meva» o «Eviles».

Cuando Eva volvió a casa de Yale durante la primera pausa del semestre (olvidaba mencionar que también es absolutamente brillante) y le presenté al guapísimo Aaron, fue la primera vez que sentí que tenía algo que ella no tenía. Mi novio era popular, atractivo y me adoraba, mientras que ella seguía anclada en el mundo de los perdedores de las fraternidades que no estaban interesados en relaciones estables.

—No. Está soltera. —Lo miro de reojo—. Me dijo que casi la matas porque te dijo que le gustaba tu chaqueta de esquí. Así que si tratabas de hacerte el interesante, te has lucido.

—¿Ah, sí? —Piensa que lo he dicho en serio—. Me tocó. ¿Le dijiste que no me tocara?

—Sí. No me hizo caso. Le gusta tocar, a diferencia de ti.

—No me molesta en las circunstancias adecuadas.

Pienso en él flirteando con Eva porque, de hecho, jamás flirteó conmigo, y una punzada amarga se me clava en el estómago. No. Flirtear está por debajo de Miles. Sé muy bien cómo se lleva a las mujeres a la cama. Se hace el tipo duro, fuerte y silencioso.

Pues en cuanto abre la boca, huyen.

—¿Esas circunstancias adecuadas implican que las chicas estén desinfectadas de pies a cabeza?

Me ignora y se acaricia la barbilla, pensativo.

—Bueno…

Me quedo un poco sorprendida, no puedo evitarlo. Aaron me dijo una vez que Miles no tiene pareja porque sus expectativas son terriblemente altas. Según Aaron, nadie está a la altura de su idea de la mujer perfecta. Es probable que quiera una chica que tenga pechos grandes, la cara de una modelo y Dios sabe qué más. Eva es guapísima y quizá estaría a la altura, pero…

Estoy anonadada. ¿Alguien real habrá penetrado la burbuja de perfección de Miles?

Bueno, aparte de mí, quiero decir. Pero sucedió esa única noche, y fue un enorme error de borrachera.

Lo cierto es que me interesa lo que piensa.

—Espera, ¿de verdad te gusta Eva?

Se ríe.

—Deberías saber que a mí no me gusta nadie. Pero hay excepciones.

Claro. Excepciones. Dejará que Eva le ponga la mano encima de manera excepcional, lo justo para que pueda correrse.

Ahora estoy enfadada.

—En serio, aléjate de mis amigas. Hazme caso, ninguna es adecuada para ti.

Me mira con curiosidad.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo sabes lo que es adecuado para mí?

—Quiero decir que no están locas de atar. Como tú. —Me doy cuenta de que estaba soltando el acelerador cuando un camión cruza la línea de separación y me adelanta a toda velocidad. Aprieto el pedal con la sandalia—. Quieren cosas determinadas de los hombres. Es decir, alguien que no se muera del asco cuando lo toquen.

—Depende del tipo de contacto del que estemos hablando.

Sí, ya sé que no está en contra de que lo toquen. Vaya si lo sé. Mi primera noche con él lo dejó más que claro.

¡Pero no quiero pensar en eso ahora! Si hay un día que vivirá para siempre en la infamia de la historia, es ese.

—Basta. No está interesada en ti. Jamás lo estará. Y punto, ¿vale?

Se encoge de hombros.

—Quién sabe. Con la cantidad de alcohol necesaria, las luces lo bastante apagadas…

Ya. Sé perfectamente cómo va eso.

Llevamos quince minutos de ruta. ¿Cómo se supone que aguantaré las siguientes nueve horas y cuarenta y cinco minutos?

Sencillo.

Tengo que «apagarlo» y entrar en mi zona de tranquilidad. Debo recordar que mañana me caso con Aaron y que, a partir de entonces, brillará el sol y habrá arcoíris. Mañana será el mejor día de mi vida.

Tengo que ignorar a Miles Foster.

Así que murmuro:

—Lo sé perfectamente. Es la mejor forma de que alguien cometa el error más grande de su vida.

Y, con eso, le cierro la boca.

Best Man

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