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capítulo iii

Me desperté sobresaltada. Otra vez el mismo sueño. La noche era absoluta y sólo unas velas a los lados del camino alumbraban mi objetivo. Yo no llevaba ropa, pero mi cabello, largo hasta las rodillas, me cubría. El lomo de mi yegua respiraba entre mis piernas, sin silla ni mantas. También sus crines eran largas. Saqué del carcaj una flecha de plata, alcé mi arco y de un ligero golpe en el costado hice a mi yegua trotar, galopar. En la distancia, entre velas, amarrado a un poste estaba Iván. El sucio, asqueroso, inhumano Iván. Y me sonreía, como siempre. El recuerdo de su aliento en mi pelo me preparó para disparar, y la flecha, siempre certera, se escapó de entre mis dedos. Su sexo rasgado, inutilizado para siempre, atravesado de parte a parte con mi saeta de plata, y la sangre insuficiente. Aún al galope, me incliné hacia el fuego de la senda, perdí una nueva flecha y disparé entre ceja y ceja, y al soltarla oí el grito de mi madre, y el mío todavía más alto. Y el cadáver de Iván sonriendo para siempre.

Y, de vuelta a la realidad, aún sentía mis armas en las manos y a mi yegua cabalgando.

Abrí las persianas. Hoy hacía sol.

Me di una breve ducha y me senté en el colchón. Pensé en la noche anterior: había habido pelea en el bar. Un cliente se propasó con Paulita y el encargado salió en su defensa, y acabó él con el labio partido y un chichón y el otro cojeando y con dos dientes partidos. Me asusté mucho, pero me quedé sorprendida con la actitud del encargado. Yo siempre lo había considerado un cobarde, pero todo era lógico. Los animales protegen a sus cachorros, y Paulita era su sobrina.

Salí por la ventana a la escalera de emergencia con el café entre las manos y palpé la ropa tendida. No distinguí si estaba mojada o sólo fría, así que la dejé donde estaba, pero se escaparon de las pinzas unas braguitas con la imborrable mancha menstrual y cayeron al patio de luces.

–Mierda–mascullé, y bajé los peldaños metálicos a todo correr para rescatarlas.

Emprendí la subida con más calma. Había hecho temblar las escaleras con mi carrera, provocando un innecesario estruendo. Cuando llegué al rellanito del primer piso, se abrieron las ventanas y la señora Paquita se asomó.

–¡Várgame! ¡Menúo ejcándalo has armao’ en un momento, shiquilla!

–Lo siento, señora Paquita. Iba a destender y ya sabe que la ropa casi siempre acaba en el patio de luces.

–Te vi a regalá unah pinsah que t’aguanten–bromeó–. Hasía musho que no te veía. ¿’tas bien, niña?

–Sí, sí. ¿Qué tal usted?

–¡Uy! Poh ya que me preguntah, te vi a desí que vi a volvé a sé agüela.

–¿De verdad? ¡Qué alegría!

–Sí, mi Antoñito… ¡Qué ilusión me hace! Pero güeno, no te quiero aburrí con cosah de vieja… ¿Hah vihto ar nuevo vesino?

–¿El de aquí arriba?

–¡Ese! Tiene una pinta un poco rara, pero, oye, el otro día me ayudó con lah borsah de la compra, ¡y eso que eran sinco y una garrafa!

–Pues sí que parece educado.

–Musho. Se ve que tuvo problemah con la gente de su pueblo, ¿sae? Asín que se vino p’acá pa’stá máh a su aire.

–No tenía ni idea. Yo sólo me lo he cruzado.

–Poh sí. ¿Y tú, qué? ¿Cómo te van loh novioh?

–Pues no van. Sola estoy más tranquila.

–Eso tá bien, que luego t’ajuntas con un dehgrasiao’ y ya tieneh jaleo. Pero te digo qu’el vesino… Yo creo que, aunque no lo parehca, eh buen partío, ¿m’entiendeh?

–¡No me haga reír!

–Güeno, niña, yo sólo te lo digo. Anda, vete pa’ casa, que te vah a quedá tiesa con ehte frío. ¡Avísame si tieneh farta de argo!

–Sin duda. ¡Avíseme usted de las novedades del nieto! –me despedí y seguí subiendo.

Al llegar a mi ventana, me encontré la novela de Saramago apoyada en el alféizar. <<Cabrón>>, pensé, pero estuve enfrascada en la lectura hasta la hora de ir a trabajar.

–Pero, ¿¡cómo coño vienes así?! –me espetó el encargado al verme–¿¡Qué cara es esa?!

–¿Qué?

–¿Estás tonta? ¡Cualquiera diría que empleo menores! –se indignó. Como si no fuera cierto–¡Píntate, coño!

–Lo siento. Estaba leyendo y ya se me echaba el tiempo encima y se me ha olvidado…

–¡A ver! ¿Estudias o trabajas, cariño? Los libros, para empollones. Tienes cinco minutos para pintarte y ponerte a fregar, ¿me oyes? –agradecí que el local no estuviera muy lleno por ahorrarme la humillación–¡Cinco minutos! No sé ni cómo cojones te contraté…–masculló– ¡Va!

Fui al baño, aguantándome las ganas de darle un bofetón. Paulita salió del cubículo y me miró.

–¿En serio vienes sin pintar? Parece que tengas quince años–se mofó.

Sacó su delineador de ojos del bolso y me lo tiró, pero no fui lo suficientemente rápida para cogerlo y cayó al suelo. Seguro que se había partido la mina. Sentí cómo Paulita ponía los ojos en blanco a mi espalda.

–Quédatelo. El pintalabios se lo pides a otra–espetó, y se fue.

Serían las tres de la mañana cuando aquel hombre vino a la barra.

–Un mojito, guapa–pidió mirándome el escote.

Le serví la bebida y, al primer trago, puso cara de asco.

–¡Qué mierda!

–¿Disculpe? –me tragué la incredulidad.

–Espero que haya cosas que hagas mejor–dijo con sorna.

–Usted no sabe lo que dice–intenté contestar con suavidad. “El cliente siempre tiene la razón”.

–Me llamo Gabriel Pérez–me extendió una tarjeta que rezaba “Venus’ Lapdance” –. Llámame cuando te echen.

–No sé bailar…–comencé a protestar.

–Ni hacer mojitos–se acercó a mí–. Pero a todo se aprende–puso una sonrisa repugnante y me agarró del pecho.

Le tiré la bebida a la cara, presa de la ira, y él me agarró del cuello de la camisa y yo chillé. El encargado me oyó y corrió hacia la barra. Nos separó de un tirón y, para mi estupor, me cogió de los hombros y me estampó contra la máquina de hacer café.

–¡Haz lo que te dice el cliente y punto, ¿entiendes?! ¡Sólo tienes que servir!

–¡Me ha tocado! –le grité, señalando al agresor.

–¡Y a mí qué! –contestó zarandeándome–¿Quién te crees que eres? Yo no defiendo a zorras, ¿está claro? Tú haces lo que te dicen y te callas como las putas–me soltó.

Se giró hacia aquel cerdo.

–Disculpe, señor Pérez. Ésta no ha sido domesticada todavía, ¿verdad? –rieron–Pero, mírela. Por lo menos sirve para fregar los vasos, y tampoco está tan mal.

–Menos por los ojos.

–Bueno, nos ha salido rara… Es lo que hay. Hay a los que les gusta, ¿sabe?

–Tan raros como ella.

–Aún ha de aprender. Tiene diecinueve. Igual con un par de polvos se portaría mejor.

–No lo dudo–más risas.

–Sois deleznables–susurré al borde del llanto.

–¿Delequé? ¿Has aprendido la palabrita en el libro? –se burló el encargado–¿Sabes qué? Tienes el resto de la noche libre.

–No, déjala–dijo el otro–. Tiene algo que me gusta–me estremecí de asco.

–¡No serán los ojos!

–No me pague la jornada. Me voy–atajé.

–Muy bien–se encogió de hombros–. Pero no te columpies mucho o…–hizo un gesto hacia la puerta–. Ya se lo he dicho, señor Pérez. Una perrita sin domesticar.

Seguí llorando cuando llegué a casa. Lloré porque me sentía basura, lloré porque me habían tratado como a la mierda, lloré porque aún sentía sus dedos tocándome el pecho y me daban arcadas, lloré porque ese capullo no merecía llamarse Gabriel y lloré porque había perdido el sueldo de una noche, y lloré porque recordé mi sueño y eché de menos una mamá y mi casa, y lloré porque tendría que estar al borde de la muerte para llamar a la mía otra vez, y lloré porque no podía perdonar.

Vi el amanecer. Me vino a la memoria mi primer proyecto con mi primera cámara: fotografiar las auroras de cada sábado del año para ver la paleta de colores entera. No alcancé mi objetivo porque me quedaba dormida muchas mañanas, pero guardaba con celo las fotos que tenía. A nadie le pareció mal ese álbum. Aquella vez, el cielo tiñó las nubes de un rosa como un abrazo y de un naranja como una caricia, y volví a llorar como una boba porque estaba tremendamente sensible.

Lavé la angustia con lejía haciendo la colada que me había dejado el último día, a mano, porque no tenía lavadora, y tendí. Otra vez, unos calcetines cayeron al patio de luces. Estaba hasta los cojones de esas pinzas de mierda. Antes de ir a recogerlos, sin embargo, cogí el libro de Saramago y lo dejé junto a la ventana del segundo piso. “Sigo sin querer tu caridad”, escribí en la misma nota que le había dejado la primera vez.

Manos frías

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