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Capítulo 3 Tess

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—¿En serio? —solté en voz alta, en medio del dormitorio vacío, cuando oí los golpes en la puerta. Estaba tumbada en la cama con una toallita sobre los ojos, con la esperanza de minimizar cualquier signo de haber estado llorando, pero había sido plenamente consciente de la actividad que se había desarrollado en la planta baja.

Mejor dicho, de la actual falta de actividad.

La puerta principal había dejado de abrirse y cerrarse. Hacía como mínimo veinte minutos que no oía voces afuera ni motores que se encendían. Era evidente que la fiesta había terminado.

Lo que significaba que Kendra ya era libre para ignorar mi petición de hablar mañana y por eso estaba llamando a mi puerta.

Qué típico.

Por lo menos no había entrado sin avisar, que también habría sido típico de ella.

Con un suspiro, me quité la toallita de los ojos y me impulsé para levantarme de la cama. Cuando me puse en pie, me alisé el vestido de tubo que no había tenido fuerzas de sacarme. Caminé descalza hacia la puerta y esbocé una sonrisa forzada mientras la abría.

—Kendra, de verdad que no… —La sonrisa desapareció de mi cara en cuanto vi que no era mi jefa quien había llamado a la puerta, sino mi amante.

Mi amante, porque, claro, el tío estaba prometido, joder.

—No, no, no, no. —Empecé a cerrar la puerta, pero él metió un hombro y un zapato en el umbral antes de que pudiera cerrarla.

—Tienes que escucharme —dijo en voz baja, suplicante.

Mi yo de la última vez que había hablado con él lo habría dejado entrar de inmediato, pero no porque quisiera oír lo que venía a decir, sino porque necesitaba hacerle entender desesperadamente por qué había hecho la presentación en su empresa cuando no tenía la autorización para hacerla.

Sin embargo, las dos últimas horas de soledad me habían brindado el tiempo necesario para reordenar y priorizar mis emociones. Sí, mi prioridad número uno seguía siendo la FLD (bueno, al menos eso era lo que no paraba de repetirme), pero ahora ya estaba menos preocupada por la mentira que había contado yo y más enfadada por la mentira que había contado Scott.

Estaba casi tan enfadada con él como lo estaba conmigo misma por haber caído en la trampa de otro ligón.

Y aunque sabía que disfrutaría desahogándome con él tal y como me apetecía hacerlo, decidí que lo mejor era no tener nada que ver con él. Por el bien de la FLD y por el mío también.

Y después de que mañana le confesara a Kendra lo que había hecho, no tendría que volver a verlo. Kendra se haría cargo de las negociaciones o las pararía. Hiciera lo que hiciera, no tendría que volver a hablar con Scott Sebastian nunca más.

Aun así, aquí estaba él, tratando de convencerme para que lo dejara entrar en mi habitación.

—No hay nada que puedas decir, Scott. Vete. Vas a montar una escena. —En realidad no, pero, lista de mí, era muy consciente de que el dormitorio de Kendra estaba justo en la punta de este mismo pasillo.

—No pienso irme hasta que me dejes hablar contigo. —Tenía más fuerza que yo y ya casi había introducido toda la pierna casi sin esforzarse.

«Me cago en todo».

Si no lo dejaba entrar, sí que se iba a armar un escándalo.

Abrí la puerta tan de golpe que entró a trompicones. Sofoqué una risita. Se lo merecía. Mantenía intacto su aspecto elegante y apuesto a pesar de esa entrada tan poco grácil y la corbata aflojada que le rodeaba el cuello.

Joder, pero qué bueno estaba. Buenísimo. Como siempre.

Di un paso para separarme (como si unos cuantos centímetros pudieran minimizar el efecto que tenía sobre mí) y me crucé de brazos con actitud protectora.

—Venga, di.

Él avanzó un paso y yo retrocedí otro y alargué la mano para detenerlo.

—Ni hablar. Este es mi espacio. No lo invadas. Puedes decirme lo que tengas que decir desde ahí.

Seguramente debería haber establecido este tipo de límites con él desde el primer día. Pero mejor tarde que nunca.

Tenía la boca contraída en una fina línea, pero las arrugas que se le dibujaban en el ceño delataban su frustración.

—De acuerdo, no me moveré de aquí.

Era una victoria nimia, pero me animó lo suficiente como para intentar lograr otra:

—Y cuando me hayas dicho lo que has venido a decirme, te irás.

—Claro —replicó, con tono inexpresivo—. Si dejas que me explique, haré lo que quieras que haga.

Estaba segura de que había alguna trampa, más allá de que dejarlo estar conmigo en una habitación ya era peligroso de por sí, pero era la mejor baza que tenía para conseguir que se fuera.

Volví a cruzarme de brazos e incliné la cadera.

—¿Bueno, qué?

Ahora que disponía de toda mi atención, parecía no saber qué hacer con ella. Se pasó una mano por la cara y luego cambió el peso de una pierna a la otra.

—No es lo que piensas.

—Ah, no. —«Ni de coña»—. No vamos a tener una conversación en la que me vengas con las típicas excusas de mierda que crees que tienes que decirme porque te he pillado. Me haces perder el tiempo y ya te he regalado más del que mereces.

Frunció el ceño.

—Eso… Eso ha dolido. Pero me lo merezco.

—Me importa una mierda si te ha dolido. —Y realmente no debería importarme, pero su expresión me angustiaba y tenía muchas ganas de rodearlo con los brazos, algo que no debería volver a hacer nunca más.

«Es una táctica —me recordé—. Sabe fingir muy bien». Tanto que siempre acababa creyéndomelo.

La única solución era ponerle fin. Lo miré a los ojos por primera vez desde que había entrado en la habitación para simular más valentía de la que sentía.

—Así que, a ver, ¿quieres decirme algo que realmente valga la pena escuchar o puedes irte ya?

—Eh… —Le cambió la expresión—. ¿Has estado llorando?

«Joder».

—No. —Más falsa valentía.

Se le hundieron los hombros.

—Tessa, lo siento —me dijo mientras empezaba a dar un paso hacia mí, pero se lo pensó mejor—. No soporto haberte hecho llorar.

Y yo no soportaba que supiera que había llorado.

Aunque tampoco soportaba que hubiera asumido automáticamente que había llorado por él y todavía menos el mero hecho de haber llorado.

Si no convertía toda esa rabia en furia, cedería y volvería a echarme a llorar delante de él.

—¿De qué vas? ¿Quién te ha dicho que he llorado por ti? Hay cosas mucho más importantes en juego que un chico cualquiera.

Mentalmente, me dije a mí misma que escuchara mis propias palabras.

—La Fundación. Claro. —Casi valió la pena oír la insignificancia que rezumba su voz. Como si no fuera la primera vez que había tenido que asimilar que el mundo no giraba en torno a él, pero todavía fuera una noción muy complicada de entender.

Pero enseguida recuperó la confianza en sí mismo.

—Me encargaré de ello. Te lo prometo.

—Y mi trabajo.

—También me ocuparé de eso.

—Oye, no quiero… —«Darte lástima, ni tu ayuda, ni que uses tu posición privilegiada». Quería que se diera cuenta de que ni siquiera su poderoso apellido podía arreglarlo todo.

Pero no sabía a ciencia cierta que fuera verdad.

Y no podía rechazar su ayuda. Por la Fundación. Si tenía que aceptar su ayuda ahora mismo, me pondría a llorar.

—No quiero hablar de eso ahora mismo, por favor. —«¿Por favor? Ni que se mereciera que sea educada»—. Y supongo que tampoco has venido a hablar de eso.

—No. Solo que me está costando mucho saber por dónde empezar con el resto.

Ver que lo pasaba mal tampoco me ayudaba.

—Pues deja que te eché un cable: estás prometido. Le has puesto los cuernos a tu prometida, porque eres un ligón y lo sé desde el primer día. Debería habérmelo imaginado. Y no, no se lo voy a contar a Kendra, pero solo porque quiero poner fin a esta mierda de situación, no porque tenga ninguna intención de salvarte el culo. Bueno, ya está. No necesitas hacer ningún discursito, ya te puedes ir.

Soné agotada y resignada porque era así como me sentía y necesitaba que se marchara para poder dormir de una vez y enfrentarme a todo este desastre mañana por la mañana.

—No es un compromiso de verdad —anunció, sin rodeos. Hizo una pausa de unos segundos, parecía ser consciente de que había soltado una bomba que necesitaba tiempo para terminar de explotar—. Y puedes contarle a Kendra lo que quieras, porque no tenemos una relación real.

Sofoqué la esperanza que nacía en mi pecho al recordarme que Scott tenía mucha labia.

—Vaya, esta no es de las típicas excusas que suelen decirse.

—Lo digo de verdad. —Cambió el peso de pierna y soltó un bufido de frustración—. Oye, ¿te acuerdas de cuando te comenté que quería salir del ámbito de las relaciones públicas? Llevo años pidiéndoselo a mi padre. Sé de qué va el trabajo. Se me da bien. Pero estoy harto y cansado de ir tapando todos sus escándalos. No es divertido. Y me hace sentir como una mierda.

—Puedes saltarte la parte sentimental. Me da igual cómo te sientas. —Ni por asomo iba a sentir lástima por él.

—Bueno, pues estaba harto. Así que, al final, le pregunté qué tenía que hacer para que se me trasladara a otro departamento. Incluso me contentaría con artículos de consumo. Lo que fuera con tal de salir de las relaciones públicas. Me dijo que tenía que casarme. Casarme «como es debido». También me ofrecería un puesto en la junta si dejaba que ellos escogieran a la novia.

«¿Qué?».

—¿Y tú estuviste de acuerdo?

—Es que, bueno, sí. No tenía razones para rechazar la propuesta.

No sé muy bien por qué, pero eso me dolió. Quizá solo porque parecía que lo hubiera dicho con la esperanza de que me doliera. O quizá porque corroboraba lo que ya sabía: que a los hombres ricos les importaban las cosas de una forma distinta que a las mujeres que no somos ricas.

Se apresuró a explicarse:

—Tengo treinta y cinco años, Tess. Nunca he tenido una relación que quisiera que fuera algo más serio. Bueno, al menos no en esa época. Nunca había esperado casarme por amor. Y entonces me pareció que ya iba siendo hora.

Hice caso omiso a su esfuerzo por separar el entonces del ahora en cuanto a las expectativas de una relación.

—Entonces, Kendra…

—Entonces, mi madre hace muchos años que conoce a los Montgomery y hacía mucho tiempo que le tenía el ojo echado a Kendra. Kendra cumple con todos sus requisitos: tiene la familia adecuada, ha recibido la educación adecuada y tiene un buen trabajo, se mueve en los círculos adecuados. Nos sentamos a hablar con ella. Nos aseguramos de que aceptara que no habría monogamia.

Puso énfasis en esta última frase; era evidente que quería que este hecho quedara claro.

Pero me importaba muy poco. Estar prometido era estar prometido.

—Y Kendra te dijo que sí. No sé cuál es tu definición de «real» porque a mí me parece que todo esto suena a «compromiso de verdad».

—Ahí está el problema: que no me dijo que sí. Dijo que necesitaba tiempo para pensárselo. Y, luego, desapareció. Y eso fue hace tres putos meses. Y no he vuelto a saber nada de ella hasta esta noche, cuando he venido y me la he encontrado con el puñetero anillo que le dio mi madre. Nadie me ha dicho que había aceptado. Me ha pillado tan por sorpresa como a ti.

Madre mía, menuda historia.

Dejé que pasaran unos segundos para asimilarlo mientras examinaba cada parte para poder apreciar el conjunto. Kendra no había dado señales de vida durante tres meses. Sí, era algo que solía hacer. Y aparecer de repente como si no hubiera desaparecido ni un solo día también era habitual en ella.

—Qué jodido.

—Qué me vas a contar. —Parecía demasiado aliviado para mi gusto.

No tenía derecho a sentirse aliviado. Y menos aún cuando yo seguía con un nudo en el estómago.

—Que Kendra apareciera sin decir nada es jodido, pero no, no estoy de acuerdo con que te pillara tan por sorpresa como a mí, porque yo no tenía ni idea de nada, pero es que todo en general es jodido, Scott. ¿Un matrimonio concertado? Eso pasa en los libros y en las películas, no en la vida real.

—Pues es mi vida real.

Ay, no. Ya estábamos. La necesidad de sentir pena por él.

Eché la cabeza hacia atrás y me tapé la boca con las manos, como si así pudiera sofocar las emociones que bullían en mi interior antes de que salieran en forma de palabras.

Pero ya estaban allí, vivas y palpitantes en mi pecho como un percusionista de tambores yembé en la estación de metro de Times Square.

—¿Por qué no me lo contaste? —¿Y qué habría cambiado si lo hubiera hecho? ¿Me habría resistido a la atracción? ¿Le habría dicho «bueno, una relación abierta comporta que puedes irte a la cama con quien quieras, ¿no?»?

La mirada que me dedicó Scott me indicaba que él también veía lo inútil que habría sido.

—¿Qué querías que te dijera? Me gustas mucho y, ah, por cierto, puede que esté prometido con tu jefa, pero en realidad no va en serio porque si reaparece algún día le voy a decir que se acabó el trato y ah, sí, tengo que estar loco de cojones porque voy a mandar a la mierda todas mis ambiciones laborales por una chica a la que conozco desde hace solo tres semanas.

Me tembló el aliento, como si se hubieran disparado fuegos artificiales en mi interior.

No, no, no, yo no era especial. Era imposible que fuera especial para él.

—¿De verdad entre tú y Kendra no hay nada?

—Nada.

—Me dijiste que habíais follado.

—Hace dos años, íbamos un poco borrachos y estábamos en una fiesta. Prácticamente no había hablado con ella desde entonces.

Uau. Había algo en el mundo que me pertenecía más a mí que a Kendra Montgomery. Y ese algo era Scott Sebastian. El prometido de Kendra Montgomery.

Me dejé caer al suelo y apoyé la espalda contra la cama.

Habría sido más fácil si hubiera sido infiel y punto. Habría sido más fácil odiarlo. Me sentiría engañada y me habría roto el corazón, pero era una herida a la que estaba acostumbrada. Conocía las fases por las que tendría que pasar para recuperarme.

Sentirme deseada, con eso sí que tenía poca experiencia.

Alcé los ojos para mirarlo. Era arrebatador con esos ojos azules, la barba y los labios carnosos. Si quitaba lo bueno que estaba y su encanto natural, ¿había algo más? El instinto me decía que sí. A pesar de lo mucho que me había irritado que me interrumpiera durante las presentaciones, siempre había planteado cuestiones de lo más sensatas y había dejado entrever lo que tenía que ser una mente complicada y fascinante.

Y cómo se había comportado con Teyana en la ópera, había dicho y hecho lo mejor para ella, sin asfixiarla ni dominarla como muchos hombres solían hacer.

Y cómo me había dejado entrever momentos de vulnerabilidad cuando hablaba de su padre y de sentirse atrapado en su puesto de trabajo.

Solo había visto el tráiler de Scott Sebastian, pero estaba convencida de que me iba a encantar la película entera.

—¿De verdad te estás planteando mandarlo todo a la mierda? —La voz me salió vacilante, expectante y un poco incrédula. Porque que se lo planteara alguien como él por una chica a la que acababa de conocer era una estupidez y me aterraba que lo dijera en serio.

Y, a la vez, deseaba que fuera verdad. Y eso también me aterraba.

Deslizó su cuerpo por la puerta hasta sentarse en el suelo, igual que yo había hecho cuando había subido a la habitación a llorar, con la única excepción de que, en vez de quedarse hecho un ovillo, dobló una rodilla y estiró la otra pierna. De hecho, si me inclinaba un poco hacia delante, le tocaba la suela de su zapato de vestir de marca.

—Como mínimo —dijo, después de reflexionar—, ponerlo todo en pausa.

De acuerdo, eso era más razonable. Y vago. Y, aun así, lo único que yo quería saber era:

—¿Por mí?

Scott asintió.

—Pero si ni siquiera sabemos qué es esto. —¿Y de qué estábamos hablando, siquiera? ¿De que anulara el compromiso y entonces nosotros…, nosotros qué? Si apenas nos conocíamos.

Pero me conocía mejor que a Kendra.

—Lo que sí sé es que no me canso de tocarte —repuso.

—Y puede que eso sea todo.

—O podría ser algo más. Nunca había tenido ganas de descubrirlo.

Tonta de mí, el corazón me dio un vuelco.

—Pero ahora sí.

—Sí. Quiero averiguarlo. Si me dejas.

La envergadura de su afirmación me obligó a clavar los ojos en el suelo. Eso no te lo decía un ligón. De hecho, era lo contrario a lo que te diría un ligón. La mayoría de los hombres de los que me enamoraba solían decirme: «No vamos en serio. Solo lo pasamos bien. No busques qué más podríamos ser».

Ni una sola vez uno de ellos me había dicho: «Vamos a averiguarlo».

Al instante, encontré argumentos para minimizar lo que me había dicho. Nunca había querido tener una relación mínimamente seria porque no había sentido la presión del paso del tiempo. Lo más probable es que no tuviera nada que ver conmigo. Le habría pasado con cualquiera a la que se hubiera llevado a la cama. El quid de la cuestión era que se sentía atrapado.

Si bien es cierto que, según él, hacía tres meses que habían tenido la charla sobre el compromiso y, sin duda, otras mujeres habían pasado por su vida desde entonces, antes de que apareciera yo.

Volví a levantar la cabeza. En cuanto me encontré con sus ojos, ahí estaba: el brillo del deseo, tan instantáneo e intenso como una cerilla encendida que topaba con gas. Las pupilas se le oscurecieron. Noté una palpitación en el vientre, antigua y primitiva.

—Dime, ¿qué estás pensando? —preguntó, con mirada penetrante.

—Que soy idiota.

—¿Por enrollarte conmigo?

—Por eso y porque aún me afectas. —Ambos sabíamos que «afectar» era un eufemismo de «ponerme cachonda»—. Y encima con ella al otro lado del pasillo. ¿Vas a decirme que eso no es jodido?

No creía que fuera posible, pero la mirada se le oscureció todavía más.

—Pero eso no te convierte en una idiota ni implica que estés jodida. Te sientes así porque eres una diosa del sexo con un lado pervertido. Es una de las razones por las que me «afectas» tanto.

Pues ya estaba. Qué calor. Cuando compartíamos un mismo espacio siempre provocábamos un incendio.

Me puse en pie de un salto.

—Deberías irte.

Scott se levantó despacio y no supe cómo, pero acabó más cerca de mí que antes, cuando ambos estábamos de pie.

—De acuerdo. Te he dicho que me iría.

—Exacto. —No sabía si había sido él quien había dado un paso más o había sido yo.

—¿Quieres que me vaya?

Asentí. Categóricamente.

—No.

Como dos llamaradas que se fusionaban, sus labios se toparon con los míos, ansiosos, ávidos y descontrolados. Casi no hubo juegos preliminares. Ya los habíamos hecho con los ojos, las palabras y nuestra presencia en una misma habitación. Tenía la sensación de que hacía demasiado tiempo que no nos tocábamos, demasiado tiempo desde la última vez que me había sentido llena y completa, que su polla me había llenado partes que ahora sentía muy vacías. No íbamos a malgastar ni un solo minuto sin que volviera a tenerlo dentro.

—Joder, qué culazo —soltó cuando tenía el vestido levantado por la cintura y sus manos rodeándome y metidas por dentro de las braguitas para agarrarme las nalgas. Lo que quisiera añadir al respecto quedó silenciado en un beso ardiente. La carne dura que se me clavaba en el vientre me indicaba que podía asumir de forma justificada que mi culo lo ponía a cien.

Renuncié a tratar de desabrocharle la camisa y pasé a centrarme en su cinturón. En cuanto se lo abrí lo suficiente como para poder bajarle los pantalones, metí la mano por dentro de sus bóxers desesperada por tocar esa maravilla dura y caliente. Solo con tocarle la piel suave con la palma, noté que me palpitaba la entrepierna, se me humedecía y moría de la necesidad.

De golpe, Scott se apartó.

—Date la vuelta.

Aunque él ya me estaba girando. Cuando me quedé de cara a la cama, me rodeó con ambos brazos y me tocó los pechos por encima del vestido. Los pezones se me pusieron como dardos puntiagudos cuando me los pellizcó entre las yemas de los dedos (¡Gracias a Dios por unas tetas que pueden ir tranquilas sin sujetadores!). Entonces, tiró hacia abajo de la tela sedosa para que nos tocáramos piel con piel mientras se restregaba contra mi espalda.

Bajé los ojos para contemplar cómo me acariciaba bruscamente las tetas como si fueran pelotas antiestrés del tamaño de melones, diseñadas para apretarlas, toquetearlas y jugar con ellas. Cuando gimoteé, él soltó un gruñido y me dio un empujoncito entre los omóplatos, de forma que me inclinó hacia adelante hasta que quedé apoyada con los antebrazos sobre el colchón.

Noté que llevaba las manos hasta mis caderas, donde sus dedos me agarraron las braguitas. Retorciéndome, lo ayudé a bajármelas. Tras oír un frufrú de tela, estuve segura de que se había bajado los pantalones y había liberado su polla. Alcé el culo y me abrí de piernas, dándole espacio, invitándolo a entrar en mi vagina ansiosa.

Sus dedos entraron primero. Dos dedos rígidos que entraban y salían con agilidad.

—Estás empapada, Tessa. ¿Y todo por mí?

—Sí.

—¿Cuánto llevas así de empapada por mí? ¿Toda la noche? ¿Desde antes de que supieras la verdad o después?

Joder.

—Antes. Toda la noche. —Desde que lo había visto junto a otra mujer. No importaba que no estuviera soltero, siempre y cuando se encontrara en la misma habitación que yo, mi cuerpo lo notaba y se excitaba.

—Yo también, preciosa. En cuanto me he girado y te he visto con este vestido tan ajustado, joder… Con las tetas apretadas contra la tela, como si quisieran que las viera bien. Y el cuello desnudo… Me han entrado ganas de pintártelo de blanco…

Si seguía diciéndome guarradas como esa, me iba a correr incluso antes de que me la metiera. Y me urgía tenerlo dentro y no solo con los dedos.

—Dame lo que quiero de verdad —supliqué, aunque me contradije buscando su mano cuando la retiró porque, oye, cualquier cosa era mejor que estar vacía.

—¿Y qué quieres?

—A ti.

—¿A mí, en qué sentido? ¿Quieres un dedo más? —Los dos dedos se convirtieron en tres, pero no eran un sustituto adecuado para el grosor de su pene.

No me lo iba a dar hasta que no se lo pidiera explícitamente. Esa era la norma. Y yo ya lo sabía.

—Quiero que me metas la polla. Quiero que me folles.

—Así me gusta. Yo también quiero.

Y con estas palabras llegó el alivio porque sabía que lo que se avecinaba iba a ser una maravilla. Me metió los dedos otra vez con fiereza y los sacó despacio hasta que terminaron de salir. Reaparecieron ante mi cara: la orden callada de que se los chupara y así los limpiara; lo hice con ganas y me estremecí al oír cómo gemía. Detrás, su erección me rozaba la parte superior del muslo, lo que me provocaba con el placer que prometía y aún tenía que llegar.

En cualquier momento lo notaría justo ahí. El empujón de su punta en mi orificio. En cualquier momento. En cualquier…

—¡Joder! —soltó. Era de exasperación y no de «joder, cómo me gusta esto»—. No tengo condón.

Disfruté un poquito del hecho de que no se hubiera esperado que termináramos así, de que lo más probable era que no se hubiera traído ninguno para pasar el fin de semana, lo que implicaba que no había tenido intenciones de follarse a Kendra antes de descubrir que yo también estaba aquí.

Pero el disfrute me duró poco porque… Joder, no teníamos condón.

Yo tomaba anticonceptivos. Se lo podía decir. Él podía jurarme que estaba limpio y yo me lo creería como la imbécil cachonda que era y ya afrontaría las consecuencias más tarde.

—¡La mesita de noche! —exclamé al recordar de pronto dónde estábamos—. Leila quiere que haya un surtido en cada habitación. —Junto con un ejemplar de la Santa Biblia. Ventajas de que Kendra se hubiera criado en una familia de activistas sociales que abogaban por cosas como la educación sexual, los anticonceptivos gratuitos y el fin de la propagación de las ETS, todo en nombre de Jesucristo.

Oí un cajón que se abría y se cerraba, seguido del desgarro del envoltorio y, entonces, por fin, me penetró y, Dios mío, eso era celestial.

En ese momento decidí que la divinidad en calidad de embestidas vigorosas era mi nueva forma de culto preferida. Casi oía a los ángeles cantar. Qué demonios, yo cantaba con ellos, jadeando y gritando mientras Scott me penetraba.

Había perdido el sentido.

No lo suficiente como para no ser consciente del volumen al que gritaba. Consciente de que la habitación de Kendra estaba muy cerca, traté de ser silenciosa. Pero tampoco me esforcé mucho porque, si nos oía, también estaría bien. O incluso más que bien.

Joder, ¿pero qué me pasaba?

—Casi parecen cuernos —jadeé mientras los pechos me rebotaban con la fuerza de las embestidas de Scott.

—Eso es lo que nos ha puesto tan cachondos.

Me mordisqueó el hombro y eso también me excitó, pero tenía razón. Gran parte de la excitación se debía a que estábamos follando mientras su prometida y a la vez no prometida dormía, sin saber lo nuestro, en este mismo pasillo.

Qué pervertidos.

Una punzada de culpabilidad moral me frustró el potencial orgasmo.

—Pero repíteme que no lo son.

Tenía su boca en el oído, su cuerpo completamente inclinado sobre el mío, dominándome y reconfortándome a la vez.

—¿De verdad es eso lo que quieres que te diga ahora mismo?

No, realmente no. Porque una parte de mí quería creer que esto estaba mal, que estar juntos estaba mal, porque era excitante y sexy, pero también porque quizá era un poco la verdad.

Lo único que necesité después de eso fue que Scott me rodeara la cadera con el brazo y me acariciara el clítoris con el pulgar y estallé como una bomba, me estremecí, me corrí y le empapé su magnífica polla.

Con la otra mano me cubrió la boca para silenciar mi grito.

—Joder, Tessa.

Y entonces sus embestidas perdieron el ritmo y ralentizaron hasta desaparecer mientras él gruñía disfrutando de su propio orgasmo.

Cuando tuve la sensación de que las rodillas no me fallarían si intentaba ponerme en pie, la vergüenza me invadió.

Y, justo entonces, Scott tiró de mí para incorporarme y me dio la vuelta.

—No son cuernos. Porque no estoy prometido. Lo solucionaré.

Inspiré de forma entrecortada y la vergüenza se hizo menos abrumadora. Espiré de forma entrecortada y casi lo creí.

Me gustaba creer a Scott. Si me abrazaba toda la noche y me follaba cada vez que se despertara, me pregunté si para cuando saliera el sol me lo habría creído por completo o si la luz de la mañana dejaría claro que la idea de «nosotros» era una mentira.

Tendría más opciones de creérmelo si me quedaba entre sus brazos.

Alcé la boca y le di un beso en la barbilla.

—¿Te quedarás?

Estaba nerviosa por oír la respuesta. No podía decir que sí si su relación con Kendra era más de lo que había afirmado. Pero podía decir que no y eso tampoco implicaría que me hubiera mentido. Podía significar simplemente que se encontraba en una casa en la que también estaban sus padres, su prometida y los padres de esta, y que tenía cierto sentido del decoro.

—No debería —respondió, acariciándome los labios con los suyos—. Pero lo haré. Es eso o dormir en un sofá. Porque, al parecer, se me ha asignado la habitación de Kendra.

Se le había asignado la misma habitación que a ella porque todo el mundo asumía que iban a follar porque estaban prometidos, joder.

La realidad me arrolló a toda velocidad y me zafé de su abrazo.

—Joder, Scott. No puedo compartirte. Sé que es mucho pedir cuando solo estamos empezando a ver cómo va, pero…

—Escúchame. —Me volvió a abrazar y me colocó un dedo sobre los labios para hacerme callar—. No me interesa nadie más que tú, Tessa. No he tocado a otra mujer desde que te vi y no tengo ninguna intención de hacerlo mientras vamos descubriendo qué es esto. Y tú tampoco.

—Tienes razón. Yo tampoco voy a tocar a ninguna otra mujer. —Sonreí con su dedo en los labios aún. Olía a mí y otra oleada de vergüenza acompañada de excitación me embargó.

—Bueno, si lo haces, invítame a mí también.

Me calmé un poco.

—Para mí tampoco hay otros hombres, Scott. Solo tú.

—Solo tú.

¿Por qué me daba la sensación de que casi eran votos matrimoniales? Quizá porque seguramente eran las palabras más sinceras que Scott había dicho nunca a una mujer.

—Entonces, quédate. No podremos descubrir nada si te vas a dormir al sofá. —Le di uno de esos besos que dejaba entrever que no dormiríamos pronto e ignoré la espantosa sensación de que descubrir lo que realmente había entre nosotros no dependía solo de él y yo.

Un hombre para siempre

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