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Capítulo 1

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DESDE que Penny miró a Stephano Lorenzetti a los ojos supo que estaba metida en un buen lío. Nunca había visto unos ojos de un marrón tan intenso, unas pestañas tan largas y brillantes, o unas cejas tan oscuras y sedosas. Su mirada era tan penetrante que daba la impresión de que le desnudaba el alma; como si intentara averiguar qué clase de persona era antes incluso de que dijera nada.

Le fue imposible ignorar el torrente de sensaciones que le corría por las venas; el sofoco que sintió de pronto, o la repentina e inusual sensación de alarma. Sin embargo, no era más que una impresión suya. Aparte de eso, Stephano Lorenzetti era un hombre muy sexy.

–¿Señorita Keeling?

También tenía una voz grave y sensual. Penny pensó que todo en él despertaba unos sentimientos que llevaba mucho tiempo dominando.

Penny asintió, porque no confiaba mucho en que le saliera la voz. Se dijo que no recordaba haber sentido emociones tan fuertes nada más conocer a una persona; sobre todo sabiendo que iba a trabajar para él. ¡Qué tontería por su parte!

–Tiene lengua, ¿verdad? –preguntó él con un leve retintín, acompañado de una expresión ceñuda.

¡Madre mía, qué ojazos…!

Sin embargo, su pregunta y el tono tuvieron el efecto deseado, y Penny despertó de su ensoñación y recuperó la compostura.

–Sí, soy la señorita Keeling.

Penny se puso derecha, pero él le sacaba casi una cabeza.

–¿Mira a todos sus jefes como si fueran de otro planeta?

Penny no sabía si estaba de broma o en serio; de todos modos, intentó tranquilizarse.

–No suelo, señor Lorenzetti.

–Así que soy una excepción. ¿Hay alguna razón para eso?

No sólo era un bombón, sino que además hablaba inglés con un atractivo acento italiano. Mientras se estremecía de emoción, Penny se preguntó si sería aconsejable trabajar para un hombre que la afectara de tal modo, incluso antes de conocerse. Tal vez incluso fuera mejor dar media vuelta y salir de allí a toda velocidad.

–Yo… no lo esperaba así.

–Entiendo –dijo él–. No soy el padre común y corriente. ¿Es eso?

Penny aspiró con fuerza.

–Suele ser la madre del niño o de la niña la que se ocupa de contratar a una niñera, habitualmente para poder reincorporarse al trabajo; o a lo que sea –añadió sin poderlo evitar.

Había trabajado para mujeres muy ricas que preferían mantener una intensa vida social en lugar de educar a sus hijos.

–¿La agencia no le ha dicho que no hay una señora Lorenzetti?

–No –respondió ella, sorprendida.

Normalmente, la agencia solía proporcionar algunos detalles de la familia, que por su parte la entrevistaría antes de contratarla, para asegurarse de que era la adecuada. Pero en ese caso había tenido que presentarse con urgencia, y no le habían hecho ninguna entrevista.

–Viene con mucha recomendación –afirmó él mientras arqueaba la ceja.

Penny se reprendió por su falta de profesionalidad. Bien mirado, su comportamiento distaba mucho del habitual en ella.

Y todo porque aquel hombre era guapísimo.

–Aunque empiezo a tener mis dudas de si estará o no preparada para llevar a cabo este trabajo –añadió él en tono seco–. De todos modos, tengo una reunión de negocios a la que ya llego tarde, así que si le parece bien venga a la cocina y le presentaré al ama de llaves. Esta noche hablaremos de todo con más detenimiento.

–Señor Lorenzetti –declaró Penny, que se puso derecha y lo miró de frente–. Le aseguro que estoy más que preparada para llevar a cabo este trabajo, como dice usted –le plantó un sobre en la mano–. Aquí tiene mis referencias; usted mismo comprobará que…

–¡No son necesarias! –declaró él en tono imperioso–. Prefiero juzgar por mí mismo.

Penny se dijo que su reacción era lógica. En lugar de ignorar el magnetismo de su atractivo y comportarse como la niñera profesional que era, se había quedado mirándolo como una boba.

Esa mañana había llegado a su casa con cierta expectación. La agencia para la que trabajaba le había hecho hincapié en lo importante que era ese trabajo. El señor Lorenzetti era el presidente de la agencia de publicidad que llevaba su nombre, una empresa de renombre internacional, y si su trabajo le complacía, podría tener consecuencias muy positivas para la agencia que la había enviado allí.

Él vivía en las afueras de Londres en una mansión enorme en medio de una finca impresionante. Después de cruzar una verja con sistema de apertura electrónico, había atravesado cientos de metros cuadrados de bosques y jardines. Decir que estaba impresionada habría sido decir poco.

La mansión, un precioso edificio de tres plantas e innumerables habitaciones, no tenía que envidiar al resto del conjunto.

–Tengo entendido que su última niñera se marchó inesperadamente, ¿no es así? –le preguntó mientras recorrían metros y metros de pasillos a toda prisa.

Mientras recorrían la casa, Penny se fijó en su jefe. Stephano Lorenzetti vestía un elegante traje gris oscuro y camisa blanca, ambos de Savile Row, estaba segura; pero poco hacían por ocultar un cuerpo esbelto de músculos definidos. Aquel hombre debía de hacer mucho ejercicio, y no era de extrañar, porque para trabajar la cantidad de horas que trabajaba había que hacer muchísimo deporte para estar en forma. Le habían dicho que salía de casa a las siete de la mañana y que siempre llegaba de noche. Eso le había bastado para saber que el empresario no vería mucho a su hija.

–Eso es. Y si le parece que éste no es trabajo para usted, entonces me gustaría que me lo comunicara ahora mismo.

Se detuvo tan repentinamente que Penny se chocó con él. De inmediato, Stephano Lorenzetti la sujetó con sus brazos fuertes para que ella no se cayera; un par de ojos de mirada intensa miraron los suyos fijamente. Sin darse cuenta, Penny aguantó la respiración unos instantes, mientras se perdía en la magia de aquellos ojos… Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se retiró de inmediato.

Percibió el aroma de la colonia más irresistible que había olido en su vida. Era un aroma fuerte, como el hombre que la llevaba, aunque no mareante.

–Naturalmente que haré el trabajo lo mejor que pueda. Soy una niñera de vocación, y su hija estará perfectamente bien conmigo… ¿Por cierto, dónde está ahora? ¿No cree que deberíamos…?

–Chloe sigue en la cama –dijo él en tono arisco–. No veía razón para despertarla. Mi horario de trabajo es muy irregular, por decir algo, pero Chloe necesita rutina, como estoy seguro que entenderá. Emily, el ama de llaves, le enseñará la casa; y después espero de usted que se ocupe de preparar a la niña y de llevarla al colegio. No he visto que trajera equipaje, pero imagino que sabrá que mi deseo es que viva usted aquí, en mi casa.

Penny asintió.

–Esta mañana he venido con mucha prisa –respondió Penny, esperando que él la entendiera–. Se me ocurrió que me ocuparía de traer mis cosas cuando llevara a la niña al colegio.

Según la agencia, la niñera anterior se había marchado de repente el día antes; aunque Penny no entendía por qué el señor Lorenzetti no se había tomado el día libre para hacerle la entrevista. De todos modos, le habían ofrecido un salario inmejorable, e iba a ganar mucho más de lo que había ganado en otras casas.

Stephano Lorenzetti murmuró algo en voz baja en italiano y continuó su carrera hacia la cocina.

Emily era una mujer fuerte de baja estatura, de unos cincuenta y tantos años. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo corto y canoso y, a juzgar por cómo miraba a su jefe, estaba claro que lo adoraba.

Penny no fue consciente de la intensa presencia de Stephano Lorenzetti hasta que éste no se marchó. Pero Emily notó su alivio y la miró sonriente.

–Bienvenida al hogar del señor Lorenzetti. Quiero que sepas que es maravilloso trabajar para él. Espero que te sientas feliz aquí.

Penny no entendió por qué el ama de llaves la recibía con más amabilidad que el dueño de la casa.

–¿Siempre es así de desagradable? –le preguntó impulsivamente–. Me ha dado a entender que no estaba muy seguro de que yo sea capaz de hacer bien mi trabajo.

–Eso es porque ninguna de las niñeras que ha empleado hasta ahora ha durado más de unas semanas.

Penny frunció el ceño.

–¿Chloe es una niña muy difícil? ¿O acaso es por él?

Para ella ese hombre sí que era un problema; porque sin ir más lejos, era demasiado guapo y demasiado sexy para ser el jefe. La impresión que le había causado el dueño de la casa aún la perturbaba. Penny se dijo que ni siquiera Max la había afectado de ese modo; y eso que entonces ella había pensado que era el hombre de su vida.

Emily se encogió de hombros.

–El señor Lorenzetti es un hombre muy justo con todos sus empleados. Yo lo sé porque llevo ya mucho tiempo con él. Es el horario lo que no le gusta a la gente. La mayoría de las niñeras que han pasado por aquí eran jóvenes y tenían novio, y no querían estar de servicio las veinticuatro horas del día. Es comprensible.

–¿Eso es lo que espera él? –preguntó Penny con los ojos muy abiertos.

No era de extrañar que pagara tan bien. Ese hombre quería chuparle la sangre.

–Él se desentiende de eso totalmente –declaró Emily–. Si sientes que te exige demasiado, tendrás que decírselo. Yo lo hago de vez en cuando.

Emily tenía derecho a hacerlo porque sería como un miembro más de la familia; sin embargo ella no estaba en la misma situación. Le entraron ganas de preguntarle qué le había pasado a su esposa, pero le pareció demasiado pronto para empezar a hacer preguntas. A lo mejor tampoco había podido soportar sus largas horas de trabajo…

–¿A qué hora suele levantarse Chloe? –preguntó Penny mientras echaba un vistazo al reloj.

–A las siete y media –respondió Emily–. Tarda un rato en despertarse. Mira Penny, si quieres que Chloe llegue puntual al colegio tendrás que espabilarte. Ahora te voy a llevar a que la conozcas.

Stephano no era capaz de dejar de pensar en Penny; incluso en medio de una importante reunión. Penny no se parecía en nada a las niñeras anteriores que había contratado. Para empezar, tenía personalidad; y eso podría resultar interesante, ya que a él le gustaba conversar, y sobre todo admiraba el coraje en una mujer.

Además de eso, Penny era una preciosidad. Tenía el pelo largo y rubio natural, si no recordaba mal, los ojos muy azules, las pestañas largas y rizadas, una nariz pequeña y chata y unos labios sensuales.

También se había fijado en que no poseía esa delgadez que tanto ansiaban la mayoría de las mujeres jóvenes; a él los palos no le decían nada. Penny Keeling estaba muy bien hecha y tenía curvas donde tenía que tenerlas. Sólo de pensar en sus pechos apuntando bajo la blusa de algodón fino le subió el nivel de testosterona.

Le sorprendió mucho recordar tantos detalles de la nueva niñera, pero a la vez eso le inquietó, porque no quería pensar en ella de ese modo. Además, ya tenía bastantes cosas en la cabeza; no necesitaba ninguna más.

El caso fue que pensó en ella, y esa noche, cuando llegó a casa, se quedó decepcionado al ver que no estaba. Le habría gustado charlar un rato con ella, enterarse de sus gustos, de lo que esperaba del trabajo y de cuáles eran sus aspiraciones.

Jamás había pensado de ese modo en ninguna otra niñera que le hubiera enviado la agencia; pero Penny Keeling era distinta. Era, sin lugar a dudas, una mujer muy intrigante; y Stephano estaba deseando conocerla mejor.

Cuando Penny llevó a Chloe al colegio volvió al piso que compartía con una amiga y empezó a hacer las maletas.

–¿Te das cuenta de que tendré que buscarme otra compañera de piso? Mi economía no me permite vivir sola –añadió Louise.

Penny asintió.

–Pareces muy segura de que ese trabajo te va a gustar. Ya te ha pasado otras veces que…

–Estoy segura –respondió Penny con firmeza.

¿Y cómo no estarlo con un sueldo como aquél? Era el sueño de cualquier chica.

–¿Y dices que se llama Lorenzetti…? Un momento… ¿No será por casualidad Stephano Lorenzetti, el que sale siempre en los programas del corazón? –dijo su amiga–. El que siempre va con alguna modelo del brazo.

–El mismo –concedió Penny, que sonrió al ver la cara de su amiga.

–No me extraña que hayas aceptado el empleo. ¡Yo en tu lugar habría hecho lo mismo!

Penny sonrió.

–No voy buscando un hombre como haces tú, Louise.

–La vida es demasiado corta, y hay que disfrutar –dijo la otra con expresión resuelta–. Tú te equivocaste una vez, pero eso no quiere decir que te vuelva a pasar, Penny. Llevas sola demasiado tiempo.

–Eres incorregible –Penny se echó a reír–. Y yo me voy ya. Nos veremos pronto, Louise.

Horas después, Penny estaba sentada en su sala de estar privada, una habitación lujosamente amueblada con antigüedades y cortinas de brocado. Los grandes ventanales daban a una de las zonas verdes que rodeaban la casa. A un lado de la sala estaba su dormitorio, y al otro el de Chloe.

Chloe era una niña encantadora, una charlatana de cinco añitos que ya le había dicho a Penny que ella le gustaba más que las otras niñeras.

Cuando Penny oyó el coche de Stephano, enseguida se lo imaginó entrando en la casa, dejando su americana en el respaldo de alguna silla y tal vez acercándose después al mueble bar a servirse una copa. Imaginó su cara de ángulos prominentes, su nariz recta y sus labios firmes. ¿Estarían sus facciones relajadas, o tal vez tensas tras las tareas de la jornada?

Se preguntó si habría comido o no; y al momento su propia tontería le hizo reír. ¿Qué más le daba? Emily había preparado un suculento rosbif con patatas y verduras, y Penny había dejado el plato limpio. Incluso Chloe se lo había comido todo.

En la mayoría de las casas donde había trabajado, Penny había tenido que cocinar para los niños a su cargo; que le dieran la comida hecha era una novedad. Aún no sabía si eso era lo habitual; pero de ser así, se preguntó qué podría hacer mientras Chloe estaba en el colegio. Definitivamente, tendría que comentar algunas cosas con el señor Lorenzetti.

Él le había dicho que hablarían esa noche. Se preguntó si debería ir directamente a hablar con él, o si por el contrario debía dejarlo solo un rato. Se dijo que no sabía nada de su nuevo jefe; salvo que se le aceleraba el pulso cada vez que lo veía.

En ese mismo momento, Penny se sobresalto al oír unos firmes golpes a la puerta de su cuarto.

–¡Señorita Keeling!

¡Ah, qué voz! ¡Qué maravillosa voz!

Penny sintió el cosquilleo del nerviosismo en los dedos, y se quedó paralizada unos instantes. De pronto no podía levantarse, no podía moverse del asiento. Era de locos sentir todo eso con un hombre al que acababa de conocer, y de lo más insensato si se tenía en cuenta que ese hombre era su nuevo jefe.

¿Pero cómo iba a ocultar sus emociones? ¿Y si se le notaba en la cara? Pasaría muchísima vergüenza… ¡Por amor de Dios! Ella era una profesional, no una colegiala tontorrona enamorada de su profesor.

Cerró los ojos y aspiró hondo, tratando de calmarse… Cuando los abrió, se sorprendió al ver a Stephano Lorenzetti delante de ella.

–¿Me estaba ignorando, señorita Keeling?

Ignorando no; más bien intentando prepararse para la oleada de sensaciones que se le echarían encima. Y eso fue lo que pasó. Stephano llevaba la camisa remangada, dejando al descubierto un par de brazos fuertes y morenos. Además, se había desabrochado unos cuantos botones del cuello, de modo que a Penny se le fueron los ojos sin querer y se quedó embobada contemplando su pecho fuerte y su piel lisa y bronceada. El deseo de acariciarlo fue tan fuerte, que le pareció que le faltaba el aire.

–No me atrevería, señor Stephano –respondió ella, sorprendida de que su tono fuera lo suficientemente firme como para no delatar los derroteros de su imaginación.

Él arqueó las cejas bien dibujadas y la miró fijamente con aquel par de ojos de mirada intensa.

Con la mirada le dijo que no había creído ni una palabra, y para disimular Penny se puso de pie inmediatamente.

–Estaba pensando precisamente en bajar a verlo; porque me había dicho que teníamos que hablar, ¿verdad?

–Eso es –respondió él con brusquedad–. Pero ya que estamos aquí, hablaremos en su sala.

Antes de que ella pudiera mover un músculo, él se había sentado en una butaca junto a la suya. Las dos butacas que había en el cuarto estaban demasiado acolchadas y no resultaban cómodas, y Penny estuvo a punto de sonreír al ver la cara que ponía Stephano.

–Estas butacas son demasiado incómodas –dijo mientras se levantaba de nuevo–. Llamaré a un tapicero para que las arreglen de inmediato.

Penny supuso que todas las habitaciones de la casa habían sido amuebladas y decoradas por un diseñador cuya idea principal no había sido el confort, tan sólo la belleza. Eran unas butacas preciosas, pero…

–Vayamos abajo, allí estaremos más cómodos –resolvió Stephano–. Aquí no nos podemos sentar a gusto.

Salió de la habitación, y Penny se limitó a seguirlo. Por el camino, no dejó de fijarse en él, en sus hombros anchos bajo la tela de la camisa, en su espalda musculosa, y en el trasero bajo la tela del pantalón, que enfatizaba sin ceñir demasiado su atlético físico.

Se preguntó si haría mal en fijarse así en su nuevo jefe. Penny se dijo que ante todo debía disimular todo aquello lo mejor posible si no quería perder el empleo.

Penny no sabía por qué aquel desconocido la atraía tanto. Además, su amiga le había dicho que Stephano Lorenzetti tenía fama de mujeriego.

De lo que estaba segura era de que a su jefe no le haría ninguna ilusión que la niñera de su hija se fijara en él de esa manera.

La condujo a su sala de estar privada, una habitación relativamente pequeña en comparación con el resto, donde había unas preciosas butacas de cuero negro y donde la cristalera accedía a un patio lleno de tiestos de begonias de todos los colores imaginables. En uno de los lados había un seto de madreselva cuyo aroma perfumaba el ambiente.

Penny aspiró con deleite mientras se acomodaba en una de las butacas.

–Qué bien huele.

–Me encanta este momento de la noche –dijo él–. Se respira tanta paz. ¿Le apetece tomar algo?

A Penny le habría gustado mucho, pero sacudió la cabeza. No era el momento de distraerse. Además, él ya embriagaba sus sentidos bastante.

–Tiene una hija preciosa, señor Lorenzetti.

Él asintió y esbozó una sonrisa.

–Gracias. ¿Qué tal le ha ido hoy con ella? –Stephano estiró las piernas, relajándose visiblemente.

–Desde el primer momento hemos hecho muy buenas migas. Le he gustado, creo; y a mí me ha gustado ella. No tiene nada que temer; cuidaré bien de Chloe.

–Me alegra oírle decir eso, porque ella lo es todo para mí.

Stephano tomó su copa, que debía de haber dejado en la mesa cuando había ido a buscarla; y sin poder evitarlo, Penny notó que tenía unos dedos muy bonitos y unas manos perfectamente arregladas y cuidadas. De pronto le vino una imagen intensa aunque breve de esas manos acariciándola…

El mero pensamiento desató una tormenta tan potente en su interior que le costó muchísimo ignorarlo. Fantasear con ese hombre era una peligrosa ocupación; una ocupación de la que haría bien en olvidarse.

–Necesito que me cuente exactamente cuáles son mis responsabilidades –Penny se puso derecha, con la esperanza de dar una imagen de eficiencia–. Pensaba que tendría que hacerle la comida a Chloe, pero parece que eso lo hace su ama de llaves.

–Emily se encarga de cocinar y de la colada –dijo él–, y tengo contratadas a varias personas que vienen varias veces en semana para ayudar con las demás tareas. Por supuesto querré que le prepare la comida a mi hija cuando Emily tenga el día libre. Para serle sincero, señorita Keeling, no estoy muy seguro de cuáles son los deberes de una niñera. Yo…

Stephano Lorenzetti dejó de hablar, como si hubiera decidido no continuar con lo que fuera a decir.

–Naturalmente, deseo que se ocupe del bienestar de mi hija, pero cuando ella esté en el colegio, usted está libre; y eso compensará el tener que levantarse temprano y el terminar un poco tarde. ¿Necesita tomarse días libres? ¿Tiene novio?

–¿Cómo que si necesito tomarme días libres, señor Lorenzetti? –preguntó Penny–. Es mi derecho. Nadie trabaja siete días a la semana –dijo ella con más brusquedad de la deseada.

Penny achacó la reacción a su evidente nerviosismo.

–Digamos que su horario es flexible –concedió él–. Pero si tiene novio, debo pedirle que no lo traiga aquí.

Penny lo miró con gesto desafiante.

–No tengo novio. ¿Pero no debería haberse informado de eso antes de contratarme?

Él se encogió de hombros ligeramente.

–Soy nuevo en esto.

–¿Entonces se va inventando las reglas por el camino? –le preguntó.

Él frunció el ceño y apretó la mandíbula.

–¿Está cuestionando mis valores?

Penny aspiró hondo.

–Si mi trabajo depende de ello, no; pero estoy segura de que me entenderá, señor Lorenzetti.

Para sorpresa suya, él se echó a reír.

–Touché, Penny. ¿Puedo llamarte Penny?

¡Ah, Dios mío, qué bien sonaba su nombre en labios de Stephano Lorenzetti! Su marcado acento italiano le daba un toque sensual y misterioso, y tan romántico… Penny se dijo que haría bien en acostumbrarse cuanto antes.

–Sí –concedió ella sin mirarlo.

Para no mirarlo, Penny se fijó en el patio tras la cristalera abierta, en los colores del cielo al atardecer. El sol había desaparecido, pero sus efectos curiosos, extraños; al igual que la situación en la que ella se encontraba repentinamente.

Stephano no sabía por qué sentía lo que sentía en ese momento. Su reacción le fastidiaba mucho porque no quería que la niñera le resultara tan atractiva. Él había tenido muchas novias en los años que había estado solo desde que lo dejara su mujer; pero con ninguna había ido en serio. Todas sabían que para él había sido un juego.

Pero Penny no entraba en esa categoría. Para empezar era su empleada, y uno de sus lemas era no mezclar jamás los negocios con el placer. Además, le daba la impresión de que a ella no le iban los líos pasajeros. Aún no la había estudiado bien, pero parecía de esa clase de mujer que no se conformaría con otra cosa que no fuera una relación seria.

Ella se uniría al hombre de sus sueños, y Stephano se dijo que sería un hombre afortunado, ya que Penny era sin duda el sueño de todo hombre. La señorita Keeling era guapa, inteligente, capaz, interesante… Se le ocurrían multitud de adjetivos para describirla, y no podía olvidarse de lo sexy y provocativa que le resultaba… Stephano dejó de pensar y se tomó el whisky de un trago.

–Aquí hace un poco de calor, ¿no te parece? –dijo mientras se ponía de pie–. ¿Te importa si seguimos hablando fuera?

¡Fuera respiraría mejor! Y podría apartarse un poco más de ella.

Penny sonrió con consentimiento y se puso de pie de un salto.

–Tiene una casa y una finca maravillosas, señor Lorenzetti. Me encantaría pasear por sus jardines.

–Stephano. Por favor, tutéame –sugirió él en tono suave.

–Preferiría no hacerlo; es un poco demasiado informal para nuestra situación –respondió ella con prontitud.

Stephano percibió que sus ojos cambiaron de color, del azul claro al amatista, a la suave luz del ocaso. De pronto le parecieron más dulces y vulnerables…

¡Pero no…! ¡No debía fijarse en nada de eso…!

–No puedo permitir que me llames señor Lorenzetti cuando estamos a solas.

–¿Y si lo llamo signor Lorenzetti? –preguntó ella con sorna.

Éste se fijó en el brillo de sus ojos de nuevo. Tal vez ella no lo supiera, pero era tan guapa, tan coqueta y provocativa. Supuso que no era consciente de ello. Seguramente se quedaría horrorizada si supiera lo que él estaba pensando, y cómo estaba interpretando su comportamiento.

–Háblame de ti –le pidió él, consciente de que tenía la voz ligeramente más ronca que de costumbre–. Sé muy poco de ti… salvo que tus referencias son inmejorables, y que no tienes novio –añadió mientras torcía los labios–. ¿Por ejemplo, dónde vives?

–Comparto piso con otra persona en Notting Hill. O lo compartía, porque lo dejé hoy.

–Entiendo. ¿Con una amiga o con un amigo? –preguntó, sin darse cuenta de su indiscreción.

Además, ya le había dicho que no tenía novio.

–¿Quiere meterse en mi vida privada, señor Lorenzetti?

Su pregunta lo sorprendió, pero al ver el brillo en los ojos de Penny, la sorpresa dio paso al una sonrisa.

–Soy una persona muy curiosa. ¿Tienes familia, Penny? Por supuesto, no me lo tienes que contar si no quieres. Pero siempre me gusta saber de la vida privada de mis empleados; me gusta preguntarles por sus esposas, esposos o parejas, porque si hay un problema en casa siempre puede afectarles en el trabajo, y a lo mejor es el momento para hacer concesiones. Creo que mi interés ayuda a mejorar las relaciones laborales.

Ella lo miró con incredulidad unos segundos, antes de echarse a reír, y fue un sonido tan musical el de su risa que él también tuvo ganas de echarse a reír, de levantarla en brazos y dar vueltas con ella… Stephano se quedó asombrado porque sobre todo quería besarla…

¡Pero qué tonterías estaba pensando!

–En ese caso, si va a mejorar la relación y comunicación entre nosotros, la respuesta a tu pregunta sobre la persona con la que he compartido piso es que es una chica –lo miró de reojo para ver cómo se lo tomaba.

Él hizo como si no se hubiera fijado.

–Y en cuanto a si tengo familia… –continuó Penny–. Mi padre murió cuando yo tenía la edad de Chloe. Y mi madre murió hace un par de años; llevaba enferma mucho tiempo. Pero tengo una gemela que tiene una niña de seis años y un bebé recién nacido. Voy a verlos a menudo, y quiero mucho a los niños.

En ese momento iban por el camino de piedra que llevaba hasta el lago. Era el lugar favorito de Stephano, y a menudo se sentaba allí a meditar, sobre todo en ese momento del día. Además, sentía curiosidad por ver la reacción de Penny cuando viera el lago.

No fue la esperada.

–¿Pero qué es esto? No me había dicho que hubiera un lago, señor Lorenzetti… No me parece un sitio muy seguro para Chloe. Debería estar vallado.

No recordaba haberse sentido tan desinflado en su vida… o de pronto tan horrorizado; porque no se le había ocurrido que aquél pudiera ser un sitio peligroso. Se preguntó si alguna de las demás niñeras habría dejado jugar a Chloe allí sola. Se puso nervioso sólo de pensar en lo que podría haber pasado.

–Lo haré –declaró–. De inmediato, además.

«Mio, Dio, sono un idiota».

–Aparte de eso –dijo Penny, con cierto humor– es un sitio precioso.

–Sobre todo a esta hora de la noche –añadió él.

Pero en lugar de mirar el lago, la miró a ella. Y cuando Penny se volvió a mirarlo, a Stephano le pareció tan adorable que sólo pudo pensar en besarla y abrazarla… sin pensar en las consecuencias.

Penny vio la intención en la expresión de Stephano Lorenzetti y se dijo que tenía que actuar con rapidez, si no quería caer ella también en la tentación. Si lo hacía se quedaría sin empleo en un abrir y cerrar de ojos, y sabía no encontraría otro igual de bueno.

Aquél era un rincón para los amantes, sobre todo en una noche tan mágica y silenciosa como ésa. La tentación estaba en todas partes.

Si bien estaba segura de que Stephano Lorenzetti había estado a punto de besarla, no debía olvidar que el guapo de su jefe no tendría en mente nada serio; tan sólo utilizarla de pasatiempo. Y Penny hacía decidido que eso no era para ella. Tenía muchas amigas que se apuntarían enseguida; amigas, como Louise, que la tacharían de estúpida por no querer lanzarse. Los millonarios siempre mimaban y agasajaban a sus novias con caros regalos. Así no se sentían mal cuando las plantaban.

¡Pues a ella no volverían a dejarla plantada! La única relación que tendría con Stephano Lorenzetti sería basada en lo puramente profesional.

–¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? –le preguntó ella mientras se apartaba de él con la excusa de observar unos patos al otro lado del lago, y que con sus graznidos habían roto el manso silencio.

Él no respondió a su pregunta.

–¿Por qué no tienes novio? –preguntó él–. Siendo tan bella, sería lógico que tuvieras un montón haciendo cola a tu puerta.

Penny se encogió de hombros.

–Los hombres no me interesan. Soy una chica de carrera.

–¿Quieres ser niñera toda la vida? –preguntó él, como si fuera algo horrible.

–¿Por qué no? –respondió ella.

–No lo creo –declaró con firmeza–. Eres demasiado guapa como para convertirte en una vieja solterona. Lo he expresado bien, ¿no?

Penny sonrió y asintió. ¡Una vieja solterona! No habría esperado oírle utilizar una expresión tan anticuada.

–Un día aparecerá tu príncipe azul y te enamorarás de él. Y antes de que te des cuenta, estarás casada y con un montón de niños que cuidar; pero esos serán tuyos. Imagino que será más satisfactorio que cuidar de los ajenos.

–Y usted se tiene por un experto en la materia, ¿no? Un hombre que necesita una niñera para cuidar de su propia hija.

Penny vio que fruncía el ceño y entendió que había metido la pata; sin embargo, no fue capaz de morderse la lengua. Él había tocado un tema delicado, porque ella quería tener hijos; pero no los tendría hasta que no conociera al hombre adecuado. Y desde su desastrosa relación pasada, no dejaba de pensar que tal vez nunca conociera a alguien que le gustara lo suficiente.

–Dígame, señor Lorenzetti, ya que le gusta tanto que seamos sinceros, ¿qué le pasó a su esposa? ¿Le dejó por pasar tantas horas fuera de casa?

Nada más decirlo, le pesó haberlo dicho. Cuando él respondió a su pregunta, ella sintió deseos de echar a correr, de desaparecer. Fue el peor momento de su vida.

Tórrida pasión - Alma de fuego

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