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24 de enero de 2009. Me despierto sobresaltada y me incorporo en la cama de un brinco. Un estruendo me ha desvelado. Es muy temprano —todavía es de noche—, se oye cómo sopla el viento y lo hace de lo lindo. Me siento muy extraña, no sé qué me pasa. Intento volver a dormir pero no puedo. Doy vueltas en la cama durante mucho rato hasta que decido levantarme, algo poco habitual en mí porque me encanta dormir y nunca he tenido problemas de sueño. Cojo una libreta y me pongo a escribir una redacción en francés para un trabajo de la escuela de idiomas. Más tarde, mando un mensaje a mi hermana, precisamente hoy es su cumpleaños. Le deseo que tenga un día fantástico y ella me contesta: «Teniendo una hermana como tú, seguro que lo será». Y le digo que la quiero.

Son casi las ocho de la mañana y suena el teléfono de Adrià, que está en la encimera de la cocina. Lo cojo y veo que es Pere, su padre. Descuelgo y él, creyendo que soy Adrià, grita: «¡Adrià, Adrià!». Cuando contesto, noto como, por un momento, su voz transmite alivio y se relaja: «¿Adrià está ahí?». Yo le contesto que me parece que no, mientras voy a comprobar si sus bambas están en el recibidor; a continuación, me dirijo a su habitación. La puerta está abierta y deduzco que él no está. Pere cuelga, y yo me quedo perpleja. Unos diez minutos más tarde, Pere vuelve a llamar y me dice: «Voy para allá; Adrià ha hecho de las suyas». Pienso que mi hijo y sus amigos se han metido en algún lío. Pero lo cierto es que no tengo mucho tiempo para pensar. Todo pasa muy deprisa. Enseguida suena el timbre. Pere entra corriendo y me abraza. Al fondo, fuera, está la policía esperando. Pere me dice: «Abrázame, abrázame, que Adrià está muerto». De mi interior surge un grito profundo y seco; en mi cabeza solo resuenan las palabras de Pere: «Adrià está muerto, Adrià está muerto...», yo me rompo en mil pedazos.

¿Cómo puedo abrazar a alguien que me trae una noticia como esa? ¿Cómo puede venir alguien a decirme que mi hijo adorado, mi principito, mi niño pequeño, está muerto? Que nunca más volverá a entrar por la puerta, que nunca más lo podré abrazar, que nunca más lo podré besar, que nunca más lo podré reñir, que nunca más podremos compartir confidencias, ni jugar, ni cocinar, ni ver la tele...

Todo se ha acabado. Es como traspasar una línea delgadísima que apenas se ve y encontrarte sumida en un abismo, en un gran pozo, como un agujero negro, sin principio ni final. Todo está oscuro, ya no hay luz. Me quiero morir, solo deseo morirme. Quiero irme con él. Nada tiene sentido. No siento mi cuerpo: noto como si un puñal me atravesara el pecho. Siento que me ahogo. Me cuesta respirar. Las piernas me fallan y solo quiero escapar, salir corriendo hasta caer en el suelo sin aliento. El mundo se me cae encima. Nada tiene sentido.

Empiezan las visitas, los pésames, las llamadas de teléfono. Pere y yo no estamos. Nuestra mente está lejos, muy lejos. Nos dejamos abrazar y querer, pero no sentimos nada, solo vacío; es como si nos hubieran sacado la sangre. Solo queda dolor, un dolor muy intenso en el corazón.

Es sábado. Las tiendas quedan cerradas. En los escaparates hay rosas y velas. Todo Banyoles habla de lo mismo. La oscuridad y el dolor lo invaden todo. Las voces corren como una gran nube negra que crece sin cesar. Amigos, clientes, familiares... todos despiertan dentro de una pesadilla. Empieza un día gris para todos. Banyoles se viste de luto. Adrià Roca ha muerto.

Yo solo pienso en llamar a David, su hermano. Lo hago insistentemente. Pasan las horas y él no coge el móvil hasta media mañana. Estoy tan nerviosa que de mi boca solo sale un grito de dolor: «¡Adrià está muerto, Adrià está muerto!». Pobre David. No sabe lo que le pasa; la oscuridad se apodera, ahora, de él y de su compañero Quim. Viven en Girona y vienen tan rápido como pueden.

Veo nuestro dolor reflejado, como en un espejo, en los rostros de nuestros amigos y clientes; a día de hoy, aún tengo sus caras grabadas en mi corazón. No falta nadie, todo el equipo de Can Pere Roca, uno al lado del otro, no saben cómo trasmitirnos su calor: unos están serios; otros lloran... ¡todo es tan terrible! Pero yo no puedo llorar. El llanto se me ha encallado adentro y me siento como un muro de hormigón.

Llaman a la puerta. Son Montse, Sussi y Anna, mis amigas del alma y de la infancia. Por segunda vez, vienen para abrazarme y darme todo su amor. La primera fue por la muerte de mi madre cuando yo solo tenía catorce años. Ahora están aquí de nuevo. Por un momento, me transporto en el tiempo. Mis amigas están ahí, con su dolor, que es el mío, reflejado en el rostro. Sobran las palabras. Nuestras miradas, nuestro llanto, lo dicen todo. Nuestro amor va más allá. Y en medio de todo ello, me pregunto: «¿Por qué siempre yo?».

Las visitas no cesan, la casa está llena a todas horas, la puerta se mantiene abierta. Es un ir y venir constante, una persona tras otra. No sé cuánta gente pasó aquel día por casa, pero fue un no parar de llantos y abrazos.

Vivimos los días siguientes en una oscuridad total. Pere, David y Quim se quedan a mi lado. Su compañía y su amor me sirven de cojín, pero yo no estoy, solo me centro en un pensamiento: el dolor por la pérdida de Adrià, mi hijo.

Te amo, gracias

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