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Dos

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Trina

—Esto da asco —le murmuré a Randy, el sargento de policía que se había ofrecido voluntario para venir desde Ketchum a ayudar con el rescate. Granger Falls no era suficientemente grande como para tener un oficial de Protección Animal, y yo necesitaba un perro viejo, nunca mejor dicho. Estaba cansada de depender de los demás para solucionar las cosas. En cuanto dieron el aviso de las posibles peleas de perros en la Granja Ryker, puse en marcha un rescate a gran escala. Si ese imbécil trataba mal a los perros, a saber en qué condiciones estaban el resto de animales.

Me enteré de las peleas el mes pasado, pero no teníamos gente suficiente ni espacio disponible para acometerlas. El refugio de animales Forever Home era para mascotas y siempre estaba lleno. Y tuve que conseguir más información para poder actuar. Solo tenía una oportunidad de conseguirlo. Había demasiado en juego para cometer ningún error y cada segundo contaba. Ahora que sabía el número exacto de animales que estaban allí, tenía un plan para ponerlos a salvo a todos.

—Estoy deseando pillar a ese imbécil. —Randy tomó un sorbo de su cerveza sin alcohol y escudriñó a la multitud. Nos habíamos infiltrado allí. Demasiados rostros familiares ocupaban aquellos asientos. Gente a la que consideré amigos hasta esa noche. Algunos incluso habían hecho donaciones al refugio. ¿Qué clase de imbécil desalmado va a una pelea de perros por diversión? Si no fuera por los animales que tanto necesitan nuestra ayuda, estaría quemando goma en el estacionamiento para salir de esta ciudad.

Pero ya me escapé una vez. No tenía ningún otro lugar a donde ir.

La gente del pueblo se iba sentando a lado de los policías encubiertos, esperando a que esos pobres perros se destrozaran unos a otros. Mis empleadas del refugio, Kiera y Lyssie, estaban en la fila delante de mí. Me había disfrazado para asegurarme de que nadie se percatara de nuestro plan. La directora de un refugio de animales no estaría en un sitio así pasando el rato. Ocultaba mi melena bajo un sombrero de los Oregon Ducks, y me había cerrado la chaqueta hasta arriba para ocultar mi cara todo lo posible.

Me quedé sin aliento cuando aparecieron los perros, y me agarré del brazo de Randy. Era grande y robusto, y si esos animales no estuvieran en tan grave peligro, me plantearía pasar algún buen rato con él. Las opciones para salir con alguien en Granger Falls eran cuanto menos espeluznantes, como demostraba la concurrencia a aquella salvajada. Menos mal que no buscaba pareja.

—Tenemos suficiente para terminar con esto ahora mismo. ¡Míralos! El pelaje apelmazado y las heridas de las cadenas. ¡Le estoy viendo las putas costillas!

La cara de Randy palideció y tomó un sorbo de su bebida, probablemente deseando que fuera alcohol de verdad. En cuanto acomodáramos a esos perros, yo misma me iba a tomar un trago. Cualquier cosa para borrar aquella imagen de mi mente.

—Si los dejamos pelear, aunque sea por un segundo, podemos acusarlo de cargos más graves. —Sus labios se apretaron al apartar la mirada del ring. Quiero que se arrepienta toda su vida.

—Yo también. —Llevaba casi cinco años de trabajo en el rescate de animales y cada caso me seguía afectando. Cada vez que creía que lo había visto todo, acababa en otro sitio que me daba pesadillas. A veces sentía que no podría llevarlo mejor nunca.

Ryker, el dueño de la granja, estaba en medio del ring con los oponentes de la noche encadenados a ambos lados. Malvado, gritón e ignorante, había descubierto cómo reunir a todos de la peor manera posible. Su pelo grasiento asomaba por debajo de su gorra de béisbol. Su ropa, cubierta de manchas, parecía el delantal de un carnicero. Me daba escalofríos cada vez que lo veía en el pueblo, y ahora sabía por qué.

El perro más pequeño cojeaba. Ryker le quitó la cadena el primero, pero no se movió. En vez de eso, se sacudió violentamente, mirando hacia los otros perros encadenados a lo largo de la pared. Ladraban frenéticamente, animándolo o dándole indicaciones. Era difícil de apreciar por el rugido de la multitud cuando el segundo perro fue liberado. Cargó contra el pequeño, y en cuestión de segundos le hincó el diente.

—¡Ya basta! —Empujé a Randy, que ya estaba fuera de su asiento, corriendo hacia el ring. Su cerveza falsa salió volando, empapando a los imbéciles que nos rodeaban. En las gradas, los policías corrieron escaleras abajo con las armas desenfundadas.

La multitud se dispersó. La cerveza llovía sobre nosotros, los bancos se movieron y la gente casi me tira al suelo empujándome fuera del camino. Nadie quería redimirse aquella noche.

Randy y sus hombres se habían centrado en capturar a Ryker y sus compinches. Tenían trabajo, ninguno de ellos caería sin luchar.

Nadie evitó que el perro del ring atacara al otro. El pequeño aulló, y su pelo gris se tiñó de rojo brillante.

Atravesé la multitud, golpeando a cualquiera que no se quitara de en medio. Necesitaba llegar al ring antes de que fuera demasiado tarde.

No vi a Kiera ni a Lyssie por ningún sitio en aquel caos. No había tiempo para buscarlas. Ese perro necesitaba ayuda.

Los perros que estaban al lado del ring estaban histéricos, aullando y ladrando junto con la multitud. Salté la barrera y corrí al centro del ring. El perro más grande no había soltado al pequeño, ni siquiera cuando me lancé a por ellos. Había que tener cuidado. Los dos perros estaban agresivos y hambrientos y era imposible anticipar su estado de salud. Ninguno parecía rabioso, pero en una noche como aquella no podía perder tiempo jugándomela.

Apartando a un perro del otro, cubrí al más pequeño con mi cuerpo para que el grande no pudiera atacarlo más.

Todavía respiraba, a duras penas. Sus grandes ojos azules me miraron y gimió.

—¡Trina! —gritó Kiera—. Nos empujaron hasta el aparcamiento. Hemos tenido que convencer a esos secretas de que trabajábamos contigo. —Mierda, olvidé darles las credenciales. Ese error nos costó un tiempo precioso—. ¿Está bien?

—Le han dado una paliza. —La respiración del perro se había calmado, con suerte porque se estaba tranquilizando y no se desangraba. Por si acaso, me quité la chaqueta y arranqué una tira de la camiseta para usarla como torniquete. Me importaba una mierda que me colgaran los michelines. Cosas peores se habían visto aquella noche. Envolví suavemente la tela alrededor del cuello del perro y apliqué la menor presión que pude para que fuese eficaz.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lyssie.

—Llama a Control de Ganado. Están esperando la llamada. Y saca las jaulas del camión. Creo que había siete. ¿Cómo está el otro que peleó?

Se hizo un breve silencio.

—No está.

Su Lobo Cautivo

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