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Capítulo 4 Scott

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Cerré la puerta centímetro a centímetro, muy despacio y con cuidado para que nadie oyera el clic, aunque hubiera alguien despierto a estas horas intempestivas. Por supuesto, preferiría seguir durmiendo. A poder ser, junto al precioso y cálido cuerpo que acababa de dejar en la cama, pero también conservaba cierto sentido del decoro y dormir en la habitación de otra mujer en la casa de mi (no) futura familia política me parecía algo que debía mantener en secreto hasta que las cosas se solucionaran como era debido.

Así que no me quedaba más remedio que salir a hurtadillas al despuntar el día.

Pero resultó que me sirvió de poco. En cuanto se cerró la puerta, alcé los ojos y me encontré con mi padre, ataviado con su bata, delante de su habitación con un marcado gesto torcido. Siempre había sido de sueño irregular, tenía la costumbre de pasearse por casa desde primera hora de la mañana.

Pero las probabilidades de que se encontrara justo en ese punto en este momento en concreto… «Venga ya, ¿en serio?».

Habría dirigido la pregunta a Dios, pero seguro que si existía alguna divinidad estaría a nómina de los Sebastian. Les salían bien demasiadas cosas como para que no hubiera un poder superior que estuviera de su parte.

De mi parte, en teoría.

Pero, la mayor parte de los días, tenía la sensación de que estaba de su parte. De parte de mi padre. Yo solo era un peón más de un ejército que movía a su antojo.

Yo solo era un seguidor más de los cientos que tenía y que trataban de ganarse su estima. Compartir su ADN no marcaba ninguna diferencia, sino que me obligaba a esforzarme más. Y la verdad, puede que hasta mi padre me hiciera esforzarme todavía más justo por eso.

Mi instinto por complacerlo era tan innato que lo primero que quise hacer fue excusarme, decirle que había estado paseando y que, sin querer, me había metido en la habitación equivocada. Tal vez ni siquiera sabía en qué habitación se suponía que debía haber dormido.

Aunque era poco probable. Había muy pocas cosas que escaparan del conocimiento de Henry Sebastian. Era uno de sus dones.

Bueno, pues a la mierda. Podía parecerle tan mal como quisiera, a ese hipócrita. Él le era infiel a su esposa y no se escondía. Y, de todas formas, no me iba a casar con Kendra. Pero eso él no lo sabía aún.

La expresión que exhibía me indicaba que tal vez ahora no era el mejor momento para comentárselo.

Además, era una conversación a la que también debería asistir mi madre. A lo largo de mi vida había aprendido que mi padre se mostraba un tanto más razonable en su presencia. Hablaría con ellos más tarde, esta misma mañana, cuando hubiera salido el sol. Y también con Kendra. Pondría fin a todo este asunto del compromiso antes de que se saliera de madre.

Pero, primero, necesitaba dormir algo. Había descansado muy poco en la cama de Tessa y después de dos noches seguidas practicando tanta actividad extracurricular, estaba agotado. Incluso el sofá ya no me parecía tan mala opción.

Y si tenía que pasar por encima de mi padre para llegar hasta el sofá, que así fuera. Alcé la cabeza, no estaba dispuesto a permitirle que mi huida hacia la planta baja se convirtiera en un motivo de vergüenza. Si acaso, era un motivo de orgullo. Por primera vez en mi vida, tenía algo en lo que él no tenía nada que ver. Alguien con quien él no tenía nada que ver.

Y no había nada que pudiera hacer o decirme para arrebatármelo.

* * *

—Ay, Scott, no sabía que estabas aquí.

Me incorporé pestañeando y me cubrí los ojos con la mano para protegerlos de la luz del día. Leila Montgomery estaba al lado de la ventana, con la mano sobre el botón que permitía abrir las cortinas.

—Las volveré a correr —dijo, disculpándose—. No las habría descorrido si hubiera visto que estabas aquí.

—No, no, no pasa nada. —Un vistazo al reloj me indicó que eran las nueve y cuarto. Volví a pestañear para despejar la cabeza. Me había pillado durmiendo en el sofá de su salón, vestido con la ropa de la noche anterior. Era imposible que no se hiciera preguntas.

Había toda una lista de personas con las que tenía que hablar antes de poder proporcionarle las respuestas apropiadas.

—No podía dormir —mentí—. He bajado y supongo que me he quedado dormido aquí.

Me miró como si supiera que mentía.

—Conmigo no tienes que fingir.

Titubeé. ¿También me había visto saliendo a escondidas de la habitación de Tessa? ¿O acaso quería dejar claro que era consciente de que mi relación con Kendra era una farsa?

Por suerte, se explicó:

—Soy su madre, Scott. Sé mejor que nadie que ronca como un oso. Bueno, quizá no tan bien como tú. —Se rio entre dientes—. Te conseguiré unos tapones con cancelación de sonido que Martin me regaló por mi cumpleaños. Con esos, dormirás aunque se acerque un huracán.

Tal vez no sabía lo que pasaba, a fin de cuentas.

—Gracias, pero, por favor, no te molestes. Ya tengo unos, solo que me he olvidado de traerlos. —Me puse en pie y me estiré y entonces me di cuenta de que la mujer iba muy arreglada. No con un vestido de noche, pero sí con un conjunto mucho menos informal que con los que se ataviaban mis padres las mañanas de domingo.

Me puse tenso. Si había otra fiesta en la que contaban conmigo sin que yo lo supiera, me subiría por las paredes. Suficiente había tenido ya con la noche anterior. Bajo ningún concepto iba a sentarme a tomar un almuerzo mientras un puñado de estúpidas ricachonas que no conocía de nada me felicitaban por una boda que no se iba a celebrar nunca.

Sin embargo, antes de llegar a exaltarme, sonó un claxon.

—Tranquilito, Martin —gritó a la ventana, como si la pudiera oír a través del cristal. Se volvió hacia mí—. Siento que tengamos que irnos. No suelo ir a la iglesia cuando tenemos invitados, pero ambos estamos en el consejo y hoy el pastor va a informar a la congregación de nuestra partida presupuestaria. Tenemos que estar presentes por si surgieran preguntas.

—Lo entiendo perfectamente. —Una suerte, de hecho. Así sería mucho más fácil sentarme a hablar con Kendra y con mis padres sin que los suyos rondaran por ahí—. Ve, no te preocupes por mí, no quiero haceros llegar tarde.

Se ahuecó la parte trasera del pelo rubio y con reflejos y se alisó la falda.

—Hay un poco de bufé preparado para el desayuno en el comedor. No es mucho. Pastas, fruta y café. Kendra ya se ha despertado y ha salido a correr. Te recomiendo que te comas la magdalena de limón y semillas de amapola antes de que la vea ella. Debería evitar comer carbohidratos si tiene que caber en un vestido de novia.

La seguí hasta el vestíbulo, contento de ir detrás de ella para que no viera cómo ponía los ojos en blanco.

—Por supuesto, Leila.

—Ah, y ya sabes que puedes llamarme mamá.

No. Ni hablar. No la había llamado ni la iba a llamar «mamá». Cuanto antes pusiera fin a esto, mejor.

—Mis padres…, ¿se han despertado y están en marcha?

Se detuvo, con la puerta principal abierta, y me miró sobresaltada:

—Ay, creía que ya lo sabías. Se han ido muy temprano. Tu padre ha dicho que le había surgido un asunto de trabajo. Seguramente también querían que tuvierais un poco de tiempo a solas, tortolitos, y más cuando Kendra ha estado tanto tiempo fuera.

Lo más probable era que tuviera una cita a la que no quería faltar.

Y lo que era más importante: mierda.

La conversación que necesitaba tener con ellos tendría que esperar hasta que regresara a la ciudad. «Mierda, mierda, mierda».

Martin volvió a tocar el claxon y Leila se puso en movimiento.

—Tenemos que irnos. ¿Os veo pronto aquí, espero?

—Claro. Pronto.

La animé a salir mientras me negaba a sentirme mal por romperle el corazón a la pobre mujer.

De acuerdo, sí, me sentía un poco mal. Leila Montgomery era una mujer decente con un corazón enorme. No se merecía que la engañaran como lo habían hecho. Mis padres podían ser arpías sin un solo pelo de románticos, pero el menos yo no tenía que mentirles sobre un matrimonio de conveniencia.

Y, aunque me moría por estarlo, no podía enfadarme con Kendra por no haberles contado la verdad a sus padres. Con la cantidad de veces que había pasado por el aro a lo largo de mi vida tratando de complacer a un padre imposible de complacer, era la última persona que podía juzgar una relación disfuncional padres-hija.

De nuevo, me pregunté qué sacaba Kendra de nuestro compromiso. Más allá de la fama de convertirse en una Sebastian. Aparentemente, mis padres habían hecho un trato aparte con ella. En tal caso, no la habrían autorizado a contármelo.

Eso también significaba que no sabía a quién profesaba lealtad. Si rompía el compromiso con ella antes de hablar con mis padres, Kendra podía actuar a mis espaldas y contárselo a ellos antes de que yo tuviera la oportunidad. Y la conversación ya iba a ser complicada de por sí sin que lo hiciera. Necesitaba aprovechar cualquier ventaja si quería controlar los daños y salir lo más indemne posible. Mi mejor baza era decírselo a mis padres sin que se lo esperaran.

En otras palabras, no podía anunciarle a Kendra que la boda quedaba anulada hasta que no hablara primero con ellos.

Con un suspiro, contemplé por la ventana del vestíbulo cómo se alejaba el coche de los Montgomery. Así pues, tendría que seguir comprometido un poco más de tiempo. Una molestia, pero nada grave. Tess sabía la verdad y eso era lo único que importaba.

No estaba del todo convencido, pero, sin ninguna otra opción, me fui a buscar café. En cuanto crucé el umbral del comedor, todas las preocupaciones se disiparon. Era imposible no sentir felicidad absoluta cuando Tess estaba presente y ahí la tenía, toqueteando la máquina de café expreso, de espaldas. A diferencia de mí, se había podido duchar e, incluso aunque la viera de espaldas, sabía que tenía un aspecto mucho menos desaliñado que yo.

Debió de notar mi presencia porque se dio la vuelta y me miró a los ojos. Una sonrisa pícara se dibujó en sus labios mientras yo me acercaba a ella. Entonces, cuando me coloqué prácticamente a su lado, la sonrisa desapareció y centró toda su atención en el café que tenía delante.

—Te has sonrojado —le dije.

—Eso no lo sabes.

No era cierto. Tenía la piel más oscura y eso hacía que fuera más difícil de apreciar, pero no era imposible.

—¿Vas a decirme que no lo has hecho?

Trató de ocultarlo, pero, incluso de perfil, vi cómo elevaba una comisura.

La polla me palpitó al verlo.

¿Qué tenía? ¿Qué tenía esta mujer que me provocaba unas ganas irrefrenables de arrancarle la ropa cada vez que estábamos en la misma habitación? Me había sentido atraído por muchas mujeres, pero siempre había sentido que controlaba la situación. Con ella, tenía la sensación de estar en caída libre. O, más bien, con ella me daba cuenta de que estaba en caída libre, de que siempre lo había estado, como si me hubiera tirado de un helicóptero en paracaídas, pero ella estaba en el suelo, firme y segura, y, por primera vez en mi vida, quería dejar de subirme al helicóptero. Quería algo más que la adrenalina de la caída. Quería estar en un lugar firme y seguro. Junto a ella.

Y también quería disfrutar de todas las guarradas.

Incapaz de contenerme, me coloqué detrás y la rodeé con la excusa de querer agarrar una taza que colgaba en un gancho sobre su cabeza, aunque hubiera un montón colocadas en el aparador. Acerqué el cuerpo más de lo necesario, agaché la cabeza y le dije en voz baja:

—Si estás pensando algo parecido a lo que estoy pensando ahora mismo, las cosas que estoy recordando… No me extraña que te sonrojes.

—Scott. —Apenas fue un susurro. Una súplica cargada de frustración sexual. Casi olía las feromonas que desprendía. Habría jurado que oía lo rápido que le latía el corazón.

Con más fortaleza de la que poseía yo, se apartó agarrándose al bufé con una mano, como si necesitara ese ancla de salvación. Entonces, me lanzó una mirada medio divertida y medio asesina a la vez.

—De acuerdo. Me he sonrojado. Pero es que no estamos solos. Y estás prometido. Y yo soy una idiota por estar dispuesta a pasarlo por alto solo porque vienes con esa sonrisa sexy y me miras con esos ojos azules irresistibles.

Dejé la taza que había cogido para poder acariciarle los índices con los nudillos.

—No hay nadie más. Los Montgomery se han ido a la iglesia. Mis padres ya no están. Kendra ha salido a correr. Y yo no voy a seguir prometido mucho más tiempo. Y no eres idiota. Eres una de las personas más inteligentes que he conocido. Por cierto, ¿has dicho que soy sexy?

La diversión ganó a la mirada asesina.

—Te he dicho que tienes una sonrisa sexy, que no es lo mismo. Y si a estas alturas todavía no has descubierto que creo que eres sexy, creo que el idiota eres tú. —Reprimió la sonrisa—. Pero no puedo seguir así. No puedo seguir mintiéndole a Kendra. No importa que vuestra relación no sea real, tenemos que contarle lo nuestro. Aunque ni siquiera sé qué es lo nuestro.

Pronunció la última parte con una exasperación que me despertó un impulso desconocido: quería ayudarla, quería tranquilizarla, quería hacerla sentir mejor.

Consciente de que estábamos prácticamente solos, me arriesgué y le alcé la barbilla.

—Eh, lo estamos descubriendo, ¿recuerdas?

—No puedo presentarte como el chico con el que estoy descubriendo qué somos.

—No sé. Por mí está bien. —Tenía los labios carnosos e hinchados de la noche anterior y, joder, me moría por besarla. No me importaba si acabábamos follando, solo quería unir mi boca con la suya, robarle el aliento y darle el mío.

A duras penas logré refrenarme, le acaricié el labio inferior con el pulgar. La comisura se convirtió en una mueca. Era evidente que se me daba fatal lo de tranquilizarla.

Bajé la mano, pero no me alejé.

—¿Quieres que le pongamos una etiqueta? Somos exclusivos, es algo más que follar… «Novio» cuadra con la definición, ¿no?

—Parece que lo digas como si nunca hubieras sido el novio de alguien.

—No lo he sido. —No recordaba la última vez que había visto a la misma mujer más de una vez en un mes. Y, sin duda, nunca le había dicho a nadie que era exclusivo con ella.

Se le unieron las cejas como si hubiera dicho lo más desconcertante que hubiese oído nunca.

—¿Y estás dispuesto ser mi novio?

—Quiero ser tu novio. —No me había dado cuenta de la verdad que encerraban estas palabras hasta que las pronuncié. Ahora que lo había dicho, a mí también me parecía desconcertante. Había asumido que yo no tenía este tipo de deseos. Como si fuera una tierra yerma y los sentimientos relacionados con la fidelidad, el compromiso y la devoción no pudieran echar raíces.

Sin embargo, aunque acababan de florecer, reconocí el pinchazo que sentí en el pecho: era justo eso, el deseo de comprometerme y serle fiel y devoto a Tess. Era aterrador. E inconveniente, encima.

Y me daba absolutamente igual. Quería estar con ella.

—Además, suena muy juvenil, «novio». Parece que tengamos quince años y vayamos al instituto. Mira, mami, tengo novio.

—Pero qué dices.

Su risa me hizo sonreír.

—Me da igual cómo me llames, yo solo quiero ser tuyo.

—Pero qué labia tienes, eh.

—No dejas de decírmelo y creo que pretende ser una crítica, pero, en el fondo, creo que te gusta.

—Sí. —Su pecho ascendía y descendía con respiraciones pesadas y noté que el peso de la tensión que había entre ambos la aplastaba tanto como a mí—. Tenemos que decirle a Kendra que eres mi…, que eres mío.

—Será mejor que primero le digamos que la boda queda anulada.

—De acuerdo, como quieras. Pero tenemos que decírselo cuanto antes, ¿eh? Si no, parecerá que son cuernos y si no me estás follando, no es agradable en absoluto.

Los pantalones se me tensaron cuando hizo alusión a la bestia ahí escondida.

—Tal vez eso signifique que tengo que follarte más a menudo.

Esta vez, las mejillas sí que se le sonrojaron.

—En cuanto Kendra lo sepa, puedes hacerme lo que quieras.

—Bueno, como ya te he dicho, mis padres se han ido. Así que lo de contárselo a Kendra tendrá que esperar.

Una tensión distinta se instauró entre nosotros. No era sexual. Era una tensión que le provocaba rigidez en el cuerpo y dureza en el tono:

—¿Por qué tienes que hablar con ellos primero? El compromiso es entre tú y Kendra.

Cambié de postura y apoyé la cadera en el aparador.

—No del todo. Es entre yo y mis padres y entre mis padres y Kendra.

—Eso no tiene ningún sentido. Está prometida contigo, no con tus padres.

—No sé a qué tipo de acuerdo pueden haber llegado con ella. —No me fiaba ni un pelo de Kendra. No era nada personal. No me fiaba de nadie que estuviera dispuesto a llegar a un acuerdo con mis padres. Y el hecho de que fuera la jefa de Tess lo empeoraba todo. Podía perjudicar cosas que le importaban a Tess. Podía apartar la FLD de los Sebastian, y no quería que Tess perdiera esto por mi culpa.

Tampoco quería asustarla mencionando esta posibilidad.

—Es mejor si no me meto y dejo que mis padres se ocupen de ella.

Tess se alejó un paso.

—Pero ¿tú oyes lo que estás diciendo? Si yo fuera ella y no hablaras primero conmigo, me cabrearía.

—Pero tú no eres ella. —Por cómo se contrajo su expresión, supe que había dicho lo que no debía. Me acerqué un paso—. Y me alegro de que no lo seas. Es una situación en la que nunca te encontrarías.

—Pero puedo empatizar con cómo se siente y te aseguro que querría saberlo primero. —Me sostuvo la mirada unos segundos—. Mira, si no se lo cuento, ¿qué pensará después cuando se entere de lo nuestro? Se sentirá herida al descubrir que me he estado tirando en secreto a su prometido y con todas las razones que ya tiene para enfadarse conmigo, no quiero darle otra.

La entendía. De verdad. Y lo que también entendía era que no lo comprendía. ¿Cómo iba a hacerlo? Era imposible explicar la presión a la que vivías sometido en el mundo de los Sebastian. O explicar los peligros y el poder que mi padre ostentaba. Había reglas que había que obedecer. Era todo un proceso.

No quería ser condescendiente, pero lo único que podía proporcionarle era mi experiencia.

—Tess, tienes que confiar en mí.

Otra cosa que tampoco debía decir. Echó los hombros hacia atrás y se cruzó de brazos.

—O se lo dices tú o se lo digo yo, Scott. De una forma u otra, pero Kendra tiene que saberlo.

—¿Qué tengo que saber?

Al oír el sonido de la voz de Kendra, ambos nos separamos un paso y nos volvimos hacia la mujer que se interponía entre nosotros. Metafóricamente. Porque Kendra se encontraba en el umbral del salón, bebiendo de una botella de agua muy cara.

La analicé en busca de indicios para saber qué había oído. No debía de haber oído demasiado porque tenía una postura relajada y una expresión despreocupada.

Ella, por su parte, también nos estaba analizando.

—Se os ve muy unidos —observó, con desconfianza, mientras entraba en el comedor—. ¿Qué ocurre?

—Hay magdalenas de limón y semillas de amapola —repliqué, pensando a toda velocidad—. Tu madre está preocupada por los carbohidratos que comes. Tess opina que lo que comas es asunto tuyo.

Kendra negó con la cabeza.

—Tess nunca me diría que hay magdalenas de limón y semillas de amapola. Sabe que soy adicta y es una buena amiga que me ayuda a evitar mis vicios.

Qué torpe por mi parte. Si hubiera estado más centrado, me lo habría imaginado. No la conocía bien, pero no me habría sorprendido que fuera una de las obligaciones laborales que Kendra esperaba de su asistente: «Vigila mi dieta. Cuenta las calorías que ingiero. Asegúrate de que no engordo».

Tess no trató de inventarse una excusa mejor:

—Tiene que saber la verdad —me dijo de modo tajante.

Entonces, antes de que se me ocurriera algo para detenerla, se volvió hacia Kendra.

—Tienes que saber la verdad, Kendra. Scott y yo no nos conocimos anoche. Ya nos conocíamos.

Un hombre para siempre

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