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Capítulo 2

Novelas históricas sobre los primeros viajes de los españoles al Amazonas

En contra de lo que quizá podría pensarse, el interés de una novela histórica depende menos de la fidelidad de su autor a los hechos que de la agudeza con que su visión (su revisión) del pasado arroja luz sobre los problemas del presente y da pistas para el porvenir. Aunque la reconstrucción detallada de los eventos y las costumbres de una época anterior es importante para afianzar la veracidad histórica de la narración e inducir en el lector el efecto de realidad, a la larga lo que define el alcance de una ficción basada en eventos históricos es la pertinencia de la confrontación que el autor plantea entre el pasado cumplido, el presente en marcha y el futuro en ciernes. Por eso, toda novela histórica es un producto de su tiempo que, tendiendo un puente entre el horizonte de la época a la que se remontan los hechos narrados y el horizonte de su propia época, enriquece el conocimiento de las posibilidades existenciales del ser humano y proporciona a sus lectores elementos de juicio para las encrucijadas del presente y el futuro.1 La revisión del pasado desde la óptica del presente y el análisis del presente y el futuro próximo a la luz del pasado no son un mero ejercicio académico o lúdico: son una brújula para la vida. El carácter histórico de la existencia humana implica afrontar el porvenir apoyados en la memoria de las experiencias vividas; la reflexión sobre los tiempos idos y la previsión de los tiempos venideros, al confluir en la plataforma del «aquí y ahora», impiden que nuestro sentido de la historicidad se marchite.

Consideradas desde este ángulo, las narrativas históricas ambientadas en la selva cobran especial interés, ya que tradicionalmente los entornos selváticos han sido vistos como escenarios situados al margen de la historia o como lugares que solo ingresan en los carriles de la historia gracias al arribo de los europeos. Estos prejuicios se apoyan en una distinción entre historia natural e historia humana que, sin embargo, está perdiendo vigencia debido a la crisis ecológica actual. Hechos como la contaminación de las fuentes de agua, la reducción de biodiversidad o el calentamiento global ilustran hasta qué punto la historia humana es indisociable de la historia de la naturaleza, y la conciencia agudizada de esta evidencia arroja una luz retrospectiva distinta sobre los eventos del pasado.2 Las selvas no se sustraen a tales cambios de percepción. Cuando advertimos que la historia natural y la historia humana son aspectos inseparables de una misma realidad, pierde sustento la visión de la selva como ámbito intemporal donde los ciclos eternos de la vida y la muerte prosiguen su curso al margen de las preocupaciones humanas. Por otra parte, a medida que naturaleza e historia dejan de ser pensadas como compartimentos estancos, las sociedades humanas aparecen como frutos de un proceso coevolutivo de larga duración en cuyo seno convergen múltiples tradiciones culturales, cada una adaptada a entornos ambientales concretos y con su herencia histórica particular a cuestas; con ello, pierde consistencia la imagen de los conquistadores y los misioneros europeos como agentes civilizadores sin cuya intervención las selvas habrían permanecido ancladas en un mundo primigenio, ajeno al tiempo histórico y habitado por grupos aborígenes que serían apenas un ingrediente más del entorno natural.

La consecuencia de este giro es que las visiones de la selva como lugares sin historia pasan a ser ellas mismas un capítulo central de la historia de las selvas. Tales visiones son de hecho un resultado de la convergencia, con el arribo de Cristóbal Colón, de varias corrientes históricas distintas —una formada por miembros de diversas poblaciones asentadas en Europa occidental, otras formadas por múltiples poblaciones autóctonas repartidas a lo largo y ancho de América—, de las cuales la primera, apoyada en la palabra escrita, silencia poco a poco las segundas, basadas principalmente en la oralidad. Como veremos luego, los cambios de orientación que esto implica se reflejan en varias novelas históricas de la selva publicadas en América Latina desde mediados del siglo xx. No obstante, aunque la decisión de escribir novelas históricas ambientadas en la selva supone un rechazo de la visión de las zonas selváticas como pura naturaleza, la creación de una narrativa que supere las limitaciones de la historia tradicional enfrenta dificultades enormes. Por un lado, los prejuicios coloniales están hondamente arraigados y el potencial crítico de las novelas es insuficiente para compensar su reforzamiento constante en los medios masivos —baste recordar las boas devoradoras de hombres de películas como Anaconda (1997) de Luis Llosa, la profusión de especies animales exóticas y escenarios vegetales exuberantes en documentales como Amazonía (2013) de Thierry Ragobert o las fotografías de entornos edénicos e indígenas pintorescos y semidesnudos de los folletos usados por las agencias de viajes para promocionar sus paquetes turísticos a la Amazonía o la Orinoquía—. Por otro lado, existe un escollo adicional, casi insuperable, al menos en el terreno de la novela histórica: ¿cómo hacerle justicia a la historia de los pueblos amazónicos, perdida en su mayor parte a consecuencia del despoblamiento masivo causado por la llegada de los europeos y continuado en los siglos siguientes? Recordemos que entre los autores de novelas históricas no figura ningún indígena —y que la noción misma de «novela histórica» es ajena a las culturas aborígenes, cuyo pilar para la transmisión del saber y la preservación de la memoria colectiva no es la escritura alfabética sino la oralidad.

Para darle anclaje empírico a este escenario, retomaré ahora un grupo escogido de novelas históricas de la selva y analizaré la forma en que ellas ponen sobre el tapete, pese a los obstáculos citados, cuestiones relativas a la forma como nos imaginamos las zonas selváticas de América Latina y como entablamos relación con ellas y con sus pobladores. El ejercicio de revisión del pasado que tales obras efectúan se basa en la confrontación (y, en cierta medida, el ajuste de cuentas) con dos periodos importantes de la historia de América Latina, uno precolonial: el de la conquista, y otro poscolonial, o, si se quiere, neocolonial: el de las caucherías.

2.1. A la conquista del río: los viajes de Francisco de Orellana

De las primeras expediciones españolas a la selva amazónica, dos han acaparado el interés de los novelistas, debido sin duda a su carácter pionero y al aura de leyenda que las rodea: la de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1541-1542 y la de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en 1560-1561. El hecho más llamativo al considerar la suerte corrida por estas expediciones es que, si bien fracasaron rotundamente —ninguna generó ganancias materiales ni dio lugar a una ocupación duradera de los territorios recorridos—, ellas produjeron una ocupación del imaginario que a la postre resultó más férrea que la dominación político-militar. En efecto, esas primeras incursiones en la Amazonía implantaron las semillas del discurso colonial que preside las representaciones de la región hasta nuestros días, con los mitos de las Amazonas y El Dorado a la cabeza. No se trata, por tanto, de conquistas equiparables a las de Cortés en México o Pizarro en el Perú; se trata de viajes azarosos, precarios, signados por la lucha con un entorno cuya hostilidad se concreta en dos aspectos: «el carácter extremado y excesivo de su naturaleza, y la profunda enajenación que resulta del desconocimiento que tiene de ese medio el hombre europeo que intenta dominarlo» (Pastor 2008: 236). Bajo tales condiciones, la lucha por la supervivencia es acuciante y el afán de riquezas cede su lugar a objetivos más inmediatos —la busca de alimentos, provisiones, reposo— que los europeos no sabían cómo realizar en la selva. Ello no es óbice para que las crónicas surgidas de esa experiencia les den vida a representaciones que, trascendiendo el marco de su formulación inicial, se repetirán luego una y otra vez en los discursos sobre la región.

Buena muestra de ello son las versiones novelescas de los primeros viajes al Amazonas, cuyos autores utilizan los imaginarios coloniales de la selva como un vocabulario casi inevitable a la hora de abordar el tema, pero en cuya estructura narrativa es posible rastrear los factores que moldearon el surgimiento de dicho vocabulario, subrayando así su entronque histórico. Enfocaré primero la atención en dos obras de mediados del siglo pasado en las que la figura de Francisco de Orellana ocupa el primer plano: Argonautas de la selva de Leopoldo Benites y El Quijote de El Dorado de Demetrio Aguilera Malta. Ambas novelas presentan la entrada de los españoles en la selva como una gesta heroica animada por una vocación descubridora, pero en ellas se nota a la vez la voluntad de contrapesar ciertos sesgos de la historia tradicional. Sus autores, de origen ecuatoriano, proyectan la figura de Orellana como un símbolo de la unidad territorial del Ecuador moderno, ya que las andanzas del conquistador incluyen la zona andina (la expedición de 1541 en busca de la canela sale de Quito), la costa del Pacífico (Orellana fue el fundador del puerto de Guayaquil) y la región amazónica. Para la reconstrucción de los hechos, los dos escritores se atienen en lo esencial a la información suministrada por los primeros cronistas, sobre todo fray Gaspar de Carvajal, de cuya relación transcriben casi literalmente varios pasajes.3

Existe un elemento común a ambas novelas que quiero resaltar, y es que no se limitan a contar el primer viaje de Orellana, al cual este le debe su fama, sino que cuentan también su segundo viaje, en que el conquistador muere. A tono con ello, Argonautas de la selva se divide en dos partes de igual longitud presentadas en orden cronológico, y mientras en la primera campea la emoción de la aventura y el encuentro de los españoles con el río ignoto, en la segunda asistimos al desmoronamiento de los sueños de Orellana, cuyo declive refleja en miniatura el destino de la España imperial, desgarrada entre sus «propósitos inmensos» y sus «medios pobres de realización» (Benites 1945: 177). En El Quijote de El Dorado el orden del relato varía: la novela se centra en los tropiezos de Orellana para organizar la segunda expedición, y reconstruye los incidentes de ese viaje hasta el extravío y la muerte del conquistador en el bajo Amazonas. Los hechos relativos al primer viaje aparecen solo como evocaciones intercaladas a lo largo del texto, y en ellas la realidad amazónica es magnificada por las ansias de Orellana de retornar en busca de las riquezas y maravillas que la selva guarda en su seno. Esta organización textual le permite a Aguilera Malta resaltar la oposición entre las brillantes perspectivas iniciales y la cruel desilusión final. Así, en 1543, cuando vuelve a España luego del primer viaje, Orellana empieza a sentir el mundo que ha recorrido «como propio», «como si ahora sus raíces se hundieran en ambas tierras», y sobre su vida gravita un sentimiento nuevo, difícil de definir: «¡Algo que lo obligaría a regresar a “sus tierras”, a “su Río”!» (1964: 33); con el paso de los días, este «algo» indefinible se precisa como un anhelo de recorrer otra vez «esas tierras hermosas situadas del otro lado del mar», para mostrarle a su esposa Ana, desde el puente de la nave capitana, «los detalles de ese mundo maravilloso», «las rutas de su amado Río» (170). A finales de 1546, cuando el descalabro de su segunda expedición es un hecho, la percepción de Orellana ha sufrido un viraje completo: «¿Y si los indios los asaltaban esa noche? ¿Si los acribillaban a flechazos? ¿Si alguna araña, escorpión o víbora, valiéndose de la oscuridad, se acercaba para picarlos? ¿Si algunos caimanes llegaban hasta allí, a devorarlos? ¿Qué haría? ¿Qué podría hacer?» (259).

El énfasis de ambas novelas en el fracaso del segundo viaje de Orellana ilumina una parte de la historia de la conquista que suele quedar sumida en el silencio. Usualmente se recuerda a Orellana por haber sido el primer europeo en dirigir un viaje a lo largo del río Amazonas, y los libros de historia rubrican este hecho otorgándole el título de «descubridor» (aunque es apenas obvio que las poblaciones nativas habían descubierto el río palmo a palmo desde mucho tiempo atrás). Los novelistas se hacen eco de esa vieja costumbre; no en vano la novela de Benites se subtitula: «Los descubridores del Amazonas», y en la novela de Aguilera Malta se alude a Orellana como «El descubridor del Río más grande del mundo» (1964: 31), lo que sería «una de las hazañas más grandes de todos los tiempos» (265). Este lenguaje grandilocuente contrasta con la cruda serie de desengaños que tejen la madeja del segundo viaje. El fiasco de las gestiones de Orellana para que la Corona española financie su retorno al río resulta tanto más chocante si se considera que, a su paso por Portugal de vuelta del primer viaje, el rey de ese país le había ofrecido los recursos necesarios para una nueva expedición y Orellana había rechazado la oferta por fidelidad a su patria y a su rey. Obligado a armar la expedición por sus propios medios, la sensación de ser víctima de un trato injusto crece en Orellana y lo lleva al extremo, cuando la ocasión se presenta, de asaltar un navío de su propio país para obtener provisiones y pertrechos. Los malos auspicios que enmarcan este viaje se confirman luego: los navíos a duras penas entran por la desembocadura del río, se extravían en las islas del estuario, no avanzan muy lejos río arriba y al final, a costa de grandes penalidades, solo sobrevive un puñado de expedicionarios famélicos que, dejando atrás en un lugar desconocido la tumba de su capitán, halla refugio en la isla Margarita. Como dice Benites: «Del gran sueño ambicioso nada quedó. No tuvo Orellana el éxito que todo lo justifica ni el oro que todo lo hace perdonar» (1945: 296).

El caso de Orellana no fue único: la mayoría de expediciones de conquista que zarparon de España durante el siglo xvii fueron costeadas con recursos privados, y muchas fracasaron lamentablemente. Como es sabido, en la misma época en que ríos de riqueza fluían desde México y Perú hacia la península ibérica, la Corona española estaba concentrada en el complejo ajedrez de la política europea y no tenía mucho interés en las tierras situadas al otro lado del océano; la urgencia de las luchas por la consolidación del catolicismo en una Europa sacudida por el avance de la reforma protestante y por la amenaza turca desplazó a un nivel secundario los asuntos de la conquista de América.4 Es difícil exagerar el impacto de esa asimetría en la formulación de las primeras imágenes de la selva. Por un lado, los conquistadores ponderan el esplendor de las tierras americanas, a fin de persuadir a la Corona española o a los posibles inversionistas de que vale la pena financiar nuevos viajes de exploración y conquista; por otro, si esos territorios son ricos y espléndidos, ¿cómo explicar el fracaso de las expediciones, si no es resaltando los obstáculos suscitados por una naturaleza adversa y unas poblaciones nativas hostiles?

Las experiencias de Orellana en sus viajes a la selva ilustran bien la disyuntiva. El Quijote de El Dorado de Aguilera Malta cuenta los apuros del conquistador para ajustar las expectativas a la realidad. A lo largo del río, Orellana tropieza con un entorno alarmante: «La selva de colmillos verdes. Los mil ruidos, los mil olores, las mil formas. La agresión visible del monstruo verde de millones de tentáculos y las tantas agresiones invisibles» (1964: 52); sin embargo, constata también que, en muchos tramos, el río fluye «entre una tierra tan fértil y tan buena para el ganado como la de nuestra España» (150), y le concede pleno crédito a las noticias que recibe sobre las riquezas de la región, facilitadas por indios cuyas palabras y gestos él mismo traduce. Uno de ellos le asegura, por ejemplo, que en la comarca de las amazonas «hay muy grandísima riqueza de oro» y que «la ciudad donde reside la señora Coroni tiene cinco casas del Sol, donde están sus ídolos de oro y plata» (152). Dado el exiguo conocimiento que Orellana tenía de las lenguas locales, cabe dudar si tales palabras traducen fielmente el pensamiento del indio o si reflejan más bien lo que Orellana desea escuchar —al menos desde la perspectiva de la recreación novelesca realizada por Aguilera Malta con base en las crónicas—. Incluso suponiendo que hayan hablado en quechua, utilizado a menudo como lengua franca en el alto Amazonas desde la época del Incanato, es probable que Orellana haya acomodado de buena fe la información recibida para hacerla encajar con sus propias expectativas. Lo cierto es que, en cada etapa del viaje, la imagen deslumbrante de una tierra fecunda y rebosante de tesoros se contrapone con el aura inquietante que emana desde el verdor silencioso de la masa vegetal y con los temibles obstáculos (sobre todo la escasez de víveres) que entorpecen el avance de la expedición. Esta ambigüedad marca asimismo las relaciones con los pobladores nativos. Como ya le había sucedido a Colón medio siglo antes las islas del Caribe, Orellana encuentra a su paso tribus pacíficas y hospitalarias que le proporcionan alimentos (así acontece en la región del jefe Aparia durante el primer viaje y en la entrada del delta durante el segundo), pero también otras belicosas e indómitas que atacan con furia los bergantines (tal es el caso en las regiones del jefe Machiparo y de las amazonas en el primer viaje y en diversas zonas del brazo principal del río en el segundo).5 ¿Cuál es, después de todo, la verdadera cara de la selva?

En una vena similar, la obra de Benites muestra cómo la primera expedición, que sale de Quito encandilada por el espejismo de la canela, enfrenta desde el inicio todo tipo de peligros: «Es una lucha titánica la de estos hombres magros, que han pasado hambres y miserias, que casi no tienen fuerzas, contra una naturaleza demasiado grande y demasiado bárbara» (1945: 61); empero, los reportes sobre la abundancia de riquezas en la zona están frescos y la visión de la selva está aún preñada de promesas que compensan las adversidades: «Palpita en el paisaje una vida extraña. Un misterio que atrae con fuerza irresistible. Una especie de embrujo fascinador. Algo les llama, con voz atractiva, desde el fondo de la espesura» (84). Empujado por la corriente del río e imposibilitado de adentrarse en la selva debido al estado maltrecho de la expedición, Orellana se enfoca en buscar la salida al Atlántico, no porque renuncie a las riquezas sino porque ya acaricia la idea de regresar al río con una expedición mejor equipada. Ese proyecto se cumple solo en parte: Orellana obtiene en 1544 las capitulaciones para colonizar la «Nueva Andalucía» y al año siguiente emprende el viaje de vuelta al río, pero su equi­pamiento deja mucho que desear debido a la escasez de recursos y al regular estado de los navíos. La oposición de la naturaleza a los designios del conquistador se manifiesta de modo elocuente: al intentar entrar al río, la fuerza de la corriente que amenaza con arrastrar los barcos mar adentro revienta las cadenas de las anclas y Orellana se ve forzado a anclar los barcos con los pocos cañones y lombardas que llevan a bordo (los cuales no logran recuperar del fondo del río). Despojado de su principal herramienta para dominar a los indios, cuando al fin alcanzan tierra firme Orellana siente que «toda su energía voluntariosa se viene al suelo como un castillo de naipes» (264). Pocos meses después, al término de este segundo viaje iniciado con tantas ilusiones pese a las penalidades vividas en el primero, llega para los viajeros la hora de la derrota: «No quieren ver las cruces que abren sus brazos en la selva. No quieren saber nada. Solo huir… huir… Irse pronto. Se embarcan precipitadamente. Sueltan las amarras. Están pálidos, flacos, tristes. Con los ojos llorosos. Algunos rezan. Rezan… Lloran… ¿Es este el río maravilloso en donde los esperaba la riqueza?» (275).

Las novelas de Benites y Aguilera Malta, por lo tanto, recrean una historia de sueños y ambiciones desmesuradas que poco a poco dan paso a la incertidumbre y a la postre se saldan con una amarga desilusión. Las diferentes facetas que asumen la selva y el río a los ojos de los conquistadores desempeñan un papel central en ese proceso de desmantelamiento. Para Orellana y sus hombres, la espesura selvática es en primera instancia un ámbito lleno de promesas, luego un mundo inculto sembrado de obstáculos imprevistos, al final una trampa funesta sobre la cual queda flotando un enorme signo de interrogación. He ahí los tres momentos a partir de los cuales se desarrollan las principales visiones coloniales de la selva: la naturaleza pródiga y fecunda, el territorio salvaje que es preciso domesticar, la potencia inclemente que anonada los esfuerzos humanos. La reconstrucción narrativa de los viajes de Orellana, al poner de relieve la base histórica concreta que apuntala la formulación de estos imaginarios, los despoja —al menos en parte— de su aparente obviedad e indica que su valor epistemológico se limita a experiencias precisas y fechadas. Así, por ejemplo, el fracaso de Orellana obedece no solo a la resistencia de un ambiente y un clima adversos, sino también a las dificultades suscitadas por la relación desigual que se estableció desde un comienzo entre los conquistadores y la Corona española. Y ¿qué duda cabe que la selva puede ser un entorno erizado de obstáculos —o incluso una trampa peligrosa— para un grupo de recién llegados radicalmente desconocedores del terreno, de las formas de vida que lo habitan y de las culturas que tienen allí su hogar?

Sin duda tanto Benites como Aguilera Malta replican en sus obras elementos centrales de la visión colonial de la selva. Los títulos de sus novelas presuponen de entrada una noción épica de la acción de los conquistadores en América: para Benites, los primeros europeos en navegar el Amazonas son «argonautas» que emulan las hazañas de los buscadores del mítico vellocino de oro, y Aguilera Malta narra las incursiones en el río con una óptica que subraya su dimensión quijotesca. Ambas obras exaltan la capacidad de Orellana para sobrellevar la adversidad y ambas revisten su fracaso final con tintes trágicos; en ambas, la selva (las fieras, los mosquitos, la fuerza del río, la vegetación espesa, la humedad, el calor) ocupa a menudo el rol actancial de oponente cuya hostilidad neutraliza los esfuerzos del conquistador; en ambas los indígenas (sean pacíficos o belicosos) desempeñan el mismo papel de comparsas que suelen desempeñar en las crónicas de Indias. No obstante, las reconstrucciones que estos dos autores hacen de las primeras entradas a la selva ofrecen un punto de partida para la revisión crítica de aquellos hechos. El fracaso de los españoles en la exploración del río solo en parte se debió a las dificultades suscitadas por el entorno ambiental: también fueron definitivos los escollos relativos a la financiación y el apresto de las expediciones, así como las expectativas desmesuradas e irreales de los conquistadores, que precisamente por ello dieron pie luego a decepciones tanto más dolorosas. En buena medida, las representaciones de la selva que conocemos hoy surgieron en esa época como una expresión de las ilusiones y frustraciones vividas por las expediciones pioneras. Esta constatación abre un camino que otros autores profundizan y amplían en distintas direcciones.

2.2. En busca de El Dorado: la expedición de Pedro de Ursúa

El terreno en que germinan los imaginarios de la selva no se nutre solamente de los factores propicios o adversos del camino, sino también de los prejuicios y anhelos de los exploradores. La curiosa mixtura de maravilla e incertidumbre reinante en las expediciones de conquista de esa época, suscitada por la alternancia de ilusiones y temores, expectativas y sufrimientos, sueños y decepciones, estimula la tendencia de los españoles a traducir lo que ven y oyen a lo largo del viaje en términos familiares para su mentalidad, apoyándose en referencias librescas de la época o en mitos famosos. Asediados por la perplejidad sobre la auténtica naturaleza de cuanto perciben sus sentidos, los recién llegados filtran la evidencia empírica en el tamiz de su propio trasfondo cultural. Así es como los aspectos más enigmáticos y misteriosos de su experiencia americana encuentran al cabo una explicación satisfactoria —o, al menos, tranquilizadora—. Con una actitud no muy distinta a la de Colón, que veía las islas del Caribe a la luz de su lectura de los viajes de Marco Polo, muchos conquistadores, aleccionados por las aventuras de personajes de novela como Amadís de Gaula o Palmerín de Oliva, llegaron a América con un espíritu abonado para darles crédito a leyendas sobre lugares míticos y riquezas prodigiosas.6

La exploración de las selvas no fue una excepción a este respecto. El prestigio que tenía en aquella época la teoría cosmográfica, según la cual la franja equinoccial del globo terráqueo contenía la mayor cantidad de metales preciosos (Pastor 2008: 286-289), favoreció aún más en este caso la confianza de los europeos ante los relatos que empezaron a circular sobre las riquezas ocultas en la selva. Si a eso les sumamos la inmensidad de las cuencas del Amazonas y el Orinoco, su lejanía de los núcleos del naciente poder colonial y su relativa inaccesibilidad, es comprensible que esas regiones queden envueltas en un aura de misterio propicio para exacerbar las leyendas y para suscitar la perplejidad sobre la localización precisa de los sitios (el lago Parima, la ciudad de Manoa, el país de las amazonas, el cerro de Paititi) donde se hallaban esos fabulosos tesoros cuya sola mención encendía la codicia de los conquistadores. Como los pobladores nativos eran la principal fuente de información de las expediciones, la ansiedad de los españoles seguramente fue aprovechada a veces por indígenas astutos, que habrán aportado datos nebulosos o ficticios a fin de alejar de sus tierras a aquellos forasteros molestos, cuando no indeseables.7 La búsqueda de El Dorado, sin duda el prototipo de esta clase de aventuras, ocupa el primer plano en la expedición de Pedro de Ursúa, conocida como Jornada de Omagua y Dorado. Tal como les había ocurrido a Gonzalo Pizarro y a Francisco de Orellana veinte años atrás, Ursúa fracasó en su empeño, y los sobrevivientes, liderados por Lope de Aguirre, navegaron hacia la isla Margarita luego de salir al Atlántico por el delta del Amazonas. Las violencias causadas por la rebelión de Aguirre en la zona costera de la actual Venezuela explican en parte el interés suscitado por este viaje entre los novelistas de ese país, siendo Arturo Uslar Pietri con El camino de El Dorado y Miguel Otero Silva con Lope de Aguirre, príncipe de la libertad los ejemplos más notables.

Al igual que las obras de Benites y Aguilera Malta, la novela de Uslar Pietri se caracteriza por su estricto apego a la documentación histórica8 y por su énfasis en el contraste entre los sueños grandiosos que motivan la expedición y su resonante fracaso final. El título de su novela enfatiza la promesa inicial; la estructura del relato destaca las etapas a lo largo de las cuales se concreta el desmoronamiento de la empresa. La obra está dividida en tres partes correspondientes a los sucesivos escenarios de la aventura marañona: «El río», «La isla», «La sabana», lo que hace del relato una suerte de epopeya geográfica. La primera parte —también la más extensa, ya que abarca la mitad del texto— reconstruye el viaje por el Amazonas, las circunstancias de la muerte de Ursúa y el ciclo de hechos violentos mediante los cuales Lope de Aguirre se asegura el mando de la expedición, rubricando su ruptura con la Corona española; las otras dos partes narran el arribo de los marañones a las costas de Venezuela, el descalabro de la rebelión y la muerte de Aguirre, quien, en claro desafío a las Nuevas Leyes de Indias, reclamaba para los conquistadores el control sobre los territorios sometidos: «En estas Indias no deben quedar más que los soldados, porque ellos solos las ganaron y para ellos deben ser» (1985: 121). En suma, a diferencia de las expediciones de Orellana, la de Ursúa sucumbe a una degradación física y anímica cuya causa central son las disensiones intestinas que van minando a los propios españoles, aunque, como veremos enseguida, los entornos ambientales ejercen también una influencia poderosa. Así, un viaje emprendido en procura de El Dorado se transforma luego en el vagabundeo azaroso de un puñado de rebeldes, expuestos al acoso de las fuerzas naturales y de los indios, y al final, al de las autoridades coloniales de la isla Margarita y tierra firme.

Desde las primeras páginas de la novela, dos hilos conductores modulan el desarrollo de los hechos. El primero, referente a las acciones humanas, arranca con los preparativos para la busca del oro. La expedición organizada por Ursúa está en boca de todos los soldados y las opiniones están divididas. Mientras unos encarecen el volumen y magnificencia de la riqueza que los aguarda, otros desconfían. Hay quienes recuerdan los desengaños de Gonzalo Pizarro en su búsqueda de la canela; hay quienes temen que la expedición sea una estrategia del virrey «para limpiar al Perú de toda la gente valiente y emprendedora que podía molestarle su gobierno» (13). En las conversaciones del campamento empiezan a brotar los desacuerdos e insatisfacciones que más tarde, cocinándose a fuego lento con las privaciones del camino, desatarán una serie de crímenes sangrientos. Entre tanto, en segundo plano, aparece otro hilo conductor aparentemente anodino, pero que gravita sin cesar sobre el curso de los acontecimientos: me refiero a las fuerzas naturales. Las historias de Ursúa, Aguirre y los demás personajes se despliegan bajo el influjo de factores climáticos y ambientales cuya acción resulta decisiva, sea porque la humedad estropea los barcos recién construidos, porque el asedio de los mosquitos y las molestias del calor se tornan insufribles, porque los soldados desfallecen de hambre o deliran de fiebre o porque la escabrosidad y vastedad del territorio agotan poco a poco las energías de los expedicionarios. El texto mismo pone de relieve desde el primer capítulo el entrecruzamiento de naturaleza e historia. Cuando uno de los capitanes, en medio de un aguacero, les dice a los soldados que el Perú no es nada comparado con el reino de Omagua que van a conquistar, el narrador comenta: «La visión de El Dorado era ya familiar en el fondo de aquellos ojos duros. Mucho habían oído de él, mucho lo habían soñado. Lo olían entre el vaho de la selva como el almizcle de un animal salvaje»; en ese momento, cae un trueno que acalla las palabras del capitán: «La lluvia seguía arreciando. Los hombres chapoteaban en el barro con las ropas adheridas a la piel. Alguno sacaba de un sucio trapo un pedazo de yuca o de papa y lo devoraba con ansia animal» (15).

El título del capítulo dos confirma cuáles serán los ingredientes claves del camino hacia El Dorado: «Lluvia y sangre». El lector se ve confrontado de este modo a una convergencia de hechos históricos y fuerzas naturales que lo acompañará hasta el final de la novela. En los días previos a la llegada a Barquisimeto, donde sin que él lo sepa lo espera la muerte, Aguirre apenas logra animar a los marañones que aún le son leales a continuar la marcha por la sierra:

Llovía a torrentes. Entre las ramas de los árboles flotaba una niebla de humedad, y los hombres empapados, cubiertos de fango hasta la cabeza, parecían unos inmensos gusanos. El esfuerzo era agotador. No se lograba que los caballos subieran. A ratos los hombres se paraban, con las manos en jarras y la cabeza en el pecho resoplando, extenuados, mientras el agua les corría, por sobre las ropas y el cuerpo, deshaciendo el barro y mezclándolo con el sudor. (176-177)

La situación provoca la cólera de Aguirre, que exclama: «—Piensa Dios que porque llueve no tengo de ir al Perú y destruir el mundo, ¡pues engañado está conmigo!» (177). El fracaso de la rebelión marañona va de la mano con su impotencia ante los elementos desatados; la desmesura de Aguirre tropieza con la resistencia combinada de una situación histórica en la que el poder colonial tiene la ventaja y unas circunstancias geográficas desfavorables, lo que subraya la inseparabilidad de historia natural e historia humana.

Prolongando el sendero abierto por las crónicas de Indias, El camino de El Dorado se inscribe entonces en la tradición de narrativas hispanoamericanas en las que el enfrentamiento de los humanos con una naturaleza abrumadora constituye un motivo central. A causa de ello, el énfasis de estas obras en el vínculo entre acción humana y entorno ambiental puede parecer un aporte poco relevante. Sin embargo, el surgimiento de los imaginarios sobre la selva tiene lugar justo en la encrucijada de ambiente e historia que autores como Benites, Aguilera Malta y Uslar Pietri nos invitan a revisar. La sospecha que ronda a los lectores de sus novelas es que dichos imaginarios tienen un origen humano, demasiado humano, y que, en vez de revelar la realidad selvática, la recubren con un biombo hecho de sueños y de miedos. Todo sucede como si, en vez de ser descubierta por los españoles, fuera la selva suramericana la que pone al descubierto el ser profundo de sus invasores. En este sentido, aunque El camino de El Dorado parece corroborar la noción colonial según la cual los europeos «descubrieron» la selva, su tejido narrativo contiene líneas de desarrollo que implican un distanciamiento crítico con respecto a esa noción.

Por una parte, a lo largo del texto la actitud de los participantes en la expedición se caracteriza por una cierta indiferencia ante el ambiente selvático, lo que no impide que las fuerzas naturales sean determinantes en el desarrollo de los eventos. Aparte del asombro suscitado por los animales extraños que de vez en cuando se asoman a las orillas o por la tremenda anchura que alcanza el río en algunos tramos, la nota dominante es el desgano, la modorra, el tedio que el lánguido avance de los navíos sobre las aguas y la monotonía del verde inacabable suscitan en los soldados. Escribe el narrador: «Todo era extraordinario y desconocido. Pero no parecían sentir gran sorpresa ante aquel mundo de la vida del río inmenso. Era como si lo vieran de lejos y con despego, buscando otra cosa» (43). Nótese la expresión utilizada por el narrador para referirse al río y a la espesura circundante: «mundo de la vida».9 La selva solo puede ser un auténtico mundo de la vida para sus pobladores nativos; los españoles, en cambio, pasan por ella casi sin verla, no en razón de un problema óptico o sensorial, sino por falta de un entramado de prácticas y de experiencias previas que les permita comprender el horizonte que desfila ante sus ojos como parte de una realidad plenamente significativa. En consecuencia, el foco de la atención de los hombres oscila entre la evocación melancólica del pasado y la anticipación excitante de un futuro espléndido: «Iban enfrascados contando los cuentos de sus pasadas aventuras, o los recuerdos de sus pueblos o solazados en los planes de lo que iban a hacer cuando volvieran ricos». La presencia constante de la selva resbala sobre su sensibilidad sin ser asimilada, mientras juegan a los naipes o permanecen recostados en algún rincón: «—Qué se me da a mí de bichos raros, que ni sirven para comer. A mí que me avisen cuando encontremos al rey Dorado— decía alguno de mala gana a otro que venía a señalarle alguna novedad» (43).

Las urgencias del presente, desde luego, imponen su ley, y el miedo se adueña de los viajeros, pero su asedio imperioso no obedece solo a la selva que los rodea sino también a la atmósfera de alarma que reina dentro de la propia expedición. La cotidianidad del recorrido se distingue por el contraste entre la visión de las márgenes del río, cubiertas de vegetación tupida, y la escasez de comida. Inhábiles para aprovechar los recursos selváticos, supeditados al hallazgo de alimentos en las aldeas indígenas, los españoles pierden la compostura cuando los alimentos escasean, situación que, por cierto, se produce a menudo: «Cualquier lagarto, cualquier alimaña que podían coger, los devoraban crudos a dentelladas, aderezados con el cuchillo, de temor que otro viniese a arrebatárselos» (60). A ello se suman los terrores causados por los crímenes que ensangrientan el viaje y por los peligros desconocidos que parecen estar al acecho en la espesura. El paso de los europeos por el inmenso enigma de la selva va así de la mano con el afloramiento de las facetas más sórdidas de la naturaleza humana, encarnadas en la figura de Aguirre. Ambos aspectos se unen al final del recorrido por el río: «Todo se concentra ahora en Aguirre. En su mano está la vida y la muerte y hasta las almas de aquellos hombres. […] Todo el misterio y la fascinación trágica de la naturaleza parece haberse refundido en su persona» (100). Atrapados en un nudo de angustia y privaciones, en un medio extraño cuya presencia suscita indiferencia o tedio, no es raro que los participantes en el lance quieran salir del río en cuanto sea posible. De principio a fin, la selva torna a ser un lugar de paso, un obstáculo molesto y temible, un espacio lioso y a la vez «liso»,10 al que los expedicionarios se asoman en busca de comida, contra el cual blanden sus espadas y disparan sus arcabuces, pero en el que a la postre no es factible proyectar una ocupación duradera.

Por otra parte, sucede con frecuencia que los españoles cometen errores fatales debido a su desconocimiento del entorno y de las culturas locales. Desde antes de la salida de la expedición, ya algunas decisiones de los capitanes tienen consecuencias nocivas. Es el caso de Ursúa, que hace armar los bergantines y las chatas y los deja expuestos a las lluvias torrenciales del invierno amazónico: la humedad acaba por dañar las maderas y acarrea la pérdida de varios barcos y de buena parte de sus bastimentos (33-35). Pero los ejemplos más reveladores sobrevienen durante la navegación río abajo, en plena travesía selvática. Pensemos en el soldado que, con una curiosidad entendible en esas circunstancias, se interesa por las cerbatanas y, mediante gestos, le pide a un indio que le explique su uso; el indio extrae un dardo, lo introduce en la cerbatana y luego sopla con fuerza apuntando en dirección al río; el soldado quiere imitarlo, empuña la cerbatana y alarga el brazo para coger un dardo, pero el indio se niega a dárselo. «Trató el soldado de arrebatárselo, del atado que llevaba a la espalda, por fuerza. Hubo una breve lucha. Tan silenciosa y breve que nadie la advirtió. El español cogió el dardo. Sintió la breve punzada de la aguda punta en un dedo. Pero no pudo hacer más. Sintió una gran pesadez y torpeza como si todos los miembros empezaran a hinchársele y aflojársele» (42). El soldado cae agonizante y horas más tarde otro soldado tropieza con su cadáver ya frío. En este ejemplo, la ineptitud del español para apropiarse del conocimiento local está ligada a cierto desprecio por el indígena, a un sentimiento de superioridad que lo lleva a imponerse a las malas en vez de atender a las indicaciones y los gestos del otro, que conoce el efecto mortal del curare con el que están empapados los dardos. El hecho de que el soldado español se pinche a sí mismo con el dardo recalca la faceta autodestructiva de su actitud.

Otras veces, es la imprudencia sobre el terreno lo que lleva a los españoles a un resultado aciago. Así le ocurre al soldado que, para alcanzar los frutos de un árbol cargado de guayabas, se apoya en la horqueta del tronco sin fijarse dónde pone la mano (un descuido incomprensible para cualquier indígena de la región) y es mordido mortalmente por una serpiente de manchas blancas y rojas que estaba allí enrollada (47). También es el caso de otro soldado que, habiendo recibido un ligero corte en su brazo mientras probaba sus armas, lo hunde en el agua del río para lavar la herida; emergen entonces pirañas que asaltan el brazo a mordiscos y, para horror de quienes acuden al oír los gritos del soldado, solo dejan los huesos ensangrentados: «Los indios servidores les explicaron que aquellos eran unos peces que, en numerosos bandos, atacaban y devoraban cualquier ser vivo que tuviese una herida o mancha de sangre fresca. Sin esto, uno podía sumergirse en medio de ellos sin riesgo» (48). Es cierto que, en estos pasajes, los indios figuran solo como comparsas; no obstante, sus pocas intervenciones permiten suponer que muchas de las calamidades sufridas por expediciones como la de Ursúa fueron aún peores debido a la actitud poco receptiva de los europeos con respecto a los pueblos nativos y sus saberes tradicionales.

Los sufrimientos y el hambre soportados por el camino, el pavor experimentado ante las amenazas acechantes en la espesura y la magnitud de la desilusión provocada por el fracaso tienen, sin embargo, mayor peso en el imaginario que la indiferencia de los españoles frente a la selva, que las imprudencias y los errores cometidos por desconocimiento. Incidentes como los que he citado tendrían un alcance meramente anecdótico (las narrativas de la selva están repletas de episodios parecidos) si no fuera porque, articulados en el marco de la búsqueda de El Dorado, iluminan a contraluz el tipo de experiencia en cuyo seno cristalizan las representaciones sobre la selva. A este respecto, el capítulo titulado «El humo de los omaguas» resulta de especial interés, pues enfoca dichas representaciones en un momento clave de su gestación, cuando Aguirre y los demás sobrevivientes se acercan a la desembocadura del río y cuando, por lo tanto, el mundo selvático ya no va a ser más una presencia abrumadora sino un cúmulo de recuerdos que empieza su proceso de sedimentación en la memoria. Aunque la salida al Atlántico está próxima, los viajeros tienen la sensación de estar atrapados:

Los dos bergantines parecen detenidos y apresados en un légamo letal. Ya no avanzan. Ya no podrán salir nunca más del inmenso río. Los más han caído enfermos y tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan. Un contacto frío con la piel en la sombra es una serpiente, o un ciempiés gigante o cualquier otro de aquellos extraños insectos monstruosos. Un zumbido en el aire puede ser el de la cerbatana mortal que el indio dispara desde la maleza, o simplemente el vahído de la fiebre que empieza a arder inextinguible a todo lo largo de la sangre. […] Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. (98-99)

Nótese cómo, al cabo de meses de navegación por el río, los expedicionarios tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan: esta fórmula certera define la atmósfera en la que cuaja la visión de la selva como lugar peligroso y anárquico, colmado de amenazas impredecibles. Las penurias derivadas de la indiferencia, del descuido, del desconocimiento son atribuidas a una suerte de maleficio proveniente de la espesura; los riesgos asociados al clima, a la fauna, a los indios aparecen deformados y agigantados por el miedo; la sensación de encierro motivada por la inmensidad selvática es percibida como un síntoma de intenciones letales ínsitas en la corriente del río, en la maleza, en el légamo. Si bien el espacio acotado de los bergantines es para los viajeros un refugio contra las fieras y las flechas, no los exime del tormento de un clima al que no están habituados. El espectáculo de la vegetación y de las aldeas indígenas en las orillas es como una película monótona vista con ojos febriles desde la cubierta de los barcos. La tierra es ante todo un sitio para descansar y encontrar alimentos antes de proseguir la navegación.11

Pero el distanciamiento visual de los viajeros con respecto al entorno amazónico no solo repercute en los imaginarios oscuros (la selva malsana, letal, enmarañada), sino también en los luminosos (la selva fecunda, plena de riquezas). Como es sabido, un personaje, un objeto, un mundo desconocido puede parecer amenazante o maravilloso, aterrador o mágico, dependiendo de las circunstancias. Los conquistadores, enfrentados en América a todo tipo de novedades en una notable variedad de circunstancias, oscilan con frecuencia entre el asombro y el temor, el azoramiento y la maravilla. Así sucede en los primeros viajes al Amazonas; para Orellana y sus acompañantes, la naturaleza americana es sentida «ya como espectáculo fabuloso, ya como continua amenaza» (Pérez 1989: 202). La novela de Uslar Pietri expresa esta ambigüedad en las últimas escenas del viaje por el río: antes de llegar al estuario, los viajeros fatigados y enfermos creen distinguir a lo lejos las torres de la ciudad dorada y se aglomeran en la cubierta, tratando de apreciar mejor el portento, el lugar mágico tantas veces soñado: «Ya les parecía tener en las manos el fabuloso reino. Ya no se acordaban del temor y de las angustias. Todo parecía haber pasado y estar amaneciendo una vida nueva. Allí, al fin, tras las largas leguas y los días terribles, estaban los Omaguas, su rey cubierto de oro, sus ídolos de oro, sus ciudades de oro». Aguirre, sin embargo, ordena que los navíos se alejen enseguida de lo que a su juicio es solo un espejismo y se internen en el río: «Todos callaron, pero hasta el anochecer, muchos todavía permanecían inmóviles, con los ojos fijos, clavados en la distancia, en la que ya nada se veía» (1985: 101). La expedición sigue hacia la isla Margarita, pero queda flotando en los ánimos la ilusión de haber estado cerca del tesoro prometido, a punto de alcanzar El Dorado. Las desilusiones, las angustias, el fracaso agrietan el mito movilizador, pero no deshacen su hechizo; el brillo del oro entrevisto en la distancia continúa poblando la imaginación y atizando la codicia de incontables viajeros y exploradores en los siglos siguientes.12

En suma, El camino de El Dorado ofrece una rara mezcla de acatamiento a la tradición y revisión crítica. Su autor se atiene a la versión de los hechos aportada por las crónicas, mantiene a los indígenas en segundo plano y sin darles voz, describe la selva desde el punto de vista de los forasteros y refuerza la noción colonial según la cual Aguirre fue un traidor y un tirano. No obstante, su examen de lo que implica en términos existenciales «entrar en la selva» le permite recrear de forma plausible la experiencia de los expedicionarios, ayudándonos a precisar las raíces concretas de las representaciones de lo selvático y poniendo en claro la insostenibilidad del dualismo «naturaleza/historia». También en Lope de Aguirre, príncipe de la libertad de Miguel Otero Silva se mezclan la tradición y la crítica, pero aquí la mixtura es de valor opuesto. Por contraste con el énfasis de Uslar Pietri en los factores ambientales, en la novela de Otero Silva la selva es mero telón de fondo, y las descripciones que de ella hace el narrador se distinguen por su carácter estereotipado. En cambio, Otero Silva procura redimir a Aguirre de la fama de tirano que lo rodea desde las crónicas de Vásquez y Almesto. La novela consta de tres partes de igual extensión en las que Lope de Aguirre es, a su turno, «el soldado», «el traidor» y «el peregrino»; el viaje por el río abarca solo la segunda de ellas; el título y la estructura de la obra indican que el acento de la narración no está puesto en el camino sino en el protagonista, cuya rebelión es para Otero Silva un antecedente de las declaraciones de independencia del siglo xix.13

Resulta instructivo ver cómo esta novela, a la vez que plantea la cuestión de la autonomía hispanoamericana con respecto a la dominación española, reitera de forma acrítica la visión eurocéntrica de la selva heredada de la Colonia. Consideremos el siguiente pasaje:

De la lejanía llegan los ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocara en bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa. Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma, el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a muchas leguas de distancia. (1979: 159-160)

Este párrafo, insuperable a su modo, puede prestar excelentes servicios como antología de lugares comunes. Los sonidos de la selva llegan «de la lejanía» y su fragor es «bárbaro», «tenebroso», «irracional», cual si se tratara de una melodía nunca antes oída, interpretada por «músicos enloquecidos». En el seno de la espesura reina la confusión; no en vano allí retumban al unísono «aullidos», «rumores», «bramidos», «silbidos», «bocinas», «alaridos», «estruendos», «repiques de tambor», «clamores», etcétera. La adjetivación utilizada por el narrador enfatiza que la selva es un territorio de radical otredad, debido a su aura de misterio (los ruidos son «insólitos», se escuchan crujidos provocados por «pasos invisibles»), a su desmesura (los sapos son «gigantes» y su croar es «profundo», los árboles son «inmensos» y su caída es «terrible») y a la lucha sin cuartel que allí se vive (mientras un tapir «muere entre las garras de un puma», los indios acuden a sus «guazábaras»). Los yuruparis de los indios tienen que ser «sagrados», y no pueden faltar los papagayos escandalosos, los monos chillones, los caimanes «en celo». Todo ello se funde «en un mismo caudal sonoro»: las voces y actividades de los indios se sitúan en el mismo plano que las voces del viento, del río, de la vegetación y de los animales, lo que rubrica su carácter natural.

El acento estereotipado del párrafo de Otero Silva no procede de los elementos que lo integran (¿qué duda cabe de que la selva es enorme y de que en ella hay ríos torrentosos, monos que chillan, árboles que caen?), sino de su acumulación desconsiderada, del prejuicio que le atribuye a esa suma un talante bárbaro e irracional, y de la implícita asimilación del todo a un estado de pura naturaleza. La enumeración que ocupa la mayor parte del párrafo es un pequeño inventario, un catálogo variopinto que privilegia ciertos elementos susceptibles de satisfacer las expectativas de una mirada externa sedienta de exotismo y de misterio. El lector desprevenido, al recorrer el citado pasaje de Otero Silva, se imaginaría que Aguirre y sus hombres tropezaban a cada paso con pumas y tapires, con torrentes y cascadas, con tribus belicosas tocando el tambor. Las incursiones conquistadoras, empero, duraron meses y años, y en ese tiempo los encuentros con fieras y otras «maravillas» no ocurrían todos a la vez sino azarosa y escalonadamente, con largos intervalos de quietud, de tedio, de navegación silenciosa bajo el asedio de los mosquitos, o, cuando los expedicionarios desembarcaban en las orillas, de marcha entre el barro y las hojas acumuladas en el suelo. Recordemos, además, que ya las dos primeras líneas del pasaje en cuestión caracterizan la selva como núcleo de irracionalidad y barbarie; la enumeración que viene luego simplemente confirma ese supuesto que no se discute. La espesura selvática es naturaleza salvaje en la que coexisten confusamente árboles, sapos, indios, pájaros, calabazas, truenos, ríos… Un lugar en el que, por lo tanto, hace falta alguien (presumiblemente, los representantes de la civilización) que ponga las cosas en su sitio. Como el lector puede apreciar, el párrafo de Otero Silva ilustra bien el efecto de distorsión suscitado por el lente de la mirada colonial; en él se combina el temor del forastero ante una realidad que parece trasgredir los criterios usuales de inteligibilidad y orden con el apetito de aventuras y de mundos nuevos. La selva torna a ser un caos que causa miedo pero también curiosidad, que ilusiona tanto como asusta y que, por ende, resulta inquietante en los dos sentidos del término: por atracción y por repulsión.

Mi interés, sin embargo, no es compilar clichés sobre la selva, sino identificar en los textos narrativos aquellos ingredientes que desenmascaran los clichés, contribuyendo así al surgimiento de una perspectiva crítica con respecto a su influjo. En este orden de ideas, si bien Otero Silva se pliega inconscientemente al legado colonial en cuanto atañe a la representación del ambiente amazónico, su trabajo subraya un elemento desmitificador de otro nivel. Me refiero a la incredulidad de Lope de Aguirre a propósito de El Dorado —un rasgo que está presente en la novela de Uslar Pietri pero que Otero Silva traza con mayor nitidez—. Para el Aguirre de Otero Silva, El Dorado es una «milagrosa mentira» concebida «por la imaginación de los profetas indios a modo de contrapeso o escudo ante el estrago que les hacían los arcabuces y caballos españoles». Con lucidez, Aguirre nota que esa mentira sagaz afecta doblemente a los conquistadores, no solo extraviándolos en la inmensidad selvática en busca de un lugar ilusorio, sino también sembrando la discordia entre ellos: «En el afán de domeñar esa quimera nos tragan vivos las selvas lóbregas, nos ahogan los ríos tumultuosos, nos matamos los unos a los otros desaforados por la envidia y la ambición» (147). La novela de Otero Silva destaca con ello una de las facetas menos recordadas del mito de El Dorado: la de haber sido empleado como estrategia defensiva por los pueblos nativos. Esto no significa, desde luego, que los nativos inventaran ex profeso El Dorado, sino que se valieron, para fines acerca de los cuales solo podemos especular, del prestigio y la difusión adquirida por la antigua leyenda chibcha del cacique dorado y de la inclinación de los españoles a creer y a extrapolar ese género de historias.14

El escepticismo del líder de los marañones respecto a El Dorado se acompaña, en la versión de Otero Silva, de una crítica a la actitud de muchos conquistadores cuya principal expectativa es poder sustraerse a las exigencias del trabajo: «Habéis acometido esta empresa con el designio de haceros ricos y poderosos de golpe y porrazo, sin labrar la tierra, sin amasar el pan, sin forjar el hierro, sin leer los libros, con el oro y la plata de los Omaguas que pedís a Dios hallarlos a flor de tierra, ya que a cavar una mina tampoco os han enseñado» (147). La credulidad con que los españoles acogían las leyendas sobre lugares míticos es fomentada, según esto, por las ansias de riqueza rápida, pero también por un contexto histórico en el que los europeos se imaginaban la realidad americana, incluyendo la selva, como un territorio a lo largo del cual estaba diseminado, en sitios que era preciso ubicar, un cuantioso y espléndido botín. Tal noción encaja bien con la dinámica que articula los imaginarios coloniales de la selva, surgidos en el seno de expediciones cuyos participantes, pese a los sufrimientos que los hostigaban por el camino, solían pensar con el deseo y ver con la imaginación. Al mismo tiempo, ella crea un escenario propicio para las prácticas extractivas que marcan con su impronta la historia económica del continente desde la época de la conquista.

A modo de recapitulación, subrayo entonces la existencia de tres líneas de desarrollo de los imaginarios de la selva cuyo origen se remonta a la situación vivida por los conquistadores en sus incursiones amazónicas. Por un lado, está la visión de la selva fecunda, fomentada por la promesa de las riquezas ocultas en su interior y por la vegetación exuberante; por otro, está la visión de la selva enmarañada, fomentada por los obstáculos e inconvenientes del camino y por las dificultades para orientarse en ella. Por último, está la visión de la selva inclemente, fomentada por el fracaso de las expediciones y por el pesado saldo de víctimas que arrojaba cada viaje. Las cuatro novelas que he analizado muestran cómo estos temas solo en parte responden a las características ambientales del entorno selvático: la visión de la selva fecunda, afín a los imaginarios del paraíso virgen, se apoya fuertemente en las esperanzas que tenían los españoles de encontrar oro, plata, especias; la noción de la selva enmarañada, afín a los imaginarios de la selva como laberinto vegetal, responde en buena medida a las torpezas y errores cometidos por los españoles a causa de su ignorancia del terreno y su ceguera con respecto a las culturas locales; la noción de la selva inclemente, afín a los imaginarios de la espesura letal y del infierno verde, es entre otras cosas un reflejo de la desilusión sufrida por los conquistadores al término de expediciones cuyos resultados no correspondían a las exageradas expectativas iniciales. La realidad ambiental de la Amazonía y la coyuntura de la empresa conquistadora forman, por ende, una trenza cuyos hilos naturales e históricos están tan íntimamente entretejidos que resultan indisociables.

Esto ayuda a entender por qué la selva ocupa en las novelas de Benites, Aguilera Malta, Uslar Pietri y Otero Silva un lugar a la vez central y marginal. Aunque decisivo para el destino de las expediciones de Orellana y de Ursúa, el entorno amazónico sigue siendo al cabo un territorio desconocido sobre el cual los españoles proyectan sus esperanzas, con el cual tropiezan sus esfuerzos y al cual terminan imputando sus desengaños. A las dificultades de los conquistadores para afrontar la realidad selvática se suman la lejanía y el aislamiento de la selva con respecto a los ejes del poder colonial en América, que a su vez están alejados y relativamente aislados con respecto a la fuente central del poder en la península ibérica. La selva entra en la tradición de la historia occidental como el margen de un margen, la periferia de una periferia, el borde o frontera de las terras incognitas aún no asimiladas —y quizá inasimilables. El efecto de distorsión que esto implica ha adquirido con el tiempo un grado de evidencia difícil de soslayar; de ahí que en la revisión de la historia tradicional llevada a cabo por los cuatro autores mencionados persista una visión de la selva profundamente marcada por la huella de los viejos imaginarios eurocéntricos. Ello no impide que, como hemos visto en este capítulo, sus novelas hagan aportes relevantes para el desarrollo de esa vigilancia crítica que necesitamos a fin de contrarrestar la fascinación que siguen ejerciendo hasta hoy los estereotipos de la selva.

1La idea de la novela como exploración de las posibilidades de la existencia humana es de Kundera (1986: 37-63). En los análisis que presento en este capítulo, mi interés no es seguirles la pista a las eventuales infidelidades históricas de los autores, sino captar la forma en que los textos exploran las posibilidades humanas en el marco de la colonización de las selvas, ya que, como dice Kundera, «“existir” significa: “ser en el mundo”. Es preciso por ende comprender el personaje y su mundo como posibilidades» (1986: 61).

2Chakrabarty ha rastreado (2008: 201-207) la tendencia del pensamiento humanista europeo —desde Hobbes y Vico en el siglo xvii y hasta Croce y Braudel en el xx— a fijar una separación entre historia humana e historia natural, y muestra cómo esa idea entra en crisis en las últimas décadas, debido a la conciencia de los trastornos ambientales introducidos por los humanos a escala global. Un libro que subraya el impacto de la problemática ecológica actual sobre nuestra percepción del pasado histórico es A Green History of the World de Clive Ponting (1991). En cuanto a la concepción de la realidad americana como espacio al margen de la historia, su formulación más radical está en la filosofía de Hegel, tal como lo documenta Gerbi en La disputa del Nuevo Mundo (1960: 386-389 y 398-401).

3Entre las fuentes históricas sobre el primer viaje de Orellana al Amazonas, la relación de fray Gaspar de Carvajal es clave, pues el dominico participó en la expedición y escribió la crónica poco después de acaecidos los hechos; en un segundo nivel están las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Cieza de León y Toribio de Ortiguera, quienes contaron «con testimonios y documentos de primera mano» (Pérez 1989: 41). Los hechos relativos al segundo viaje, por su parte, son conocidos a través de cartas, cédulas reales y otros documentos de la época; la novela de Benites incluye al final una lista detallada de dicha documentación.

4Benites comenta al respecto: «Al emperador le preocupa poco lo que ocurre en esos dominios lejanos, como no sea la posibilidad de que le lleguen remesas de oro y de especias. No ha tomado España la colonización del nuevo mundo como negocio productivo ni como causa nacional» (184). Lafaye, por su parte, afirma que la conquista «fue tratada como pariente pobre por la Corona. El esfuerzo oficial se concentró ante todo en la legislación y manifestó más el cuidado de combatir los abusos que el de respaldar a los conquistadores en sus empresas o aportarles algún tipo de ayuda» (1964: 40). Y concluye: «Para resumir en pocas palabras las relaciones entre los conquistadores y el Estado español, habría que decir que los primeros tomaban todos los riesgos (incluyendo el de la desgracia oficial) y el segundo su parte de todos los beneficios» (46).

5Rodríguez analiza el papel de este contraste en la crónica de Carvajal y destaca su pronta incorporación al discurso etnográfico: «Los dos rasgos culturales más prominentes de los grupos étnicos documentados eran la generosidad (“indios pacíficos”, buenos salvajes) y la combatividad (“indios guerreros”, caníbales). En consecuencia, desde el comienzo, los discursos etnográficos y políticos están directamente ligados a la administración o al control de las poblaciones. La política es debatida a través de las múltiples implicaciones de la categorización de los pueblos amerindios como “gente de paz” y “gente de guerra”» (2004: 170).

6Muchos autores ven en la busca de maravillas un hilo conductor de la conquista de América; Pastor escribe: «Desde principios del siglo xvi, se sucedieron casi sin interrupción las expediciones en busca de objetivos maravillosos y quiméricos. La expansión territorial del Imperio español y la exploración del continente americano se llevaron a cabo bajo el signo seductor del mito» (2008: 195); según Alès y Pouyllau, «toda la conquista… está marcada por la expectativa de lo ­fantástico» (1992: 275); Magasich-Airola y de Beer relatan las búsquedas de regiones legendarias en la conquista (1994); Leonard rastrea el influjo de las novelas de caballería en dichos procesos (1964: 13-74).

7Según Leonard, «los astutos nativos, comprendiendo a medias las preguntas de los españoles y deseosos ante todo de librarse de sus molestos huéspedes, respondían afirmativa y vagamente las consultas de los blancos» (1964: 58-59).

8De las crónicas escritas por integrantes de la expedición de Ursúa (Custodio Hernández, Gonzalo de Zúñiga, Pedro de Monguía), la más famosa es la de Francisco Vásquez, en la que se basan luego Pedrarias de Almesto (escribano de la expedición) y otros cronistas (fray Pedro de Aguado, fray Pedro Simón). En su estudio sobre Aguirre, Galster dice que «Uslar Pietri sigue de cerca la relación de Vásquez con las modificaciones de Almesto, tanto en los sucesos principales y los diálogos como en los episodios más breves, que constituyen la sustancia narrativa» (2011: 436).

9Según Husserl, el «mundo circundante de la vida» es el mundo de la experiencia sensible cuya realidad se impone a cada grupo humano con evidencia y que está arraigado en las prácticas cotidianas compartidas y en una historia común: «Este entorno, junto con sus tradiciones, sus dioses, sus demonios, sus potencias múltiples, vale para cada nación como un mundo real, comprendido sin dificultad y sin crítica» (1987: 49). Pese a las penalidades que vivieron en la selva, la percepción distanciada de los españoles y su desajuste con respecto a las costumbres y la historia de los pueblos selváticos les impiden entablar un diálogo genuino con ese mundo que los abruma.

10Deleuze y Guattari definen los espacios lisos —intensivos, rizomáticos, vectoriales, heterogéneos— por oposición a los espacios estriados —extensivos, arbóreos, métricos, homogéneos— (1980: 592-625). Las selvas tropicales son espacios lisos que, desde la época de la conquista, se oponen a la compartimentación y al control estatal. Las primeras entradas de los españoles al Amazonas, aparte de establecer el vínculo entre los Andes y el Atlántico, no lograron estriar el espacio selvático; esto explica en parte por qué, después de los fracasos de Orellana y Ursúa, ninguna expedición se aventuró de nuevo por el río durante casi un siglo.

11Este tipo de recorrido espacial replica el modelo fijado en el primer viaje de Orellana. En su análisis de la crónica de Carvajal, Pérez muestra que para los españoles «los lugares se suceden con una rapidez casi cinematográfica, desde el alejamiento real que les impone el bergantín. El narrador es un observador que mira desde la lejanía… Esta vista panorámica apenas si se detiene en detalles»; en suma, lo que le interesa a Carvajal es «subrayar la hostilidad de la naturaleza, convertida en obstáculo» (1989: 199 y 203). También en la película Aguirre, la ira de Dios (1972) de Werner Herzog la mirada distanciada de los españoles es el eje de la representación fílmica del viaje por el río.

12Magasich-Airola y de Beer (1994: 110-118) enumeran diversas empresas partidas en busca de El Dorado mucho tiempo después del fracaso de Ursúa, incluyendo los trabajos de las compañías inglesas que, a finales del siglo xix e inicios del xx, basándose en datos suministrados por el barón de Humboldt, desecaron buena parte de la laguna de Guatavita.

13En opinión de Galster, el propósito de Otero Silva era «la desmitificación y rehabilitación» de Aguirre «mediante la reconstrucción de su historia individual». Ese objetivo solo se logra en escasa medida porque, como dice la autora, Otero Silva «suprime a sabiendas la contradicción que habita en la figura histórica de reclamar para sí una libertad a costa de la libertad de otros, a fin de crear un héroe positivo» (2011: 605 y 619).

14Según Pastor, los mitos inspiradores de las empresas de conquista «no fueron creaciones individuales», sino el fruto «de una intensa tendencia quimérica y mitómana entre los españoles del siglo xvi». Dichos mitos «entroncaban con leyendas y noticias… que provenían o bien de la tradición occidental y asiática o bien de tradiciones indígenas». A veces, los españoles «identificaron los pocos datos y las noticias vagas y contradictorias que recibían de los indígenas… con los objetivos míticos que constituían el fin de su expedición, sin que, en la mayoría de los casos, hubiera la menor base real para tal identificación. En otras ocasiones, se dio una coincidencia real entre un mito indígena y una leyenda europea». Y hubo también casos «en los que la certeza en la existencia de determinado objetivo mítico en el continente americano se dio como resultado… de invenciones y mentiras que contaban los propios guías y cautivos indígenas por motivos muy diversos» (2008: 198-199).

Ríos que cantan, árboles que lloran

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