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Whisky

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No hay resaca que resista a un par de aspirinas y una tarde de limpieza en casa. Me puse manos a la obra y pasé la aspiradora por todo el apartamento, especialmente sobre la maldita alfombra tapizada con los pelos grises de Matías. Lavé los platos y seleccioné la ropa sucia. Me dispuse a lustrar los zapatos y resultó imposible, porque tenían las marcas de una serie de quejas de Matías. Mejor los cogí y subí a la azotea para lavarlos y secarlos.

Después de tanto trabajo hogareño me senté en uno de los bordes de la azotea que dan a la avenida principal para fumar un cigarro y disfrutar del impresionante cielo al atardecer, un espectáculo que me devuelve el entusiasmo al cuerpo. Entonces vi que se aproximó un portentoso Cadillac negro descapotable, conducido por un tipo que se hacía acompañar de una bella mujer de labios rojos, lentes de sol y una bufanda que acariciaba sus mejillas con el ir y venir del viento. Tal imagen capturó toda mi atención y alucinado me dije: «Necesito un maldito auto». Viendo la imagen mezclarse en el horizonte, me inquieté. Apagué el cigarro y bajé presto a tomar una ducha helada antes de salir a trabajar. Aproveché para repasar todo lo sucedido la noche anterior y descubrí que un asunto importante se escapaba. Divagando en mi nebulosa comencé a afeitarme. Lejos de recordar el nombre de la chica, lo que conseguí fue un corte en la mejilla. Cuando te digan que los hombres no sabemos hacer dos cosas al mismo tiempo, no te ofendas… Yo respondo que sé hacer una muy bien…

Frustrado limpié la herida y la protegí. Me vestí y salí de casa con rumbo a la estación. Durante el trayecto continué intentando recordar su nombre. Me recriminaba no haber prestado atención a un dato tan importante. Soy terrible con los nombres y las fechas, lo reconozco. Cuando era pequeño olvidaba el cumpleaños de mis padres y los nombres de las chicas que me gustaban. Era tan bochornoso que todavía lo recuerdo con claridad, como si fuera una película muda, porque de lo contrario recordaría el nombre de la chica de anoche… Al llegar a la estación, tuve la ingenua tarea de observar por todas partes con la esperanza de verla pasar y fue inútil. Miré el reloj. 6:30 p.m.

Prefería llegar al trabajo al menos una hora antes. Me tomaba muy en serio la tarea de preparar la barra, las botellas y el local. Cuando todo estaba en su punto, me relajaba y daba comienzo a la noche. A esa hora, las estaciones de tren están repletas de personas que han finalizado su jornada y van en desbandada en busca de tranquilidad o un poco de placer. La mayoría regresan a casa para encontrarse con sus familias. Los solteros de oficina se reúnen para compartir, hablar de sus conquistas, sus proyectos, sus carros y el fútbol. Los solitarios parecen ir por la vida sin rumbo, postergando conversaciones y viviendo a través de los demás. Los reconozco de inmediato al entrar en el bar. Suelen mirar a su alrededor como quien busca la mejor silla en el teatro, siempre listos para contemplar la tragicomedia de la vida y sus musas intocables. Estos últimos finalizaban en mi barra, en el confesionario, donde yo los recibía con el mejor tratamiento de la casa. Un whisky no cura, pero es un buen remedio.

Logré tomar el tren de las 6:45 p.m. con destino al centro de la ciudad. Estaba por abordarlo cuando me invadió una sensación muy extraña, como cuando crees haber escuchado la voz de tu madre o cuando recibes la visita de un recuerdo alegre. Observé a mi alrededor y todo me pareció inquietante. Solo era yo, esperando ver sus ojos al otro lado de las vías del tren.

Al llegar al local me encontré con Mike, el pianista de la casa. Me dijo que Raíza había pasado a saludar y había dejado un paquete para mí. Raíza fue una cliente frecuente en esos meses. Una noche de tantas llegó, se sentó en mi confesionario con la mirada perdida y una desazón… La mujer estaba desorientada. No encontraba consuelo alguno y yo, que soy mejor ofreciendo tragos que consejos, me dediqué a escucharla y darle cuanto trago me pedía. Acabó borracha, le pedí un taxi y la despaché a su casa. Para mi sorpresa continuó frecuentando el bar. Le gustaba la atmósfera y la música en vivo de mi amigo. Decía que el sonido del piano le calmaba la tristeza. Compartimos muchas conversaciones y, por más que lo intentaba, siempre hablaba de su exmarido, a quien maldecía y describía como a un zoquete. En alguna ocasión me pareció estar escuchando a mi exesposa, a tal punto que entendí el motivo de mi divorcio.

Raíza era una mujer encantadora… Me dejó una botella de whisky y una tarjeta. Lo que me tomó por sorpresa fue la dedicatoria: «¡Nos hemos reconciliado, Bruno! He vendido todo. Iremos a recorrer el mundo. Gracias por la amistad y la compañía. Me espera una segunda luna de miel. Te llevaré siempre conmigo a cada bar que vaya. Con cariño, Raíza». ¿Qué carajos le sucede a la gente? Creo que no a todos nos pertenece la dicha de ser extrañados, ni las segundas oportunidades. ¡Mierda! Me preguntaba si volvería a ver a la chica de anoche, por más que lo intentaba no podía recordar su nombre y tampoco le pedí su número de teléfono. Sabía que vivía cerca del bar donde nos conocimos, y yo con esa botella en la mano… ¡Maldito whisky! Se supone que es bueno para olvidar las penas, no para olvidar el nombre de la mujer más encantadora que hubiera conocido. La vida no es más injusta que este whisky a solas.

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