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Sábado, 12:45 p.m.

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Sonaba la alarma. 12:45 p.m. El mundo despertó. Escuché un tren que pasaba con la imparable fuerza de la urbe y desde la estación se elevaba el extraño olor de la realidad. Una luz invasora entraba por la ventana, quitándome lo único que tenía: el entusiasmo nocturno.

Siempre era tarde para prestar oído al sabio susurro de la mañana. Me quedaba sobrevivir a esa resaca y esperar a que el cielo se rompiera en cientos de fragmentos, dando lugar al abismo nocturno donde se escondían todas mis señales.

A propósito, hablando de señales, sospeché que al condenado de Matías le molestaba el olor del alcohol. Cuando volvía pasado de tragos, lo encontraba abriendo las cortinas de par en par al amanecer. Bien sabía lo mucho que me molestaba la luz del sol… Él se permitía sus placeres y yo no lo juzgaba. Salía de cacería cuando le daba la gana y ni hablar cuando regresaba a quitarme el sueño con uno que otro ruido. Limpiaba su desastre. Servía su comida. Y tenía que lidiar con su indiferencia cada vez que le hablaba. No me respetaba… Por cierto, Matías era mi gato. Creo que debí castrarlo. Era irremediablemente pendenciero y territorial. Ya vivía en el apartamento cuando me mudé. Al parecer, fue abandonado por los inquilinos anteriores. Quise deshacerme de él una y otra vez y él siempre supo cómo regresar. La primera noche lo encontré sobre la mesa, luego en la alfombra, después sobre el inodoro, hasta que una mañana lo encontré en mi cama. Ahí comprendí que exigía su lugar y que teníamos más cosas en común de lo que pensaba. Se trepó en mí y me maulló de tal forma que me pareció entenderlo. Compartíamos más que la calle y las salidas nocturnas, ambos teníamos estilo y algunas cicatrices de pelea. Los días pasaron y sin darme cuenta regresaba a casa con cervezas en una mano y croquetas para gato en la otra. Se nos hizo costumbre sentarnos a ver la televisión después de la cena y nos hicimos buenos amigos. Matías llenaba el lugar. Juntos hicimos del apartamento nuestro pequeño dominio y por la noche, cuando me preparaba para ir a trabajar o salía por unos tragos, él también se acicalaba. Sabía que nos esperaba la locura, las luces, los callejones y el neón. Salíamos juntos, saludando a la noche con estilo y con decencia. En algún punto del callejón, él acariciaba mis piernas y tomaba su propio camino. En ocasiones nos ausentábamos por varios días y, al regresar, compartíamos un silencio tan reconfortante. Nos mirábamos las heridas sin molestia y sin pretender tener la cura.

Yo era un tipo cruzando la crisis de los cuarenta y Matías era un salvaje, y eso me gustaba. Por fin había encontrado a otro incomprendido que en el fondo no buscaba más que refugio, paz y, con suerte, un poco de afecto. Alguien que no quiera culparme por sus malos días. Las mejores amistades aparecen de pronto y sin darnos cuenta se vuelven tan trascendentales que imaginarse los días sin ellos es muy difícil. Matías me enseñó el significado de la amistad. Nos domesticamos y aprendimos a tolerarnos el uno al otro. Yo había contemplado tener un perro, pero la vida me dio un gato. ¡Y vaya que sabe ser un buen amigo! Me enseñó que, tanto en el amor como en la amistad, también se puede tener colmillos. ¿Cómo castrarlo? Sería como negar mi propia naturaleza.

Sweet-Jab

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