Читать книгу Manos frías - Leire Fernández Bravo - Страница 6

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capítulo i

Eran las nueve menos cuarto del último sábado de octubre, y yo estaba frente al espejo, arreglándome. Me había recogido el pelo con un coletero y al menos medio millón de horquillas, y todavía se me desprendían algunos mechones. En ese instante estaba tirando de la piel del rabillo del ojo izquierdo con el índice derecho, rasgando así el de color verde y delineando el borde de las pestañas con el minúsculo pincel del eye liner, adoptando una expresión facial ridícula que me deformaba el rostro. Después me pinté los labios de rojo, examiné mi escandaloso uniforme de trabajo en el espejo y apagué la luz. Había estado quince malditos minutos gastando electricidad. Odiaba los meses fríos: poca luz y poco calor significaban un gasto energético imposible de asumir para mi precario bolsillo.

Me puse el abrigo, comprado el invierno pasado en una tienda de segunda mano (una ganga: me salvó de tener que seguir yendo helada por las calles con un simple chubasquero) y cerré la puerta con llave. Al bajar las escaleras ni siquiera me molesté en pulsar el interruptor con el que iluminaría el rellano. Ya conocía cada uno de esos peldaños gastados y resbaladizos.

Me senté en la marquesina que funcionaba como parada de autobús. La noche era fría: el invierno estaba abalanzándose precozmente sobre un otoño ínfimo. Aun así, no me permití tiritar. En el cartel iluminado que hacía de pared del tejadillo había una fotografía de un hombre atractivo, musculado y pertinentemente retocado anunciando calzoncillos. ¿Sexy? Tal vez, pero nada coherente con esta humedad que me mordía la punta de la nariz.

Recorrí la avenida con la mirada. El tráfico era escaso, pero el flujo de gente era incesante. Como cada sábado, sólo había dos tipos de persona pululando por las calles. Los muchos, jóvenes como Gabriel o como yo, iban en grupos numerosos, gritando estupideces y riéndose de obscenidades. Se veían muchas bolsas de plástico, unas con botellas de fanta y otras con vodka barato. Una borrachera fácil, una noche por delante, un vacío resacoso en la memoria al mediodía siguiente y un puzle que reconstruir con versiones ajenas y fotografías deplorables de aquella noche.

Yo no pertenecía a este grupo. Yo era de los que se apresuraban para ir a un trabajo de mierda.

Había pasado media hora y todo parecía indicar que el conductor del autobús se había quedado dormido al volante, así que tomé la infame decisión de recurrir al método más sencillo para llegar a mi turno: me abrí el chaquetón, me arremangué un poco más la falda y, dando zancadas sobre los viejos tacones de aguja, me acerqué a la carretera. Un coche negro, conducido por un amable cincuentón medio calvo, tuvo la generosidad de ser mi vehículo hacia mi destino.

Así que me subí.

El conductor me miró, por este orden, al escote y a los ojos, y esbozó una sonrisa entre bobalicona y lasciva, embelesado ante mi camisa parcialmente abierta.

–¿Adónde vas?

Le pedí que me dejara en una de las calles próximas al bar.

–¿Qué haces por la calle a estas horas, chiquilla? –me preguntó.

<<¿Qué haces tú llamándome “chiquilla” cuando no dejas de lanzar miradas furtivas a mi busto, imbécil?>>.

–Voy a trabajar.

–¿Dónde?

–Soy niñera–improvisé.

Noté que aminoraba la velocidad del coche. Ya. A cuidar críos llevando una microfalda y un escote vertiginoso. Muy hábil, Diana. Ahora te preguntará cuánto cobras.

–Y, eh… ¿No ofreces otro servicio?

–Bueno–me revolví ligeramente en el asiento–, si se refiere a eso, también soy niñera diurna.

–No, lo que yo quería decir…–me miró los pechos, ya sin disimulo.

–No soy una de esas–aclaré estúpidamente–. No soy puta.

–Ya–se rio socarronamente.

Estábamos en la calle Thomas Edison. Podía llegar al bar desde ahí.

No le dejé continuar.

–Bueno, puede dejarme aquí–abrí la puerta antes de que él pudiera decir nada más–. Gracias.

–Llegas tarde–me dijo el encargado cuando entré.

–No llegaba el autobús y…

–Ya. ¿Y no podías hacer autoestop? –señaló mis tetas.

Gruñí.

–Desabróchate un botón más. No se te ve el sujetador. Y suéltate el pelo.

–Pero es que para fregar…

–Cállate y hazlo–me cortó secamente.

Obedecí y ocupé mi lugar tras la barra. El local se empezaba a llenar, pero aún no había empezado el espectáculo. Me puse a lavar copas con pose sugerente. Es difícil frotar vasos de chupito con un estropajo y parecer sexualmente atractiva al mismo tiempo, pero después de tanto tiempo de práctica ya me salía. Más o menos.

Mi primer cliente me pidió un gin tonic. Serví unas cuantas bebidas más (todas, sin excepción, alcohólicas) antes de que las luces bajaran de intensidad y un foco enfocara al escenario. El encargado se plantó frente al público, hizo las mismas bromas de cada noche y presentó a Paulita, que salió a escena sentándose en una silla, vestida con medias de rejilla, unas bragas de encaje y cinta adhesiva negra tapándole los pezones. Se puso a hablar con voz grave y sensual sobre las virguerías que su amante ficticio era capaz de hacerle en la cama, paseando sus manos por su torso desnudo y su cabello largo, negro, rizado y sedoso. Me sabía el parlamento de memoria: llevaba ya un mes explicando lo mismo. Sin embargo, seguía excitando al público. No era una chica que me gustase, pero tenía que reconocer que aquello se le daba bien.

Cuando empezaron las acrobacias en la barra y las exhibiciones sexuales, la clientela ya estaba ebria. Las parejas empezaban a darle más pasión a sus roces “casuales”, la gente jaleaba a las bailarinas y las idas y venidas a la barra eran constantes. Yo ya no daba más de mí: estaba saturada de trabajo sirviendo a una multitud sedienta de pecado. Dawn’s Strip Club era así en sábado. Todos querían olvidar el estrés y la frustración sexual acumulada durante la semana laboral, y era fácil. Chicas guapas y chicos muy sexis. En fin de semana, y a pesar de lo cutre que era, el club rebasaba el aforo máximo.

La verdad, yo no sabía cómo había podido conseguir empleo allí. Mi silueta, lejos de voluptuosa, era modesta, y yo no era una cara bonita: bastaba con fijarse en mi heterocromía para saber que Diana es un bicho raro. Sospechaba que había sido un error del encargado, que iría bebido al contratarme. Lo que no me explico es cómo me amplió el horario laboral cuando me emancipé. Tal vez se dio cuenta de que podía tenerme de camarera por sólo quinientos euros porque se me notaba la desesperación económica. Yo, sin formación completa, joven, viviendo en un barrio de los bajos fondos, aceptaría cualquier condición por algo de liquidez monetaria. Y así fue. Quinientos euros mensuales eran el precio de mi dignidad. Lo necesitaba para seguir malviviendo, porque yo nunca me echaba atrás. El encargado era un cabrón explotador, pero era listo.

Cuando al fin llegó la hora del cierre, me tuve que quedar a hacer caja. Ese día yo cerraba el local. Ni siquiera nadie se quedaba a supervisar. “Hacer caja” quería decir, además, limpiar las mesas, fregar el suelo y tirar los tangas que había olvidados entre los cojines de los sillones. A veces me encontraba un billete de cinco euros bajo una silla, y entonces me alegraba.

Eran casi las seis de la mañana y yo aún estaba esperando a que se secase el piso. Decidí desayunar allí. Me hice un café y me comí una naranja. Antes de proceder a limpiar los inodoros, intenté alegrarme escuchando ABBA. Puse el CD de sus grandes éxitos (todavía no sé qué hacía ese álbum allí si no pegaba en absoluto) y empezó a sonar Dancing Queen. Sólo cuando me quedaba sola allí podía escuchar música. ABBA era la banda sonora de mi infancia. Los domingos en que mamá no arrastraba las copas del sábado, ponía esta canción mientras preparaba tostadas para desayunar. Hoy era domingo. En lugar de estar manchándome la boca con mermelada, yo estaba bailando con la escobilla del váter al son de los suecos. Era todo tan grotesco que casi me puse a llorar.

Empezó a sonar Money, Money, Money, retratando mis últimos tres años. ¿Por qué no podría yo tener un sueldo decente? El dinero siempre me ha deprimido. Yo estaba asfixiada por las facturas y el alquiler, pero ni tan sólo contemplaba la opción de probar fortuna en el casino. Detesto el juego. Si quisiera un poco más de dinero por un par de meses siempre podría vender aquello que no uso… Pero no. Yo la pagué. Es mía. El instrumento de mi sueño. Si me muero, que me entierren con ella.

ABBA no me estaba ayudando nada. Mejor dejar la música. Eso es algo que sólo la gente alegre puede disfrutar.

Tres cuartos de hora más tarde, al fin había adecentado los lavabos, e incluso me había acordado de poner rollos de papel higiénico nuevos. Ahora iba por la calle, arrastrando mi alma y una bolsa de basura mastodóntica. Arrojé ambas al container y esprinté hacia el autobús, que casi se escapó sin mí. En mi carrera me torcí los dos tobillos como siete veces, pero llegué, jadeante, justo a tiempo. Sólo estábamos el conductor y yo. Miré por la ventana: aún era noche cerrada. Suspiré y me dejé caer en el primer asiento que encontré.

–Despiérteme en seis paradas–murmuré.

Ni siquiera me dormí.

Al bajar no podía pensar en nada más que en descalzarme. Me arrastré hacia casa, completamente agotada. Abriría las persianas seis horas más tarde, después de darle un manotazo al despertador y de remolonear veinte minutos más en la cama. Dormir, sólo eso.

La calle estaba desierta, compartida por mi alargada sombra bajo la luz amarillenta de las farolas y por mí. Estaba pensando en el show de anoche. Tantos cuerpos desnudos contoneándose ante mil ojos babeantes me hacían despreciar la sensualidad. Tan artificial, tan frío era todo… Yo ya asumía que se me había olvidado cómo besar.

Al alcanzar mi portería estos pensamientos se disolvieron cuando, al descalzarme, sentí un dolor punzante en los talones. El borde de los zapatos me había hecho roce, y con razón me había torcido los tobillos: se me había roto un tacón. Mierda. Zapatos nuevos no era precisamente lo que mejor le iba a mi limitadísimo capital. Iba a masajearme los doloridos dedos, pero me di cuenta de que había alguien forcejeando con la cerradura. Estaba claro que no tenía ni idea de cómo se abría, o tal vez iba tan bebido que no atinaba.

Recordé haber visto un nombre nuevo en los buzones. Éste debía de ser el inquilino.

Carraspeé levemente para recuperar mi voz acallada.

–Buenos días.

Manos frías

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