Читать книгу Te amo, gracias - Kimi Turró - Страница 11

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Adrià era una persona como todas, con sus virtudes y sus defectos. Aunque sienta nostalgia, en estos momentos su recuerdo es más dulce y puedo hablar con naturalidad de cómo era él como hijo, hermano o amigo, sin caer en el peligro de idealizarlo ni elevarlo a la categoría de ser superior. Para nosotros, su familia, era Adrià, pero para sus amigos era Rocky, nombre con el que lo bautizaron en la guardería y con el cual Adrià se sentía plenamente identificado.

Físicamente era muy normal: no muy alto, de mediana estatura, ni grueso ni delgado. De entrada, lo que más destacaría de él sería su cabello largo y castaño, más bien ondulado y siempre como despeinado, que medio ocultaba bajo sus adoradas gorras. Su expresión era dulce y risueña; sus ojos eran brillantes, de un color verde aceituna bastante claro.

La nariz, herencia indiscutible de la familia de la que provenía, era otro de sus rasgos distintivos. Desde muy pequeño, la familia le había dicho: «Tienes la nariz de patata como todos los de Can Pericus». Una de las personas que más disfrutaba con esto era su hermano David, a quien le encantaba chincharlo. Pero Adrià le respondía: «Y tú, ¿qué? Muuuuu... ¡Vaca, más que vaca! Tú también la tienes». Y empezaba la guerra, a ver quién podía más, hasta que yo intervenía para defender a Adrià: «David, deja a tu hermano. ¿No ves que es más pequeño que tú?». Poco a poco, volvía la calma. De hecho, era una manera más de decir te amo.

Y sus labios, siempre pensé que lo embellecían; eran carnosos y besucones, herencia de mi padre, cosa que a mí me llenaba de orgullo. También recuerdo sus manos rollizas, pequeñas y, a la vez, suaves y delicadas; transmitían mucha ternura y calor humano. Recuerdo un día en el que yo estaba triste y lloraba mucho. Él estaba a mi lado, en silencio. No me preguntó nada, solo me cogió la mano. Así, con aquel silencio y su presencia, me comunicaba sus sentimientos. Me decía: «Mamá, te amo. Estoy aquí, me tienes a tu lado. Te ayudaré, no estás sola». Y ahora vuelvo a llorar al recordar cómo era mi hijo.

Hay otro rasgo, no físico, que siempre evoco al recordarlo: su olor. El olor que desprendía cuando volvía a casa después de haber pasado la tarde en el local con sus amigos. Yo lo abrazaba y le decía: «¿Quién te quiere?». Con su sonrisa y su sentido del humor contestaba: «¡Nina!» (Nina era su perrita). Yo me quedaba abrazada a él y le decía «te amo» mientras inspiraba aquel olor a leña y a calor de chimenea. Este recuerdo, el de haberle podido decir tantas veces esas palabras mágicas y con una vibración tan alta, está grabado en mi corazón y me ha ayudado a seguir adelante en muchas ocasiones.

Adrià era especial, y su manera de ser hacía que nuestra relación también lo fuera. Era un niño alegre y atrevido y, a la vez, tirando a holgazán, sobre todo en la época de la adolescencia. Durante esa etapa, yo me enfadaba a menudo con él, pero con su buen fondo y su carácter tranquilo, callado, discreto y educado, acababa haciendo siempre lo que quería.

No fue un buen estudiante. Su falta de interés por los estudios nos hizo sufrir mucho; para él eran una pérdida de tiempo y no se sentía motivado. Fueron años duros para todos: por un lado, era un niño listo y con capacidad para dar mucho más de sí, por el otro, te dabas cuenta de que se sentía perdido, que no encontraba su camino y que a medida que se hacía mayor aumentaba su pasotismo por los estudios. Conseguí que trabajara en la tienda un par de horas los sábados, lo suficiente para sacarse un dinerillo para sus gastos semanales. Pero más que trabajar, lo que hacía era holgazanear, reírse y comer. Como normalmente iba de tres a cinco de la tarde, para él ya era hora de merendar y cuando no caía un bocadillo caía una Coca-Cola. Su trabajo consistía en envasar al vacío diferentes productos gourmet, como queso, embutidos o foie. Este último le encantaba: era el rey de la Coca-Cola y el foie y, de vez en cuando, algún pedazo iba a parar a su estómago. Pero siempre con su ademán tranquilo y perezoso, como si una pierna tuviera que pedirle permiso a la otra para caminar.

Los últimos años le gustaba la ropa de estilo rapero: pantalones caídos que dejaban ver los calzoncillos, sudaderas enormes con letras extrañas y su inseparable gorra. Recuerdo una anécdota divertida: en una ocasión, todo el personal de Can Pere Roca fuimos a comer a Mieres, un pueblo de la comarca. Cuando ya nos íbamos, Adrià no conseguía poner en marcha la moto y mientras corría a su lado intentando arrancarla, los pantalones se le iban bajando. Cuanto más corría, más se le caían. Los demás lo observábamos y nos partíamos de risa. La escena era de lo más cómica.

Pero un día todo cambió. Gracias a la ayuda del director del instituto donde estudiaba conseguimos que entrara en una escuela de mecánica, en Girona. Allí empezó su transformación, porque allí encontró lo que realmente le motivaba. ¡Y ya no hubo quién lo parara! Las motos eran su pasión, se pasaba horas y horas desmontándolas para descubrir cómo funcionaban.

Desde muy pequeño mostró afición por todo lo que estuviera vinculado al movimiento. De hecho, creo que nació con la velocidad en la sangre. Con tres años, se pasaba noche y día con los patines de línea puestos. Parecían una prolongación de sus piernas: subía escaleras, las bajaba... hacía de todo sin quitárselos. Para él no había ningún obstáculo y era habitual encontrarlo dormido en cualquier parte con los patines puestos. Eso sí, con los pantalones húmedos porque no había tenido tiempo de ir al baño, ya que eso no entraba en sus planes. Él solo quería correr, saltar y jugar.

Otra pasión de Adrià era el esquí. Debía tener cuatro años cuando él y yo, cargados como burros, nos íbamos los domingos a la Molina. Nos levantábamos a las seis de la mañana, pero aquello no le daba pereza; no se quejaba nunca, porque le hacía mucha ilusión. Recuerdo muchos momentos allí, en la Molina. Nada le daba miedo. Una de las primeras veces que subió a las pistas, el monitor se llevó un buen susto y le echó una buena bronca porque, desde la parte alta y sin palos, Adrià cogió la directa y bajó en línea recta, y el monitor tras él. Llevaba un mono y un casco rojos, parecía la Hormiga Atómica. Era tan pequeño, ¡pero tan decidido!

Más tarde, cambió el esquí por la tabla de snow. Fue un gran descubrimiento. Aquellos eran sus momentos de felicidad plena, se sentía libre y en conexión con el Universo. Allí, en medio de la inmensidad nevada, Adrià estaba en comunión con su esencia.

Sus primeras y últimas vacaciones con los amigos fueron en la nieve. Cuando me dijo que quería pasar unos días con ellos, sentí que se había hecho mayor; no se lo podía impedir y, además, apenas faltaban dos meses para que cumpliera los dieciocho. Le brindé todo mi apoyo y también le di consejos de madre. Adrià se comportó más que bien: me llamaba a diario y me mantenía al día de cómo estaba viviendo la experiencia. Y yo me sentía cómplice de su felicidad, porque mi corazón intuía que él estaba muy bien y que nuestra relación iba mucho más allá de la que hay entre una madre y un hijo. De hecho, era como la de dos amigos. Siempre he pensado que amar implica libertad y ese era el punto principal de nuestra conexión, basada en la confianza, en el respeto y, sobre todo, en el gran amor que nos teníamos.

Adrià también tenía la capacidad de escuchar. Ese es el recuerdo que le ha quedado a Quim, la pareja de mi hijo David, la persona que tenía que ser su cuñado. «La esencia que me ha dejado es su capacidad para escuchar; recuerdo a Adrià como una persona atenta».

En palabras de mi amiga Montse, Adrià era un muchacho que, bajo su emblemática gorra, escondía un talante excepcional: discreto, paciente, observador, que callaba y no juzgaba, receloso de su intimidad y, sobre todo, una buena persona que, para no herir, rechazaba cualquier enfrentamiento con aquellos a quien amaba. A veces la desidia lo visitaba, lo llenaba de momentos en los que solo le apetecía tirarse en el sofá con un paquete de galletas que, sutilmente, escondía bajo el mueble. Al saberse descubierto y sin argumentos para justificarse, te regalaba una sonrisa fresca y huía a su refugio. Poco amante de ver su imagen plasmada en papel fotográfico, se escabullía con increíble destreza cuando intuía que era el blanco del objetivo.

También tenía aquel punto burlón, una manera de molestar pero de broma, que al mismo tiempo era la forma de expresar su afecto. Pero de todo lo que le caracterizaba, sin ninguna duda me quedo con su risa contagiosa, una de sus virtudes más grandes, y con la certeza de que era una buena persona, de lo cual me siento muy orgullosa como madre porque pienso que es la asignatura más importante de la vida.

Te amo, gracias

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