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Bad boys

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Ya estaba por amanecer.

La madrugada regresa golpeando puertas y ventanas. La madrugada es la frívola viuda de la noche que, como alma en pena, trata de impedir lo inevitable. Sabe que en algún lugar del universo alguien está por encender la primera luz del día. Errática se dirige al horizonte, al encuentro de su propia ejecución. El viejo letrero de neón —cerrado— ya estaba encendido anunciando el final de mi jornada.

Me gustaba la luz tenue. Era la luz necesaria para moverse a través del salón, de mesa en mesa, sacudiendo el rastro de la noche. ¡Todo listo! Verifiqué la barra y el inventario. Me dirigí a la salida que conduce al contenedor de basura, lancé las bolsas y regresé al punto cero donde ya nada importa. Éramos mi cigarro y yo en aquel pequeño callejón donde respiraba la exótica energía de la ciudad. Desde sus esquinas se asomaba un olor a perfume barato. En la autopista sonaba el alma descarriada de algún suicida. Los semáforos reafirmaban la insurrección de esta urbe ahogada. Al unísono, gritaban varios junkies desesperados por una dosis más de realidad alterada. Yo, simplemente, fumaba, le daba un profundo golpe al cigarro y soltaba mis propias bestias al cielo para olvidarme de los rostros, las preguntas estúpidas, los insultos de propina y las mujeres bellas que pedían tragos sin mirarme a la cara. Ellas se dedicaban a corregir su labial frente al espejo. En realidad, solo evaluaban las posibilidades. Otras platicaban entre amigas, tratando de llamar la atención. Y las últimas, las últimas eran inalcanzables. Levitaban al lado de sus hombres olorosos a dinero. La verdad es que la mayoría ni siquiera se percataba de que había un ser humano al otro lado del mostrador. Me hubiera encantado inventar una versión robotizada de mí, que tuviera más energía y la inagotable paciencia que requiere atender clientes insoportables. Lo habría llamado Bruno-Bot. O quizá Bruno-Tequila, así sonaría más atractivo para las chicas. ¡Ya lo tengo! Bruno-Sex in the city. ¡Qué va! El caso es que he reflexionado mucho al respecto. Yo era un tipo amable, atento y soltero, y las mujeres no veían más allá del barman. Vi más hombres y mujeres enamorarse en una sola noche que un viejo cura dando ostias. ¡Malditos herejes! Y siempre me encontraba allí, sumergido en ese abismo de concreto, entre edificios que se elevaban alrededor de mi pequeño bar. Estaba para aquellos que buscan demorar la llegada del día. Al menos esa noche había transcurrido sin pormenores. Cerré el bar sin tener que echar a golpes a ningún cliente problemático o hacer de tutor de alguna joven que iba por allí tambaleándose de mesa en mesa, desafiando las leyes de la gravedad.

El frío me trajo de vuelta al interior del bar. Mike tocaba el piano junto a su esposa Annet, que vino a verlo. Bebían y cantaban muy contentos, y yo no paraba de pensar en la pelirroja de anoche. Mi cuerpo pedía reconciliarme con el resto de la madrugada e ir a dormir. Pero era imposible contener mis ganas de volver a verla. Me serví un trago y me senté a compartir. Me gustaba escuchar a Annet cantar. Trabajó con nosotros antes de quedar embarazada. Una buena noche se apareció en el bar con su estilo extravagante pidiendo una oportunidad de trabajo. Era una noche ocupada y le respondí que no teníamos plazas para camarera. Sin mediar más palabra, escuché una voz que venía del escenario.

—Escúchame, hombre de negocios, no quiero ser tu camarera.

Me miró muy molesta, tomó el micrófono de Mike. Cantó y cantó dejándonos a todos fascinados con su impresionante voz. Todos la aplaudían y pedían otra. Mike hizo una señal de aprobación. Al principio creí que se refería a su voz, pero pronto entendí que la atracción era más carnal que artística. Se enamoraron con la misma rapidez que yo sirvo un trago en las rocas. El amor por la música que ambos compartían sería la llama que pronto se consumiría con el nacimiento de su pequeño Louis.

Tomábamos unos tragos juntos y hablábamos del crío, de lo mucho que había crecido y de lo diestro que era con los instrumentos musicales. Ellos discutían sobre los planes que tenían para él. Mike quería que estudiara música y Annet no paraba de repetir que debía estudiar una carrera que le garantizara un futuro. Ya estábamos ebrios y fui yo quien terminó de sembrar inocentemente la semilla de la discordia. Le pregunté a Annet si pensaba regresar a cantar y de inmediato saltó de su asiento con mucho enojo.

—¡Mike dice que ya no canto igual!

Al instante pasamos de una plática amena a una escena de gritos y reproches. Annet culpaba a Mike de arruinar su carrera. Era tan incómodo que llegué a sentirme culpable. Tomé mi abrigo y decidí marcharme para que resolvieran sus asuntos a solas. Annet estaba muy desencajada y Mike parecía haber descubierto una verdad muy desagradable. Le entregué las llaves y me fui con la sospecha de que Louis además de traer consigo las formas del amor, también trajo un silencio profundo que se quedó atorado en la garganta de su madre. Quiero pensar que el canto de Annet duerme en Louis, aunque eso solo sirva de consuelo para ella.

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