Читать книгу Manos frías - Leire Fernández Bravo - Страница 7

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capítulo ii

Cuando abrí los ojos eran las doce. La habitación estaba a oscuras. Me revolví entre las mantas y me incorporé pesadamente. Me acerqué a la pared y tanteé el marco de la ventana hasta dar con la cinta de la persiana. El día era tan nublado que me cegó, pero aun así, me quedé unos segundos contemplando el cielo lechoso, antes de que la proximidad al vidrio frío hiciera que me recorrieran escalofríos. Enrollé a mi alrededor la manta más gruesa y me acerqué a la cocina, si es que un par de fogones y armarios, un grifo y una mesa podían llamarse así. Con parsimonia, calenté agua y volqué unas cucharadas de café fuerte y otra de azúcar en la taza. Abrí la ventana, que daba a la escalera de emergencia del patio de luces, y me quedé sentada en una esquina, sintiendo el frío en mis pies y el calor del café entre mis manos temblorosas para recordarme a mí misma que seguía viviendo. De repente me acordé de que el día anterior se me había caído por la escalera metálica el carné de la biblioteca, y emprendí el descenso. Estaba justo bajo la ventana del piso de abajo. La ventana de ese desgraciado.

Aquella madrugada, él estaba intentando abrir la puerta del portal, sin éxito. A pesar de mi cansancio y del maldito tacón roto, me esforcé en sonreír y en darle los buenos días. Ni siquiera se giró, sólo emitió una especie de gruñido, y siguió con la ardua tarea de acertar con qué llave abrir la cerradura. Tosí para llamarle la atención, pero no se inmutó. Estaba ahí, simple y llanamente ignorándome. Llevaba ya tres minutos intentando inútilmente abrir cuando le pregunté si quería que le ayudase, pero se negó, así que saqué de mi desastrado bolso mi manojo de llaves y empecé a juguetear con él, haciéndolo tintinear. No iba a dejar pasar la ocasión de provocarle después de su evidente falta de respeto hacia mí. Entonces, al escuchar el ruidito metálico del llavero, se dignó a mirarme y, para mi sorpresa, fijó su vista en mis ojos. Luego me escaneó de arriba abajo y supongo que llegaría a la misma conclusión que mi chófer cincuentón. Los ojos nigérrimos de mi nuevo vecino eran extrañamente magnéticos. No tenía que decir nada. Sus ojos hablaban por él y me insultaban. Sentí que tenía que quedarme con la vista fija en esas pupilas que me desafiaban, pero aparté la mirada. Arqueé una ceja y me aproximé a la puerta. Sin decir nada, él sacó la llave de la cerradura y maniobré yo, que de un gesto abrí a la primera.

–El truco está en no meter la llave hasta el fondo–intenté otra vez ser simpática, pero él sólo murmuró una pulla y pude oír perfectamente la palabra mascullada: “zorra”.

Apreté los labios y lo fulminé de un vistazo. Entré por delante de él, sin molestarme en sujetarle la puerta, y subí las escaleras con los zapatos en la mano y con el paso más ligero que mi agotamiento me permitía. Tarado.

Y ahora estaba delante de su ventana, ya con mi carné de biblioteca guardado y envuelta en la manta. Apoyé los dedos en el porticón y empujé suavemente. Estaba abierto. Sopesé por un segundo si no respetar su privacidad violaba mi código ético, decidí que no y me colé. Al entrar no tuve que esperar a que mis pies llegaran al suelo. Había bajo la ventana un sofá viejo pero bastante mullido que me dio la bienvenida. Hacía tanto frío dentro del piso como fuera. Como en mi casa.

Su apartamento era más grande que el mío, con un dormitorio y la cocina separada de la sala principal. Fui a la nevera y la abrí: unas cervezas, tres huevos y poco más moraban el refrigerador. Yo también tenía que hacer la compra. Era primeros de mes, pero me quedaban sólo cien euros. Pasaría hambre. La encimera estaba grasienta. Seguí curioseando para olvidar mis penurias. En el lavabo había espuma de afeitar, un par de cuchillas y jabón. Igual era él tan pobre como yo.

La puerta del dormitorio estaba cerrada. La abrí con sigilo y vi su cuerpo sepultado bajo un edredón. Sólo asomaban sus cejas pobladas. La habitación estaba bastante desastrada. Vi su cartera en el suelo. Entré y le eché un vistazo. Sólo había su carné de identidad y cinco euros que, por lástima, no robé. Óscar Arcos Cruz, rezaba el DNI. Tenía veintiún años, dos más que yo. Óscar… Ahora que lo pensaba, no podía tener otro nombre. No tenía cara de nada más.

Bueno, sí. Tenía cara de capullo.

Me fijé en un libro que había tirado por ahí. Saramago. Lo quería leer. Arranqué una hoja de la libreta que tenía al lado del colchón y le escribí una nota.

“Estimado Óscar Arcos:

Te cojo prestado el libro que tenías abandonado en el suelo. Eres un maltratador de novelas.

Atentamente,

La Zorra de Arriba

P.D.: Aprende a cerrar las ventanas”.

Y, tal y como me había colado, me volví a casa.

Calenté caldo de brick y, a falta de fideos, eché macarrones. Mientras la sopa se enfriaba, hice la lista de la compra mentalmente. Todo en pack ahorro. Y unos zapatos nuevos. Putos zapatos.

Decidí ducharme para quitarme las angustias económicas de encima. Me desenredé el pelo frente al espejo y observé mi lastimero reflejo. Mi cuerpo estaba limpio de moratones, pero seguía pareciendo una perra apaleada, y no hay ni duchas ni pastillas capaces de borrar la memoria de la violencia.

Me metí bajo el chorro de agua, resistiéndome a graduar la temperatura. Lavarme en invierno era una tortura, así que procuraba hacerlo fugazmente. El agua, congelada, erizaba cada centímetro de mi piel. Me enjaboné el pelo: también tenía que comprar champú. ¿Algo más?

Me puse unos pantalones viejos y un jersey de hombre que había comprado por un precio irrisorio. Antes de envolverlo en la toalla, observé mi pelo largo y casi rubio. Era suave y no estaba muy dañado. Era chocante que hubiera algo que no estuviera mal en mí. Tal vez me pagarían bien por la melena.

El sonido del timbre me despertó de la siesta. Eran las siete de la tarde. Me había quedado dormida con la ropa puesta. Tenía una terrible migraña y me sentí absurdamente malhumorada.

Volvieron a llamar.

–¡Voy!

Abrí la puerta y encontré a Óscar Arcos Cruz ante mí. Me pareció más alto que la noche anterior.

–Vaya, qué alegría verte–ironicé.

–Quiero mi libro.

–Déjame–empecé a cerrar la puerta, pero puso el pie en medio de la trayectoria y volvió a abrir.

–Mi libro.

–No–traté de cerrar de nuevo, pero se deslizó al interior–. ¡Fuera! –le grité–¿Quién coño te crees que eres para entrar así en mi casa?

–¿Y tú? –touchée.

–Yo soy una zorra que sabe abrir puertas–escupí.

–Muy lista–me dijo, y se giró para escudriñar el piso en busca de Saramago.

Se detuvo al ver la minúscula habitación donde vivía. Dio un par de pasos, en silencio.

–¿Qué? ¿Te vas o no? –insistí, nerviosa.

Asintió.

–Puedes quedarte el libro–murmuró.

Se creería un santo haciendo una buena acción, el muy imbécil.

–¿¡Qué?! –me indigné– ¡No necesito tu caridad! ¡Tengo carné de la biblioteca! ¡Coge tu puñetero libro y no vuelvas más! –cerré en sus narices–¡Gilipollas! –grité para que me oyera.

Entonces me di cuenta de que el libro seguía en mi casa, así que volví a abrir y se lo tiré a la cara. Lo cogió al vuelo.

–¡Fuera! –di un portazo.

¿Para eso me había despertado?

Los domingos libraba. Fue lo único que me atreví a pedirle al encargado cuando mi contrato en negro pasó a ser de festivos a semanal. Quise los domingos de fiesta para sentirme normal un día de cada siete, porque antes de irme de casa ya solía pasarme el día en pijama. Muchas veces, cerca de las nueve de la noche, me sentaba con Gabriel a hojear los folletos de comida a domicilio y escogíamos la cena.

Ínfimos placeres que ahora eran de cuento para mí.

Hoy sólo me quedaban los restos de la comida para cenar.

Manos frías

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