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Capítulo 3

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Te podría decir que solo de verlo se me han puesto los pezones duros.

Se me han contraído los muslos.

El corazón se me ha partido.

Y ahí abajo estoy empapada.

Sin embargo, no hay ninguna necesidad.

Porque en cuanto ves a este hombre, te pasa lo mismo seguro.

«Ahora es cuando suena una música de retirada». Quizá algo de The Weekend. O la banda sonora de Tiburón.

Y aquí, con un metro ochenta y ocho centímetros, ciento cuatro kilos, vestido con traje de Armani y una mirada que me mataría si fuera letal, tenemos a…

«Mierda».

—¿Eres el señor Swagger?

Se pone las manos en las caderas.

—Sí. Soy Jake Swagger. ¿Quién cojones eres tú? ¿Y qué demonios haces en mi casa?

—Un momentito. —Levanto el dedo y me dejo caer de nuevo en el sofá, sin aliento.

«Jake, Jake Swagger».

Más sexy ya no puede ser.

—¿Perdona? —«La madre, si es que es incluso más sexy cuando está confundido».

—Solo… Solo necesito un momentito para la cabeza. Es algo que hacemos los escritores. No lo entenderías.

Hago caso omiso de su incredulidad. Paso por alto su enfado. Ignoro toda lógica. ¿Cómo no lo iba a hacer en un momento así?

Ante mí se alza un hombre con el pelo despeinado y del color del carbón. Ya sabes, de ese tipo de pelo por el que se pasa la mano. El tipo de pelo que agarras con fuerza cuando él te chupa ahí abajo.

Sus mandíbulas tienen todas esas características para las que los escritores usan expresiones como marcadas, fuertes, cuadradas, salpicadas de pelos como si llevara una barba de tres días, para describirlas.

Tiene los mismos labios que Tom Hardy.

Tiene una nariz indescriptible porque ¿cómo diantres se describe una nariz sexy?

¿Y esos ojos? Azules como el océano, tal vez. No los veo bien. Y los tiene entrecerrados debido a… ¿La curiosidad? ¿El deseo? Seguramente sea la ira…

Bajo los ojos. Me fijo en el hoyuelo que tiene en la barbilla. Sigo por la nuez, que sobresale levemente cuando traga. Sigo por el poco pecho que queda al descubierto en la abertura del cuello de la camisa blanca.

El traje oscuro le abraza los largos brazos. Resigo con los ojos sus hombros hasta las muñecas. «Qué cabrón, lleva gemelos». Y un cinturón. Por encima, se adivina una barriga plana y musculosa. Por debajo, se adivina un buen paquete.

Tiene las piernas largas.

Los muslos definidos.

Las zapatos brillantes.

Te lo puedes imaginar. Pero, por si acaso, te diré que Jake Swagger está buenísimo de cojones.

Y cabreado de lo lindo.

—¿Quién coño eres?

Me saco la tontería de encima y me pongo de pie enseguida. La caja de pizza a medias me resbala del regazo y cae al suelo boca arriba, junto a las servilletas sucias y la botella de dos litros de Dr. Pepper.

Estoy de pie ante él y un escalofrío de miedo ante la ira silenciosa que irradia me recorre la columna. Quiero desaparecer dentro de mi cerebro de escritora. Salir corriendo de la realidad y construir el mundo de ficción perfecto en el que se convierte en ese chico y yo, en la protagonista de su vida. Pero es imposible escapar de su escrutinio.

Vestida solo con su camisa, puede verme las piernas enteras. La clavícula. La parte superior de los pechos. Y Jake Swagger no se limita a pasar los ojos por encima de mi cuerpo. Repasa con fruición cada centímetro de piel desnuda. Puede que esté enfadado, pero no hay ninguna duda de que es un hombre a quien le gusta lo que ve.

Como debería ser.

Me he estado matando en el gimnasio. Ya era hora que alguien lo apreciara. ¿Y quién mejor para hacerlo que ese chico?

Centra su atención en mi rostro.

—¿Te conozco? —Trata de evocarme en algún recuerdo. Como si me hubiera visto antes. «Solo puede haber una explicación razonable».

—Quizá me conoces de Para siempre tuya. Es un libro que escribí hace años. Se podría decir que soy una autora conocida. A ver, no he escrito nada desde hace un tiempo, pero todavía tengo fans y un montón de seguidores en las redes sociales. Y grabé un podcast también. Allá por 2014.

—No, no te conozco. ¿Llevas mi camisa?

Miro con una mueca la salsa de pizza que mancha su camisa. Me chupo el dedo y restriego la mancha. «Me cago en la película de terror, que me ha hecho tirarlo todo».

Mientras estoy frotando, ese chico gira sobre los talones y desaparece por las escaleras sin mediar palabra.

Miro a la puerta principal, que está abierta de par en par. Sería el momento perfecto para salir corriendo. Pero, en realidad, me muero por olerlo y ver si puedo descubrir a qué huele. Mi investigación ya ha llegado hasta aquí. No tiene sentido abandonar ahora. Además, si realmente es ese chico, le daré lástima y nos enamoraremos perdidamente antes de que pueda enterarse de todo lo que he hecho.

He doblado la manta y la estoy colocando sobre el respaldo del sofá cuando baja las escaleras.

—¿Has revisado mi casa entera?

—¿Qué? —Suelto una risa por la nariz, algo que siempre hago cuando necesito ganar tiempo para pensar una respuesta—. Em… No. —Me enrollo los dedos con el dobladillo de la camisa y evito mirarlo a los ojos—. A ver, quiero decir, no mucho. Una cosa… —Inclino la cabeza y me encuentro con su mirada—. ¿Qué hay detrás de esa puerta cerrada? ¿Eres un dominante?

No lo admite, pero cuando se pone derecho y deja caer las manos de las caderas para apretarlas en un puño a ambos lados del cuerpo, lo sé.

Y me muero de la excitación.

—¿Cómo has entrado en mi casa? —No es una pregunta. Lo dice de un modo con el que me informa de que me estrangularía hasta matarme si no se lo digo.

—Bueno, todo ha empezado cuando me he metido sin querer en el coche equivocado.

—¡Me cago en la puta!

Explota y me quedo quieta en silencio mientras él saca el móvil. Se pone a chillarle a alguien que suba ahora mismo, cuelga y llama a otra persona. Debe de saltarle el contestador, porque le dice que lo llame.

Se mete el teléfono en el bolsillo y entonces se fija en la bolsita.

La que he dejado en la barra.

Va a agarrarla.

—Yo de ti no…

Me lanza una mirada que dice «cállate la boca». Creo que tiene los ojos más bien gris oscuro. O verdes. Debería acercarme más. O mantener las distancias, puesto que ahora mismo está agarrando la bolsita.

Y se la acerca a la cara.

La huele…

—¿Es…?

—Es caca de perro.

Suelta la bolsita como si fuera veneno. Recobra la compostura, se aclara la garganta y se limpia las manos en un paño que saca de un cajón.

—¿Hay alguna razón por la que tengas una bolsa de mierda de perro en mi barra? ¿La barra donde como, joder?

—Uau —suspiro mientras sacudo la cabeza, maravillada—. Tienes una voz preciosa, de verdad. Muy controlada y grave. Deberías ser locutor.

—¿Por qué cojones has puesto una bolsa de mierda en mi barra? ¿Estás mal de la cabeza o qué?

«Pues vaya con el control».

—Eh, chaval. —Levanto las manos—. Solo es caca de perro. No tienes que ser tan imbécil. Hay quien recorrería todo Chicago en plena tormenta de nieve por esa misma bolsa de caca de perro.

Puede que vuelva a explotar.

¿Sabes cómo en las novelas románticas la protagonista siempre «sabe» que el protagonista nunca le haría daño? ¿Como si pudiera percibirlo o algo parecido? Pues lo estoy buscando en este hombre. Y no estoy nada segura de que lo perciba.

La puerta se abre y los dos nos volvemos para descubrir a un hombre de mediana edad con un traje y un sombrero como los que llevan los chóferes de limusina.

—¿Quería verme, señor Swagger?

«Señor Arrogante». De verdad que el nombre le viene que ni pintado.

Extiende un dedo largo, con la uña arreglada y posiblemente muy diestro, y me señala.

—Ross, ¿quién demonios es esta?

Ross me mira y vuelve a mirar al señor Swagger.

—¿La señorita Sims, señor?

—¿De veras crees que esta «pueblerina cateta, palurda y provinciana» podría ser la señorita Sims? No se parece a la señorita Sims. No habla como la señorita Sims.

Me ofendería su intento de sonar como una pueblerina cateta, palurda y provinciana si no hiciera tanta gracia. O si no me sintiera obligada a defender a Ross, quien ahora sé que es el chófer.

—No me ha visto. Y le he hablado con acento. —Ambos me miran—. Bueno, a ver, las probabilidades de haber acertado su acento son ínfimas. Y ni siquiera soy buena imitando acentos. No sé ni cuál he puesto. Por cierto, ¿quién es esa tal señorita Sims? Quiero decir, ¿no tiene otro nombre?

Me miran como si yo fuera la chiflada cuando Alfred entra en la estancia.

—Señor Swagger, le aseguro que se trata de un terrible malentendido. —Alfred me fulmina con la mirada. La decepción que veo reflejada en sus ojos me hace sentir culpable de verdad por primera vez desde que he llegado aquí—. Nunca he visto a la señorita Sims. —«Pero ¿qué puñetas? ¿En serio nadie sabe cómo es esa mujer?»—. Cuando el coche ha llegado, he supuesto que la señorita que había dentro era ella. Y ha tratado de…

—He tratado de convencerlo para que me diera la llave, pero no lo ha hecho —tercio. Si mis suposiciones sobre que Jake es ese chico son correctas, también es el típico imbécil que va a despedir a Alfred. Claro que lo volverá a contratar cuando descubra que se ha equivocado y que Alfred solo ha hecho su trabajo. Pero no quiero que este señor mayor se quede sin trabajo hasta que Jake entre en razón.

—Fuera de mi casa. Ahora mismo.

Los hombres me dirigen una mirada fría. Parecen enfadados. Conmigo. Con la persona que les acaba de salvar el culo.

Yo también me tendría que ir. Pero necesito la bolsita de caca que reposa a los pies de Jake. Avanzo para agarrarla y me hace parar en seco levantando un dedo.

—Tú no. Tú no te vas hasta que no sepa exactamente qué ha ocurrido.

—Vale, pero primero tienes que dejar de hablar en este tono. De verdad, es que…

—Que te expliques —me espeta.

Su tono me intimida.

—¡De acuerdo! Vale… Bueno, pues mi mejor amiga estaba haciendo unas prácticas aquí. Conoció a un chico y salieron juntos durante todo el verano y cuando se acabaron las prácticas, ella volvió a casa, pero mantuvieron la relación a distancia. Pero todos sabemos que eso nunca sale bien. —Hago una pausa para que asienta o algo. Sin embargo, se muestra impertérrito.

Me aclaro la garganta.

—Vino a verle y descubrió que la estaba engañando con una chavala que él había tenido en Chicago durante toda la relación. Así que como soy muy buena amiga, he venido a vengarme de su pobre corazón roto.

Señalo la bolsita que hay en el suelo.

—He robado esta caca de perro para poder prenderle fuego delante de su casa. Porque, verás, resulta que él tiene una fobia muy rara, a la caca de perros. Sea como sea, el perro y su amo me han perseguido por toda la ciudad. Y cuando he torcido la esquina y he visto el coche ahí aparcado, esperando, me he metido dentro para esconderme. Estaba a punto de bajar, pero entonces Ross le ha ofrecido a la misteriosa señorita Sims que nadie ha visto traerla hasta aquí y he aceptado, porque necesitaba alejarme de ese tipo chiflado y de su perro tanto como pudiera.

»Cuando he llegado aquí, me iba a marchar. Pero es que justo estoy escribiendo un libro sobre un ejecutivo millonario que tiene un apartamento como este. Me está costando mucho encontrar la inspiración y… ¡Es que mira qué casa! ¿Has visto qué ventanales?

Señalo los ventanales y Jake Swagger se limita a observarme con esa mirada, ya sabes cuál.

—Eh, vale, bueno, sí, claro que los has visto. Bueno, ¿puedes culparme por quedarme aquí para investigar? Creo que no. Sobre todo porque me iba a marchar antes de que volvieras, que se suponía que tenía que ser mañana al mediodía. Pero has vuelto antes de tiempo. Así que me temo que si todo esto es culpa de alguien, es tuya, señor Swagger.

Me mira de hito en hito. Un tanto atónito, creo. No soy buena interpretando las reacciones de la gente. Pero le tiembla la mandíbula. Y tiene el cuello rojo. Le ha aparecido una venita en la frente, justo encima del ojo derecho.

Vale. Quizá no está sorprendido. Quizá está furioso.

—Vete.

¿No es extraño que tenga una voz tan tranquila cuando está temblando literalmente de la rabia?

O del deseo.

No, qué va. Es rabia.

—¿Sabes? No me importaría quedarme a cenar —me ofrezco, aunque son las tres de la madrugada.

Se pone rígido. Me mira boquiabierto, como si estuviera loca. No lo estoy, de verdad. Solo soy oportunista. Hablando de oportunidades, he conseguido acercarme unos pasos a él con la esperanza de descubrir de qué color tiene los ojos. Ahora que estoy a un metro o así, veo que sus ojos son de un gris verde azulado.

—Tienes suerte de que no llame a la policía.

Escucho en silencio cómo se pone a despotricar mientras inspiro profundamente para olerlo. En las novelas parece tan fácil. Es mentira. A poco más de medio metro, no huelo nada.

Doy un paso más. Él se aleja otro.

—¿Qué haces?

—Me encantaría decírtelo, pero casi que mejor que no. Estoy segura de que te pondrías como loco, porque eres ese chico, ¿sabes?

—¿Ese chico?

—¡Sí, hombre, ese chico! —Lo señalo. Él en todo su esplendor. Justo como lo describen en los libros. E intimida que te cagas. Incluso tiene el pelo como toca. La postura. La altura. La anchura. La amplitud de la espalda. Es tan perfecto. Como si acabara de salir de una de esas…

—Sal de mi casa. Y asegúrate de que no te vuelva a ver jamás.

Regreso a la realidad con ese gruñido enfadado y asiento rápidamente.

—Lo entiendo, de verdad. ¿Y si te doy un abrazo? —«Así seguro que lo huelo», ¿sabes? Para mi investigación. Quizá sea la única oportunidad que tengo.

Con los brazos abiertos, doy otro paso hacia adelante. Él retrocede otro.

—¡Que salgas de mi casa, joder! —«¡Pero qué genio!».

—Por Dios. Vale. —«Y cómo me pone. Puaj. ¿Por qué me gustan los tipos difíciles?».

—¡Y llévate tu caca de perro!

—¡Eso hago! —Le dirijo una mirada asesina y agarro la bolsa de caca de perro.

Me alejo pisando fuerte. Descalza. Medio desnuda. Cachonda…

Mi mala cara se convierte en una mueca. Abro los ojos, hago que me tiemble el labio y le ofrezco mi mejor cara de pena.

—¿Señor Swagger? —«Uau. Incluso me tiembla la voz. Pero qué buena soy…»—. ¿Le importa si uso su secadora? Se me han mojado los tejanos y…

Se acerca a mí con una intención clara. «¿Matarme?». Me niego a arriesgar la vida por olerlo, así que salto por encima del sofá y salgo corriendo hacia la puerta sin olvidarme de recoger mi ropa con las prisas.

Durante unos segundos, incluso me planteo fingir que me caigo solo para ver si me ayudaría a levantarme. Lo descarto en cuanto me tiene a su alcance.

—¡Espera! ¡El móvil! —grito, antes de que cierre de un portazo.

Él agarra mi móvil de la mesa a toda velocidad y me lo tira. Manoseo con torpeza las botas y la chaqueta y me lanzo para alcanzar el cacharro. Lo atrapo al vuelo porque soy una ninja, pero eso no quita que me cabree.

—¡De verdad que eres un imbécil!

Cierra de un portazo sin molestarse siquiera en mirarme a los ojos porque está concentrado en su móvil. Lanzo las botas contra la puerta y me invade cierta satisfacción al ver el barro seco que se esparce por doquier con el golpe.

Observo la puerta mientras me pongo los tejanos mojados como puedo y me calzo las botas húmedas. Solo debería llevarme unos segundos, pero lo alargo. Una parte de mí espera que abra la puerta para ver si aún sigo aquí. Incluso aunque lo haga para pegarme gritos, no me importaría volver a ver su rostro una última vez antes de irme. Tal vez incluso podría sacarle una foto.

La puerta no se abre en ningún momento. Decepcionada, pero sin sorprenderme, me meto en el ascensor y acerco la nariz a la esquina. Trato de no pensar demasiado en lo que pasaría si los frenos de este trasto fallaran y me centro en lo afortunada que soy.

No ha llamado a la policía.

Ha dejado que me vaya.

¿Qué habría pasado si yo hubiese vuelto a casa y me hubiese encontrado con alguien en mi apartamento? Me habría dado un ataque. A menos, claro está, que el intruso fuera alguien con el aspecto de Jake Swagger. Entonces, lo habría obligado a acostarse conmigo a cambio de no llamar a la policía.

En el momento en que salgo como puedo de esa trampa mortal, me recibe un Alfred que todavía está cabreado. Me mira con desdén y tengo que morderme la mejilla para no decirle lo feo que es.

—El señor Swagger quiere que abandone el edificio enseguida. Así que en vez de esperar un taxi, ha ordenado a Ross que la lleve a su hotel.

El enfado de Alfred me hace sentir como una mierda. Podría haber perdido el trabajo por mi culpa. Todavía podría sufrir las consecuencias de algo que he hecho yo.

—Lo siento mucho, Alfred. De verdad. No quería causarle problemas a nadie.

Se le ablanda la mirada un poquitín. No demasiado, pero algo es algo. Asiente una vez y gira sobre los talones. Lo sigo hasta el vestíbulo. Al otro lado del cristal que se extiende por la fachada del edificio, todo es de color blanco. La nieve sigue cayendo en diagonal y a montones.

«Vaya, así que esto es una tormenta de nieve».

Cualquier otra mujer quizá se pondría a llorar si estuviera en mi situación.

Pero yo no lloro.

Nunca.

¿Estoy desanimada? ¿Me siento un tanto derrotada?

Sí.

Pero se necesita mucho más que un montón de nieve y un imbécil buenorro para hacerme llorar.

Alfred me mira por encima del hombro. Su desaprobación es patente. Desaparece por una puerta y regresa con un sombrero y una chaqueta.

—No es la última moda, pero es mejor que lo que tiene.

Acepto las prendas que me ofrece sin mirarlas mientras él descuelga el teléfono que hay junto al estrado.

—¿Cómo se llama su hotel?

—No tengo hotel. Mi avión despega en tres horas.

Asiente.

—Ross, ¿te importaría llevar a… la señorita al aeropuerto, por favor? Sí. De acuerdo. Gracias.

—No voy a ir al aeropuerto, Alfred.

De nuevo, me mira con aire de desaprobación. Pero su enfado se ha disipado.

—¿No? Pues no le queda mucho tiempo para hacer otras cosas.

—Me da igual. Vine a Chicago por algo y es lo que pienso hacer.

—¿De verdad? ¿A qué vino?

Levanto la bolsita que llevo en la mano.

—A prenderle fuego a la caca.

Ese chico

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