Читать книгу Ese chico - Kim Jones - Страница 10

Capítulo 4

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Estoy agradecida por el sombrero y la chaqueta que Alfred me ha dado.

De verdad. Mucho.

Pero parezco una idiota.

La «chaqueta» no es para nada una chaqueta. Es una de esas gabardinas largas hasta el suelo que tiene tantos bolsillos como botones. Y el «sombrero» no es una gorrita o una gorra de béisbol. Es un sombrero de copa, con unas orejeras calentitas. Añádelo a mis botas destrozadas, los pantalones mojados y la camisa blanca del señor Swagger y me tienes a mí, que parezco una puñetera vagabunda.

Me he disculpado con Ross en cuanto me he subido al coche. Él me ha respondido preguntándome la dirección a la que tenía que ir. Se la he dado y a medio camino, he reparado en que no tenía encendedor. Ni una bolsa de papel. Cuando le he pedido a Ross que se detuviera en un supermercado de 24 horas, me ha fulminado con la mirada a través del retrovisor. No obstante, se ha detenido ante uno sin decir nada. No me esperaba que siguiera ahí cuando he salido, pero ha resultado que sí.

Quizá ese ha sido su modo de aceptar mis disculpas.

Separo la bolsa de papel de la botella y me la meto en un bolsillo de la gabardina para mantenerla seca. Cuando lo hago, algo afilado me pincha el dedo. Es la esquina de una tarjeta de visita. La saco y la inspecciono mientras me bebo la cerveza.

«Jake Swagger».

El nombre parece aún más sexy de lo que suena grabado en letras plateadas en la tarjeta negra. La única otra cosa que hay en la tarjeta es un número.

Igual que a la bolsa de caca que tengo al lado, me entran ganas de prenderle fuego a la tarjeta. Sin embargo, me la meto en el bolsillo frontal de la gabardina. No porque quiera recordar el momento en que conocí a Jake Swagger, sino porque puede servirme para mi investigación. Diseñaré la tarjeta de visita de ese chico para que parezca tan elegante y seductora como esta.

El coche se detiene ante la casa de Luke Duchanan. Ross clava la vista enfrente sin dedicarme ni una sola mirada. Aprieta los labios.

—Ross, de verdad que lo siento. No quería causarle problemas a nadie. Tienes pinta de ser un tipo majo. —Al cabo de un momento, se aclara la garganta y asiente con tirantez, sin mirarme a los ojos aún.

Salgo y cierro la puerta. El coche desaparece y me quedo de pie en la nieve, a las tres de la madrugada, borracha y completamente sola en una gran ciudad. La calle oscura me intimida. Pero la luz del porche de Luke brilla como un faro y me recuerda que toda la mierda por la que he pasado en este viaje valdrá la pena solo para ver a Emily sonreír.

Y explicarle la historia a un desconocido.

Y follárselo en un aparcamiento.

Y enamorarse.

Y mudarse a otro sitio, joder.

«Qué buena amiga soy».

Me resbalo y casi me rompo el cuello en los escalones helados. Antes de llegar al rellano, el resto de la botella se me vacía en la parte delantera de la chaqueta. Por fin en el porche, tiro la botella por la barandilla, me saco la bolsa de papel del bolsillo, desato la de plástico, cambio la mierda de perro de bolsa y agarro el encendedor.

El toldito que hay sobre la puerta no me protege de las capas de hielo y nieve que el viento arrastra en diagonal. Así que me arrodillo y uso la gabardina para cortar el viento mientras prendo fuego a la bolsa.

La caca prende muy bien. Arde que da gusto y con unas llamaradas calientes que dan miedo. Saco el teléfono y empiezo a grabar. Entonces, pico el timbre y aporreo a la puerta una vez tras otra hasta que oigo pasos dentro y oigo que Luke Duchanan me pide que espere un momento, joder.

Mi plan sale a pedir de boca.

Luke abre la puerta. Ve el fuego. Se pone a pisotear la bolsa con sus zapatillas elegantes de estar por casa. Entonces, los gases repugnantes de la caca de perro calentita llenan el aire y la garganta de Luke Duchanan justo cuando este inspira fuerte de la conmoción.

Empieza a tener arcadas.

Ser testigo de cómo este hombre hecho y derecho se pone a chillar como una niñita entre arcadas y lágrimas es mejor de lo que había imaginado.

Y lo tengo todo grabado.

Y es insuperable.

Incluso yo, futura escritora superventas extraordinaria, no podría habérmelo inventado.

Estoy tan entretenida con el espectáculo que no me doy cuenta de que se me han acercado dos policías hasta que los tengo al lado. Mientras me meto el teléfono en el bolsillo, trato de esquivarlos, pero el porche es pequeño. Y son grandullones.

—De acuerdo, señora. Venga. Ya hemos avisado a los de su calaña de que no vengan a husmear por aquí —dice el policía que me agarra del brazo izquierdo.

El otro agente me agarra del derecho.

—Le huele el aliento a alcohol. ¿Cuánto ha bebido esta noche? ¿Va drogada? —Me ilumina los ojos con una linterna.

—¿Conoce a esta mujer, señora?

Parpadeo para hacer desaparecer las chiribitas de mi campo de visión y miro a la mujer que hay en la puerta. Debe de ser la nueva zorra. Emily tenía razón. «No es nada fea». De hecho, es muy guapa. Es monísima y sofisticada con su bata de satén y unos pezones frescos que tratan de atravesar la tela.

—No. Nunca la he visto. Y tampoco creo que mi prometido la conozca. —«¿Prometido?»—. Se lo preguntaré, pero seguro que es otra vagabunda.

—¿Podemos hablar con él, señora?

—Es que… ahora mismo está indispuesto. —En algún lugar de la casa oigo cómo Luke tiene arcadas y no puedo hacer otra cosa que esconder la sonrisa. La mujer me mira con los ojos entrecerrados. Caray. Tiene unas pestañas alucinantes.

Bajo la cabeza. Si ha investigado a Emily tanto como Emily ha hecho con ella, quizá me reconozca de las fotos de Facebook de Emily. Por mucho que quiera colgarme la medalla por haber conseguido que la broma más vieja del mundo saliera bien y que Luke sepa que he sido yo quien le ha provocado el ataque, soy lo suficientemente lista para saber que el hecho que todo el mundo haya asumido que soy una vagabunda borracha puede que sea lo mejor. Además, ya se enterará de que he sido yo cuando cuelgue el vídeo en internet.

—Lo hemos visto mucho por este vecindario. El clima frío siempre hace que los más escurridizos salgan de su escondite. Estábamos patrullando en esta zona cuando hemos visto el fuego. Suerte que no ha sido peor.

—Sí, menos mal —dice la prometida mientras estira el cuello como una jirafa, la jodida, para tratar de verme mejor. Me apoyo en el agente que tengo a la derecha y hundo aún más la cabeza.

—Nos la llevaremos a comisaría a que se le pase la borrachera. Si quiere denunciar, tiene que hacerlo antes de las nueve de la mañana.

—No creo que lo hagamos.

Debería estar agradecida, pero me ha mosqueado su tono indignante: como si no valiera la pena perder su tiempo conmigo. Que la jodan. Soy lo suficientemente buena como para que me denuncien.

—Que tenga un buen día, señora. —Pillo al agente comiéndose sus tetas con la vista y pongo los ojos en blanco. Sigue mirándola más de lo que lo haría un caballero y luego me hace bajar las escaleras. Echo un último vistazo al montón de cenizas y de zurullo de perro sin quemar y me invade una tristeza extraña.

Había creado un vínculo con esa bolsita de caca. La echaré de menos.

Me veo obligada a mirar a otro lado cuando el agente me pone las esposas. Entonces, con una mano en la cabeza, me obliga a agacharme para entrar en el coche.

Cuando la adrenalina se disipa y dejo de estar aturdida, me doy cuenta de lo congelada que estoy. Tiemblo y tirito de frío. Me castañetean los dientes y me palpita la cabeza. Todo esto solo ayuda a la credibilidad de mi fachada como vagabunda alcohólica e incluso me hace ganarme una mirada comprensiva de los agentes, que hablan como si yo no estuviera en el coche.

—¿Era mierda de perro o humana?

—Uno nunca lo sabe con esta gente.

—¿Has visto cómo se ha puesto el gilipollas de Duchanan? Ha sido lo más gracioso que he visto desde hace tiempo.

—¿Quién demonios pica con esa broma? Es la más vieja del mundo.

—Oye, maja… —Hago caso omiso del agente—. Te compraré el alcohol que te puedes tomar en una semana si haces la misma broma en el número 2189 de la calle West Beutreau. Qué digo, ver a mi mujer intentar apagar una bolsa de mierda en llamas bien vale dos semanas de alcohol.

Se echan a reír, pero no saben lo difícil que es encontrar caca de perro por estos lares.

Justo cuando empiezo a entrar en calor, me sacan al frío y me meten en comisaría. He estado en la cárcel un par de veces. Nada grave, pero he pasado unas cuantas noches en el calabozo del condado por multas sin pagar y me han arrestado una o dos veces por alteración del orden público. Así que me sorprende que no me pidan las pertenencias. Ni que me tomen una foto. Ni que se apunten mi nombre.

Se limitan a acompañarme hasta una celda grande que da a las oficinas frontales. Hay literas por toda la pared, pero solo una está ocupada. Me dan una almohada, una sábana y una manta y me empujan con tacto hasta dentro y cierran la celda de golpe, de forma que despiertan a la otra persona detenida.

Es tan alta como una casa. Y parece tan mala como una serpiente de cascabel. Cuando trato de colocarme en la litera que hay enfrente de ella (para poder vigilarla en todo momento), me dice que no con la cabeza. Me dirijo a la litera siguiente. Vuelve a sacudir la cabeza. Y así continúa: me detengo ante las literas, la miro para que me dé permiso, niega y paso a la siguiente para evitar que me reviente la cabeza.

En la última cama, en la punta de la celda, suelta un gruñido y se gira hacia el otro lado. Me subo a la litera como puedo y me meto en la cama vestida de pies a cabeza. No me lleva mucho tiempo descubrir por qué me ha obligado a dormir aquí. Hace más frío que en el polo norte.

Saco el móvil. Me queda un uno por ciento de batería. Así que miro el vídeo en el que Luke Duchanan pierde los papeles hasta que se me acaba la batería.

Y son los mejores treinta y siete segundos de mi vida.

Ese chico

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