Читать книгу Ese chico - Kim Jones - Страница 11
Capítulo 5
ОглавлениеDespierto y me encuentro con mi compañera de celda mirándome de hito en hito.
Está de pie y tengo su cara frente a la mía.
Esta mujer me acojona.
—Roncas.
Detesto cuando alguien ronca. Sé lo mucho que puede molestar. Así que me disculpo:
—Lo siento. Me pondré de lado.
Empiezo a hacerlo, pero niega con la cabeza.
—Tengo una idea mejor.
—¿De verdad? Ponerme de lado suele funcionar. Mi abuela solía pedirle a mi abuelo…
—Deja de respirar.
La miro confundida. Sus ojos me dicen que si no puedo dejar de respirar por mí misma, ella puede ayudarme a conseguirlo.
Inspiro una bocanada de aire y lo guardo en la boca. Ella asiente con satisfacción y regresa a su litera con pasos firmes. Los muelles chirrían bajo su peso cuando se gira de forma que pueda verme.
Justo antes de que yo pierda la consciencia, se abre la puerta de la celda.
—Tú. —El agente me señala—. Vamos.
Me deshago de la manta y bajo de un salto. Cuando paso junto a mi compañera de celda, que me dedica un gruñido seguramente porque ha oído que estoy respirando, cometo una estupidez:
—Te huele el aliento a pedo —le siseo y le hago un corte de mangas. Antes de que se pueda levantar de la litera, he salido de la celda y la puerta se ha vuelto a cerrar de forma que ella se ha quedado dentro. Sonrío porque soy una mujer libre y no puede matarme.
—Siéntate. —El agente de policía me señala una silla plegable de metal que hay en el pasillo junto a su cubículo. Me siento mientras él sirve café en una taza y me lo ofrece. Además, me tira una cucharilla de plástico, un par de sobres de azúcar y un poco de leche en polvo.
Me acabo de preparar el café mientras el agente se sienta y empieza a aporrear las teclas del teclado con solo dos dedos. Parece aburrido. El uniforme le va pequeño. Lleva las gafas manchadas. Y el pelo peinado por encima de una zona de calvicie.
Se repantiga en la silla, cruza las manos detrás de la nuca y me mira de hito en hito.
—Los chicos que te recogieron nos dijeron que te habías montado un fuego en el porche de alguien.
Asiento y tomo otro trago de café.
—¿Quieres explicármelo?
Le ofrezco una parte de la verdad, empiezo con la parte en la que llego a casa de Luke. Me lleva un rato contar la historia porque no puede parar de reírse. Y no deja de interrumpirme repitiendo todo lo que le cuento formulado como una pregunta. Cuando termino, le cuesta sofocar las ganas de reír y a mí me entran ganas de darle un puñetazo en la cara.
—Mira —me dice una vez consigue hablar sin sonreír—. Como te arrestaron solo por una infracción menor, voy a dejar que te marches… Si viene alguien a buscarte.
—¿Y no puedo irme sola?
Niega con la cabeza y me mira con dureza.
—Te estoy haciendo un favor. No te pases.
—¿Y si no tengo a nadie para que me venga a buscar?
—En tal caso, tendré que ficharte. Y alimentarte. Y todo eso cuesta dinero. Y no quiero tener que hacerlo.
No me importaría que me ficharan. Cumpliría mi sentencia, tendría algo para desayunar y podría usar el tiempo encerrada para pensar en cómo demonios voy a volver a casa, puesto que mi vuelo ha despegado hace tres horas. El problema es que he cabreado a mi compañera de celda. Así que ahora, o encuentro alguien que me venga a buscar o me matará.
Mis ojos se posan en el bolsillo delantero de la gabardina. Una parte de mi cerebro me grita que es mala idea. La otra, que es mejor que morir.
El agente arrastra el teléfono por el escritorio y me lo coloca delante y luego se marcha tras decirme que volverá enseguida.
Descuelgo el auricular y aprieto los números rápido mientras aún me atrevo. Alguien contesta después del primer tono.
—Oficina del señor Swagger. —La mujer usa uno de esos tonos molestos, agudos, que solo poseen las guapas.
—Hola, soy Penelope Hart. Soy amiga del señor Swagger. —Me ha salido así. No he podido evitarlo.
—¿Cómo puedo ayudarla, señorita Hart? —La mujer parece aburrida. Me siento estúpida. Seguro que no soy la primera persona que llama a su oficina y dice que es su «amiga».
—Pues… verá…
«No puedo».
Mis manos temblorosas toquetean con torpeza el auricular hasta que consigo colgarlo.
¿Cómo he podido ser tan imbécil?
¿Tan insensata?
¿Tan… sí, imbécil?
Jake Swagger no vendría a recogerme. Me detesta.
«Él se lo pierde».
Si me hubiese invitado a quedarme a cenar, habría podido conocerme mejor. Podría haberlo conquistado. Hacer que me quisiera. Entonces, me habría acabado obligando a pedir una orden de alejamiento, porque los hombres suelen apegarse a las mujeres que son como yo.
Sin embargo, se perdió lo muy fabulosa que soy y optó por quedarse solo con lo malo: como que me metí en su casa y dejé una bolsa de caca de perro en su encimera. Así que lo único que Jake Swagger haría por mí sería mandarme a su abogado para denunciarme. Se aseguraría de que mis últimos minutos fueran al lado de la Gran Berta, quien, sin duda, se me sentará encima y me respirará en la cara hasta que me cause una muerte lenta y agonizante.
Ya voy por la tercera taza de café. No tengo ni idea de dónde se ha metido el agente. El reloj de la pared me revela que lleva media hora desaparecido. Seguramente, podría colarme por la puerta sin que nadie se enterara, si no fuera porque llevo este ridículo sombrero de copa que me ha hecho ganar un montón de miradas raras por parte de todos los presentes en comisaría.
«Muchas gracias, Alfred».
Clavo los ojos en la tarjeta que tengo en la mano y me planteo llamar al número de teléfono móvil que aparece en el dorso. Es el teléfono de Jack. Podría oír su voz. Quizá disculparme. O podría esperarme a llegar a casa y llamarlo cuando esté borracha. Si es que llego alguna vez.
«¡Piensa, Penelope!».
Emily.
Emily conoce a gente en Chicago, ¿verdad? Realizó las prácticas aquí. Seguro que hizo algún amigo o unos cuantos, más allá de Luke Duchanan. Quizá podría llamar a alguno y pedirles que me vengan a buscar. Entonces, podría pedirle a mi madre que me mande un poco de dinero para volver a casa. Sé que no va sobrada, pero sin duda me ayudará. Puedo vender mi cuerpo a hombres desesperados para devolvérselo. O venderle mi alma al diablo. O mi fama inminente a los illuminati.
—¿Penelope?
Alzo los ojos y me encuentro con un hombre de pie a mi lado. Y me quedo mirándolo. Es como el mejor amigo buenorro de ese chico. Ese que siempre tiene una media sonrisa en los labios. Que es un pícaro. Que tiene la mirada sexy. Ese que esperas que se enrolle con la mejor amiga de la protagonista para que haya un segundo libro.
Pongo los ojos en blanco ante este despliegue de pensamientos de escritora.
—¿Sí?
Me examina, desde el sombrero de copa hasta las botas sucias, inspecciona la tarjeta que tengo en la mano unos segundos y luego se encuentra con mi mirada. Levanta una ceja.
—¿Tú eres Penelope? —No estoy segura de si usa un tono divertido o escéptico. Siempre me confundo.
—Sí. Y tú debes de ser míster Obvio.
Se echa a reír y agarra una botella de agua que hay junto a la cafetera. Mientras me da la espalda, aprovecho para darle un buen repaso.
Tiene un buen culo. Buena complexión. Pies grandes. Es simpático. Encantador. Parece el tipo de hombre con el que te lo podrías pasar bien. Sin embargo, hay algo que no termina de cuadrar. Lleva pistola, pero no placa. Un traje y no un uniforme. «¿Será detective?». Pero el traje es de calidad. A medida. No de esos baratos que llevan la mayoría de los detectives. Y no tiene barriga. Ni arrugas de preocupación o cansancio en el rostro.
—Puedo sacármela y dejar que le eches un vistazo. —Aparto los ojos de su entrepierna y miro su cara sonriente. Estaba mirándole el culo. Y se ha dado la vuelta. No ha sido culpa mía.
—Lo siento, no me he traído las gafas de cerca.
Me regala otra de sus carcajadas sexys y guturales. Si no estuviera tan centrada en la visión de ese chico, usaría a este monumento como inspiración.
—Touché, señorita Hart. ¿Lista para irte?
—¿Quién eres?
Sonríe y me ofrece la mano. Se la estrecho. Evidentemente, es cálida, fuerte y todas esas características maravillosas que poseen las manos varoniles.
—Cam Favre.
—¿Detective? ¿Agente? ¿Teniente?
—Solo Cam. Pero puedes llamarme señor, si quieres.
Hago caso omiso del gesto que hace con las cejas.
—Entonces, si no eres policía, ¿qué eres?
—Soy un niño de verdad —dice, con una imitación impresionante de la voz de Pinocho que me hace sonreír—. Venga, vamos. Jake te ha preparado el desayuno.
«Hostia».
—¿J… Jake te ha mandado a recogerme?
—Sí. —Señala la tarjeta que tengo en la mano—. Me ha dicho que has llamado a la oficina. Pero la línea se ha cortado. Debe de ser por la tormenta. Pero hemos averiguado que la llamada procedía de aquí.
—¿Habéis rastreado la llamada? —«Madre de Dios. ¿Qué tipo de hombre es Jake Swagger para poder rastrear un número y tener a alguien que pueda venir a buscarme en menos de una hora?».
—Identificador de llamadas, encanto. ¿No te suena?
«Pero qué idiota soy».
Seguramente, debería seguir preguntando. Como por ejemplo, ¿quién es este tío en realidad? ¿Qué es de Jake? ¿Su abogado? ¿Su hermano? ¿Su amigo? ¿Su novio? ¿Y por qué demonios Jake querría que yo fuera a su casa? ¿Por qué me ha preparado el desayuno? Debería tener una cocinera que lo hiciera. Una mujer de mediana edad que tiene una aventura con Ross. O con Alfred.
—Bueno, ¿vienes o vas a quedarte?
—Voy, voy.
Me dedica una sonrisilla sexy mientras me observa de pies a cabeza.
—Incluso bajo toda esta ropa, sé que hay un cuerpazo sensacional que va a conjunto con esa cara bonita y la lengua descarada que tienes. Ahora entiendo por qué Jake se muere por hacértelo.
«¿Hacérmelo? ¿Hacerme el qué?».
«¿Qué quiere decir con eso?».
No puedo darle vueltas porque Cam está caminando y suficiente tengo con tratar de no mirarle el culo.
No lo consigo.
Pero solo se lo miro un segundo.
Hay un SUV con el motor en marcha aparcado junto a la comisaría. No es el típico coche de policías. Es un Range Rover con las llantas oscuras, ventanas tintadas y un parachoques que podría llevarse por delante un tanque.
Abre la puerta del pasajero y me asalta el olor de colonia y cuero. Qué embriagador. Qué erótico. Qué… Cómo me moja las bragas, tanto que echo un vistazo a los asientos traseros mientras me pregunto que si me desnudo y me estiro ahí sería suficiente para convencer a Cam de que me esposara a la puerta y me hiciera lo que quisiera.
«Tengo que parar de leer esos libros guarros, jolín».
Miro por la ventanilla, el paisaje blanco, para evitar mirar a Cam. Pero no hemos salido aún del aparcamiento cuando su voz me hace volverme para mirarlo.
—Eres… diferente.
—¿Qué quieres decir?
Sus ojos se separan de la carretera y se centran en mi sombrero.
Me lo quito y me arreglo el pelo.
—Es una larga historia.
—Me da a mí que debes de tener un montón de buenas historias, dada tu profesión. —Me guiña un ojo, como si supiera algún gran secreto.
Estoy segura de que Jake le ha dicho que soy escritora. Sin duda, habrá buscado en Google el título de mi libro en cuanto me fui. Seguramente, así ha descubierto cómo me llamo. Quiero decirle a Cam que nada indica que un escritor pueda tener un montón de buenas «historias». Pero no quiero quedar como una imbécil.
—Sí, supongo que sí. —Me encojo de hombros y vuelvo a observar la ciudad.
Suena el móvil de Cam y por mucho que quiero escuchar la conversación, no puedo sacarme de la cabeza que hay algo en todo esto que no cuadra. ¿Por qué iba a salvarme Jake? ¿Por qué se muere por hacerme algo? ¿Por qué iba a permitir que volviera a su casa después de las maneras con las que me ha echado? ¿Me ha preparado el desayuno porque se siente culpable por haberme negado la cena?
—Jake se va a cabrear, Lance —dice Cam, riéndose. Como si la ira de Jake lo divirtiera. Y puesto que la ira de Jake tiene un efecto similar en mí, me pongo a escuchar la conversación. Y como no podía ser de otra manera, se termina en cuanto lo hago.
—¿Por qué se va a cabrear Jake?
—La Administración Federal de Aviación no deja que despegue ningún avión en Chicago.
Bien. Quizá podré cambiar el horario de mi vuelo sin tener que pagar más. Lo que significa que no tendré que atracar una tienda de vinos y licores antes de irme.
—Ah, ¿Jake tenía que ir a algún sitio? —Finjo que no me importa.
Cam me dirige una mirada incrédula y pone los ojos en blanco.
—Qué va. Ha alquilado unos burros para que los uséis. —«¿Perdona?»—. Esperábamos que se cancelaran solo los vuelos comerciales, pero acaban de anunciar que ningún avión puede despegar. Lo que significa que el todopoderoso Jake Swagger no ha obtenido autorización para hacer volar a su pajarito.
—¿Tiene un avión?
Me vuelve a mirar de reojo.
—¿Estás bien?
«¿Lo estoy?».
Tengo un poco de frío. Estoy muy cansada. Empiezo a notarme resfriada.
—Sí. —No necesita el resto de información.
Cam vuelve a estar al teléfono. Habla sobre un generador que tiene que sustituirse cuanto antes. «Qué aburrimiento». Pero pongo la antena. ¿Sabías que los generadores de reserva pueden tener generadores de reserva? «¿Qué pasará cuando el reserva del reserva se apaga?».
Nos detenemos ante el edificio de Jake y Alfred es todo sonrisas. Hasta que abre la puerta y me ve. Sin amilanarme ante su mala cara, le ofrezco mi mejor sonrisa de modelo mientras salgo del coche.
—Buenos días, Alfred. Qué bien volverte a ver. Por cierto, este sombrero está de puta madre. Me han llovido los cumplidos.
Cam se ríe y sale a mi lado mientras da vueltas a la anilla del llavero con el dedo y empuja la puerta. Alfred me ofrece un gruñido por toda respuesta y nos abre la puerta del edificio a regañadientes. No nos sigue hasta el ascensor esta vez. Se coloca detrás del estrado y descuelga el teléfono de mala gana. Mientras Cam y yo avanzamos por el vestíbulo, oigo que dice:
—Están a punto de subir, señor.
—Nunca había visto que Alfred le pusiera mala cara a alguien. —Cam levanta una ceja mientras nos metemos en el ascensor. Entonces, como si acabara de ocurrírsele, me dedica una sonrisilla voraz—. ¿Habéis tenido un rollo o algo?
—O algo.
En el ascensor, pego la nariz a la pared y me pongo a tararear mientras subimos a toda velocidad al trigésimo piso. Cam no dice nada, pero veo que sonríe cuando salimos al recibidor.
Tengo el estómago revuelto y encogido. Creo que vomitaré. No de miedo, como haría una persona normal. Sino del entusiasmo. Como haría la loca que soy. Bueno, vale, quizá sí que tengo un poco de miedo también.
«¿Jake se va a disculpar por haberse comportado como un estúpido?».
«¿Me pedirá que le pague la camisa?».
«¿Me agarrará y me abrazará?».
«¿Me venderá como esclava sexual?».
«¿Me culpará de alguna mierda que le haya desaparecido? Algo secreto. Que ha perdido. Y ahora pretende incriminarme y que me lleve yo las culpas…».
Cam abre la puerta y… beicon.
Huele a beicon.
A un montón de beicon.
Se me hace la boca agua y suelto un gemido. Luego suelto otro por una razón completamente distinta.
Ante mí se yergue Jake Swagger. Está delante de los fogones. Vestido con tan solo unos pantalones de franela de pretina baja y la espátula en la mano. Los músculos de la espalda se tensan bajo la piel morena. Tiene los hombros anchos. Las caderas estrechas. Todo su cuerpo está cincelado y esculpido, pero aun así es suave y terso. El crepitar de la grasa del beicon y la voz baja del presentador de las noticias son los únicos ruidos de la estancia.
Enseguida me imagino este momento como una escena sacada de una película romanticona mientras la nieve cae al otro lado de la ventana. Todo es cálido y hogareño. Acabo de salir de la cama y, soñolienta, admiro a mi príncipe, que se ha levantado temprano para prepararme el desayuno.
Claro que solo me imagino esta escena porque previamente ya he escudriñado la habitación buscando a mafiosos y gente con aspecto turbio que puedan querer matarme por haber robado algo que no he robado. No hay nadie. Solo yo. Jake. Y nuestro aguantavelas, Cam. Aire. Oportunidades…
Mi mente salta de una película apta para niños a una triple X en cuestión de segundos cuando los músculos de Jake se contraen al echarse un paño de cocina sobre el hombro. Me imagino a mí sobre su hombro. Con las piernas rodeándole el cuello. Con la vagina en su cara.
Gira sobre los talones para mirarme. Sonrío. Me sonrojo por todas las guarradas que me estoy imaginando. Tengo los ojos entornados del deseo. Pero puedo disimular. Como si me acabara de despertar de una siesta. Como en la película romanticona que me he imaginado. Me dirá: «Buenos días, preciosa». Me comportaré de forma tímida y mona. Me dirá que estoy guapa cuando me sonrojo. Entonces, me besará y me dejará sin respiración…
«Ay».
No puedo creer que realmente esté aquí, yo, Penelope Hart. Escritora en desarrollo. En la cocina de un ático de lujo en las alturas con ese chico medio desnudo.
Y el hombre que podría ser su mejor amigo buenorro.
Sin mafia.
Con beicon.
Ni siquiera la intervención divina podría arruinarme este momento.