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Capítulo 2

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Me gustaría confesar que he mentido.

Pero, de verdad… ¿qué se esperaba Dios?

Acabo de entrar en la mente de millones de lectores. Este sitio es el ático de lujo por antonomasia de todo protagonista rico de cualquier novela romántica. Un espacio diáfano. Ventanales que van del suelo hasta el techo con vistas al centro de Chicago. Suelos de madera noble. Una escalera de espiral con pasamanos de cristal. Una chorrada artística cuelga del techo y estoy bastante segura de que se trata de una manguera antiincendios que alguien ha rociado con pintura dorada.

Tiro la chaqueta al suelo y me saco de una patada las botas y los pantalones. Vestida con nada más que el jersey, me adentro en la estancia. Acaricio la parte posterior del sofá de cuero blanco y recorro con los dedos la mesa de caoba que hay al lado. Poso la mano sobre el cristal curvo que se extiende a lo largo y ancho de la pared. Está templado. Y no frío, como había imaginado.

Las vistas.

Madre mía, qué vistas.

Las luces parpadean y resplandecen sobre el telón de fondo de un cielo negro y despejado. Los edificios de distintas alturas iluminados con toda una gama de colores descollan sobre las calles, punteadas con las luces de los coches que circulan. Es casi abrumador. La idea de levantarse con estas vistas por la mañana y ver cómo el sol despunta por detrás de los edificios es…

«Vale tanto la pena ir a la cárcel por esto».

Si el resto de la casa es tan maravilloso como las vistas, quizá me tendré que quedar hasta que el señor Swagger vuelva. Entonces, haré que se enamore de mí. No debería llevar mucho tiempo. Soy un partidazo.

Tiro la bolsita de caca en la barra y abro la enorme nevera de acero inoxidable. Está llena de productos que solo se pueden comprar en una tienda de esas de alimentos orgánicos e integrales.

Con las dos puertas abiertas de par en par, tomo una fotografía. Las cierro y saco más fotos de la cocina y del arte que la decora en todo su esplendor. Luego, le hago una foto a las vistas. Al salón. A la larga mesa de comedor de cristal.

—Así me gusta. —Me dejo caer sobre una rodilla para tomarla desde otro ángulo—. Así, perfecto. Sonríele al pajarito.

A la derecha de la cocina hay un cuartito de baño que podría estar un poco más elaborado, la verdad, pero no está nada mal. Otra puerta del salón conduce a un despacho. Reconozco el olor de las especias y el toque de eucalipto. El señor Swagger fuma cigarros.

Me imagino a ese chico sentado ante el escritorio, desnudo, con un cigarro en la mano y una sonrisa y el deseo me invade. Me entran ganas de follarme su silla y restregar la vagina por las paredes para marcar el territorio.

«Tranquilízate, pervertida».

Dejo que mis ojos se paseen por los altos estantes repletos de libros que hay a ambos lados de la puerta. El escritorio de madera, inmenso, se alza en el extremo opuesto de la habitación, mirando a la entrada. Me siento en la silla voluminosa de cuero. Doy vueltas hasta que me mareo y luego inspecciono todos los cajones. Están cerrados a cal y canto.

No hay ordenador. No hay artículos de papelería. No hay bolígrafos personalizados. Alzo la piedra grande y gris que hay en una esquina del escritorio y que supongo que es un pisapapeles. Toco la lámpara y se enciende. La vuelvo a tocar y aumenta de intensidad. Al cabo de otros seis toques empieza a atenuarse. Entonces, tengo que tocarla ocho veces más para que la maldita lámpara se apague. El único otro objeto presente en el escritorio es un teléfono elegante y negro sin cable que debe de haber salido del futuro.

Hago una foto.

En la planta de arriba, hay una habitación para invitados con más mierdas decorativas de esas. Ruedo por la cama, en la que seguramente no ha dormido nadie, y, al hacerlo, se desordenan las almohadas. Me doy un golpe en el codo con la mesita de noche de color gris claro que hace juego con el resto de los muebles de la estancia. Duele que te cagas.

Acaricio las cortinas blancas y suaves que cubren la pared opuesta a la cama. Esconden otras vistas del centro de la ciudad. Es otra parte, pero siguen siendo tan bonitas como las del salón.

De nuevo en el vestíbulo, paso por delante de una puerta más grande que las demás y que tiene un pequeño teclado numérico justo al lado. Suelto un chillido cuando trato de abrirla y resulta estar cerrada.

«Madre mía…».

Es una habitación del placer.

Lo sé.

Estará llena de todo tipo de elementos de tortura y bancos de azotes. Las paredes serán de color rojo. Habrá grilletes, cruces y pinzas para pezones. ¡Madre mía!

Me dirijo hacia la última puerta y por poco me meo encima. Es la habitación principal. O la suite. Es el arquetipo del dormitorio de un director ejecutivo. Cama de matrimonio extragrande. Con tonos azul marino, plata y madera. Más vistas. Una silla descomunal y un otomano donde ese chico se sienta a leer el periódico. Donde se pone los zapatos. O donde cuida de una sumisa después de haberla azotado hasta la saciedad.

Hay un vestidor lleno de trajes de ejecutivo. Los olisqueo. Hay cajones de corbatas y relojes y calcetines doblados y botones blancos de camisa y calzoncillos bóxer. Lo toco todo. Hay zapatos en los que me veo reflejada. Los pringo al acariciarlos.

—Una mezcla entre Ray Donovan y Christian Grey.

Me saco un selfie con todas esas cosas molonas de fondo. La subiré más tarde a Instagram.

#adivinaddóndeestoy

El cuarto de baño principal es de otro mundo. No podía faltar una ducha en la que cabrían tranquilamente veinte personas. Además, hay un jacuzzi descomunal. Un calentador de toallas. Vanidad al cuadrado. Un armario para toallas y sábanas que es lo suficientemente grande como para dormir dentro. Pero nunca se habla del retrete.

Nunca.

¿Y este retrete?

Es un retrete digno de un rey.

No solo está colocado a la altura perfecta, sino que se alza en un rinconcito con una puertecita para darle más privacidad. Hay un revistero. El portarrollos más alucinante que he visto en la vida. Y si cierras la puerta, hay un televisor detrás.

Un televisor.

«Un televisor, joder».

En el cuarto de baño.

«En el puñetero cuarto de baño».

Me paso las siguientes dos horas de mi vida en el cuarto de baño. Primero, en ese retrete tan maravilloso que viene equipado con un chorrito de cortesía. Luego, en la ducha. Y después, me doy un buen baño caliente en el jacuzzi.

De vez en cuando, los nervios se apoderan de mí y la realidad se abre paso en mi cabeza con preguntas estúpidas:

¿Y si aparece la señorita Sims de verdad?

¿Y si el señor Swagger regresa antes de tiempo?

Con cada preocupación encuentro algo nuevo que me distraiga. Como el botón que hay a un lado del jacuzzi y que enciende una pantalla táctil que me permite controlar la temperatura del agua, la luz, la música y el ritmo de los chorros.

Me dejo llevar por la música melodiosa e instrumental y los chorros me calman de forma que casi me duermo, hasta que estoy arrugada como una pasa. Entonces, salgo. Pongo un poco de Maroon 5. Agarro una toalla del calentador. Casi me muero de un ataque al corazón. Me estiro en el suelo del pasillo para tranquilizarme porque las baldosas del baño tienen calefacción incorporada. Y luego, me paseo desnuda por el vestidor y elijo una de las camisas blancas con cuello abotonado que son mil por cien de algodón y parece que vaya vestida con una nube.

Suena «Sugar»: ¡me encanta esta canción!

Salto en la cama como si de un trampolín se tratara. Me dejo caer sobre la espalda y miro al techo. Me pregunto si esto es lo que haría la señorita Sims. Es evidente que no vive aquí. O, si vive aquí, no se viste aquí. A no ser que su habitación sea la que está cerrada a cal y canto. ¿Y si regresa?

«No sigas por ahí».

«No va a aparecer por aquí».

«Son los designios del Señor».

«Dios no dejará que regrese aquí».

Pero ¿y si el señor Swagger no es el señor Swagger cuyos hijos quiero tener? Podría rozar los noventa años. Estar chaladísimo. Podría oler a naftalina, algo que dudo mucho, puesto que su ropa desprende el mejor olor a limpio que haya olido jamás, con un toque de esa colonia que no puedes comprarte en unos grandes almacenes cualquiera.

«No es un viejo».

«Es imposible».

«Son los designios del Señor».

Confío en Dios. De verdad, confío en Él. Pero de todos modos, inspecciono el apartamento en busca de una foto del señor Swagger. Solo para asegurarme. Después de rebuscar en todos los cajones y mirar en todas las habitaciones menos en la que está cerrada, acabo con las manos vacías.

En el despacho, uso el teléfono y pulso el botón etiquetado como «Conserje» y Alfred descuelga al segundo tono.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita Sims?

—¿Tenéis algún restaurante aquí que esté abierto?

—No, señorita. No disponemos de restaurante en el edificio. Pero le puedo indicar alguno que esté en esta zona, faltaría más.

—Vaya, no tengo muchas ganas de salir. Y parece que los únicos restaurantes de esta zona de la ciudad son muy caros… —«¿Qué clase de edificio tiene conserje pero no un restaurante?».

Me echo el pelo tras el hombro. «Qué cutres».

—En ese sentido no debe preocuparse, señorita Sims. Le puedo asegurar que no hay ni un solo restaurante en la ciudad en el que no pueda pedir para llevar. Puede pedir lo que quiera.

Madre mía. El señor Swagger está muy bien conectado. Lo que significa que yo, como invitada suya, también.

—¿Puedo sugerirle Alinea? Ofrecen el mejor salmón y terrina de todo Chicago.

«¿Qué cojones es una terrina?».

—Eh… Bueno, es que ya lo he comido en el almuerzo. ¿Conoces algún sitio donde ofrezcan buena pizza?

—Por supuesto, señorita Sims. —Oigo cómo sonríe—. Dígame qué tipo de pizza prefiere y le diré cuál es la mejor.

—Vale, es que me encanta la de pepperoni con mucho mucho queso. Y mucho mucho pepperoni. Ah, y Dr. Pepper.

—Perfecto, señorita. Enseguida lo encargo y la llamo antes de subírselo.

Cuelgo el teléfono, me doy una vuelta en la silla, voy a trompicones hasta el salón y me acurruco en el sofá con la enorme manta suave y esponjosa que está tendida sobre el otomano. Ahora lo mejor sería ver una película de terror. Pero soy incapaz de descubrir cómo demonios se enciende el televisor. Todavía estoy peleándome con el dichoso aparato cuando Alfred llega con mi pizza.

Él enciende el televisor, me enseña cómo atenuar las luces e incluso se ofrece a traerme un vaso de la cocina para que me tome la bebida. Después, se marcha con la frase habitual de que lo llame si necesito cualquier cosa.

«Joder, con Alfred… Qué majo es».

Si algún día me decido a escribir una de esas novelas de juegos de rol con el típico hombre atractivo y mayor que hace de «papi» de la chavala de veinte años, lo usaré como inspiración.

Tan solo tardo una hora en comprender que no es buena idea mirar una película de terror en un ático que tiene ventanales que ocupan toda la pared sin persianas ni cortinas.

Cada pocos minutos, vuelvo la vista atrás y me da un miniataque al imaginar que la zorra espeluznante de la película me devuelve la mirada. Entonces, me doy cuenta de que solo se trata de mi reflejo, no de un esperpento a quien le vendría bien una ducha y una buena mascarilla para el pelo.

Me repantigo en el sofá, que parece salido de la nave estelar Enterprise de Star Trek, pero que en realidad es cómodo. Dejo la pierna colgando por un lado y me subo la manta hasta la barbilla: estoy preparada para taparme los ojos a la próxima que algo o alguien aparezca de golpe en un pasillo oscuro de la película.

Estoy totalmente preparada para que me haga cagarme en las bragas. Pero no estoy nada preparada para oír la voz que oigo al otro lado de la puerta ni el suave ruidito seco de la cerradura cuando esta se abre.

¿Sabes ese momento en que eres presa del pánico? ¿Cuando se te hace un nudo en el estómago y se te para el corazón y oyes un leve silbido en el oído porque te estás matando para descubrir qué es el ruido que te ha aterrorizado?

Pues así estoy.

«Pero ¿qué…?».

No puedo tener más miedo del que tengo ahora mismo. Quizá por eso, mi cerebro activa el modo supervivencia y se centra en otra cosa que no sea mi miedo: la grave voz de tenor que retumba a mi alrededor. Entonces, se enciende una luz que me deja ciega unos segundos y después de pestañear del susto, mi cerebro empieza a comprender a quién pertenece la voz.

Y joder, madre de Dios.

Es él.

Es ese chico.

Ese chico

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