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ОглавлениеCapítulo 1
Los ejes articuladores de la narrativa de la selva
Dos hilos conductores claves recorren las narrativas hispanoamericanas de la selva desde los textos de Horacio Quiroga y José Eustasio Rivera, publicados en las primeras décadas del siglo xx, hasta obras recientes como El país de la canela de William Ospina y El sueño del celta de Mario Vargas Llosa: uno es la revisión crítica de los imaginarios de la selva heredados de la época colonial; otro, quizá el más decisivo desde el punto de vista del horizonte de problemas de nuestra propia época, es la exploración del impacto ambiental y humano generado por las oleadas colonizadoras vividas en la selva durante los últimos ciento veinte años.
Los vínculos entre ambos hilos son estrechos. Si bien las expediciones de conquista de los españoles en los siglos xvi-xvii y los viajes de exploración científica de los naturalistas europeos de los siglos xviii-xix no condujeron a una ocupación efectiva y duradera de los territorios selváticos de América Latina (con la notable excepción de las misiones jesuíticas en la cuenca del Paraná), los imaginarios de la selva instaurados en esos siglos abonaron el terreno para la colonización mestiza más reciente. Inversamente, las sucesivas fases de colonización asociadas a la explotación cauchera, así como la deforestación intensiva de las últimas décadas, se apoyan una y otra vez en nociones cuyo origen colonial permanece más o menos velado pero que, precisamente gracias a la penumbra que las envuelve, ejercen su influencia de modo más efectivo. Las narrativas de la selva surgen en un escenario en el que la expresión literaria del destino de las selvas tropicales en el siglo xx implica una revisión crítica de la pesada herencia que lastra nuestras representaciones de lo selvático desde la época de la conquista.
El trasfondo histórico de la cuestión, sin embargo, se remonta mucho más atrás, ya que las narrativas de la selva no se limitan a pronunciarse en pro o en contra de las modalidades de ocupación del territorio puestas en marcha por los colonizadores europeos y mestizos, sino que replantean el debate sobre la legitimidad del proyecto civilizador que subyace a ellas. En rigor, cualquier aproximación adecuada al tema exige tomar en consideración una perspectiva de larga duración, ya que los cinco siglos transcurridos desde el arribo de los europeos a América son un lapso breve en relación con el zócalo profundo en el que hunde sus raíces la colonización en cuanto principio organizador de la civilización occidental. Recordemos que la palabra latina silva, de la cual se deriva «selva», no designa solamente las áreas cubiertas de bosques más o menos espesos, sino también y ante todo las fronteras de la civilización, la materia bruta, el exterior carente de forma sobre el cual avanza la actividad configuradora de la cultura (Harrison 1992: 27-28). Esta distinción entre un espacio interior domesticado por el trabajo humano y un espacio exterior en estado silvestre explica en parte por qué el asedio de los bosques y las selvas del mundo es uno de los factores más persistentes de la cultura occidental. Como lo documenta Williams (2006: 12-34), el uso del fuego por los grupos de cazadores-recolectores luego del final de la última glaciación marcó un punto de giro a partir del cual el avance de la civilización —tanto en Eurasia como en América— estuvo ligado a la deforestación de los bosques; el desarrollo de la agricultura durante la revolución neolítica intensificó esta tendencia al volver común el despeje de claros para el establecimiento de asentamientos humanos y campos de cultivo. Desde esta perspectiva, la colonización de las selvas tropicales en América Latina tiene que ser vista como uno de los últimos capítulos de una historia milenaria.1 Pero hay que verla también como el escenario de un enfrentamiento trágico entre las prácticas europeas de colonización y las de los pueblos nativos del continente, muchos de los cuales ocuparon durante siglos vastas áreas selváticas sin que sus actividades económicas y sociales causaran fenómenos de deforestación masiva o de extinción generalizada de especies como los que nos inquietan en la hora presente. En consecuencia, lejos de corresponder a fenómenos cuyo alcance sería meramente regional o local, los hechos de los cuales se ocupa la narrativa de la selva son parte de procesos históricos de largo aliento que, en el contexto de la globalización actual, plantean cuestiones relativas al choque de culturas, a la explotación de los ecosistemas locales y a las derivas climatológicas de la biosfera.
Las implicaciones del campo de problemas que así surge son enormes. En efecto, si el modelo civilizador occidental implica la ampliación progresiva de los espacios domésticos en detrimento de las zonas silvestres, entonces la meta final hacia la cual apunta todo el proceso consiste en la eliminación de estas últimas o, para ser más precisos, en la supresión de su componente silvestre, reputado como salvaje y refractario al orden de la racionalidad ilustrada. Las selvas tropicales serían hoy por hoy una de las últimas fronteras que haría falta someter para completar la domesticación de la superficie del planeta. De ahí la relevancia de las narrativas de la selva de cara al futuro: al explorar el carácter fronterizo de las selvas y su colapso inminente, estas obras abren la puerta para una reflexión detallada acerca del tipo de escenario biogeográfico en el que queremos vivir. No en vano uno de los rasgos que distingue la historia contemporánea de los países de América Latina radica en el hecho de que sus zonas silvestres están viviendo un proceso de deforestación por el cual los países europeos pasaron hace tiempo, mucho antes del surgimiento de una conciencia ecológica planetaria. La convergencia actual del capitalismo global, el desarrollo tecnológico y la mutación ambiental establece un marco inédito que aporta nuevos elementos de juicio para revisar si las formas actuales de colonización de la selva son un sendero inevitable o si, por el contrario, es posible implementar modelos alternativos viables.
El tema de la colonización en las narrativas de la selva ofrece así un punto de articulación entre los procesos históricos de largo plazo y los problemas acuciantes de nuestro propio tiempo. Las oleadas colonizadoras del pasado y las que ahora mismo se propagan por las selvas tropicales del continente se entreveran en el andamiaje narrativo de los textos, siguiendo patrones complejos y formando figuras cuya interpretación constituye un desafío apasionante para la crítica literaria. En un esfuerzo por hacerle justicia a esta complejidad, mi investigación examina el modo como las narrativas de la selva llevan a cabo una revisión crítica de los imaginarios heredados del pasado (a menudo para conjurarlos y rechazarlos, otras veces reforzándolos consciente o inconscientemente) y el modo como representan la situación de las selvas y sus avatares neocoloniales durante el último siglo (de lo cual se deriva un intrincado horizonte de riesgos y de posibilidades de cara al futuro). Enseguida presentaré con más detalle estos dos hilos conductores y prepararé así el terreno para el abordaje directo de los textos.
1.1. Los imaginarios coloniales de la selva
Uno de los hechos más llamativos a la hora de considerar la narrativa hispanoamericana de la selva es su extraordinaria vitalidad desde inicios del siglo xx hasta hoy, periodo que coincide aproximadamente con la época en la cual la explotación de las selvas tropicales, en general, y de la Amazonía en particular, ha alcanzado una intensidad sin precedentes. La convergencia de ambos hechos —el avance de la colonización, el auge de la narrativa de la selva— dista de ser casual. Contra lo que quizá podría suponerse, el estudio de la narrativa de la selva no nos enfrenta solo a un conjunto de obras que preservan las imágenes de un mundo abocado a la desaparición; existe además un vínculo estrecho entre los desafíos que plantea la apropiación física de la selva, cuya complejidad biológica y cultural los recién llegados casi siempre desconocen, y los que plantea la expresión literaria de una realidad tan apartada y distinta. La escritura de ficciones y crónicas ambientadas en las selvas tropicales de América Latina marca un contrapunto (a veces apologético, otras veces crítico, casi siempre ambiguo y fluctuante) con respecto al proceso de explotación de esos territorios. Pero los escritores rara vez se han limitado a dejar constancia de las formas de vida tradicionales que se desdibujan y de las nuevas que emergen poco a poco, a medida que la colonización avanza en las regiones selváticas; sus textos documentan también, de modo más o menos consciente, las dificultades para llevar a cabo ese trabajo sin sucumbir al influjo de los imaginarios que la civilización ha proyectado por siglos sobre la realidad selvática y que todavía hoy sirven como motor secreto de la empresa colonizadora.
Quizá el más duradero de ellos sea el que nos impulsa a concebir la selva como un paraíso natural. Esta noción se inscribe en el marco discursivo más amplio según el cual la naturaleza americana es paradisíaca, virginal. Ya los diarios de Colón contienen una serie de descripciones en las cuales el asombro del recién llegado ante la diversidad y esplendor de las islas del Caribe es menos el resultado de una constatación empírica que el fruto de la extrapolación de un antiguo imaginario europeo sobre la realidad de América. Como lo muestra Pastor (2008: 61-96), el cuadro de la naturaleza americana trazado por Colón sigue las pautas de una añeja tradición de representaciones según las cuales el Jardín del Edén es un lugar fértil, amplio y rico en recursos, con una vegetación y una fauna tan exuberantes como exóticas. Al darle cuerpo a este antiguo relato bíblico, América parece capaz de colmar a la vez las aspiraciones espirituales y materiales de los europeos: ella ofrece no solo un paraíso recobrado, sino también un territorio idóneo para la expansión de la civilización europea y un manantial inagotable de riquezas. Antes que hacer un recuento fiel y objetivo, Colón deforma la realidad recién hallada de varios modos: resaltando los rasgos que parecen confirmar sus expectativas de haber llegado a Asia y de haber encontrado regiones ricas en oro, especies y otros recursos; pasando por alto otros rasgos que, en cambio, no encajan con las imágenes que trae en su cabeza; proyectando sin cesar en los mares y en las islas del Caribe fantasías nacidas de sus lecturas, o bien de sus esperanzas y temores. Incluso la información que los pobladores nativos aportan acerca de las islas, Colón la reinterpreta para hacerla coincidir con los datos que ha leído en los libros de Marco Polo, Plinio el Viejo y otros autores, creyendo afianzar con ello sus proyectos de explotación económica y de establecimiento de nuevas rutas comerciales.
Se instala así un imaginario poblado de visiones edénicas, cuyo carácter mitificador había de tener un amplio desarrollo en el resto del continente (Slater 2002, Buarque de Holanda 1987). Las selvas no fueron la excepción. Las crónicas que relatan las primeras entradas de los europeos en la Amazonía —la de Orellana, narrada por fray Gaspar de Carvajal; la de Ursúa y Aguirre, narrada por Francisco Vásquez y otros cronistas; la de Pedro Texeira, narrada por Alonso de Rojas y fray Cristóbal de Acuña— fijan una serie de motivos en los que la supuesta abundancia de ciertos productos muy codiciados por los conquistadores —el oro, la plata, la canela— ocupa el primer plano, al lado de la profusa vegetación, las abundantes frutas, la magnitud pasmosa de los ríos (Pizarro 2011: 43-64). Profundizando la pauta fijada por Colón, los buscadores de El Dorado creen encontrar en las selvas de Suramérica figuras procedentes de la mitología griega antigua (las guerreras amazonas son el mejor ejemplo) o añejos personajes del bestiario medieval (como los ewaipanomas, seres acéfalos que, según la crónica publicada por sir Walter Raleigh a fines del siglo xvi, habitan en la frontera de las Guayanas con la cuenca del Orinoco y tienen los ojos en los hombros y la boca en el pecho2). Estas y otras referencias análogas, abundantes en las crónicas de Indias, consolidan la imagen de la selva como un mundo misterioso anclado en un pasado remoto, un ámbito aparte en el que la acción humana aún no ha dejado su huella.
La preeminencia de la naturaleza como eje de la representación gana un nuevo impulso durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, gracias a los trabajos de viajeros europeos como Charles-Marie de La Condamine, Alexander von Humboldt, Robert Hermann Schomburgk y Alfred Russel Wallace, cuyos reportes alimentan otro imaginario muy extendido: el de la selva como territorio donde la mano del hombre brilla por su ausencia y los animales, las plantas y las fuerzas naturales dominan la escena. Especialmente influyentes fueron los escritos de Humboldt (1980), en cuyo caso el rigor científico del naturalista se funde con la percepción romántica del paisaje. De esta conjunción surge un enfoque para el cual el ser humano resulta insignificante ante la sublime grandeza de las montañas, los ríos, los bosques de América, aunque no por ello la naturaleza americana deja de representar una fuente potencial de recursos que vale la pena cartografiar y registrar con minucia. Este doble aspecto hace que la visión de Humboldt satisfaga a la vez, como anota Pratt (2008: 110), intereses diversos y aun opuestos: las potencias coloniales de la época saludan un discurso que describe América como mundo al margen de la historia, sobrecogedor en su gigantismo y su plenitud tropical, pero abierto a la explotación, a la expansión del capital y de la cultura europea; las élites criollas independentistas, deseosas de seguir la ruta del progreso económico y técnico europeo pero también de afirmar la autonomía de las nuevas naciones, saludan un discurso que, al exaltar la belleza natural y la pureza salvaje de América, crea una base para afirmar la autenticidad de los países de la región.
Un aspecto clave de estos imaginarios es que minimizan el papel de los grupos autóctonos en la modelación del entorno. Para el distante poder colonial británico o para las élites criollas ilustradas es fácil concebir la selva como un ámbito deshabitado, una maraña impenetrable donde las escasas y dispersas poblaciones indígenas son solo un elemento más de la naturaleza.3 También esta vez la fuente del imaginario se remonta a la llegada de los europeos a América. En su análisis de los diarios de Colón, Todorov muestra que, cuando los nativos entran en el campo de visión del navegante genovés, lo hacen bajo el velo de dos representaciones opuestas, pero igualmente artificiosas: dependiendo de si se trata de tribus pacíficas o belicosas, los indígenas son descritos como criaturas mansas e ingenuas que viven en armonía con su entorno natural, o como hordas salvajes y agresivas capaces de las peores crueldades (1982: 40-55). En ambos casos, la realidad de las poblaciones autóctonas es menos descubierta que encubierta, sea por vía de una asimilación que proyecta sobre el otro una bondad hecha a la medida de los deseos (los indígenas serían maravillosamente aptos para la evangelización), o por vía de una demonización que, dándole alas al propio temor, hace aparecer al otro como un ser feroz y radicalmente distinto (con los indígenas no quedaría otra opción que la de avasallarlos por la fuerza).
Estas dos modalidades de encubrimiento, la del buen salvaje y la del bárbaro brutal, van a marcar con fuerza en los siglos siguientes la percepción de las comunidades selváticas por parte de los colonizadores y visitantes foráneos. Notemos, sin embargo, que ambas se apoyan en la noción según la cual los indígenas son parte de la naturaleza entendida como realidad puramente biológica. Sea para defenderlos o para denigrarlos, para atraerlos al buen camino o para hacerles la guerra, lo que no se pone en duda es que los nativos son «naturales», es decir, carentes de historia. La selva estaría llena de vida, pero vacía de memoria; estaría habitada por especies innumerables, pero a ella no habrían llegado todavía los beneficios de la cultura; sería rica en recursos, pero sus pobladores, desperdigados en un territorio inmenso y viviendo todavía como en la Edad de Piedra, no tendrían la capacidad para aprovecharlos. Por lo demás, en los dos siglos y medio transcurridos entre las primeras expediciones de los españoles y la travesía de Humboldt por la Orinoquía y la Amazonía noroccidental, la imagen de la selva como entorno exuberante pero deshabitado pudo haberse concretado parcialmente en la práctica a través de dos vías. Por un lado, las enfermedades introducidas por los europeos desencadenaron una mortandad pavorosa en las poblaciones nativas a lo largo y ancho del continente (Crosby 1986: 196-215), y no hay razón para que las comunidades amazónicas hayan sido la excepción, aun si ciertos grupos escaparon a este azote hasta épocas recientes, gracias a su ubicación en zonas aisladas. Por otra parte, debió de haber grupos nativos que, aleccionados por lo ocurrido en tribus vecinas, rehuyeron el contacto con los blancos, cosa que habrán logrado con facilidad gracias a su conocimiento del terreno y a su habilidad para desplazarse en silencio por la espesura, de forma que su presencia puede haber pasado desapercibida para los sentidos poco entrenados de los visitantes extranjeros.
La reducción de la existencia de los indígenas a la categoría de fenómeno biológico, o de pervivencia arqueológica de épocas remotas, instaura un terreno propicio para formas severas de estigmatización. Este es uno de los rasgos más persistentes y arraigados en las representaciones coloniales de las poblaciones selváticas, como lo ilustra Rodríguez en un rastreo textual que abarca cuatro siglos, desde las primeras crónicas hasta las narrativas contemporáneas de la selva (2004: 165-210). Aun sin llegar a imputaciones tan extremas como la que les atribuye hábitos caníbales, la descripción de los nativos como salvajes de costumbres bárbaras —cuyas lenguas resultan incomprensibles y cuyo atraso interpone obstáculos insalvables al esfuerzo por educarlos y gobernarlos— les sustrae su humanidad y los equipara a un ambiente selvático que, a su turno, es apenas espacio exterior aún no domesticado. No en vano los indígenas habitan en zonas que, hasta hoy, son consideradas territorios salvajes o tierras de nadie, situadas al margen de la nación y en las que impera la ley del más fuerte (Serje 2011: 15-43). La percepción de la selva como borde que obstruye todo intento racional de apropiación o de administración, y la de los nativos como sus pobladores salvajes y atrasados, forman el núcleo de una visión en la que los términos «barbarie» y «civilización» se definen en función del contraste fijado entre ellos por los poderes coloniales, a expensas de la perspectiva de los grupos colonizados o marginados. En esta óptica, la «civilización» es un privilegio de los europeos, y sea que (en la línea del optimismo ilustrado) se la considere una fuerza progresista o que (en la línea de la crítica romántica) se la considere un foco de corrupciones, en todo caso su contraste con la «barbarie», atribuida a los indígenas, funciona como un biombo eficaz que invisibiliza la especificidad de las culturas amazónicas.
A este repertorio de imaginarios coloniales hay que añadir aún otro ingrediente esencial, que a primera vista parece oponerse a las visiones edénicas dominantes pero que en el fondo es solidario de ellas —así como la noción del indígena bárbaro es complementaria de la del buen salvaje—. Me refiero a la visión de la realidad americana, en general, y de sus selvas tropicales, en particular, como lugares poseídos por fuerzas malignas o habitados por el demonio (una imagen vigente desde la crónica de fray Gaspar de Carvajal y las Comedias americanas de Lope de Vega hasta los infiernos verdes de los relatos sobre las caucherías). Aparte de sus conocidas fuentes bíblicas y medievales, este tipo de discurso se sustenta en las dificultades inherentes al proceso de conquista y colonización. Desde el inicio, entender cabalmente el mundo al que habían arribado fue una empresa ardua para los europeos, y la dificultad no hizo sino acrecentarse con el tiempo. Los esfuerzos por imponer un nuevo orden tuvieron que vencer la resistencia de una realidad aparentemente imprevisible y anárquica, proclive a todo género de mezclas, de fusiones y de confusiones, tanto a nivel ambiental como social (Gruzinski 2012a: 68-72 y 77-86). Tales rasgos parecían agudizarse en las zonas selváticas, sobre todo en la Amazonía. Vastas extensiones de la selva, por su lejanía con respecto a los centros del poder colonial en América, su clima húmedo, su difícil acceso, su vegetación proliferante y su abundancia de especies raras y de poblaciones nativas enigmáticas, formaban a los ojos de los recién llegados un laberinto verde en el que pocos se aventuraban y que permaneció relativamente cerrado para los europeos hasta la segunda mitad del siglo xix, pese al asedio de los misioneros y los buscadores de fortuna.
La notable difusión de la que goza este imaginario obedece, en primer término, como acontece también en el caso de las visiones edénicas, a la falta de conocimiento de la realidad americana por parte de los colonizadores. Hemos visto que, ante un mundo incógnito de vastas proporciones, los vacíos de información fueron llenados a menudo por la esperanza y el deseo: América era el escenario en el que las más atrevidas expectativas de redención, de riqueza, de expansión de Europa podrían cumplirse; hubo así terreno fértil para el despliegue de imaginarios paradisíacos. Pero también, cuando las cosas resultaron ser más difíciles de lo previsto, los horizontes prometedores cedieron frente al recelo, las desilusiones, los temores, el resentimiento, y las sombras de la perdición se insinuaron entre la vegetación, las montañas y los ríos del edén. Desde el inicio de la conquista, el maniqueísmo de muchos misioneros y clérigos encontró en América un campo propicio para la difusión de especulaciones según las cuales las comarcas recién halladas eran posesión del demonio, mientras que las expresiones de las religiones indígenas —sus templos y centros ceremoniales, sus ritos sacrificiales, sus estatuas y sus danzas— eran tachadas de idolatría (Bernand y Gruzinski 1991, v. ii: 290-292, 317 y 318). Este tipo de discurso prosperó con fuerza a propósito de las selvas tropicales, cuyas dinámicas resultaban difíciles de entender para los primeros europeos que se adentraban en ellas —lo que a su vez era visto como síntoma de la intervención de fuerzas malignas—. No en vano los jesuitas que colonizaron la tupida selva atlántica del sur del Brasil la percibieron como un ámbito demoníaco (Pizarro 2011: 93-95), y los misioneros llegados a otras zonas agrestes del continente tuvieron una impresión semejante, como si la espesura selvática fuese un refugio adecuado para el diablo y sus presuntos agentes: curanderos, herbolarios y hechiceros de las distintas tribus.
La visión de América como territorio en el que proliferan las fuerzas del mal resurge más tarde en términos profanos, en el marco de ciertas teorías en boga durante la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix, que le dieron la apariencia de una hipótesis fría y razonada, pero no por ello menos maniquea. En la célebre «disputa del Nuevo Mundo», reconstruida por Gerbi (1960), intervino una serie de pensadores de la Ilustración europea —entre ellos Buffon, De Pauw y Hegel— que consideraban a América un continente inmaduro, de clima malsano, cuya hostilidad favorecía la putrescencia e impedía el florecimiento de las especies animales y vegetales, y cuyos habitantes vivían entregados a una molicie que los hacía incapaces de modelar culturalmente su entorno. Apartándose del trasfondo cristiano que le sirviera de base durante tres siglos de evangelización, la idea de un continente minado por el mal fue reformulada en un lenguaje naturalista según el cual América, a diferencia de la cultivada Europa, estaría condenada al atraso y a la marginalidad por razones geográficas. Vale la pena recordar que esa tesis tropezó con la oposición férrea de Humboldt, y también con la de varios miembros de las élites criollas de la América hispánica, entre las cuales surgían ya los primeros brotes de una conciencia crítica asociada a las aspiraciones de independencia de las colonias españolas.
Las selvas tropicales, empero, continuaron siendo un blanco predilecto de los imaginarios del mal, que arraigaron con fuerza pasmosa en los discursos referentes a dichas regiones. Muchos factores han contribuido a ello desde hace siglos: el reiterado fracaso de las expediciones en busca de lugares legendarios —el País de la Canela, El Dorado, la ciudad de Manoa, el Paititi—, la abundancia de insectos, la humedad, el calor, los suelos pantanosos, las dificultades de los europeos para orientarse en la espesura, las enfermedades propias de la zona —la malaria, la leishmaniosis, el mal de chagas—, la resistencia de algunas tribus… Otros factores se suman más recientemente: los megaproyectos terminados en fiasco, la llegada de grupos subversivos, la propagación de cultivos ilícitos en algunos sectores de la selva… En fin, toda una serie de realidades que, magnificadas por el miedo, por la distancia, por la imaginación y, sobre todo, por el desconocimiento, dan lugar a clichés pertinaces cuya impronta hace ver las selvas como entornos malsanos, solitarios y a la vez exuberantes, poblados de bichos peligrosos, caníbales y reducidores de cabezas, o bien de guerrilleros, cazadores ilegales y otros aventureros sin dios ni ley. La vigencia actual de estos estereotipos, desde sus versiones más sutiles hasta las grotescas exageraciones de ciertos productos de la industria del entretenimiento, se puede documentar bien en informes etnográficos, fotografías, revistas y películas del último medio siglo (Nugent 2007: 26-30), así como en crónicas y reportajes recientes (Serje 2011: 193-211).
Las selvas, en suma, están recubiertas desde hace mucho tiempo por un espeso manto discursivo en el que las representaciones edénicas y los imaginarios del mal establecen un juego de oposiciones complementarias cuyo eje secreto es la distinción entre «naturaleza» y «cultura» (Descola 2011 y 2005). La selva tropical y sus pobladores nativos son «naturales» —o, si se prefiere, están situados «al margen» de la cultura— a los ojos de recién llegados —conquistadores, buscadores de fortuna, inversionistas, misioneros, turistas— que se perciben a sí mismos, por contraste, como seres civilizados, portadores de la antorcha que ilumina el sendero correcto. Esta proyección de un punto de vista particular cual si se tratara de una representación de alcance universal resulta elocuente en un sentido específico: las coloridas imágenes del paraíso virgen y del infierno verde, del salvaje manso o del bárbaro cruel, y otras análogas, en el fondo nos dicen mucho más acerca de los deseos y los temores de quienes las enuncian, las emplean o creen en ellas, que acerca de la compleja realidad selvática —la cual, como toda realidad en la que se despliega la experiencia humana, solo adquiere tintes paradisíacos, infernales o de otro tipo de forma provisional, dependiendo de quién la vive, cómo la vive y bajo qué circunstancias—.
No obstante, la persistencia de tales imágenes es ella misma un tema clave en la historia de la selva. Las implicaciones de este hecho son decisivas, y la reiteración soterrada del quiebre entre «naturaleza» y «cultura» no es la menor de ellas. Por lo pronto, subrayo la que concierne más directamente al tema de mi trabajo: en el momento de empezar a escribir, los narradores que recrean el mundo de la selva en el siglo xx no se enfrentan en absoluto a un cuaderno con las páginas en blanco, sino a un palimpsesto cuyas capas contienen un repertorio de imaginarios coloniales que encuadran calladamente nuestra mirada desde el «profundo pozo del pasado»4 —un pasado que, insisto, se remonta a mucho antes de 1492, puesto que la colonización actual de las selvas no es solo un capítulo de la conquista de América por la cultura occidental, sino también un capítulo de la milenaria conquista del planeta Tierra por los humanos—. La rápida deforestación de la cuenca amazónica trae a la memoria la suerte corrida por muchos bosques del mundo desde la Antigüedad. Las narrativas de la selva describen la forma que ha adoptado ese proceso durante los últimos tiempos en las zonas tropicales de América Latina, y en esa tarea no arrancan de cero: siguen las huellas de viejos anhelos, viejos miedos, viejas historias de exploración, búsqueda y colonización, y lo hacen recurriendo a un lenguaje y a unas imágenes ya utilizados repetidamente en el pasado para contar tales historias y para expresar tales miedos y anhelos.
Escribir relatos ambientados en la selva implica, por lo tanto, afrontar a la vez una realidad concreta de complejidad asombrosa y un conjunto de imaginarios que expresan, deforman, encubren, mutilan o silencian esa complejidad. De ahí que en las narrativas de la selva aparezcan con tanta frecuencia variaciones en torno a los motivos de origen colonial que he citado —el paraíso terrenal, El Dorado, el buen salvaje, las amazonas, los caníbales, la naturaleza virgen, la frontera vacía, el mundo perdido, la espesura malsana, el laberinto vegetal, el infierno verde—, cuyas connotaciones simbólicas siguen vivas gracias a los lejanos ecos del pasado que aún resuenan en ellas y a las nuevas capas de significado que surgen en el contexto de la actual mutación ambiental. Cada uno de los términos incluidos en esa lista aporta un tema posible para las narrativas de la selva, pero la existencia misma de la lista constituye probablemente la cuestión crucial. ¿Cómo analizar la tenaz persistencia de los imaginarios coloniales casi dos siglos después de las guerras de independencia? ¿En qué medida las narrativas de la selva logran adoptar un punto de vista crítico con respecto a esa herencia discursiva que ellas mismas no cesan de reproducir?
En general, es posible identificar dos formas básicas mediante las cuales los narradores han confrontado los imaginarios coloniales sedimentados: la primera consiste en apelar a los recursos de la narración literaria para reescribir ciertos episodios claves de la conquista y la colonización de las selvas, subrayando así el carácter histórico y contingente de los imaginarios; la segunda, en abordar los imaginarios mismos y reciclarlos paródicamente, a fin de poner en evidencia, mediante una especie de reducción al absurdo, la dosis de artificio y de estereotipo que hay en ellos —o, para decirlo con más precisión, a fin de poner en evidencia el hiato que existe entre el andamiaje discursivo de los imaginarios y la realidad a la que hacen referencia—. La popularidad de la primera forma de confrontación está atestiguada por la abundancia de novelas históricas ambientadas en la selva; el viaje de Francisco de Orellana por el río Amazonas, y la expedición posterior de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre han inspirado la escritura de numerosas novelas, a lo cual hay que agregar obras recientes que reconstruyen eventos de la época de las caucherías.5 La segunda forma de confrontación resulta más difícil de referenciar, ya que el reciclaje de los imaginarios se lleva a cabo trasversalmente, con distintas dosis de parodia y con un mayor o menor grado de conciencia crítica por parte de los autores, en un amplio repertorio de novelas y cuentos. Además, la eclosión de las corrientes de lo «real maravilloso» y del «realismo mágico» a mediados del siglo pasado baraja las cartas de los imaginarios tradicionales y complica aún más el análisis de las estrategias de abordaje crítico de la herencia colonial.6 En todo caso, como veremos ahora, la confrontación de los imaginarios coloniales está estrechamente vinculada con la irrupción de las cuestiones ambientales en las narrativas de la selva.
1.2. El impacto ecológico y humano de la colonización
Al interesarse en una realidad selvática que, desde los tiempos de las caucherías, sufre el acoso creciente del ímpetu colonizador, la narrativa de la selva se ve llevada de forma natural a ocuparse de la situación social de la región, así como de toda una serie de problemas que hoy en día llamamos «ecológicos». Desbordando los límites del enfoque regionalista o terrígena en el que se las suele situar (Franco 2001: 195-207; Fuentes 1972: 9-10), ya las narrativas de la selva de los años veinte y treinta del siglo pasado exploraron a fondo las relaciones de la actividad humana con el entorno ambiental. Es verdad que, en esas obras pioneras, la naturaleza es descrita a menudo como una fuerza omnipotente, y la selva, como un ámbito feroz, hostil, invencible. También es sabido que Quiroga, Rivera, Gallegos y Alegría, a raíz de las situaciones de injusticia existentes en sus países, hicieron de la denuncia y la crítica social uno de los ejes de su trabajo narrativo. Lo que se ha notado menos es que en sus obras surge una idea destinada a tener un amplio desarrollo en la narrativa posterior: que la selva en el fondo es más frágil de lo que parece y corre peligro debido a las perturbaciones suscitadas por la colonización, las cuales hacen del bosque y de sus pobladores humanos y no humanos algo más que simples víctimas colaterales. Surge así otro conjunto de temas que se amplía en las décadas siguientes y, sobreviviendo a las corrientes de lo real maravilloso y del realismo mágico, mantiene plena vigencia en la actualidad. De poco sirve desenmascarar el embrujo de las viejas representaciones coloniales de la selva si las nuevas dinámicas colonizadoras, inscritas en la lógica del capitalismo global y respaldadas por la eficacia de la tecnología moderna, continúan reproduciendo en la práctica los aspectos más destructivos de ese legado. Esta es la razón por la cual el examen crítico de los imaginarios que movilizan la colonización prepara el terreno para la exploración del impacto que esta ejerce sobre la cultura de las poblaciones nativas y sobre los ecosistemas selváticos.
El enfrentamiento de los humanos con una naturaleza exuberante pero hostil constituye un tópico central de la literatura hispanoamericana desde las crónicas de Indias.7 La llegada de los europeos a América estableció un patrón de ocupación del territorio en el que las montañas, los bosques, las llanuras y las selvas eran regiones erizadas de obstáculos, a través de las cuales había que abrirse paso por la fuerza para alcanzar las riquezas ocultas en su seno. En las expediciones de exploración que recorrieron el continente, el deslumbramiento provocado por el hallazgo de un mundo distinto iba de la mano con las dificultades suscitadas por la falta de familiaridad con el terreno, por la resistencia de las poblaciones aborígenes y por los encarnizados enfrentamientos que se desataron entre los propios invasores. Como un eco tardío de esas jornadas, que William Ospina denomina «auroras de sangre», la modernización en América Latina adoptó desde muy pronto el cariz de un necesario sometimiento del entorno natural y de sus pobladores. En este orden de ideas, Ospina presenta como un rasgo clave de la cultura latinoamericana moderna el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en Europa, se desarrolla en el marco de una naturaleza que todavía no ha sido plenamente domesticada (2007: 181-183). El arribo del mercantilismo a la región luego de las guerras independentistas hizo que su incorporación al capitalismo coincidiera con la lucha por vencer la resistencia de vastas zonas del territorio aún en estado salvaje.
En este marco neocolonial se inscriben las narrativas hispanoamericanas de la selva escritas desde inicios del siglo xx. La situación de sus autores es ambigua porque la atmósfera cultural dominante en los países de la región lo era ya desde los tiempos de la independencia. A este respecto, Carlos Alonso advierte que las élites criollas gestoras de las nuevas naciones adoptaron el discurso progresista de la modernización —orientado hacia el futuro— como una estrategia para sellar la ruptura con el orden colonial español —anclado en el pasado—, pero con eso le prepararon el camino al neocolonialismo, ya que el proyecto modernizador supone la legitimidad del poder ejercido por las metrópolis centrales sobre las zonas periféricas del orden mundial, entre ellas América Latina (1998: 19-23). En consecuencia, los escritores e intelectuales hispanoamericanos se vieron confrontados a un escenario ambivalente: ¿cómo ser modernos bajo las condiciones semifeudales heredadas de la Colonia? ¿Cómo afirmar la autenticidad cultural de unos países que, habiendo logrado su libertad política, pasan a ocupar en la práctica una posición subordinada de tipo neocolonial a nivel económico? ¿Cómo tomar distancia con respecto a los efectos negativos de la modernización patrocinada por el discurso cultural dominante?
En los cuentos misioneros de Quiroga, en los relatos amazónicos de Ciro Alegría, en el trato que Rivera en La vorágine o Vargas Llosa en La casa verde le dan al tema de la explotación cauchera, se pueden rastrear las huellas de tal ambivalencia. Se trata de narrativas que mezclan las visiones estereotipadas de la selva con los intentos por trascender tales estereotipos, que critican la incorporación forzada de las selvas tropicales al capitalismo global al tiempo que ellas mismas son un documento de esa incorporación, que denuncian las formas postizas asumidas por la modernización en regiones apartadas del continente al tiempo que su escritura ostenta rasgos propios del discurso modernizador. La centralidad del tema de las caucherías en las narrativas de la selva pone de manifiesto lo ambiguo del terreno en el cual estas obras se mueven. Recurriendo al caso más conocido, recordemos que la resonancia alcanzada por La vorágine de Rivera no obedeció a su contenido de denuncia social, pues cuando la obra fue publicada, la intelectualidad y las élites políticas de los países de la región ya tenían noticia de los crímenes del Putumayo, gracias a las investigaciones y los testimonios de diversos cronistas (Villegas 2006: 21-22). Mucho más determinantes para varias generaciones de lectores resultaron las imágenes que ofrece esa obra de la selva y de los nativos, las cuales, sin embargo, le deben tanto a la herencia colonial de visiones edénicas e imaginarios de un continente minado por el mal.
Otro caso significativo lo encontramos en La casa verde de Mario Vargas Llosa. Como han advertido algunos críticos,8 esta obra hace una crítica aguda de la separación entre «civilización» y «barbarie». El título de la novela alude al burdel de Piura, pero también al entorno geográfico amazónico y, por ende, a la mezcla entre lo natural (verde, selva) y lo cultural (casa, burdel, ciudad); a tono con ello, varios pasajes del texto sugieren que la línea divisoria entre lo bárbaro y lo civilizado no separa la naturaleza de la cultura o la selva de la ciudad, sino que las atraviesa a ambas: tanto en la selva como en la ciudad civilización y barbarie coexisten de forma compleja y en diferentes dosis, puesto que no designan realidades objetivas sino facetas que cohabitan en el corazón humano (Lituma, por ejemplo, maltrata a la Selvática porque esta no se adapta a la vida civilizada, pero él mismo participa en una irracional ruleta rusa; el padre García desea preservar la moral y las buenas costumbres pero al final hace justicia por propia mano y arrastra a una multitud a quemar el burdel; y así sucesivamente). Al mismo tiempo, sin embargo, Vargas Llosa acoge sin atenuantes la concepción lineal del tiempo histórico implícita en el proyecto moderno, la cual presupone la superioridad de la cultura europea y descalifica las culturas amazónicas por estar ancladas en la Edad de Piedra; adicionalmente, diversos pasajes de la obra reestablecen el sentido tradicional del contraste entre barbarie y civilización, por ejemplo, las descripciones según las cuales los indígenas son salvajes que se comunican con gruñidos y se portan como bestias.9 Con dificultad se encontraría otro ejemplo capaz de ilustrar con mayor elocuencia la ambigüedad que hace de la representación narrativa del mundo selvático un terreno plagado de escollos y de arenas movedizas.
Con sus aciertos y sus contradicciones, estas y otras narrativas participan en todo caso del proceso de formación entre la élite letrada de Hispanoamérica, de una conciencia crítica relativa a la manera colonial de representar los ámbitos selváticos, y los impactos nocivos de las formas neocoloniales de explotación —un proceso que, como veremos luego en detalle, no adopta la forma de un ascenso gradual por una suave pendiente, sino la de un avance por un terreno escabroso, lleno de altibajos y tropiezos a lo largo del camino—. A partir de Quiroga y Rivera, tanto la visión de la naturaleza como la de las huellas dejadas en ella por la intervención colonizadora empiezan a ser problematizadas, lo que marca una diferencia con respecto a las narrativas decimonónicas de la selva —Cumandá de Juan León Mera o los capítulos selváticos de María de Jorge Isaacs—, cuyo tono y atmósfera resultan claramente epigonales con respecto a sus modelos del romanticismo europeo.
Del acopio de temas que abordan las narrativas de la selva a medida que una conciencia renovada emerge a lo largo del siglo xx, quiero destacar tres a los cuales volveré a menudo luego, por cuanto iluminan dimensiones ambientales y humanas claves de la colonización: las relaciones de género; las interacciones de los humanos con los animales, las plantas, los ríos y otros entes no humanos, y el choque de las poblaciones nativas y de los saberes locales con la civilización occidental. La representación de las relaciones de género es un tema álgido porque pulsa dos cuerdas sumamente sensibles: la dominación masculina y la feminización del mundo natural. De hecho, ambas vertientes tienen un origen común en la historia colonial; así lo destaca Guerra Cunningham cuando dice que, bajo las condiciones atípicas suscitadas por la conquista, el estereotipo del Don Juan fomentó en América Latina un machismo «con dos características básicas: a) el poder para seducir al sexo femenino y b) la capacidad para ser agresivo y violento frente a la naturaleza y a los otros hombres» (1980: 14).
Los personajes masculinos de las narrativas de la selva suelen hacer gala de una conducta acorde con esa definición, como lo muestran Arturo Cova en La vorágine y Marcos Vargas en Canaima. En estas novelas, como es sabido, la participación de las mujeres está subordinada casi por entero a las iniciativas de los hombres. En La vorágine, la forma del relato recalca ese hecho: Cova, a medida que cuenta sus peripecias, le cede la palabra a otros hombres para que cuenten las suyas, pero nunca les da oportunidad de hacer lo mismo a las mujeres, cuyas voces solo afloran fugazmente en escenas dialogadas. Algo similar pasa en Canaima, aunque en esta obra el relato está a cargo de un narrador omnisciente. Lo que me interesa subrayar, empero, es que en el rancio imaginario patriarcal de Gallegos y Rivera, esa dominación masculina sobre las mujeres (y la que se ejerce sobre los indios) está ligada a la voluntad de explotar a una naturaleza que se resiste a ello. La naturaleza misma, al cabo, es la principal figura femenina de La vorágine: la condición de diosa terrible y vengativa de la selva se cifra en la leyenda de la indiecita Mapiripana (Rivera 1987: 133-135), que subraya el nexo entre naturaleza y feminidad, y se expresa asimismo en la figura de Zoraida Ayram, la mujer-selva. En Canaima, el nombre propio que le da título al libro se refiere a una divinidad emparentada con los árboles, la cual concentra las fuerzas malignas de la espesura y simboliza el principio del mal «que le disputa el mundo a Cajuña el bueno» (Gallegos 1970: 165), arrastrando a los hombres a la venganza y la destrucción (Sá 2004: 74-76).
Tanto en Los pasos perdidos de Carpentier como en La vorágine, la imagen de las mujeres viene filtrada por la percepción que de ellas tiene el narrador, pero la perspectiva misógina de Cova da lugar a una mirada más compleja y rica en matices (Renaud 2002: 55-57), como lo muestra la oposición de Ruth y Mouche, mujeres urbanas que encarnan una feminidad de signo negativo, con su contrapunto positivo: Rosario, la mujer selvática. Esta última, que conoce como nadie los secretos de las yerbas y por cuya boca hablan las plantas, simboliza la protección maternal, la fertilidad, los saberes tradicionales y la cercanía con la naturaleza, a tono con los roles que la cultura popular les atribuye usualmente a las mujeres. A las potencias terribles de La vorágine y Canaima, Carpentier les opone entonces una figura femenina benéfica, cercana a los imaginarios de la «Madre Tierra», sustituyendo la voluntad de explotación de la naturaleza por una búsqueda de comunión con ella que al final se revela infructuosa. En otras obras, la visión machista de la mujer como objeto sexual resurge, y Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa es el mejor ejemplo. Esta vez, la concepción de la selva como entidad femenina resalta su exuberancia, su calidez y la misteriosa seducción que emana de su atmósfera envolvente, rasgos que cuajan de nuevo en otro personaje —la hermosa y fatídica Brasileña— que enriquece la lista de mujeres de la selva arquetípicas.
Estos ejemplos ilustran bien la persistencia con la que los autores vinculan la feminidad y el entorno selvático. Se advierten aquí los ecos de un simbolismo de la procreación y la fertilidad cuyo influjo es evidente en las religiones antiguas y cuyo origen se remonta a los sistemas de creencias de las comunidades primitivas. Bien sea para exaltar su capacidad germinativa, para destacar el ambiguo poder de seducción que la caracteriza, para mostrar su faceta amenazante o para otros fines narrativos, la selva de los novelistas suele ostentar rasgos femeninos —lo que entronca a su vez con la tradición occidental de representaciones en que la naturaleza es una madre «nutricia y dadora de vida» o una mujer «caprichosa y peligrosa», y cuya pervivencia se advierte por doquier en la cultura popular contemporánea (Roach 2003: 8-12 y 27)—. Los ejemplos citados muestran además la fuerza con que las relaciones de género en las narrativas de la selva tienden a fijarse en estereotipos afines a los que rigen la dualidad «paraíso/infierno». Este hecho ha recibido bastante atención por parte de la crítica y, por ende, no insistiré en él.
Por contraste, el corpus de las narrativas hispanoamericanas de la selva incluye otros textos que, opacados por la fama de las obras canónicas, han despertado escaso o nulo interés entre los estudiosos, pero que, no obstante, son relevantes para el proceso de maduración de la conciencia crítica al que hice referencia antes. Cuatro novelas en particular son dignas de atención en lo que respecta a las relaciones de género y la feminización de la naturaleza. Dos de ellas —Una mujer en la selva de Hernán Robleto y Selva trágica de Arturo Hernández— no solo cuentan historias cuyas protagonistas son mujeres, lo que es novedoso dentro del corpus que nos ocupa y más teniendo en cuenta la época en la que fueron escritas, sino que hacen una crítica perspicaz de ciertas facetas del machismo latinoamericano y, por el modo en que presentan la relación de sus heroínas con la naturaleza circundante y con sus pobladores autóctonos, anticipan otras del ecofeminismo y de la antropología interpretativa de los años setenta y ochenta. Las dos novelas restantes —La loca de Gandoca de Anacristina Rossi y Waslala de Gioconda Belli— marcan la entrada en escena de mujeres novelistas en la tradición de las narrativas de la selva. Además del soplo de aire fresco que estas obras traen al panorama de nuestra literatura, la primera ofrece la exploración más penetrante hasta la fecha de la mercantilización del entorno ambiental por parte de empresas de los sectores turístico e inmobiliario; la segunda, a su turno, aborda un tema poco trabajado en otras narrativas de la selva contemporáneas, a saber, el de la contaminación por desechos tóxicos. Ambas obras sitúan la cuestión ecológica en el marco de desigualdades económicas y sociales que la sustentan y, a través de las peripecias que viven sus protagonistas (mujeres en los dos casos), examinan las afinidades y diferencias del activismo ambientalista y el ecofeminismo.
Ahora bien: la búsqueda de soluciones para la problemática ecológica no solo pasa por la revisión crítica del eurocentrismo y de las estructuras de dominación masculina de la tradición patriarcal, sino también por la impugnación del antropocentrismo tan hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento y nuestro estilo de vida. Esta es la razón por la cual la relación de los humanos con los animales, las plantas y otros entes no humanos es un tema central en los debates bioéticos y filosóficos actuales. Los cuentos de Horacio Quiroga son una piedra de toque ineludible en cuanto a la representación del mundo animal en la narrativa hispanoamericana, y a ellos volveremos más adelante para destacar algunas facetas que explican su vigencia actual. Sin embargo, aunque poco conocidas, existen obras de calidad comparable en la producción ulterior, entre las cuales se destaca una obra que contrasta los puntos de vista animal y humano y que constituye, en mi opinión, uno de los tesoros mejor guardados de la literatura hispanoamericana del siglo xx: Llanura, soledad y viento de Manuel González Martínez. Esta obra, anticipándose al auge de los temas ecológicos en las décadas siguientes, problematiza con agudeza la relación de la actividad humana con el entorno biogeográfico en los límites de la selva y los llanos, sin descuidar el trasfondo político-económico de las actividades de los colonos en la zona.10
El tema del saber indígena y el de los pobladores mestizos, que actualmente son mayoría en la cuenca amazónica, ocupa un lugar prominente en Las tres mitades de Ino Moxo de César Calvo y en Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda, sobre todo por el contraste que los autores establecen entre el punto de vista local y la mirada de los forasteros. Una faceta clave de los protagonistas, Ino Moxo y el viejo Proaño, es su conocimiento de la selva y su habilidad para desenvolverse en la espesura, fruto de un largo aprendizaje entre los amahuacas de la Amazonía peruana (en el caso de Ino Moxo) y entre los shuar de la Amazonía ecuatoriana (en el caso de Proaño); gracias a esta habilidad, ellos pueden orientarse allí donde los visitantes extranjeros se extravían con facilidad, y logran sobrevivir, el primero como curandero y el segundo como cazador de jaguares. El asunto es crucial pues impugna la marginalización de los pobladores locales y el estatuto hegemónico del conocimiento sobre la selva producido en el marco de la ciencia occidental. No en vano uno de los efectos de la globalización ha sido el de intensificar los choques e intercambios entre las sociedades nacionales latinoamericanas, más o menos integradas al orden intelectual y económico de Occidente, y las variadas culturas minoritarias ubicadas en zonas apartadas de sus territorios. Surgen así agudos conflictos entre el estilo de vida moderno y las formas de vida premodernas, entre la «galaxia Gutenberg» y las culturas orales, entre la civilización progresista y las sociedades basadas en la custodia de la sabiduría ancestral, entre el impulso modernizador y la fidelidad a las tradiciones comunitarias. Si bien estos asuntos recorren trasversalmente la mayoría de narrativas de la selva, es relevante examinar el modo en que son replanteados en El hablador de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes de Santiago Roncagliolo y otras obras. Por lo demás, los impactos desestructurantes que han sacudido a los ecosistemas y a los grupos autóctonos de la selva en las últimas décadas obedecen sobre todo a factores ligados a la onda de choque más reciente de la expansión colonizadora: la cacería ilegal, el tráfico de maderas, la minería, la industria turística, los campos petroleros, la implantación de cultivos ilícitos, la violencia derivada de la presencia del ejército, las guerrillas y otros grupos armados… Un complejo escenario que apenas comienza a encontrar expresión literaria.
En el marco de este contraste entre tradición y modernidad, hay una figura que adquiere particular relieve en las narrativas de la selva: el guía local. Es claro que sin la ayuda de una persona conocedora del terreno, los forasteros y los visitantes que arriban a la selva pierden con facilidad el rumbo —por algo una de las novelas canónicas del corpus lleva por título: Los pasos perdidos— e incurren en errores infantiles y en imprudencias fatales, fáciles de advertir para un nativo o un poblador de la zona. Por otra parte, la orientación en ciertas zonas de la selva resulta especialmente desafiante, y quien no está familiarizado con ese mundo puede experimentar la misma sensación que agobió a los conquistadores y misioneros de siglos anteriores: la de hallarse en un ambiente caótico e impredecible. Por eso, personajes como Clemente Silva en La vorágine, el Adelantado en Los pasos perdidos o Aquilino en La casa verde adquieren por momentos una dimensión arquetípica, que contrasta con la imagen de los forasteros —también frecuentes en las narrativas de la selva— librados a sus propios recursos en medio de la espesura y convertidos al cabo en vivos retratos del desamparo. Este contraste merece ser estudiado en detalle, por cuanto pone en suspenso el desprecio con que suelen acoger el conocimiento local quienes se consideran superiores porque vienen de la ciudad o de la civilización. Por otro lado, también es común en las narrativas de la selva la estigmatización del saber local: en Bubinzana de Arturo Hernández, los usos del bejuco de ayahuasca y las prácticas mágicas del brujo curandero son presentados por el narrador (un sacerdote) como muestras de un primitivismo irracional que a la postre lo conduce al extravío. La figura del guía, por lo tanto, está sujeta a la misma ambigüedad que sobrevuela otras facetas de la representación de lo selvático.
Un último tema que quiero destacar es el que atañe a los ríos —ese vasto sistema de vasos comunicantes de cuya complejidad los mapas o las fotos apenas si trasmiten una idea descolorida. Los ríos no solo guían a los conquistadores alucinados por la fiebre del oro, conducen a los viajeros curiosos, sustentan a los nativos emplazados en sus márgenes o albergan innumerables especies, sino que inspiran los hilos narrativos de muchas novelas y cuentos.11 Los grandes ríos de la región —el Paraná, el Orinoco, el Amazonas— y sus tributarios forman la red primordial a partir de la cual se desarrollan otras redes distintas. La relación de los humanos con ese sistema circulatorio está llena de sutilezas y matices. Los ríos comunican y enlazan, pero a su propio ritmo y según la época del año; sus variaciones estacionales confirman la regularidad de los ciclos naturales, pero al mismo tiempo modifican el paisaje y hasta lo tornan irreconocible de una creciente o una vaciante a la siguiente; la lentitud de su desplazamiento en las llanuras boscosas genera una percepción del tiempo diferente a la que impera en las ciudades. Por otra parte, el viaje por el curso de un río encierra un valor simbólico que vincula en nuestra imaginación las peripecias del camino con las etapas de una búsqueda o las fases de un itinerario existencial. Además, como lo muestra la historia de Occidente, los ríos son fuerzas propulsoras de la cultura y lugares en los que las culturas lavan sus trastos sucios y arrojan sus desechos. Este modo en que se conjugan ambos niveles —el geográfico, el simbólico— hace del viaje por las vías fluviales, tal como lo modulan las narrativas de la selva, un indicador de la situación contemporánea, así en lo que atañe al estado de salud de los ecosistemas planetarios como en lo relativo a la ecología de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los otros humanos, con la biosfera y con la multitud de seres que la pueblan y navegan con nosotros en las aguas del inagotable río de la existencia.
1William Ospina, por ejemplo, inicia así su libro América mestiza: «Tienen razón quienes dicen que los verdaderos descubridores de América no fueron los marinos de Colón, que en una noche desesperada de 1492 vieron con ojos incrédulos una luz imposible en la tiniebla, sino los irrescatables viajeros que hace más de treinta mil años no supieron cuándo los hielos asiáticos se habían convertido en hielos de otro mundo, y se adentraron para siempre en las florestas despobladas del continente, “entre los bosques sordos, que huellan el alce y el reno”» (2013: 9).
2En su libro América mágica, Magasich-Airola y de Beer comentan el pasaje de Raleigh sobre los ewaipanomas e incluyen dibujos que muestran cuál habría sido el aspecto físico de esos seres fabulosos (1994: 208-210). Los dos primeros capítulos de dicho libro enumeran las principales fuentes antiguas y medievales de las cuales se nutre el imaginario del Paraíso Terrenal que traen consigo Colón y los conquistadores que vinieron luego.
3Serje subraya el papel de Humboldt en la difusión de la idea «de la soledad de América. Las condiciones geográficas, las abruptas cordilleras y la situación tropical obstruyen las comunicaciones, haciendo de América un territorio condenado por su aislamiento, no solo del resto del mundo, sino interiormente». La autora muestra cómo, al proponer esa tesis, Humboldt incurre en «un acto de invisibilización de la ocupación indígena» (2011: 107 y ss.).
4La expresión es de Thomas Mann, que abre con ella el primer volumen de su saga novelesca sobre José y sus hermanos: «Profundo es el pozo del pasado. ¿No podríamos afirmar que es insondable?». Buena parte de la narrativa de la selva efectúa una inmersión en ese pozo hondo y silencioso que, no obstante, continúa gravitando en el presente.
5Sobre el viaje de Orellana: Argonautas de la selva (1945) de Leopoldo Benítes, El Quijote de El Dorado (1964) de Demetrio Aguilera Malta y El país de la canela (2008) de William Ospina; sobre la expedición de Ursúa y Aguirre: El camino de El Dorado (1947) de Arturo Uslar Pietri, Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) de Miguel Otero Silva y La serpiente sin ojos (2012) de William Ospina; sobre la época de las caucherías: Fordlandia, un oscuro paraíso (1997) de Eduardo Sguiglia, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa.
6Son ejemplos representativos del modo paródico los relatos «La miel silvestre» (1911), «Los cascarudos» (1912), «El lobo de Esopo» (1914) y «Los destiladores de naranjas» (1923) de Horacio Quiroga; «Historias de caníbales» y «La selva de los venenos» (1919) de Ventura García Calderón; «El eclipse» (1952) y «Míster Taylor» (1954) de Augusto Monterroso, y «Los advertidos» (1965) de Alejo Carpentier, así como las novelas Los pasos perdidos (1953), también de Carpentier, Daimón (1978) de Abel Posse, La danza inmóvil (1983) de Manuel Scorza y Colibrí (1984) de Severo Sarduy.
7Carlos Fuentes, por ejemplo, opina que «el hombre asediado por la naturaleza» es «el más tradicional de los temas latinoamericanos» (1972: 37). El vínculo de la narrativa hispanoamericana del siglo xx con las crónicas de Indias ha sido señalado por García Márquez, quien afirma que en los libros de Pigafetta y otros cronistas «se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy» (2010: 21), y por Carpentier, quien dice que los novelistas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo xx son «los Cronistas de Indias de la época contemporánea» (1987b: 158).
8Según Williams, La casa verde «socava la añeja dicotomía de civilización (incluido el espacio urbano) y barbarie (incluida la naturaleza) que había sido la premisa de gran parte de la ficción y el discurso crítico por más de un siglo» (2010: 74); la novela de Vargas Llosa, por ende, «es una radical redefinición de la naturaleza como ambigua» (75).
9Ortiz señala la ambigüedad que atraviesa La casa verde: «La visión crítica de la obra y sus aspectos novedosos son minados desde su interior por las descripciones del narrador omnisciente sobre los nativos, en las que se reiteran los paradigmas de civilización y barbarie al presentarlos como seres inferiores y salvajes, similares a animales» (2012: 120-121). El propio Vargas Llosa, refiriéndose a la génesis de la obra, dice que durante su primer viaje a la Amazonía descubrió «que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra» (1971: 25) y reconoce que «toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país» (46).
10También están los cuentos «La broma de un tigre» (1942) de César Lequerica, «La madre» (1965) y «La llamada» (1967) de Ciro Alegría, «Pelejo» y «El animal sobre sus patas traseras» (1969) de Arturo Hernández y «Shushupe» (1992) de Dante Castro, los cuales abordan desde distintos ángulos la cuestión de la persecución y la cacería de animales salvajes.
11Entre las novelas se destacan: La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría, Sangama (1942) de Arturo Hernández, La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa, El príncipe de los caimanes (2002) de Santiago Roncagliolo y El país de la canela (2008) de William Ospina; entre los cuentos: «A la deriva» (1912) y «En la noche» (1919) de Horacio Quiroga y «Por el pongo de Aguirre» (1969) de Arturo Hernández.