Читать книгу Manos frías - Leire Fernández Bravo - Страница 9

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capítulo iv

Sonó el interfono. Era el cartero. Bajé personalmente a la portería para abrirle y esperé a que acabase de repartir sobres para recoger mi correo de mi buzón. Había una carta.

Subí a casa. Tenía calentando el agua del café y acabé de barrer antes de ponerme a leer. La carta era de Gabriel.

“Tata:

Todo bien por aquí. Pronto empezamos los exámenes y estoy teniendo algunos problemas con las mates, pero es lo que hay. Mamá ya está buscando profe particular para que me dé clases.

En casa están muy liados. Papá está preparando una conferencia que da en Madrid después de Navidad y mamá no para entre la oficina y la casa. El otro día lavó tus edredones y todavía siguen tendidos. Yo creo que le da apuro recogerlos porque ha de entrar otra vez en tu habitación para guardarlos y siempre lo hace rápido porque lo pasa mal. Tu foto sigue en su mesita de noche.

¿Sabes qué? Estoy intentando montar un grupo de música. Dani toca la guitarra y Silvia sabe cantar (más o menos). Por lo menos sabe pronunciar en inglés. Sólo nos falta un baterista. ¡Ojalá tire esto para adelante! ¡Tendría algo más que hacer aparte de las extraescolares y de estudiar!

Dejo de escribir ya, que tengo mates. Perdona que la carta sea tan corta. ¿Cómo estás tú? ¿Bien?

Tengo ganas de verte.

Muchos besos,

Gabriel

P.D.: No te preocupes, sigo sin dar tu dirección. Por lo menos así podré mandarte cartas. Ojalá pudiera decirle a mamá dónde vives para que al menos pudiera escribirte”.

Suspiré. No quería tener que asociar a mi hermano con el sentimiento de culpa. Me bebí el café despacio mientras releía la carta e hice la cama, y después me vestí, abrigada. Era otro domingo de nubes bajas y blancas. Hice cuentas, fregué el suelo, abrí para ventilar. Aún no sabía cómo responderle.

A la una y media bajé a la ventana del segundo piso y llamé con los nudillos. Volvía a estar abierto. Entré.

–¿Sigues sin saber cerrar? –pregunté en voz alta.

No hubo respuesta. Tal vez estaba dormido. Me daba igual.

–¿Hola? Hoooo-laaaa–canturreé impertinentemente.

Nada.

Entré en el dormitorio. La cama estaba deshecha, pero todo parecía en orden.

–¿Hola? –volví a probar al asomarme a la cocina.

Nadie.

La puerta del baño estaba entornada. La golpeé ligeramente. No oí nada.

–Eh. Óscar.

Sin respuesta, pero la luz estaba encendida.

Me puse nerviosa al pensar en lo peor: mi vecino había fallecido mientras se aseaba y yo descubriría su cadáver y tendría que llamar a una ambulancia y ver cómo se llevaban el cuerpo en una camilla, tapado con una sábana…

Tenía que entrar. Era lo ético. Todo eran paranoias.

Abrí la puerta y tuve que llevarme las manos a la boca para detener un grito.

Óscar estaba en el suelo, inmóvil y desvestido, sobre un charco de agua. Corrí hacia él y puse la mano bajo su nariz. Respiraba. Gracias a Dios.

Había ropa doblada y limpia sobre la tapa del inodoro y el bote de gel estaba abierto. Resbaló cuando se estaba poniendo la ropa interior, porque tenía los calzoncillos a medio poner. Entonces fui consciente de que estaba desnudo y me sentí una invasora. Pero no me podía ir.

Sacudí el cuerpo suavemente y le llamé. No contestó. Seguí intentando hacerle volver en sí y probé a abofetearlo débilmente. Nada.

–¡Óscar! –lo zarandeé por los brazos.

Gimió.

–Madre de Dios… ¡Óscar, despierta! –intenté–¡Joder! ¡Despiértate de una puta vez, coño, que te tengo desnudo y desmayado y no sabes lo violento que es!

No emitió ningún sonido, pero su respiración continuaba siendo normal. Miré a mi alrededor. ¿Qué podía hacer? Traté de levantarlo, pero pesaba demasiado para mí. Quise vestirlo, pero los bóxers estaban mojados del suelo. Le quité la prenda y la aparté, y luego rebusqué en los cajones de su habitación hasta encontrar el de los calzoncillos y calcetines. Fui a ponérselos, pero me di cuenta de que se mojarían igual, así que tuve que agarrarlo por los tobillos y arrastrarlo fuera del lavabo. Tenía el cuerpo helado.

Empecé a vestirle. Pesaba mucho. Le iba a abrochar la bragueta del pantalón cuando se agitó y volvió en sí.

–Qué… haces…–preguntó con un hilo de voz.

Apartó mis manos de él.

–¡Óscar! Ay, menos mal…–empecé a retirarme, pero él volvía a desmayarse– ¡No, no, no, no, no! –le di otro bofetón–¡Oye!

Gimió de nuevo.

–No te desmayes. Te has dado un golpe en la cabeza y te has quedado K.O. Te visto para cuando lleguen los de la ambulancia…

–No–dijo, cerrando los ojos y dejando caer la cabeza.

–No, ¿qué? ¿No quieres ambulancia?

Asintió.

–Vale, vale… Tranquilo. Pero al médico iremos igual. ¿Me oyes?

–No.

–Calla–ordené–. Te tengo que acabar de vestir y necesito tu ayuda. ¿Puedes incorporarte y apoyarte contra la pared…? Así. ¿Te ayudo? –no hablaba, sólo actuaba–No. Vale. Vale. Bueno, bien. Te voy a poner la camiseta y… ¿Eh? ¿El jersey te lo pones tú? Vale. Te traigo agua con azúcar. No. Tú te quedas aquí.

–¿Te encuentras mejor? –estaba sentada en el suelo, junto a él.

–Sí–dijo, pero tenía cara de dolor.

–¿Puedes levantarte?

–Eso creo–lo agarré de los antebrazos para que se apoyase.

Gritó.

–¿Qué pasa?

–Me duele el brazo.

Le eché un vistazo a la zona.

–¿Aquí? –toqué.

Se estremeció.

–Vale… Creo que te lo has roto.

–¿Ahora eres médico?

–¿Tienes que ser un estúpido hasta cuando estás así? –me molesté–No, no soy médico. Por eso hay que ir.

–No voy a ir a ninguna parte.

–Sí, sí que vas. Es que también te has dado contra el borde de la bañera. Te podrías haber desnucado.

–No voy.

Le di un empujón de rabia. Me miró ojiplático.

–¡Deja de ser un crío! Vas a ir. Entiendo que no quieres ambulancia porque no te la puedes pagar, pero vas a ir.

–Vete.

–No.

–Vete–insistió, iracundo.

–Oblígame.

Me agarró del pelo y tiró de él hasta llevarme a la puerta. Qué rápido se había recuperado. Cerró en mis morros.

Pateé la puerta.

–¡Eres un gilipollas! –grité.

Esa escena empezaba a serme familiar.

“Queridísimo Gabriel:

Siempre me hace feliz recibir tus cartas. Yo estoy bien, aunque cada día odio más mi trabajo. En fin, ¡es el precio de la independencia! Pero tú no tengas prisa por irte de casa, que tienes la suerte de querer estudiar y puedes montarte un futuro de éxito. Hablando de eso, ¡ánimo con las mates! Es un rollo tener que tragártelas, pero tienes que ser constante, que cada vez estás más cerca de hacer lo que te gusta.

Estoy pensando en pintar las paredes de casa de lila claro. Sé que siempre te lo digo, pero es que tengo el piso hecho un desastre. Te invitaré a comer cuando lo tenga todo arreglado. Tantos meses viviendo ya aquí y sigue hecho un Cristo. ¡Soy un caso perdido!

¿Sabes qué? Tengo un nuevo vecino, de más o menos mi edad. Parece que en su pueblo no le iba bien y ha tenido que mudarse. Ya ves, somos unos cuantos lo que nos escapamos… Es un poco borde, pero a saber por lo que ha pasado. Yo creo que, por su actitud, lo han echado o algo.

Me alegro de que las cosas vayan bien en casa. Es genial que a mamá le vaya bien en el trabajo y me pone contenta que sea feliz con tu padre. Si están de buen humor, seguro que tienes galletas de chocolate caseras los sábados, ¿verdad? ¡Disfrútalas por mí también!

¡Un abrazo enorme!

Diana

P.D.: ¡Ya me dirás cómo va lo del grupo!

Te quiero”.

Manos frías

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