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La puerta del perdón

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Like someone in love

Bill Evans

Hay noches en que los bares adoptan la atmósfera mística del jazz con un olor a tabaco y cerveza mesurado en las paredes. La rockola, que sufre de resaca musical, suena con la virtud de un delicado tocadiscos, cada vez más melancólica. Son noches en que la soledad lo abarca todo y que por el azar del destino dejas de sentirte tan solo entre el sonido de las botellas y el humo. Todo porque una fiera ha recorrido la misma ciudad para posarse a solas en el mismo bar. Lo supe al verla entrar. El ruido de la gente se paralizó, dejando mi canción de jazz favorita sonando en mi cabeza. Así de enigmático es el encuentro de dos almas que, con suerte, se enamorarán por instinto o por miedo a la soledad.

La miré con disimulo, mientras yo tomaba un trago, un trago de bosque, un trago profundo de donde salgo a respirar la noche. No encontré en su mirada vacilación y en su lugar vi nacer la luna. Arrastrado por la curiosidad decidí quedarme. Pedí otro trago y me acerqué sondeando sus senderos, sus ríos y la colina que llevaba por cuerpo. Sin pretensiones, porque ya tuve suficiente de seducciones ideológicas y de la fascinación del ser humano por gobernar la libertad del otro. Esperaba no recibir una cátedra de política y esas ideas que nos vuelven cada vez más irónicos. ¡Ah! ¡Vaya trampa la de seducir a una mujer! Se corre el riesgo de ser tratado como un cavernícola o, de un momento a otro, encontrarse sentado orinando en el retrete.

No cometería el error de entenderla. Eso lo aprendí de todas las mujeres que frente a mis ojos se redujeron a polvo. Para mí, solo existe una norma: respetar la certeza de ser diferentes.

En cualquiera de los casos ya era demasiado tarde, estaba frente a ella ofreciéndole fuego del mechero. Aceptó. Se llevó el cigarro a la boca y al inclinarse elevó su mirada hacia mí. Le pregunté si compartiría la mesa conmigo y respondió que sí, con un gesto de haberla hecho esperar demasiado por la pregunta.

Buscó algo en su bolso. Aproveché y le pedí al mesero traer otra ronda. Al volver la mirada hacia ella, su rostro bailaba con el humo exhalado de su boca de amapola, que se desvaneció en la oscuridad como la imagen misma de la perfección. Una sombra rondaba en su mente y no quería ser inoportuno. Tomé mi trago y me levanté con la intención de dejar la mesa. Todavía sumida en sus pensamientos, me tomó por el hombro y al mirarla le dije:

—Creo que necesitas estar sola.

—Disculpa, ya pasó… ¿En qué estábamos? —dijo, dando una calada al cigarro.

—Juegas con el humo de tu cigarro y yo… Yo te miraba… Lo cual es muy placentero, pero me gustaría conversar.

Tomé de nuevo asiento.

—¿Te incomodan los silencios? —preguntó.

—Solo cuando parecen esconder algo.

—Todo silencio esconde algo.

—¿Qué esconde el tuyo?

El mesero llevó los tragos. Ella tomó el suyo y, llevándoselo a la boca, respondió:

—Algunos silencios son fantasmas.

—¿Tú eres uno? —pregunté, elevando mi trago en señal de brindis.

—¿Acaso le has ofrecido fuego antes a un fantasma? —dijo con ironía.

—No. ¿Y tú?

—Tampoco… Al menos no que yo lo sepa.

—En ese caso, brindemos por los vivos en esta mesa.

Chocamos nuestras copas y bebimos sin perder contacto visual. En ese instante nuestro encuentro fue obra del mismísimo destino. Poco a poco nos fuimos abandonando en la conversación, pasando de lo impersonal a lo que de verdad era interesante. Noté que miraba mis manos. No sé si le molestaban mis movimientos o si le parecía aburrido. Miré su mano izquierda. Estaba casi seguro de que era soltera… Seguimos hablamos de todo y de nada, hasta que tomé valor y le pregunté:

—Oye…, ¿tienes pareja?

—No me interesan las relaciones de pareja.

—Y yo que me empezaba a enamorar…

—Quién diría que eres un romántico.

—Y quién diría que te han roto el corazón.

—¿Por qué lo dices?

—Porque yo también escucho fantasmas cuando guardo silencio…

—Estás comenzando a agradarme —dijo, terminando su trago.

—¿Qué? ¿Otra ronda?

—¡Claro! ¿Por qué no?

Nos quedamos en silencio por un momento antes de reírnos como dos cómplices. Algo comenzaba a calentarse muy adentro y ambos lo sabíamos.

La noche se fue diluyendo entre tragos, risas y algunas discrepancias que resultaron insignificantes ante la atracción que nos ocupaba. Las estrellas se acomodaron en su rostro y la luna fue inmensa en su mirada. Le pertenecíamos a la noche. Para mí no había lugar más seguro que ese bar olvidado por la policía y por Dios. Ella era la poesía y yo leía de sus labios. Nos regalamos versos de pólvora, atraídos por la bestia enjaulada del otro.

El mesero levantó los vasos y nos pidió que desalojáramos el lugar. Estaba por amanecer y los efectos del desvelo comenzaban a hacerse presentes. Tomamos nuestros abrigos y nos dirigimos a la salida, donde le pregunté si quería que la llevara a su casa. Respondió que vivía cerca y que deseaba caminar un momento a solas. Nos despedimos. Un taxi apareció en sentido contrario, corrí tras él unos cuantos metros hasta que logré detenerlo. Cuando estaba por abordarlo, escuché su voz. A lo lejos, la vi con una mano al costado de su boca:

—¡Oye! ¡Disculpa! ¿Cómo dijiste que te llamas?

—¡Bruno! ¡Me llamo Bruno Carusso!

Se despidió con un tierno gesto y retomó su camino. Yo me quedé al costado del taxi, viéndola partir con la llegada del sol. La luna se marchó con ella.

Sweet-Jab

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