Читать книгу Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz - Страница 14
ОглавлениеCapítulo 3
Crítica de la empresa conquistadora y de sus mitos movilizadores en dos novelas de William Ospina
Por la misma época en que Uslar Pietri escribía su novela sobre la expedición de Ursúa, dos autores destacados, el venezolano Enrique Bernardo Núñez y el cubano Alejo Carpentier, se preguntaban por el sentido profundo de El Dorado. En una serie de crónicas de 1943 publicadas bajo el título de «Orinoco: capítulo para una historia de este río», Núñez repasa documentos históricos relativos a las expediciones de sir Walter Raleigh a la Guayana y constata el dinamismo de la leyenda: la ciudad de oro se desvanece una y otra vez en la distancia, burlando los esfuerzos de sus obstinados buscadores. En opinión de Núñez, la persistencia de esta situación resulta enigmática. ¿Se trata simplemente del oro o hay algo más, surgido de un malentendido entre los europeos y los nativos? Las flotas sucumbían a las tempestades, la fiebre y las flechas diezmaban las expediciones, y al cabo «los caciques señalaban siempre en dirección de las más impenetrables montañas. El hombre blanco introdujo en el Nuevo Mundo la superstición del oro. Y acaso en las ciudades de El Dorado hay algo más que oro. Acaso sus tesoros son de otra naturaleza, fuera del alcance de nuestros groseros sentidos» (1947: 127). Allí donde los europeos creían vislumbrar el resplandor del precioso metal, los caciques quizá hacían referencia al resplandor de algo distinto, algo difícil de traducir, algo que solo podía percibirse a condición de considerar el horizonte desde una perspectiva diferente.
En las reflexiones de Carpentier durante su viaje a la selva venezolana, consignadas en varias crónicas de 1948 agrupadas bajo el título de Visión de América, se plantea una idea similar, aunque no en el contexto del choque entre europeos y nativos, sino tres siglos después, en el encuentro de un colono mestizo con la selva. La cuarta crónica cuenta la historia del explorador venezolano Lucas Fernández Peña, que llega a la Gran Sabana en 1924 y funda en la selva el poblado de Santa Elena de Uairén. Fernández Peña, después de haber hallado yacimientos de oro y diamantes, deja pasar la ocasión de enriquecerse porque, según Carpentier, ha comprendido «la inutilidad del oro para todo individuo que no aspira a regresar hacia una civilización que no solo inventa la bomba atómica, sino que halla, además, justificaciones metafísicas a su empleo» (1999: 50). La aventura de este insólito buscador de El Dorado que desdeña el oro culmina con el descubrimiento del verdadero sentido de su búsqueda: «La Utopía tangible en obras, sensible de recuerdos, de una vida lograda, de un destino impar, de una existencia afirmada en hechos, de un desprecio total por las deleznables facilidades». Fernández Peña prefiere por ello internarse de tiempo en tiempo en el riñón de la selva y dedicarse a ver lo que otros no han visto, a explorar las maravillas que encierra esa región a la que llegara un día atraído por la leyenda. Carpentier cierra la crónica contrastando el caso de Fernández Peña con el de los buscadores renacentistas de la piedra filosofal: «“Solo serán dignos de hallar el secreto de la transmutación de los metales, aquellos que no saquen provecho del oro obtenido”, reza una de las leyes fundamentales de la alquimia —ley oculta que es, probablemente, el verdadero gran secreto de El Dorado» (53).
El replanteo del tema de El Dorado, tal como lo proponen Núñez y Carpentier, abre una vía para reexaminar la herencia de la conquista y la colonia. La pregunta por el eventual sentido de El Dorado entre las poblaciones amerindias es inquietante en la medida en que su planteamiento remueve la espesa capa de olvido que recubre la mayor catástrofe histórica desencadenada por la conquista y la colonización del continente: la desintegración lenta pero sistemática de las culturas autóctonas. Esta dimensión clave del asunto, que con todo es la menos visible, no es desarrollada en las crónicas de Núñez y solo está insinuada en las de Carpentier, pese a la denuncia que el primero hace de la «superstición del oro» de los europeos y a la noción carpenteriana de la selva como refugio donde sería posible escapar de la civilización occidental decadente, cuyas hazañas incluyen la invención y el uso de armas atómicas. Ello no es óbice para que, dando un paso más allá y ahondando en las consecuencias implícitas en las tesis de Núñez y de Carpentier, a El Dorado mítico que los europeos no encontraron le opongamos un Dorado real que los europeos habrían encontrado sin darse cuenta, pero el cual no podían o no sabían ver —aunque lo tenían ante sus ojos— y cuyo testimonio ignoraron porque no podían o no sabían traducirlo. Si la imagen que deslumbraba a los conquistadores reflejaba lo más valioso de la selva, ¿qué podía significar eso para las tribus selváticas? ¿El oro, o más bien los bosques, los ríos, los suelos? O, quizá, ¿sus propios, únicos, insustituibles mundos de la vida, inscritos en el vasto territorio que se extiende de los Andes hasta el Atlántico? La persistencia de los españoles en apoyarse en datos aportados por las tribus que hallaban a su paso fue sin duda una muestra de sentido común (¿quién, después de todo, podía conocer mejor que los nativos las riquezas existentes en la espesura?), pero su mezcla con el impulso fabuloso en busca del oro dio lugar a una nefasta ceguera que exacerbó el malentendido instaurado entre los participantes en aquel choque de visiones del mundo.
En los años cuarenta, cuando Núñez y Carpentier escribieron sus crónicas, la antropología amazónica apenas daba sus primeros pasos, y el deterioro de la selva tropical no era todavía la cuestión apremiante que empezó a ser dos décadas después. El foco de atención de Núñez por aquel entonces era político; lo que pretendía demostrar era que, en la disputa entre Venezuela e Inglaterra por el control de la Guayana a fines del siglo xix e inicios del xx, el interés de los ingleses por ese territorio se alimentaba aún, además de otros factores geoestratégicos, de la idea de que allí estaba El Dorado. La postura de Carpentier era más compleja; en Visión de América, la revalorización de los grupos aborígenes y la exaltación de la geografía americana coexistían con la reiteración de los imaginarios coloniales. Carpentier escribía por ejemplo que el río Caroní mantenía, desde la época de la conquista, «una rabiosa independencia —más que independencia, virginidad feroz, de amazona indomeñable» (1999: 26), y que el tiempo de la Gran Sabana seguía siendo «el tiempo de la tierra en los días del Génesis» (41). Tales descripciones reafirman la percepción de la selva como territorio al margen de la historia y rubrican el tópico eurocéntrico que le da su nombre a la región. Aunque Carpentier es consciente de los riesgos que implica el empleo de un lenguaje tan cargado de resonancias coloniales, el entusiasmo que le suscita el espectáculo de la selva no encuentra todavía en estas crónicas un contrapeso crítico suficiente: «Y no se me diga que hablar de la virginidad de América es lugar común de una nueva retórica americanista. Ahora me encuentro ante un género de paisaje «que veo por vez primera», que nunca me fue anunciado por paisajes de Alpes o de Pirineos; un género de paisaje […] del que no existe todavía una descripción verdadera en libro alguno» (32-33). Esta insistencia en el carácter prístino de la selva —en contraste con Europa— se ve compensada en parte por el reconocimiento del protagonismo de los nativos en la modelación y la representación de su entorno ambiental. Así, la Gran Sabana es también «el mundo primero del Popol Vuh» (24), y el culto que los taurepanes y los karamakotos de esa zona rinden a la memoria de sus ancestros caribes desmiente las imágenes de una selva intemporal, aún no tocada por la mano del hombre:
Se sabía que aquella peña de perfil vagamente humano había sida erigida por los caribes; se sabía que aquel salto de agua se debía a su industria, y también este paso entre dos ríos, y también los dibujos hechos sobre las piedras que hablan. Porque los Grandes Caribes habían sido capaces de abrir túneles en la masa de los cerros, de arreglar los bosques a su antojo, de meter las corrientes en pasos subterráneos. (46)
La visión de la selva detallada aquí por Carpentier es la de un escenario que a los ojos del visitante ocasional parece naturaleza virgen, pero que en realidad ha sido transformado por la actividad de culturas históricas asentadas en la región muchos siglos antes del arribo de los europeos. El texto muestra que el tiempo genésico y la apariencia virginal de la Gran Sabana no son —como parece creerlo el autor— la revelación de un mundo anterior al comienzo de la historia, sino la de uno posterior al fin de la historia: al fin de la historia de sus antiguos pobladores caribes. ¿Cómo explicar tal inconsistencia en la visión de Carpentier? Paradójicamente, ella brota del mismo impulso reivindicativo que le opone la autenticidad de lo «real maravilloso» americano a la viciada civilización europea. Cuando Carpentier sitúa el tiempo del Génesis en la Gran Sabana, eso no refleja su desconocimiento de las culturas aborígenes, sino su intención de hacer del tiempo selvático —que «no era el que miden nuestros relojes ni nuestros calendarios»— el contrapunto crítico del tiempo progresista de la modernidad: «El tiempo estaba detenido ahí, al pie de las rocas inmutables, desposeído de todo sentido ontológico para el frenético hombre de Occidente, hacedor de generaciones cada vez más cortas y endebles» (1999: 41). El caso ilustra uno de los riesgos que se corre al afirmar la especificidad de América por contraste con Europa y con base en los atributos supuestamente maravillosos de su geografía: el de pasar por alto la historia local sedimentada que, oculta bajo un manto de naturaleza, torna a ser invisible.1
Una inconsistencia similar acecha a la hipótesis según la cual los nativos interrogados por los conquistadores habrían interpretado la noción de El Dorado a partir de su propia experiencia selvática. Dicha hipótesis es plausible, pero tiene el inconveniente de no ser verificable: la reconstrucción histórica de las incursiones españolas en la selva en el siglo xvi se enfrenta a un agujero negro en lo que atañe al punto de vista autóctono, ya que no contamos con documentos que revelen cuál fue la impresión que les causó a las comunidades que poblaban la Orinoquía y la Amazonía en esa época la aparición de los hombres blancos en sus tierras, ni a qué se referían exactamente cuándo respondían preguntas sobre El Dorado. Por otra parte, aunque los etnógrafos han constatado el inmenso valor que los grupos indígenas sobrevivientes le atribuyen a la red de interdependencias en la que se sustenta su vida en la selva (por ejemplo, Kohn 2013, Viveiros de Castro 2009, Correa 1990, Descola 1986), no es seguro que ese haya sido también el caso de las comunidades del siglo xvi. Pese a estas dificultades, la hipótesis resulta útil como herramienta heurística para explorar el vínculo entre el valor de la selva y el de la forma de vida de sus pobladores. La crisis ecológica que vivimos, agravada por prácticas extractivas agresivas, nos invita a considerar seriamente la posibilidad de que el sentido de El Dorado se cifre, más que en la selva tomada aisladamente —cual si fuera una mercancía valiosa— o en alguno de sus productos —el oro, el agua, la fauna, las plantas medicinales, la madera—, en la relación a la vez simbiótica e histórica que sus pobladores vernáculos establecen con ella. En este orden de ideas, una adecuada reapropiación del sentido de El Dorado —ya no como leyenda o mito, sino como metáfora de las riquezas socioculturales y ambientales del trópico— implica reconocer el valor de la perspectiva local, cuyo conocimiento de la selva ha sido menospreciado por tanto tiempo.
Pero, ¿acaso es posible recuperar las trazas de esas visiones del mundo que, por haber sido ignoradas, nunca pudieron darse a conocer, como pasó con las comunidades amazónicas del siglo xvi? Y aun si ello fuera posible, ¿qué sentido tendría ese trabajo de recuperación cinco siglos después? Al volver sobre las heridas dejadas por la empresa conquistadora, ¿no se corre el riesgo de reabrirlas, impidiendo su cicatrización? Estas preguntas, que ponen en cuestión la relevancia de escribir ficciones históricas sobre la conquista, hallan respuesta en las vicisitudes del presente latinoamericano. En efecto, el sentido de volver a contar eventos históricos terribles ampliamente conocidos a sabiendas de los irreparables vacíos causados por la inclemencia del paso del tiempo no es otro que el de iluminar el presente espinoso derivado de ese pasado infausto. Así lo entiende el escritor colombiano William Ospina cuando aborda dicho espectro de problemas en su trilogía novelesca integrada por Ursúa (2005), El país de la canela (2008) y La serpiente sin ojos (2012), las cuales narran la conquista de diversas regiones de la actual Colombia, así como las primeras incursiones de los españoles en la cuenca amazónica, profundizando la crítica de los imaginarios de la selva emprendida por autores como Uslar Pietri, Carpentier y Aguilera Malta.2
Las dos últimas novelas de la trilogía de Ospina tienen especial interés para mi trabajo, pues retoman las expediciones de Orellana y Ursúa desde una perspectiva que hace aparecer los hechos a una nueva luz. Si bien han sido elaboradas respetando los moldes de la novela histórica tradicional y los eventos narrados se basan en una copiosa documentación, estas novelas se apartan de la narración en tercera persona empleada en las obras que comenté en el capítulo anterior; la tarea de contar la historia recae ahora en Cristóbal de Aguilar, soldado hijo de padre español y madre indígena cuya condición mestiza lo sitúa en la intersección del punto de vista de los conquistadores y el mundo de la vida de las poblaciones nativas. La voz de estas últimas sigue ausente, pero el testimonio de Aguilar subraya esa ausencia, haciendo que el lector sienta el peso de su silencio y la gravitación del vacío histórico que ella ha dejado, encubiertos durante siglos por la trama discursiva colonial.3
La lectura que propongo de las novelas de Ospina ambientadas en la Amazonía se articula en torno a dos ejes íntimamente imbricados: 1) la caracterización de la selva amazónica como lugar cuyas dinámicas ambientales y humanas han sido deformadas desde hace casi quinientos años por una espesa capa de mitos, prejuicios y malentendidos y 2) la reconstrucción de la memoria histórica como ejercicio terapéutico contra la espiral de violencia y de exclusión que azota a las sociedades latinoamericanas desde la época de la conquista.
3.1. Las amazonas: los europeos extraviados en la selva de los mitos
Uno de los rasgos centrales de El país de la canela y La serpiente sin ojos es el interés por la faceta ambiental de las primeras incursiones españolas en la selva amazónica. En estas novelas, la selva no se limita a ser el escenario o decorado de las acciones humanas: ella es uno de los factores determinantes de la acción, sobre todo el río, cuya fuerza y empuje resultan decisivos para el destino de las expediciones y cuyo influjo constante marca el ritmo de amplias partes del relato de Cristóbal de Aguilar, protagonista y testigo de los hechos que al mismo tiempo hace las veces de narrador. La ambivalencia que distingue la descripción de la selva en estas obras se deriva, en parte, de la variedad de facetas del entorno amazónico y de las novedades que esto implicaba para los forasteros; en parte, de las experiencias de Aguilar durante sus viajes por el Amazonas al lado de Orellana y Ursúa, de la evaluación que él hace de esos viajes mucho tiempo después y de sus reflexiones sobre la conquista de América.
En El país de la canela, Aguilar cuenta su partida de La Española siendo joven, movido por la ilusión de recuperar la parte del botín que le dejara en herencia su padre, quien le había confiado en una carta su participación en los hechos de Cajamarca al lado de Francisco Pizarro. Aunque nunca logra obtener esa herencia, una serie de circunstancias llevan a Aguilar a sumarse a la expedición de Gonzalo Pizarro al País de la Canela, y luego a participar en el primer viaje de los españoles por el Amazonas. Decidido a olvidar esa aventura azarosa, Aguilar se instala en tierras europeas, pero al cabo de los años retorna a América en calidad de secretario del marqués de Cañete, cuando este es nombrado virrey del Perú. Solo en los últimos párrafos de la novela el lector descubre que el narratario de El país de la canela es Pedro de Ursúa, quien, próximo a partir en busca de El Dorado, le ha pedido a Aguilar que le refiera los pormenores de la incursión pionera de Orellana, desde la cual ya han pasado veinte años. Los amores de Ursúa con Inés de Atienza y el fracaso rotundo de la empresa en la que ambos mueren son a su vez el hilo conductor de La serpiente sin ojos. En ambas novelas, Aguilar juzga retrospectivamente lo ocurrido a medida que lo cuenta y hace comentarios que forman una especie de balance de la conquista.
Lo más llamativo de los hechos narrados en El país de la canela es el foso que separa la perspectiva de los europeos de la de los nativos, en el marco de un choque cultural funesto para estos últimos. Un componente decisivo de ese foso son las diferencias geográficas y ambientales que alimentan el desentendimiento mutuo. Al comienzo del recorrido por la selva (2008: 129), el relato opone los espacios mediterráneos a los que están acostumbrados los españoles (olivares, robledales, pinares) al espacio selvático, rezumante de humedad y poblado por una vegetación densa. Para los conquistadores, sus lugares de origen están alejados y solo pueden ser objeto de evocaciones nostálgicas. Los lugares presentes, en la selva tropical, contrastan con la uniformidad de las alamedas de su península natal y, de hecho, les resultan desconocidos e inhospitalarios. El mestizo Aguilar, aunque nacido en una isla del Caribe, experimenta con la misma intensidad que los españoles de pura cepa el choque con el universo vegetal amazónico; sus palabras se hacen eco de la extrañeza vivida por los demás soldados cuando habla de una «selva oscura y húmeda» (131), de una «cárcel de árboles y de agua» (133), de «tierras quebradas y traicioneras» (137) en las que orientarse es una tarea ardua. Tampoco los indígenas que acompañan la expedición están a gusto en la selva. «Creíamos llevarlos como guías», dice Aguilar, «pero se veían tan extraviados como nosotros, porque eran incas de la cordillera» (107), habituados al frío y al viento de las montañas mas no al clima selvático, caliente y húmedo, que, aunado al duro trabajo de cargar las provisiones, consume poco a poco sus fuerzas. Su lengua es el quechua, así que pocos entre ellos pueden entablar comunicación con los nativos amazónicos.
En principio, podría creerse que la oposición entre la naturaleza europea domesticada y la densa espesura selvática se inscribe en el marco del dualismo: «civilización/barbarie», con el primer término ligado a las ciudades europeas y el segundo a la naturaleza americana indómita, reiterando un tópico bien anclado en las formas de percibir la selva. Empero, a medida que el texto avanza, aparecen elementos que subvierten esa oposición y reducen su plausibilidad. El texto muestra, sobre todo, que la inclinación de los forasteros a percibir la selva como un lugar lóbrego y enmarañado no se debe solo a su ignorancia del terreno, sino también a tres factores conexos: 1) su actitud poco receptiva ante la región que están recorriendo, 2) su dificultad para describir la multiplicidad de seres que les sale al paso y 3) el influjo de diversas leyendas y mitos. Lo primero se hace notorio durante el avance de la expedición de Pizarro en busca de los caneleros (2008: 95-98). De entrada, el tamaño y la composición del grupo eran inadecuados para cruzar la cordillera y descender hacia las tierras bajas de la selva: cuatro mil indios cargueros, cien jinetes, ciento cuarenta soldados a pie, dos mil llamas, dos mil cerdos, dos mil perros de presa. La inconveniencia de los medios desplegados se debe en parte a que los españoles desconocían las características de las regiones que iban a atravesar, pero indica además el talante agresivo de la expedición, concebida para provocar miedo y decidida a abrirse paso a toda costa. Como nota Aguilar, todos esos animales y hombres formaban un tropel bullicioso de ladridos, gruñidos, gritos, relinchos; un insólito ejército cuya marcha «era demasiado amenazadora y en lugar de disimularse se anunciaba sin cesar» (103). Uno de los problemas que se derivan de ello es que los expedicionarios no tienen ocasión de explorar el terreno, de detenerse en sus particularidades. Toda la energía de los españoles se concentra en una idea fija: la riqueza que los espera más adelante. Esta situación, en vez de favorecer una percepción matizada del territorio, hace que este se convierta en un obstáculo formidable, una fuente incesante de fastidios y fatigas:
Como un enorme ser que solo se viera a sí mismo, el propio tumulto de la expedición no nos dejaba advertir el mundo que recorríamos. Todo el tiempo había que cuidar que los cerdos no se despeñaran, que los perros tuvieran alimento, que los fardos estuvieran asegurados, que las armas no padecieran humedad, que los caballos sobrepasaran los fangales y los barrancos resbaladizos. (97)
El segundo factor que altera la representación de la selva es lingüístico. La insuficiencia y los sesgos perceptivos de los españoles están ligados a la insuficiencia y los sesgos del lenguaje usado para describirla: el español de la época no basta para dar cuenta de ella y, con frecuencia, termina deformándola. Cuando habla de la realidad selvática, el narrador usa giros que traicionan su embarazo para designar con precisión lo que ve —o para percibir lo que, por carecer de nombre, le pasa inadvertido—. He aquí un buen ejemplo: «A veces en el aire se formaba un cuerpo espeso y zumbante, un animal hecho de animales, un enjambre de insectos diminutos formando un volumen que por momentos parecía mostrar antenas, extremidades, vientres, alas» (2008: 131). Y ¿cómo nombrar los asombrosos animales del río: los «monos lentos» (206), los «dragones de fango», las «salamandras mortales», los «potros acuáticos de hocico puntiagudo» (214), los «pájaros con barbas de plumas y con crestas que se inflan cuando cantan» (215)? Este recurso constante a la metáfora y a otras figuras no es un mero alarde poético del narrador, sino que ilustra los apuros en los que se vieron envueltos los cronistas de Indias a la hora de describir la fauna americana, forzándolos a emplear toda suerte de paráfrasis y comparaciones para hacerse entender de sus lectores (ver, por ejemplo, Fernández de Oviedo 1998). Al igual que los cronistas, Aguilar siente que la variedad selvática desborda su vocabulario, y a la postre recurre al léxico indígena, usando palabras como «cachama», «piraña» o «atuy» en la descripción: «No teníamos nombres para los peces que a veces salían del espeso cauce del río, y si ahora sé nombrarlos es porque finalmente aprendí algunas cosas de labios de los indios» (2008: 213-214). La noción según la cual los europeos vienen a América a enseñarles a los nativos la verdad sobre el mundo y a traerles los beneficios de la fe es impugnada por Aguilar cuando reconoce lo mucho que esos nativos le enseñaron acerca de la selva, comenzando por el lenguaje para hablar de ella.4
Más que trazar una frontera clara entre un ambiente civilizado y otro bárbaro, o ratificar el carácter salvaje de la naturaleza americana, lo que el texto destaca entonces es la dificultad de los esquemas conceptuales europeos —y del caudal léxico de sus lenguas— para ajustarse a la cantidad abrumadora de novedades botánicas, zoológicas, geográficas y culturales halladas en la selva. Por lo demás, la diversidad y la abundancia de formas de vida que bullen en la espesura resultan tan agobiantes para Aguilar, que lo hacen dudar de la capacidad, no solo de la lengua española, sino de cualquier lenguaje humano, para abarcarlas: «Uno tendría que inventar muchas palabras para describir lo que ve, porque entre formas incontables, nadie, ni siquiera los indios, sabrá jamás los nombres de todos esos seres que beben y aletean, que se hinchan y palpitan, que se abren y se cierran como párpados y que tienen una manera silenciosa de vivir y morir» (2008: 225). Lejos de ser solo un rasgo circunstancial añadido por el autor, el sentimiento expresado aquí por Aguilar corresponde a una realidad histórica vivida por numerosos cronistas; de ahí el aire de paciente catálogo que tienen muchos pasajes de las crónicas de Indias, de ahí las prolijas enumeraciones que ocupan a veces centenares de páginas, de ahí ese esfuerzo de compilación cuya huella se advierte en la literatura hispanoamericana del siglo xx —baste recordar los inventarios de historia natural que Neruda incluye en su Canto general—.
Por desgracia, las actitudes de apertura al conocimiento y la óptica indígena estuvieron lejos de marcar la nota dominante de la conquista, y la selva, por ser el margen de la periferia, arrastra el pesado fardo de haber sido presentada en Occidente con base en los relatos de quienes solo rozaron su superficie y no con base en los testimonios de quienes, habiendo vivido en ella desde mucho tiempo atrás, la conocían a fondo. Vimos en el capítulo previo que la atmósfera del siglo xvi ofrecía un terreno abonado para la difusión de historias legendarias de la Antigüedad que, extrapoladas al contexto selvático, adquirían visos de verosimilitud. Tales historias fueron trasmitidas por soldados y frailes que, pese a los meses de angustias e incertidumbre que pasaron en la selva, apenas se asomaron a ella, pero que gozaban, en todo caso, del privilegio de haber sido parte de los primeros contingentes europeos en llegar allí. Aquellos hombres recorrieron la selva casi a ciegas o, pasa usar las palabras de Aguilar, «como si los arrastrara un embrujo» (2008: 189), empujados por la corriente de los ríos, ofuscados por la ilusión del oro y la canela, atenazados por el temor a los indios y a las fieras, mezclando los datos de los sentidos con los fantasmas de la imaginación. No obstante, fueron sus versiones de lo que habían visto y oído las que sirvieron como base para los discursos sobre la selva mucho antes que se pensara siquiera en contar con el parecer de los autóctonos. Esto último hubiese implicado, por cierto, un trabajo de traducción impensable en ese momento y lugar, y con pocas opciones de hallar eco, ya que, como anota Aguilar, la selva es «tan extraña, tan misteriosa, que es más fácil entender lo que dice el que la vio fugazmente que entender lo que sabe el que ha vivido en ella la vida entera» (245).
Y fueron justamente visiones fugaces de los forasteros las que, interpretadas a la luz de leyendas y mitos, le dieron su nombre a la región y al río que la riega. Un aspecto clave de El país de la canela es la recreación de la experiencia que posibilitó ese hecho y el análisis de su impacto en la Europa renacentista. Como el mito de las guerreras amazonas ha sido objeto de revisión crítica en varias obras del siglo xx, voy a repasar un par de ejemplos antes de analizar el aporte de Ospina. En la novela de Otero Silva sobre Aguirre, este dice con sorna que fray Gaspar de Carvajal «soñaba perpetuamente con tetas de mujer y por tal motivo imaginó la historia de unas tribus de amazonas que jamás fueron reales, mas le dieron su nombre fantasioso a este poderosísimo río» (1979: 210-211). Tal pulla hace de la apelación al mito un elemento compensatorio de la represión libidinal, lo que no carece de relevancia como factor explicativo, pero resulta reduccionista. Más complejo es el tratamiento del tema por Aguilera Malta. Las amazonas son descritas en su novela dos veces, una por cada viaje de Orellana al río. La primera vez, el narrador las pinta idénticas a las guerreras de la leyenda: «Esas mujeres parecían invulnerables. Cada una de ellas peleaba como diez hombres juntos… Y cuando algún indio se asustaba por un tiro de arcabuz, o quedaba retrasado, o dudaba por un instante, o quería retroceder, ellas mismas lo liquidaban en seguida, con sus propias armas» (1964: 145-146). Pero esta es solo una de sus facetas, pues luego agrega el narrador: «A pesar de todo, eran hermosas —hermosura de animal salvaje— con sus cabellos agitados y sus cuerpos incitantes. A todos ellos les resultaba un esfuerzo sobrehumano el hacer blanco en esos seres que más bien eran deseables» (146). Temidas y a la vez deseadas, dotadas de un ímpetu natural tan fascinante como feroz, estas amazonas son un emblema de la ambivalencia en virtud de la cual los europeos atacan lo que dicen que abominan pero que secretamente necesitan y anhelan. Cinco años después, cuando el fracaso del segundo viaje de Orellana es patente, la descripción tiene una tónica distinta. En un recodo del río, mientras huyen de un grupo de indios que los acosa, el capitán le grita de pronto a sus hombres:
—¡Las amazonas!
Todos miraron en la dirección indicada. Efectivamente, entre los guerreros indios, habían surgido algunas mujeres. Estaban casi desnudas, pues solo llevaban un taparrabo. Parecían furiosas e instaban a los hombres a perseguir a los blancos. Disparaban sus flechas contra estos, sin darles un momento de tregua. Los españoles, con la excepción de Orellana, dudaron. ¿Eran estas las amazonas? ¿No serían, únicamente, las mujeres de esos indios?
El Capitán no cesaba de insistir:
—¡Son las amazonas! ¡Lo sé, como que estoy en mi río! (268)
Los dos momentos detallados en el texto corresponden a fases distintas de desarrollo del tema, una que describe el imaginario y otra que lo somete a un ejercicio de desmitificación. En el primer viaje, las amazonas forman parte del horizonte de promesas que sirve como vapor de la expedición y su desnudez aparece nimbada por el hálito de la leyenda.5 Mientras las amazonas combaten con los soldados, en el fuero interno de estos últimos se libra la lucha entre el temor a ser dominados por unas mujeres salvajes y el deseo masculino de dominarlas. En el segundo viaje, desvanecidas las ilusiones, el escepticismo se instala entre los soldados, que apenas ven un grupo de mujeres coléricas batallando al lado de sus hombres. Solo Orellana insiste hasta el final (pocos días después morirá consumido por la fiebre), pero su forma de referirse al río, como si este fuese su propiedad, pone de relieve la desmesura que le impide ver con claridad lo que ya es evidente: que el río no es suyo y que él no puede decidir quiénes son esas mujeres. El filo crítico del autor despoja así al evento de su aura mítica y a la voluntad de apropiación del conquistador de la fachada legitimadora que la encubría. El cierre de la novela, sin embargo, restablece la ambigüedad del mito: un grupo de indios dice haber visto dos canoas llenas de amazonas desembarcar en la orilla donde estaba la tumba del «Gran Jefe Blanco», desenterrar el cadáver, depositarlo respetuosamente en una canoa vacía y llevárselo río arriba (1964: 270-271). Ahora son los indígenas quienes le dan un nombre al conquistador y las mujeres de la zona las que, adueñándose de sus despojos, conjuran la amenaza que representa el invasor. Pero el fracaso de los españoles en su intento de fundar una Nueva Andalucía en medio de la selva no impedirá que, a la postre, el río pierda su nombre local y adopte otro que rubricará de forma duradera la incorporación de la región —como frontera salvaje— al imaginario colonial.
La versión de las amazonas que ofrece William Ospina subraya, al igual que la de Aguilera Malta, el desfase entre el nivel de la leyenda y el de la realidad. Pero esta vez el foco principal del relato es la revisión del proceso de constitución del imaginario. Para apreciar bien este punto, voy a distinguir varios momentos en dicho proceso, tal como es presentado en El país de la canela. El primero de ellos corresponde a los hechos que aportan la base empírica del imaginario, los cuales tienen lugar durante la entrada de la expedición en la tierra de los omaguas. Cercados por el asedio constante de las tribus belicosas que pueblan la zona (es allí que fray Gaspar de Carvajal pierde su ojo derecho de un flechazo), los españoles permanecen casi todo el tiempo a bordo del bergantín. Un nativo que ha sido capturado en una de las refriegas le informa a Orellana (quien oficia como traductor) «que aquel país era el señorío de las mujeres guerreras» (2008: 232). Al día siguiente en la mañana, los vigías del mástil mayor advierten la presencia de un grupo de mujeres desnudas en la orilla derecha del río. Con ayuda de un catalejo, los expedicionarios constatan que «en la playa había solo mujeres: eran jóvenes y fuertes, y parecían mirar nuestro barco con gran curiosidad» (232); también notan que van armadas de arcos, flechas y lanzas de punta blanca. En la tarde del día siguiente las ven de nuevo, y Aguilar dice que todos quedaron impresionados por «la ferocidad y la fuerza de estas mujeres guerreras. Una de ellas alcanzó a arrojar una lanza contra el bergantín y para nuestro espanto la lanza se hundió más de un palmo en la madera del casco, aunque era de las duras maderas de la selva» (233). Poco después, otro grupo de mujeres lanza una lluvia de flechas que deja el casco del bergantín erizado de púas. Notemos que, en esta fase inicial, los hechos se limitan a una escaramuza con unas mujeres altas, robustas, que van desnudas y manejan con notable habilidad el arco y la lanza.6
Poco después, los españoles deciden acercarse a la orilla. Extrañado de no ver aparecer ningún hombre en las cercanías, el maestre del barco especula que quizá se trate de mujeres que viven sin hombres; y entonces Orellana dice: «“Mira que sería un extraño lugar para venir a encontrar a las amazonas”. Bastó que pronunciara esa palabra, y la actitud de los hombres cambió. A una circunstancia casual de un choque con pueblos de la selva, acababa de añadirse una posibilidad fantástica» (2008: 234). La insinuación de Orellana desencadena la segunda fase del proceso: la imagen de las guerreras legendarias modifica inesperadamente la percepción de una serie de hechos curiosos, pero a fin de cuentas banales, que hasta ese momento eran vistos como parte del curso normal de una expedición en tierras desconocidas. Al añadirles una nueva dimensión que los magnifica y les confiere particular resonancia, esa imagen mítica suscita toda suerte de especulaciones entre los expedicionarios. Consultado al respecto y luchando con la fiebre que lo consume por la herida recibida en el ojo, fray Gaspar de Carvajal les cuenta a los soldados la leyenda de las amazonas, explicando el trato cruel que las guerreras les daban a los hombres que hacían prisioneros. Y allí aflora el machismo inherente a la empresa conquistadora: «Esos relatos despertaron más la curiosidad de nuestros hombres. Se figuraban ya todo un pueblo de mujeres esperándolos, y alguno comentó que las amazonas habían podido cometer aquellos abusos contra los varones porque no se habían encontrado todavía con una buena tropa de españoles» (235). La atmósfera de exaltación se afianza una noche cuando, inquirido por Orellana, el nativo que llevan prisionero describe los usos y costumbres de las supuestas amazonas, a las que los indios de río arriba llaman «amurianas de Coniu Puyara» (191).
Y a partir de este punto el texto explora a fondo otro rasgo distintivo del proceso de constitución del imaginario, a saber, la precariedad de su base testimonial. El relato del prisionero nativo es buen ejemplo de ello. Se trata de un pasaje llamativo porque es la única vez en todo el texto que el narrador le cede la palabra a un nativo durante varias páginas (2008: 241-244), lo que a primera vista parece un inusual gesto de apertura al punto de vista ajeno. Sin embargo, al repasar de cerca el discurso del indio, advertimos que sus elementos esenciales incluyen información en la que se trasluce la intervención enunciativa de alguien familiarizado con la leyenda griega de las amazonas. El nativo dice, por ejemplo, que las mujeres de la zona hacen la guerra con una tribu vecina de indios altos para capturar hombres que utilizan como sementales, y que después del parto, si los recién nacidos son varones, los matan sin piedad, pero si son hembras, las acogen con alegría y las inician desde temprana edad en los trabajos de la guerra. Diversos indicios a lo largo del texto sugieren que la infiltración de la leyenda en el discurso del indio no obedece solo a los aprietos de Orellana para traducir a su interlocutor, sino también a las interpolaciones mixtificadoras del propio conquistador, que acomoda la información a medida que traduce, con el propósito de infundir en sus hombres la idea de que el oro y las riquezas están próximos.7 En esta dirección apunta la siguiente anécdota: unos días antes, en la aldea en la que toman prisionero al indio, los españoles encuentran una casa llena de grandes tinajas y cántaros; más tarde, según cuenta Aguilar, «fray Gaspar anotó en su diario algo que el indio nos dijo y que a todos nos causó maravilla: que esos objetos enormes y hermosos de loza y de arcilla que allí veíamos eran réplicas de otros de oro y de plata que había en las casas verdaderas, que eran las que estaban selva adentro» (237).
Ahondando esta vena crítica, los apuntes del narrador mestizo minan de forma consistente la autoridad de las voces de las cuales se nutre el imaginario colonial sobre la selva, tal como empieza a forjarse durante esta expedición. Las observaciones de Aguilar luego de escuchar por varios días a Orellana traduciendo las palabras de otro indio al que han capturado en la última parte del viaje, cerca de la desembocadura del río, son significativas:
Casi un mes después de estar oyendo sus relatos me persuadí de que estaba mintiendo, aunque vi necesaria su mentira. El capitán no podía entender todo lo que Wayana le iba diciendo. Traducir de una manera tan fluida e inmediata lo que un indio dice es imposible sin la ayuda de la imaginación. Y hasta reconocí en sus relatos historias que yo ya sabía, historias que Orellana debía haber recibido como yo de los relatos de Oviedo. […] Parecía traducir pero en realidad recordaba e inventaba lo que los demás necesitábamos oír. Cualquier dato suelto, cualquier nombre, servía para armar un relato que entretuviera a la tripulación y alimentara sus esperanzas. Cumplía su oficio de capitán: daba a nuestros espíritus un equivalente de la mínima alimentación que había que brindar cada día a nuestros cuerpos. Tiempo después nos confesó que mucho de lo que dijo en la parte más desesperada del viaje era invención. (2008: 263)
El efecto desmitificador del texto de Ospina no se deriva de una especulación capciosa. Es el examen atento de la situación vivida por los conquistadores en su travesía selvática lo que saca a relucir los factores humanos incidentes en la formación del imaginario. En una empresa como aquella, sobrevivir era cuestión de obtener alimentos, pero también de mantener viva la llama de la esperanza. El tejido de verdades y mentiras que urde Orellana por el camino no es fruto de un cálculo frío, metódicamente razonado, sino el resultado de una coyuntura que tensa al máximo sus capacidades como jefe. Si bien su discurso mezcla la verdad y la invención, también es cierto que para él mismo y sus hombres a menudo es difícil separar lo uno de lo otro. Aguilar anota que Orellana, basándose en los reportes de Wayana, les habló «de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas» (263). En su desconcierto, el mestizo tacha de «locuras» unas descripciones referentes a hechos bien conocidos por los pobladores de la selva.
La génesis del imaginario colonial tiene además una dimensión colectiva que ensancha el alcance del papel cumplido por Orellana. Las reacciones de la tripulación —igualmente sometida a condiciones extremas—, las variaciones que los relatos sufren a medida que circulan de boca en boca, las notas de Gaspar de Carvajal en su diario tienen un peso que no se puede desatender. Paulatinamente, el primer boceto del imaginario se va precisando y sus facetas más inverosímiles —coloreadas por la angustia, el asombro, la aprensión, el anhelo— adquieren plausibilidad para los participantes en la aventura. Ya no resulta extraño leer que, en las semanas siguientes al choque con las mujeres guerreras, «un clima de delirio envolvió a la tripulación» (244-245). Numerosas cuadrillas, a veces encabezadas por Orellana, se internan en la selva en rápidas correrías en pos del rastro de las supuestas amazonas, hasta que la sensación de ir tras algún indicio engañoso dejado por ellas para extraviarlos en el laberinto vegetal los hace regresar al bergantín, cargados de historias «que si bien pueden haber ocurrido también pudieron ser solo invenciones para presumir ante sus compañeros, o para satisfacer la necesidad de hechos memorables que contar al regreso. […] Los hombres querían, en caso de que saliéramos con vida, tener historias de qué envanecerse si algún día volvíamos al mundo humano» (2008: 245). Mientras Orellana cuenta historias para mantener en alto la moral de sus hombres, estos, por su parte, alientan la esperanza de volver un día a su tierra a contar sus propias historias. Los imaginarios de la selva derivados de esa madeja de historias son sin duda equívocos y su efecto encubridor de la realidad selvática debe ser criticado, pero es preciso entender que ellos no surgen como resultado de una intención maquiavélica de falsear los hechos, sino que se basan en aspiraciones e impulsos humanos apenas comprensibles, atizados por una circunstancia vital sumamente ambigua y difícil.
El valor documental de la crónica de fray Gaspar de Carvajal, principal fuente histórica sobre las amazonas selváticas, es relativizado también en El país de la canela. Recordemos que el choque con las mujeres guerreras ocurre justo cuando el fraile acaba de recibir un flechazo en el bajo vientre y poco antes de que una segunda flecha le atine en un ojo, de modo que su reporte sobre las presuntas amazonas se apoya en buena medida en el discurso del indio al que hice referencia antes y en los testimonios de Orellana y los demás expedicionarios. Estos últimos —ya lo hemos visto— no siempre son informantes fiables. Veamos otro pasaje del relato de Aguilar que recalca ese hecho. Pocos días después del choque con las guerreras, cinco hombres enardecidos por los relatos de Orellana y Carvajal sobre las amazonas se adentran en la selva con intención de localizar su rastro, pero se pierden en la espesura. Los demás soldados esperan su regreso durante tres días, al cabo de los cuales navegan río abajo, dando por hecho que sus compañeros han muerto a manos de las guerreras o han sido devorados por las fieras. Justo entonces se topan con ellos en un recodo del río. He aquí la descripción que hace el narrador mestizo:
Venían devorados por los insectos, habían comido raíces y lagartos, hablaban de animales luminosos, de pueblos de gentes diminutas que habitaban en las raíces de los árboles, de follajes que contaban secretos, decían que la selva tenía vértebras y pelaje de tigre, e infinidad de indicios nos convencieron de que habían masticado la locura en las cortezas verdes. Pero algunas de las historias que contaron sobre las amazonas alimentaron el relato que después recogió fray Gaspar en su crónica. (2008: 246)
Por una curiosa inversión, son las visiones, las anécdotas, los incidentes engendrados al calor de la leyenda de las amazonas los que terminan alimentando la primera fuente histórica que va a dar noticia de la presencia de las amazonas en la selva. Orellana y Carvajal le hablan de las amazonas a los soldados y luego estos vuelven con historias que, al parecer, confirman la verdad de lo que han oído. La ficción de Ospina procura desactivar ese círculo vicioso en el cual se funda el imaginario colonial. Ello implica un arduo forcejeo. Con base en la información aportada por la crónica de Carvajal, El país de la canela recrea los hechos a los que esa crónica hace referencia y muestra que Orellana y el fraile, sin ser conscientes de ello ni del alcance histórico que tendrá su gesto, enmascaran la realidad selvática con imágenes tomadas de su propia tradición cultural. La ficción novelesca pone así al descubierto el efecto encubridor del documento histórico en el que ella misma se apoya para adelantar su tarea de desmitificación. El relato de Aguilar ostenta por doquier las huellas de ese tour de force. A la postre, el narrador mestizo confiesa que ya no sabe «si fue la versión de Orellana traduciendo lo que decía el indio, o la fiebre de fray Gaspar interrogándolo, o nuestros comentarios sobre lo que escuchábamos, lo que hizo que todos en los bergantines quedáramos convencidos de la existencia del reino de las amazonas, aunque no me atrevo a afirmar que alguno del barco hubiera entrado lo bastante en la selva para verlo con sus propios ojos» (2008: 236). La red discursiva europea empieza a recubrir la realidad desconocida de la selva tropical con base en las invenciones bienintencionadas de un conquistador acucioso, en sus problemáticas traducciones de los reportes de los indios, en los relatos doctos de un fraile malherido y en las impresiones más o menos fugaces de un grupo de soldados en apuros. Las palabras de unos y otros se acumulan, se refuerzan mutuamente, se espesan en capas sucesivas, hasta sustituir la frescura de la experiencia vivida: «Al final de ese viaje hablamos de tantas cosas que ya no sé qué vimos» (245).
Pero todas esas habrían sido palabras vanas si no hubiesen tenido una recepción propicia que les sirviera como caja de resonancia. Por eso El país de la canela no acaba cuando Orellana y sus hombres completan el viaje por el río, sino que se extiende todavía por varios capítulos para incluir la revisión de otro elemento que va a ser crucial en la futura consolidación del imaginario colonial: me refiero al impacto provocado por las noticias de la expedición de Orellana en los años siguientes. Dicho proceso de difusión sigue dos etapas: una cuando los expedicionarios sobrevivientes les cuentan la aventura a diversas personas, incluyendo los cronistas que la fijarán por escrito, y otra cuando la noticia arriba a Europa, donde ciertos miembros de las élites letradas se interesan por el asunto. Estos momentos corresponden a los encuentros de Cristóbal de Aguilar con Juan de Castellanos y Gonzalo Fernández de Oviedo —etapa 1— y con el cardenal Pietro Bembo y otros integrantes de la curia romana —etapa 2—.
Luego de salir al Atlántico por el brazo norte del delta del río, Orellana y sus hombres bordean la costa de las Guayanas y arriban a la isla de Cubagua. Entre quienes reciben y auxilian a los maltrechos sobrevivientes está Juan de Castellanos, futuro autor de las Elegías de varones ilustres de Indias, extensa crónica en versos que incluye un recuento de las primeras incursiones de los españoles en el Amazonas. Cristóbal de Aguilar dice que no habló mucho con Castellanos pero que, desde el jergón donde yacía convaleciente, lo vio pasar «noches enteras hablando con fray Gaspar bajo el aleteo de las antorchas» (2008: 277). En estas pláticas con el fraile y en los relatos de los soldados se basa el relato que Castellanos incluirá en su crónica tres décadas más tarde; el pasaje respectivo es, de hecho, la fuente de inspiración de Ospina para sus novelas (2012: 318). Tal entrelazamiento de historia y ficción es subrayado la segunda vez que los caminos de Aguilar y Castellanos se cruzan. Muchos años después, tal como lo cuenta al final de La serpiente sin ojos, el narrador mestizo visita al poeta y le da información sobre la expedición de Ursúa: «Después hablé con el beneficiado Juan de Castellanos en Tunja, y alimenté sus versos contándole en detalle las aventuras de su amigo. […] Ya estaba empezando a escribir sus versos, y ya la memoria de Ursúa estaba en ellos, pero también a él le conté lo que ignoraba del viaje en que fuimos en busca de la canela» (2012: 287). De estos encuentros de Castellanos con sus informantes, uno es histórico —el de Cubagua con Carvajal y Aguilar— y el otro es ficticio —el de Tunja con Aguilar—. La inclusión de tales eventos en sus novelas le permite a Ospina presentar su trabajo narrativo como un eslabón más de un proceso de acumulación de capas de lenguaje que, atravesando los siglos y mezclando en distintas dosis la invención y la realidad, prosigue hasta hoy. Con ello Ospina rinde también un homenaje al poeta-cronista en cuyos versos descubre una mirada distinta de la conquista: «Mientras los otros pasan arrasando y borrando las culturas que encuentran, este soldado lo observa todo con atención y con asombro; considera importante cada detalle… conserva el sabor de las campañas, la comprensión de aquel mundo, una extrañeza que pocos parecen haber sentido bajo ese cielo de estrellas desconocidas» (2007: 146). Es interesante constatar de paso que estas palabras, tomadas del ensayo de Ospina sobre Castellanos, describen bien el tono de los relatos de Cristóbal de Aguilar, lo que indica que Juan de Castellanos es uno de los modelos en que se basa Ospina para modelar el personaje del narrador mestizo.8
Unas semanas después de dejar la isla de Cubagua, Aguilar arriba a La Española y allí se reencuentra con quien fuera su maestro en los años anteriores al periplo amazónico, el regidor Gonzalo Fernández de Oviedo. Como en el caso de Castellanos, Ospina incluye aquí en calidad de personaje a otro cronista cuya obra es una de las fuentes documentales más importantes de sus novelas. El rol de Oviedo es, empero, mucho más sustancial, sobre todo en su faceta de ayudante de Aguilar: antes del viaje, es su profesor de latín, historia, manejo de las armas, y es también la primera persona que le da noticias de la leyenda de las amazonas; después del viaje, es él quien envía a Aguilar a Europa con una carta de presentación dirigida al cardenal Pietro Bembo. No en vano Aguilar dice que el destino había escogido a Oviedo «para ser el enlace entre dos mundos» (2008: 289). En cambio, la ayuda que le presta Aguilar a Oviedo como informante es modesta, ya que el regidor manejaba una vasta red de contactos e influencias gracias a la cual «parecía tener centenares de ojos y oídos: lo sabía todo primero, y siempre mejor que nadie» (284). Si bien la admiración que profesa Aguilar por su maestro es inmensa, ella no excluye la conciencia de sus defectos; su mayor reproche a Oviedo es que este «nunca tuvo frente a los indígenas la mirada compasiva de fray Bartolomé de Las Casas o de otros clérigos. Los juzga con severidad y siempre fue partidario de una conquista militar» (290). Aguilar tampoco comparte la tendencia de Oviedo a ver a los nativos como un ingrediente del entorno natural: «Interrumpía mi relato para indagar por árboles y tigres, para hacer que yo recordara los peces y las tortugas, y creo que su interés por los indios no era distinto del que sentía por los animales. Hasta para él a veces los indios eran animales, al menos tan curiosos como los otros» (105). De este modo, el personaje de la novela critica al cronista histórico en cuyos escritos se apoya la novela.
Pero el alcance de las críticas que Ospina formula por boca de Aguilar no se refiere solo a los sesgos propios de toda fuente histórica, sino al proceso de formación del imaginario en su conjunto. Los escritos de los cronistas no escapan al acarreo de elementos ficticios e irreales que caracteriza la documentación histórica desde el diario de Carvajal y cuyas secuelas se propagan cual ondas concéntricas en los escritos de otros autores. Pérez muestra, con base en un cotejo de distintas versiones sobre las amazonas y El Dorado, cómo los conquistadores «iban alejándose de la realidad, para dar cuerpo a creaciones imaginativas bastante complejas» (1989: 85). El país de la canela recrea de forma vívida ese proceso, y me atrevería a afirmar que la sustancia histórica de la narrativa de Ospina reside en la reconstrucción del modo en que se tejieron fábulas acerca de la selva y sus pobladores. Cronistas como Castellanos y Oviedo, que intervienen después, son los artífices de la fijación del imaginario naciente en el archivo histórico que apuntala desde ese momento el proceso y lo refuerza con la autoridad propia del documento escrito; ellos recogen testimonios en los que la realidad y la fábula van enlazados, pero que no por ello dejan de quedar incorporados de forma duradera en la producción discursiva y simbólica posterior.
Al final de la novela, Cristóbal de Aguilar viaja a Europa portando la carta de presentación que Oviedo le dirige a un viejo amigo, el cardenal Pietro Bembo, en la que le pide hospitalidad para su protegido. Durante el viaje, el narrador mestizo está orgulloso porque la carta de Oviedo, además de presentarlo a un hombre poderoso en Roma, incluye un informe de los sucesos relativos al primer viaje por el Amazonas. Como dice Aguilar, no llevaba a Europa «solo la memoria de mis aventuras sino una crónica escrita por el mayor testigo de aquel tiempo» (2008: 297). La noticia de la travesía de Orellana llega a Europa con un doble respaldo: el testimonio oral de un testigo presencial y el informe escrito de un cronista influyente. Este inicio prometedor, sin embargo, pronto le da paso a la desilusión: las revelaciones sobre la selva y el río son acogidas con relativa indiferencia. Ni la memoria viva ni el reporte escrito tienen el peso que suponía Aguilar, porque su auditorio europeo solo le presta atención a cuanto ya forma parte de su propia cosmovisión. Sobre su paso por Sevilla, escribe Aguilar: «Toda esa gente estaba tan concentrada en lo suyo, tan convencida de que su mundo era todo el mundo, que pronto comprendí que las Indias no cabían en la vida cotidiana de aquellos reinos, y que yo mismo era un poco invisible» (298). Esa penosa sensación de invisibilidad se agrava cuando llega a Roma y Bembo lo invita a varias reuniones con cardenales del Vaticano: «Nunca vi gente menos interesada en enterarse de lo que pasaba en el mundo ni más indiferente a los hechos cuando estos no coincidían con sus ideas» (314). La única parte del relato de Aguilar que llama la atención de los prelados es la relativa al encuentro con las amazonas, debido a que este tema era para ellos un terreno conocido, en el que podían sentirse cómodos: «Durante muchos días no se habló de otra cosa. Las amazonas eran el tema, pero eran sobre todo el pretexto para que los cardenales ostentaran su erudición». El tono de los debates que escucha en los salones del Vaticano durante los meses siguientes (312-316) le provoca a Aguilar una reacción que oscila entre el pasmo y la incredulidad: las amazonas, ¿eran bellas u horribles? ¿Iban a caballo o sobre bestias salvajes? ¿Tenían uno o dos pechos? ¿Fornicaban con sus propios hijos o con hombres que degollaban después del apareamiento? Y ¿cómo es que se habían instalado en unas tierras tan alejadas de sus regiones de origen?
Tales controversias revelan con acuidad la mezcla de miedos, prejuicios y malentendidos en la que se basa el imaginario colonial europeo sobre la naturaleza americana. Aguilar percibe a veces un brillo lujurioso en las miradas de los abades y obispos que polemizan sobre las guerreras desnudas, como si el impulso de deseos inconfesables que pugnaran por aflorar buscara desahogo en el fragor del debate. Por otra parte, esos hombres condenan enfáticamente las costumbres que ellos mismos les atribuyen a las amazonas, tachándolas de hembras bárbaras y pecaminosas. Las autoridades del Vaticano adoptan así una actitud tan ambigua como la de los conquistadores en América, pero traspuesta ahora al plano espiritual; su perspectiva confirma que, a esas alturas, la condición periférica de América con respecto a Europa ya está bien establecida:9 el continente constituye una frontera que es preciso someter, cristianizar, educar. Si los prelados no le otorgan importancia al testimonio de Aguilar ni al escrito de Oviedo en sus debates sobre las amazonas, es porque consideran que tales emisarios simplemente ratifican algo que ellos ya sabían: que las tierras situadas al otro lado del Atlántico son un foco de barbarie:
Lo que más gobernaba aquellas polémicas era cierto odio por las mujeres en general, pero sobre todo el rechazo ante la idea de unas mujeres acostumbradas a organizar su vida sin hombres, entregadas sin duda a amores entre ellas y sin frenos ante la lujuria, dadas a las tareas sucias y crueles de la guerra y capaces de esclavizar a sus amantes y aun de matarlos cuando les estorbaban. «Si algo está claro», dijeron, «es que la vida pecaminosa de aquella nación de hembras bárbaras es la peor expresión de paganismo de que se haya tenido noticia». (315)
Ya hemos visto cómo la ambigüedad que envuelve el choque de los conquistadores con grupos de mujeres desnudas y armadas en medio de la selva es un síntoma de la dificultad de los recién llegados para encajar ese mundo desconocido en su cosmovisión europea. Notemos ahora otro factor clave en la actitud de los españoles: la necesidad de reafirmar, frente a la extrañeza y el malestar que les produce la selva, su imagen de sí mismos como hombres civilizados. A este respecto, el empleo del mito griego de las amazonas como recurso explicativo tiene un efecto tranquilizador y otro perturbador. Si las indígenas selváticas son las amazonas, entonces no se trata de seres inconcebibles o radicalmente anómalos, sino que su existencia encaja en un sistema de coordenadas culturales familiar, respaldado por una larga tradición. El desasosiego de afrontar una realidad extraña e inaudita es apaciguado, aunque sea provisionalmente, mediante lo que, en el marco de una expedición por tierras ignotas, podía ser considerado una «hipótesis plausible». No olvidemos, además, que el carácter hipotético de tal explicación le dio paso enseguida a la convicción de los españoles de haberse enfrentado realmente a las amazonas, y que la noticia llega a Europa asistida por esa convicción. El problema es que la explicación misma es a su vez inquietante, y más para unos prelados, que, a diferencia de los soldados, no vivieron en carne propia la extrañeza de la selva. La inquietud surge porque, en la versión clásica, las amazonas representan una fuerza salvaje, rebelde a toda domesticación, hecho tanto más notable porque las mujeres eran para los griegos, como anota Bartra, «la encarnación misma de la vida doméstica». En su estudio sobre la figura del salvaje, Bartra enfatiza que las amazonas «combinaban rasgos salvajes femeninos con elementos notoriamente masculinos, como su amor por la guerra y su habilidad para montar a caballo», lo que es, a su juicio, «revelador de la forma en que los griegos concebían un espacio salvaje en el seno de su mundo» (1996: 32-33). Según este planteamiento, las amazonas son solo una de las versiones de otro mito de más amplio alcance: el del «salvajismo» —un mito esencial para el mundo occidental, ya que es por contraste con él que nuestra cultura define, desde la antigüedad, la noción de «civilización» (303-308). Después de todo, ¿no es de la existencia de núcleos de salvajismo de donde extrae su sentido el proceso civilizatorio?
Esta lógica, que prefigura la separación conceptual de naturaleza y cultura tal como la conocemos en la modernidad, subyace al juicio adverso emitido por los prelados a propósito de las supuestas amazonas selváticas. Pero ese juicio está repleto de equívocos. Si el salvaje es el espejo invertido mediante el cual el civilizado se define a sí mismo como civilizado, entonces las amazonas, emblemas de un poder femenino natural y salvaje, son el espejo que le permite a los cardenales y obispos, emblemas de un poder masculino espiritual y culto, reafirmar su identidad, su superioridad. Solo que la relación entre ambos lados del espejo no es, como podría pensarse, de oposición, sino de complicidad; así como las amazonas tienen rasgos masculinos, el civilizado tiene rasgos que lo emparentan con el salvaje (al fin y al cabo, como dice Bartra, el salvajismo ha sido concebido en el seno de su mundo, es la cara oculta de su propio ser). Eso explica por qué el hombre civilizado, en sus exploraciones de regiones agrestes y en los choques con sus pobladores salvajes, experimenta a menudo el vértigo del reconocimiento, sea por atracción o por repulsión. Esto ilumina además el contraste, tan común en la narrativa de la selva, entre los espacios lisos de la espesura y los espacios estriados de las ciudades. La selva (lugar natural por excelencia) es así el espejo invertido de la civilización (lugar de despliegue de la cultura).10
En este orden de ideas, lo que está en juego en las polémicas a las que asiste Aguilar en Roma es la aplicación de la idea de salvajismo, situada en la base de la cultura europea, a las mujeres desnudas vistas por los españoles en la selva. No se trata en absoluto de saber si ellas en efecto son las amazonas —eso se da por sentado—, sino de precisar qué significa haber hallado a esas mujeres «salvajes», a esas «hembras-machos», en América. Por esta vía, la alteridad real que las mujeres indígenas implican es escamoteada, o pasa inadvertida, encubierta por la alteridad ficticia que los cardenales y obispos, reiterando el gesto de Orellana, proyectan sobre ellas —gesto en el que se trasluce, dicho sea de paso, la noción griega según la cual las amazonas moraban, al igual que otros seres raros o deformes, en los confines de la ecúmene—.11 El narrador mestizo, por su parte, desempeña con respecto a los prelados una función idéntica a la que desempeñaban los informantes nativos con respecto a Orellana durante el viaje amazónico. El mismo Aguilar nota que los prelados apenas escuchan lo que les dice: «Si permitían que yo siguiera allí, era para poder fundar en un testigo de carne y hueso sus propias fantasías sobre el mundo y sus ristras de dogmas, pero hacían lo posible por no oírme y la carta de Oviedo era apenas la semilla de sus encendidos debates. Ya lo sabían todo de antemano, y lo que ignoraban lo iban inventando al calor de la polémica, sin hacerles ninguna concesión a los hechos» (2008: 316). Orientados más por los mitos de su cultura que por los reportes de los nativos o del mestizo Aguilar, Orellana y los cardenales vaticanos ya saben lo que necesitan saber sobre la selva y sus pobladores.
Aunque la incomunicación es evidente, eso no impide que Aguilar, deslumbrado por los edificios, las reliquias y el espíritu de la ciudad eterna (305), tenga la sensación de que solo allí su experiencia se vuelve real: «Si para mí fue una aventura viajar a la selva y el río, en Roma viví la aventura de que todo aquello pudiera ser nombrado» (316-317). Los prelados no le prestan atención a su testimonio y, sin embargo, Aguilar siente que su travesía selvática solo adquiere consistencia contada en latín, la lengua que utilizan como puente para comunicarse, pues él mismo no habla italiano y los prelados no hablan español. Para Aguilar es claro que la realidad de la vida en Roma no se ajusta a la imagen idealizada que él tenía en la cabeza, basada en las descripciones que le hiciera su maestro Oviedo años atrás: «No era precisamente al jardín de la civilización a donde había llegado, allí también podía ver día tras día los peces grandes devorando a los pequeños, los delirios primando sobre los hechos» (323). No obstante, es en Europa donde la interpretación oficial de los hechos se establece. En su viaje de vuelta a América como secretario del marqués de Cañete, Aguilar recuerda las personas a las que les ha contado su viaje y constata que cada una tiene un foco de interés distinto. Para Oviedo, lo esencial eran las especies animales y vegetales nuevas; para los prelados en Roma, las amazonas y otros seres fabulosos; para el marqués de Cañete, las intrigas de los capitanes: «Si primero me había sentido como un alumno respondiendo un examen y después como un pecador confesándose ante un clérigo, ahora me sentía como un testigo en un estrado judicial» (341). En todo caso, más allá de esas diferencias, la asimetría «centro/periferia» que se instaura con el arribo de los europeos a América silencia a los pobladores de la periferia, mientras la imagen de la selva forjada en el centro, con la figura de las amazonas desnudas en primer plano, se instala como núcleo del imaginario. Refrendando este hecho, la serpiente de agua en cuyo lomo cabalgaron Orellana y sus hombres por varios meses es bautizada en las crónicas, los mapas y los documentos de la época con su nombre actual.
Se consuma así un proceso histórico jalonado por cinco etapas. La primera introduce la base empírica: los españoles divisan en la orilla del río un grupo de mujeres desnudas y armadas que adoptan una actitud belicosa ante la aparición del bergantín. La segunda da una explicación legendaria de ese hecho: Orellana, siguiendo una idea que flota en el ambiente de la época, dice que esas mujeres podrían ser las amazonas; Carvajal les explica a los soldados los detalles de la leyenda griega; la exaltación se apodera del grupo y los rumores y las especulaciones cunden en el bergantín. En la tercera etapa se produce la mezcla de realidad y leyenda: las traducciones que hace Orellana de los reportes locales parecen confirmar la idea de que las mujeres desnudas son las amazonas; los soldados hacen incursiones en la selva y luego vuelven al bergantín y cuentan historias que ratifican esa tesis. La cuarta etapa es la de fijación de la memoria histórica: Carvajal incluye en su crónica del viaje el primer reporte sobre las amazonas; la noticia es divulgada luego por Fernández de Oviedo y otros cronistas, quienes se apoyan en testimonios de los participantes en la aventura. La quinta etapa corresponde a la génesis del discurso oficial: los informes sobre la selva y el río no suscitan interés en Europa; solo llama la atención el hallazgo de las amazonas, el cual confirma que América es un foco de salvajismo; en los mapas y documentos de la época, el río recorrido por Orellana es llamado Río de Las Amazonas.
El proceso de gestación de los imaginarios coloniales no siempre sigue las mismas etapas, porque las imágenes que le dan forma a nuestras visiones del mundo surgen y se despliegan cada vez en circunstancias distintas; sin embargo, el ejemplo de las amazonas, tal como lo reconstruye Ospina en El país de la canela, ilustra una lógica cuyas líneas generales se perfilan asimismo en el desarrollo de otras representaciones afines de los nativos surgidas durante la época colonial, como las de los caníbales o los cazadores de cabezas. Incluso en el caso de imágenes referentes a animales, plantas u otros aspectos del entorno selvático es posible identificar un conjunto de datos empíricos que, explicados en términos legendarios, suscitan historias en las que la realidad y la leyenda se mezclan en distintas proporciones y luego son fijadas de forma duradera, sea por escrito o en dibujos, grabados, etc. Los imaginarios entran así en una larga fase de sedimentación histórica durante la cual sucesivas capas de lenguaje se acumulan, agregando o modificando detalles, ampliando en todo caso la resonancia del discurso dominante. A lo largo del proceso, el afianzamiento de voces o perspectivas alternativas suele ser difícil y toma mucho tiempo. Ello se debe, sin duda, a que la dominación simbólica propiciada por la conquista está respaldada por una sólida base de dominación militar y política. Esa es la dimensión hacia la cual quiero tornar ahora el lente de análisis. Si bien la reconstrucción de la experiencia situada en la raíz de los imaginarios es esencial para su desmitificación, hace falta completar la tarea con un examen de la forma en que la narrativa de Ospina afronta la espinosa cuestión de la violencia ejercida por los españoles, la cual marcó con su sello duradero las dos principales empresas de conquista que se internaron en la Amazonía durante el siglo xvi.
3.2. De El país de la canela a La serpiente sin ojos
El país con ricos bosques de árboles caneleros al que alude el título de la novela de Ospina fue un deseo antes de ser un mito y una realidad antes de ser una desilusión. Las extraordinarias cantidades de oro y plata halladas en América en el siglo xvi nos hacen olvidar a veces que la búsqueda de una ruta distinta hacia las islas de las especias y la cerrada competencia entre España y Portugal por el control del comercio de ese producto fue la primera motivación de los viajes de exploración marítima emprendidos desde Europa occidental en la segunda mitad del siglo xv. Buscando la costa asiática, los españoles tropezaron con América; buscando unas islas, hallaron un continente; buscando menta, pimienta, jengibre, comino, anís y otras especias de grato sabor y aroma, hallaron la riqueza de un mundo. «Fue un principio contradictorio, un inicio que se asentó en la paradoja de tener lo que no se buscaba y de buscar lo que no se hallaba. América se erigió así en el reino de las esperanzas y de las amarguras» (Riera Rodríguez 2012: 230).
La búsqueda de la canela por Gonzalo Pizarro es uno de los ejemplos que mejor ilustra el tránsito de las grandes esperanzas a las amargas desilusiones vivido por tantos conquistadores de la época, así como la violencia que entrañó a menudo ese tránsito. Al igual que otras jornadas de conquista del siglo xvi, la expedición de Pizarro se emprendió con magnos auspicios y terminó en un resonante fracaso, aunque el saldo no fue enteramente negativo para el conquistador, pues él y una parte de los soldados que lo acompañaban sobrevivieron. En gran medida, el fracaso de la empresa se debió al desajuste entre los medios movilizados y las condiciones topográficas y ambientales de las zonas que era preciso franquear para alcanzar la región de los caneleros, en la selva húmeda situada al borde de la cordillera. Pronto se hizo evidente que los cien caballos, las dos mil llamas, los dos mil perros de presa alistados por Pizarro no resistirían la humedad, el calor, el terreno escabroso, la fatiga acumulada. Pero la peor parte les tocó a los cuatro mil indios llevados como cargueros o guías. Reclutados entre la población del antiguo imperio inca, estos nativos sucumbieron bajo la acción de varios factores: el clima amazónico —no porque este fuese malsano sino porque, al igual que los españoles, los indios de la sierra no estaban habituados a él—, el exceso de trabajo, el abatimiento moral y, sobre todo, las crueldades de Pizarro.
El cuadro que el texto ofrece de la conducta de Pizarro durante la búsqueda de la canela es descarnado. El conquistador espera hallar bosques de árboles de canela que le permitan acopiar grandes cantidades del valioso producto (esa es una de las razones por las cuales tantos indios formaban parte de la expedición), pero al final solo halla caneleros dispersos sin valor comercial, pues su canela es distinta de la conocida en Europa. La ferocidad con que reacciona Pizarro al no encontrar las arboledas que deseaba es terrible. Dominado por la cólera y creyéndose engañado por los indios, Pizarro ordena que diez de ellos sean descuartizados —para alimentar las jaurías que custodian la expedición— y que otros sean quemados vivos. Los indios, que no entienden lo que sucede ni adivinan qué es lo que quiere Pizarro, quedan aterrorizados, pero insisten hasta el final en que han dicho la verdad. La crueldad de Pizarro es tan palmaria, la descripción de su violencia tan cruda, que el lector creería estar asistiendo a una denuncia como las que forjaron la leyenda negra de la conquista, digna de figurar entre las atrocidades referidas por Las Casas en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. ¿No se tratará quizá —puede pensar el lector— de una exageración en la que incurre Ospina, indignado por el trato inhumano que tan a menudo sufrieron los indígenas? Si este fuera el caso, perdería plausibilidad la inversión de valores que implica este pasaje del texto, en el que Pizarro incurre en actos bárbaros, mientras que la mejor muestra de buen sentido y razonamiento civilizado la da un viejo inca que, ante las acusaciones del conquistador, denuncia el atropello del que los suyos están siendo víctimas: «Pero si nosotros hemos sufrido más que ustedes en esta expedición, ¿cómo pueden pensar que los hayamos traído a sufrir y a morir si somos nosotros los que ponemos siempre los muertos?» (2008: 132).
Tal inversión valorativa tendría además otro inconveniente, y es que, al perderse de vista la coyuntura en la que tiene lugar, parece aplicable a todos los españoles o a la conquista en general. Al dejar intactos los términos de la oposición «bárbaro/civilizado», limitándose a permutar la identidad de aquellos a quienes se les aplica, se corre siempre el riesgo de alentar una nueva forma de incomprensión, reviviendo un odio ciego contra los conquistadores y alimentando un rencor histórico inútil. Ospina es consciente de estos riesgos y recurre a dos estrategias para esquivarlos: la primera consiste en atenerse en lo esencial a la información proveída por Pedro Cieza de León, uno de los cronistas más fiables de la época;12 la segunda, en incluir detalles circunstanciales que le cierran el paso a posibles lecturas maniqueas de lo sucedido. Mientras el respaldo documental de Cieza de León apuntala la credibilidad del evento, las circunstancias dejan en claro, por el contraste entre los actos de Pizarro y los de sus subordinados, que la conducta bárbara del líder de la expedición no caracteriza la empresa conquistadora en bloque, sino solo una de sus facetas más oscuras. Así, en cuanto Pizarro actúa movido por la cólera, sus soldados se muestran renuentes a obedecerle. La mayoría de ellos repudia la horrible carnicería, pero no se atreve a expresar su oposición, y por eso el narrador lamenta haber sido parte «de los muchos indignos que aceptaron en silencio la infamia». Solo un soldado, Baltasar Cobo, «que había curado a varios indios heridos en los riscos de hielo» (2008: 134), desafía la actitud de su jefe y eso le cuesta morir asesinado. Al recordar su actitud valerosa, el narrador confiesa que, pese a no haber matado él mismo a ningún indio, el remordimiento de no haber seguido el ejemplo de su compañero lo sigue asediando al cabo de los años. Aguilar tiene además motivos particulares para repudiar la inhumanidad de Pizarro: «Lo que más me impedía en la selva participar de esa fiesta de sangre es que a mis veinte años yo había sido auxiliado por indios en momentos de peligro, y todavía antes había bebido la leche en los pezones de una india de La Española, y había escuchado los relatos de Amaney en nuestra casa de Santo Domingo: yo no podía ver a los indios como a bestias sin alma» (143). Merced a estos elementos atenuantes, el texto se distancia de la leyenda negra y sugiere que los conquistadores no fueron peores que otros ejércitos invasores que ha conocido el mundo antes y después, que entre ellos también existían la abnegación y el sentido de la justicia hacia los pueblos vencidos, y que en este, como en otros desastres históricos, parte de la tragedia radica en la pasividad de quienes habrían podido oponerse a la injusticia.
Por otra parte, el narrador se interesa menos en denunciar las acciones de Pizarro que en tratar de entender las razones de su crueldad. Y la principal de ellas es el desfase entre lo que Pizarro se imagina y lo que efectivamente ocurre —un tipo de desfase frecuente en aquella época—. Recordemos que, desde Colón, los europeos solían llegar América decididos a encontrar lo que necesitaban o deseaban encontrar. «América “tenía” que ser», escribe Aínsa, «lo que se esperaba de ella. Poco importaba la realidad, tanto se creía en el proyecto» (1998: 40). La busca de la canela se enmarca en esa tónica general. La imagen de una región llena de árboles de canela no era una fantasía personal de Pizarro, sino —al igual que El Dorado— un espejismo histórico, fomentado por al menos tres factores: por el proyecto original de Colón, que esperaba abrir una nueva ruta hacia las islas de las especias; por las poblaciones nativas, que propagaron leyendas acerca de la existencia de riquezas fabulosas en comarcas remotas; y por la codicia de los conquistadores, que interpretaban tales leyendas en función de sus ambiciones.13 En concordancia con ello, después de haber sometido el imperio inca y a pesar de la inmensa fortuna acumulada en esa empresa, Francisco Pizarro nombra a su hermano Gonzalo gobernador de Quito con la idea de hallar nuevos tesoros. Gonzalo Pizarro emprende la marcha hacia la selva movido por una ilusión que parecía respaldada por los datos disponibles y que, según Aguilar, era compartida por todos los soldados: «Cuando corrió la voz de que lo que nos esperaba tras las montañas no era un pequeño bosque sino todo un país de caneleros, el delirio dominó a los soldados. Todos creyeron, todos creímos a ciegas en el País de la Canela, porque alguien había contado que ese país existía y centenares de hombres necesitábamos que existiera» (2008: 76). Esos antecedentes explican la frustración que inunda a Pizarro al final de la marcha: «El País de la Canela había existido tanto en su imaginación, que tenía que existir también en el mundo» (130). Pizarro se resiste a aceptar que la expedición haya estado basada en un malentendido y les imputa el fracaso a los indios. La voluntad implacable del conquistador, viéndose burlada, termina descargando su furia vengativa sobre los más débiles.
Pero el sentido de la violencia ejercida por Pizarro no se agota en un pasajero estallido de ira. Si bien el objeto inmediato de la búsqueda de Pizarro es la canela, la actitud despótica del conquistador durante la expedición deja vislumbrar dos tendencias de amplio alcance implícitas en la conquista de América. La primera consiste en asumir que la naturaleza es ante todo una fuente para la extracción de recursos; la segunda, en juzgar que los pobladores de las regiones colonizadas no tienen valor en sí mismos sino solo como fuerza de trabajo. Vista desde este ángulo, la conquista es el periodo histórico en el que, como resultado del arribo de los europeos a América y de su triunfo sobre las poblaciones amerindias, comienza a germinar la forma de ver el mundo típica de los tiempos modernos. «El “Conquistador” es», dice Dussel, «el primer hombre moderno activo, práctico, que impone su “individualidad” violenta a otras personas, al Otro» (1994: 40); los éxitos de Hernán Cortés en México y de Francisco Pizarro en el Perú son la mejor muestra de ello. El modo en que Ospina describe el furor de Gonzalo Pizarro al fracasar en su busca de la canela indica, a su turno, que la imposición violenta de la que son víctimas los nativos se hace extensiva a la naturaleza circundante. Según Aguilar, Pizarro quería «quitarse el calor como si fuera un traje», quería «que la selva entera tuviera un solo tipo de árbol», incluso «parecía querer vengarse de la selva por no producir los árboles como a él le gustaban» (2008: 130-131). En este voluntarismo exacerbado se trasluce la desmesura de una visión depredadora dispuesta a llegar hasta los últimos rincones del mundo en su búsqueda de recursos, e incluso a doblegar los ritmos naturales para adaptarlos en función de las necesidades y deseos humanos.14 La búsqueda de la canela es uno de los síntomas del apetito creciente de la civilización europea por toda clase de productos y materias primas de lejana procedencia: «Más valioso que cuanto se produce en su mundo cristiano ha terminado siendo para Europa todo lo exótico: sedas tejidas con capullos de oruga […] y también las porcelanas, las perlas y las piedras brillantes […] y esas especias aromadas que enloquecieron al mundo» (74). La expedición de Pizarro es así un instrumento de las fuerzas que cambian el rumbo de Occidente en una época en la que, con las exploraciones geográficas transoceánicas y con los albores de la acumulación capitalista, se abren las puertas de la modernidad globalizadora. Su caso ilustra cómo el impulso emancipatorio de la modernidad se cimienta, desde su momento histórico de emergencia, en la explotación paralela de la naturaleza —supuestamente inculta— y de las poblaciones no europeas —supuestamente bárbaras—.
El sueño de un bosque formado por muchos árboles idénticos es significativo en el contexto amazónico, donde aún se recuerdan los fracasos de Henry Ford en su intento de fundar grandes plantaciones caucheras en los márgenes del Tapajós. El desarrollo de la agricultura a gran escala ha mostrado que, en la zona tropical del planeta, los cultivos de un único tipo de árbol usualmente solo prosperan lejos de su región de origen.15 La principal razón por la cual el boom cauchero finalizó en la segunda década del siglo xx fue justamente la superioridad de las plantaciones que los británicos establecieron en el sudeste asiático, en las que cientos de árboles de caucho crecían juntos en hileras bien ordenadas, como las que hubiese querido encontrar Pizarro, multiplicando la productividad por contraste con las explotaciones amazónicas, cuya dispersión dificultaba la recolección del caucho y obligaba a los siringueros a recorrer grandes distancias para encontrar nuevos árboles disponibles. No es arbitrario, por ende, interpretar la actitud de Pizarro en El país de la canela como una prefiguración de impulsos que, a partir de la revolución industrial, son encauzados mediante la planificación y el control estadístico de la producción —un ejercicio de racionalización que, empero, acaba contribuyendo al advenimiento de la crisis ecológica global—.
El contraste entre la naturaleza domesticada europea a la que están habituados los invasores y la proliferación anárquica que les sale al encuentro en la selva suramericana aparece ahora a una nueva luz: como el fruto de la proyección que los recién llegados —y más adelante los criollos y mestizos— hacen de sus propios deseos y temores sobre una realidad desconocida. Al principio, la selva es un lugar mítico y paradisíaco, en el que yacen ocultas las riquezas anheladas. Pero luego, cuando se recorre el terreno y se constata que, lejos de corresponder a las expectativas, contiene obstáculos difíciles de superar, la valoración se invierte y la selva es percibida como cárcel, laberinto, infierno, caos. Mientras el lugar imaginario almacena pasivamente el objeto de la búsqueda, los lugares concretos del recorrido desempeñan un papel activo, entorpeciendo tenazmente (con su calor sofocante, su vegetación enmarañada, sus pantanos, sus mosquitos…) los proyectos de exploración y explotación. De este modo el ambiente selvático pasa a ser un actor principal de la historia. Pero la selva misma, al margen de las expectativas que suscita y de las tribulaciones en las que resulta involucrada, permanece ajena a las representaciones que la exaltan o la deforman. Si Pizarro siente que la selva se pone a girar en torno suyo «como un remolino» (2008: 130), esto no se debe a que ella sea una «vorágine» salvaje o indómita, sino a la cólera que ciega al propio Pizarro. Si el narrador describe la selva como «una jungla de árboles y de locuras en la que nos hundíamos» (135), eso no implica que la selva sea caótica, sino que expresa el intenso malestar generado entre los expedicionarios por las crueldades de Pizarro, así como su afán por dejar atrás los horrores de los que han sido testigos. Si el narrador afirma que «el río parecía buscarnos» y que su cauce «se arqueaba totalmente y parecía envolvernos» (136), esto indica el desconocimiento del territorio por parte de los viajeros y no que la selva sea un laberinto. Si, en fin, los caneleros que Pizarro anhela no aparecen, eso no significa que la selva sea improductiva, sino que su forma de producir y sus productos son distintos, diversos. Roa Bastos escribe, refiriéndose al primer viaje de Colón, que «el continente desconocido lo es solo para los que van a buscarlo» (1992: 241); en una vena similar, podemos decir que la selva solo es laberíntica para quienes la desconocen, solo parece un caos para quienes no han crecido en ella, solo resulta un infierno para quienes, como lo expresa el soldado Baltasar Cobo en el texto de Ospina, están en trance de convertirse ellos mismos «en demonios» (134).
Con esto no pretendo negar la base empírica de las descripciones en las que la selva aparece como un lugar oscuro y húmedo, lleno de vida palpitante. Pero son precisamente esos pasajes —en los que el narrador usa un lenguaje rebosante de operadores miméticos— los que mejor subrayan hasta qué punto la selva representa para los españoles la alteridad de un entorno ecológico que no se deja controlar, que no encaja en un orden en el que la cultura europea pueda sentirse cómoda. Cuando la selva muestra «su verdadera cara» (2008: 131), el narrador descubre las hileras de hormigas rojas y las enormes arañas que acechan en los huecos de los troncos, y comprueba que «en el suelo más estrecho proliferan árboles y plantas diferentes» (129), que «todo en aquellos limos era resbaloso y estaba vivo» (131), que en todas partes «brotaban chorros de agua» (136), que la expedición resbala en «caldos de fango y de raíces muertas» (137). La selva fue sin duda para los españoles —como lo será después para tantos otros forasteros que acudirán a ella en busca de fortuna— la engorrosa fuente de fatigas e incomodidades que se insinúa en estos pasajes. Pero, como Descola ha mostrado en relación con los achuar (uno de los grupos nativos que habita en la zona recorrida por Pizarro), para los pobladores locales el bosque amazónico se asemeja a una plantación que, a su manera, requiere tanto cuidado y esmero como las alamedas y los jardines de una ciudad.16 En consecuencia, esa profusión anárquica que, según el narrador mestizo, es la cara verdadera de la selva, tiene en realidad un orden cuya lógica él no percibe.
El avance de la expedición de Pizarro por la selva pone así en evidencia las dos facetas que caracterizan la violencia conquistadora: por un lado, la imposición ejercida sobre (y los abusos cometidos contra) los nativos; por otro, la voluntad férrea de explotar el entorno ambiental mediante la extracción de recursos útiles. Ambas formas de violencia en el fondo son el fruto de una visión que vacila entre la ilusión y el temor y que, a causa del desconocimiento, pasa por alto las diferencias. Para los españoles, los pueblos autóctonos son un conjunto indistinto de «pobres diablos que adoraban piedras y estrellas» (2008: 133) y el entorno selvático es una maraña de «caminos que solo frecuentan las fieras» (137). La indiferencia de los invasores a la especificidad de la realidad americana se refleja además en el nivel del lenguaje: mientras los españoles casi siempre son llamados por su nombre, los nativos —salvo raras excepciones— son nombrados en plural (indios); mientras los animales domésticos de la expedición pertenecen a especies precisas (perros, cerdos, caballos, llamas), para hablar de la fauna selvática se emplean rótulos genéricos (pájaros, peces, insectos, fieras). Y si la selva les da a los españoles la impresión de estar habitada solo por animales salvajes, eso se debe a la falta de entrenamiento de sus sentidos, incapaces de percibir las huellas de las tribus selváticas, las cuales saben desplazarse con sigilo por la espesura y se mimetizan hábilmente con su entorno, sustrayéndose a la mirada de los forasteros.
Las diferentes formas de desencuentro y de desentendimiento que se producen durante la búsqueda de la canela por Pizarro y en el recorrido de Orellana por el río hasta llegar a la salida al Atlántico salen a relucir nuevamente veinte años más tarde, cuando Pedro de Ursúa emprende su expedición en busca de El Dorado. Una faceta interesante de la narrativa de Ospina es que revela cómo, en el seno de la empresa conquistadora, ciertas situaciones básicas se repiten una y otra vez en nuevos contextos, y en esa repetición van reforzando el influjo de las representaciones asociadas a ellas. Si El país de la canela reconstruye el proceso de gestación de los imaginarios sobre la selva, La serpiente sin ojos ilustra su reforzamiento, y por eso diversos avatares de la expedición de Ursúa exhalan un air de déjà-vu. Así como Colón, buscando financiación para sus viajes, les pintaba a los Reyes y a los banqueros peninsulares un mundo pleno de riquezas que lo aguardaba al otro lado del océano, Ursúa les pinta a los encomenderos la ciudad dorada de la selva con los colores más atractivos: «Ursúa empezaba a hablar y se creía enseguida su propio cuento. […] Como buen seductor, no usaba las palabras para pensar sino solo para convencer, y siempre tenía tiempo para todo el que pudiera patrocinar sus aventuras guerreras» (2012: 100). Así como, veinte años antes, la información que los nativos le aportaban a Orellana daba lugar a malentendidos y tergiversaciones, también Ursúa incurre en errores de traducción no del todo involuntarios: «Donde los indios brasiles decían Omagua, Ursúa entendía El Dorado» (123). Así como la expedición de Pizarro paga un alto precio por no haber tenido en cuenta las restricciones que imponían el clima y el ambiente selvático, así también Ursúa ve hundirse varios de los barcos que manda construir «porque la humedad y el clima los habían carcomido» (223-224). Y así como Pizarro, arrastrado por la cólera, hace aperrear a un grupo de indios en la selva, los hombres de Ursúa castigan a seis negros cimarrones que han capturado haciendo que un tropel de mastines hambrientos los despedace, mientras los desdichados cautivos «intentaban defenderse con las varas que tenían en sus manos, sin saber que los cristianos se las habían dado a sabiendas de que esa defensa inútil solo servía para enardecer más a las bestias» (190).
De tales reiteraciones, la más pertinaz es la de la violencia, que, incrustada como elemento estructural de la conquista, se despliega en lo sucesivo a lo largo de dos líneas principales: como instrumento para el afianzamiento del dominio español sobre las poblaciones nativas y como subproducto de las desigualdades e injusticias que la empresa conquistadora suscita entre los propios españoles. En lo que atañe a la primera de estas líneas, la novela hace un recuento de las guerras de pacificación encabezadas por Ursúa (2012: 65-68), cuyo propósito es reprimir los alzamientos de tayronas, chitareros, muzos y otros grupos indígenas de la Nueva Granada. Emprendidas por orden del gobernador Díaz de Armendáriz, tío de Ursúa, tales incursiones son indispensables para consolidar el poder central ejercido desde Santafé, capital del virreinato, y constituyen, por tanto, el brazo armado de una política dirigida a establecer de forma duradera la dominación española sobre esos territorios. Pero las acciones de Ursúa sobre el terreno, como las de Pizarro en la selva, desbordan el marco de lo que, en principio, podía considerarse una guerra legítima, para darle paso a violencias que implantan su fama de conquistador cruel y despiadado —el primer tomo de la trilogía narrativa de Ospina (2005) refiere en detalle el modo en que Ursúa y sus hombres doblegan a sangre y fuego los distintos focos de resistencia indígena—. Los abusos de Ursúa en estas guerras le acarrean la persecución de la justicia cuando, luego de forzar a los kogis e ikas a refugiarse en las zonas altas de la Sierra Nevada de Santa Marta, regresa a Santafé y encuentra que Díaz de Armendáriz ha sido destituido, acusado de conductas lujuriosas, «y que contra él mismo había una orden de captura por sus crueldades con los indios» (2012: 68).
Ursúa huye entonces de la Nueva Granada y, después de cumplir bajo las órdenes del marqués de Cañete nuevas tareas como sofocador de rebeliones en Castilla de Oro, viaja al Perú y centra sus esfuerzos en su proyecto más querido: conquistar El Dorado. Ursúa parte convencido de que con esta expedición por fin va a dejar de ser un ejecutor de faenas guerreras decididas por las autoridades coloniales y que ahora podrá atender sus asuntos particulares, perseguir su propio sueño; no se percata de que su iniciativa le viene como anillo al dedo al virrey, el marqués de Cañete, quien ve en ese viaje a la selva «un recurso salvador para deshacerse de los aventureros nocivos que perturbaban el reino». Para ese entonces, ya el marqués le había informado al rey Felipe en una carta que «el principal problema del Perú era la cantidad de hombres ociosos que se acumulaban en las ciudades. Había ocho mil varones de conquista, y de ellos solo mil tenían títulos de propiedad» (2012: 127-128). No es extraño entonces que uno de los ejes de su política al frente del virreinato consista en alentar expediciones a regiones de difícil acceso como válvula de escape para librarse de soldados levantiscos o de dudosa reputación. A esta categoría pertenecen hombres como Lope de Aguirre y sus secuaces, que más adelante asesinarán a Ursúa y, en medio de la selva, se alzarán contra la Corona española: «Eran el sumidero de la conquista. Resentidos, infames, hombres necios y crueles, que habían traicionado más de una causa, que acomodaban su conducta a la necesidad o al apetito. […] Setenta años de crueldades y postergaciones resueltos en una tropa mercenaria casi sin sed de gloria y sin más ambición que la rapiña» (188). La rebelión de estos hombres es, a la postre, el factor principal del fracaso de la expedición, y el recuerdo de sus acciones sangrientas, uno de los motivos que disuadirá a los españoles de armar nuevas expediciones a la selva amazónica durante casi un siglo. De hecho, cuando el narrador mestizo hace el balance de sus viajes a la selva, constata que si el primero estuvo dominado por el temor a lo desconocido, a una naturaleza poderosa e inconmensurable, en el segundo la mayor fuente de temor fueron los compañeros de viaje, la amenaza de la violencia desencadenada: «El miedo a las selvas había cedido su lugar al miedo a los hombres, la noche estaba en el alma, lo desconocido eran los corazones, y la conciencia de estar vigilados noche y día no nacía de las miradas de los monos y de los pájaros sino de los ojos móviles de Lope de Aguirre, que todo lo advertían» (297). Así es como, durante la expedición de Ursúa a la selva, sale a relucir la segunda forma de violencia reinante durante esta fase de la conquista: la que brota entre los españoles que se sienten excluidos de los beneficios obtenidos en América (Pastor 2008: 315-324).
Lo que más llama la atención al repasar las guerras de pacificación que comanda Ursúa y su fracaso en la busca de El Dorado es el fondo de violencia constante que marca el ambiente en el que ocurren los hechos, que relegan a un segundo plano los detalles relativos a la travesía por la selva. Esto no se debe solo a la abundancia de eventos sangrientos a los que se refiere el relato; se debe sobre todo a la sensación que inunda al lector de asistir a la reconstrucción de una época histórica en la que el recurso a la violencia no es excepcional, sino que constituye la norma, y en la que el uso excesivo de la fuerza es el ingrediente sin el cual no sería posible apuntalar el orden social surgido de la invasión de América. El proceso recreado por Ospina corrobora —a través de un ejemplo bien documentado: el de la conquista de la Nueva Granada— la tesis de Benjamin según la cual la violencia no es solo un medio para fundar las relaciones sociales de derecho, sino también para preservarlas, aun si el recurso constante a la fuerza socava la legitimidad del orden institucional que pretende conservar.17 Al igual que en otras partes del continente, también en la Nueva Granada la violencia fue la herramienta principal de los invasores para someter física y espiritualmente a las poblaciones amerindias, haciendo posible instaurar el aparato administrativo colonial. Pero en este caso la situación no abarcó solo el momento fundador del nuevo estado, sino que se alargó en el tiempo, haciendo de la conquista un proceso inacabado, al menos hasta inicios del siglo xvii, cuando se oficializó la destrucción de la nación pijao, principal foco de resistencia. En los tres cuartos de siglo transcurridos desde la fundación de Santafé de Bogotá por Jiménez de Quesada en 1538, la violencia impregna las relaciones entre invasores y nativos, en parte porque los españoles tienen el hábito de utilizar con frecuencia las armas, en parte porque las instituciones coloniales enfrentan a cada paso la amenaza de fuerzas rebeldes que aspiran a recobrar el control del territorio. En tal situación de guerra incesante, la violencia a la que se recurre primero como medio para el logro de unos fines específicos —la ocupación territorial, el sometimiento de los aborígenes— se puede convertir a la larga en un fin en sí mismo que ya no requiere justificación, un modus vivendi en virtud del cual la guerra se degrada —y degrada a quienes se dedican a ella—. Eso es lo que, según el narrador mestizo, le sucede a Ursúa:
Es verdad que la guerra envilece: y los que van a ella arrastrados por la necesidad, defendiendo su honor, pueden terminar convirtiendo en costumbre un ciego instrumento de supervivencia, convirtiendo en oficio lo que solo podía argumentarse como recurso momentáneo. La traición, el veneno, la trampa, al comienzo son tan solo instrumentos: ¿en qué momento nos convertimos en instrumentos suyos? (2012: 187)
Este protagonismo de la violencia es aún más llamativo si recordamos que el motivo central de la novela de Ospina es un viaje a la selva. En realidad, lo que domina la escena en La serpiente sin ojos es el sufrimiento causado por los excesos de la voluntad y la ambición humanas. Varios pasajes del texto aluden a la desmesura de Ursúa, acentuada por su deseo de poseer El Dorado. Así lo dice el narrador mestizo: «La locura mayor de esta edad del mundo la concibió temprano Pedro de Ursúa: la ambición desmesurada de conquistar la selva de las Amazonas y dominar la serpiente de agua que la atraviesa» (2012: 76). Al igual que en el caso de Pizarro, la violencia de Ursúa contra los nativos va ligada a la voluntad inflexible de subyugar el entorno ambiental para extraer sus riquezas. Pero esa voluntad enceguece: ajeno a los lúgubres vaticinios de Aguilar, deslumbrado por la visión de la ciudad dorada que oculta tesoros en la selva, el conquistador no advierte «que el destino había puesto en sus manos un tesoro verdadero, el jardín terrenal con la diosa en su centro» (199); menos advierte aún que, al llevar consigo a la selva a esa diosa mestiza —la bella Inés de Atienza—, la lleva hacia una muerte tan cruel como la que a él mismo lo acecha. La rebelión de Aguirre y su grupo merece atención, no solo porque cifra el desatamiento de una violencia de distinto cuño —la que surge por las discrepancias entre los propios españoles—, sino también por la repercusión que tiene sobre los imaginarios coloniales de la selva.
Estallidos de violencia como el de los marañones, aunados al dominio férreo que ejercían los conquistadores sobre los indígenas, desnudan el carácter arbitrario que tendía a asumir el uso de la fuerza en la periferia del Imperio español. Los intentos de regulación jurídica del proceso de conquista efectuados por la Corona española, entre los cuales se destacan las Leyes de Burgos de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542, fueron gestos de autoridad cuya aplicación en la vida cotidiana de las colonias americanas fue limitada y dieron pie a rebeliones como la de Gonzalo Pizarro en el Perú, respaldada por los encomenderos que no querían renunciar a sus privilegios en calidad de clase dominante en América. El esfuerzo por neutralizar la violencia de los conquistadores sobre los amerindios generó así violencias intestinas que, sin eliminar aquella, pusieron en jaque el monopolio de la fuerza ejercido por la Corona española y ahondaron la degradación de la guerra. En este contexto, la rebelión de Lope de Aguirre en la selva se destaca, por cuanto ella contribuyó decisivamente al desarrollo del imaginario según el cual las zonas selváticas son una frontera geográfica en la que impera la irracionalidad y en la que ya no es posible garantizar el orden institucional. Aguilar expresa tal noción en La serpiente sin ojos: «En las puertas de la selva se comprueba por fin que los garfios de la ley son pequeños y torpes, que los instrumentos del poder resultan inhábiles» (2012: 189). En el núcleo de este imaginario late la suposición de que la selva desencadena las facetas más oscuras de la naturaleza humana, e incluso puede enloquecer a los civilizados que se internan en la espesura, transformándolos en monstruos.
Ospina ya había abordado años antes las cuestiones relativas a la génesis de ese imaginario en un poema de su libro El país del viento. Lope de Aguirre entona allí un monólogo que se abre con estas palabras: «Yo vine a la conquista de la selva, y la selva me ha conquistado» (1992: 28). El mundo selvático, según esto, puede dominar a quienes pretenden dominarlo. Tal idea, que resurge una y otra vez en las visiones de la selva como infierno verde, es relativizada sin embargo en el resto del poema. Aunque la selva es para Aguirre una entidad «que se alimenta de sí misma como un dragón de fiebre», y también el escenario de una lucha sin cuartel por la supervivencia en la que «no hay bien ni mal sino el zarpazo» (29), las luchas que sacuden a Europa no son, según él, menos despiadadas:
Si son crueles los monjes en los penumbrosos claustros de Espana,
Si son degolladores los reyes y envenenadoras las reinas
En sus artísticos salones llenos de lienzos y de lamparas,
Si son perversos los obispos y lascivos los papas en la nube de mármol de sus tronos romanos,
Si son despiadados los clérigos, que leyeron a Homero y a Séneca,
Si son salvajes los capitanes que comen la carne cocida,
Salpicada de jerez y de orégano,
Si bajo Europa entera aúllan las mazmorras,
¿Cómo puedo ser manso en estas tierras,
Ceñido por las selvas impracticables,
Lejos de esos palacios tapizados por la letra y la música? (1992: 28)
El monólogo de Aguirre indica, asimismo, que la selva trastorna a los marañones, no porque les haga perder la razón ni los vuelva monstruos, sino porque en ella la codicia y los resentimientos que llenan el alma de esos hombres tienen terreno bien abonado para aflorar:
Pero qué puedo hacer si la selva me ha trastornado,
Me revelo las bestias que habitaban mi carne,
Si solo se mandar y codiciar todo lo que pueda ser mío
Y aquí cada ramaje se opone a mis designios;
Qué puedo hacer sino amasar el oro de estos pueblos brutales,
Y ser el rey de sangre de estas tardes de lástima,
Y poner al tucán de pico extravagante sobre mi hombro,
Y coronar de flores como incendios mi cabeza aturdida,
Y declarar la guerra a las escuadras imperiales que cubren los océanos,
Con esta voz que grita en la selva y que jamás los alcanza,
Y ser el rey de ultrajes de estos soldados rencorosos
Hasta que sus cuchillos se apiaden. (1992: 31)
La barbarie con la que Aguirre y sus hombres ejecutan sus crímenes no es, por lo tanto, esencialmente distinta de la que se vive a menudo en la Europa de la época, ni de la que se cierne sin cesar sobre los pueblos autóctonos de América en las encomiendas y las minas. No pretendo disculpar tales acciones disolviéndolas en la marea de barbarie que atraviesa la historia humana, sino mostrar que son los actos los que merecen ser calificados de bárbaros, y no los individuos que los realizan (sean ellos soldados, indios o reyes) ni el lugar en el que ocurrieron (sea la selva suramericana o alguna capital europea). Con razón advierte Todorov que solo las acciones y las actitudes pueden ser bárbaras o civilizadas, no los individuos ni los pueblos (2008: 40-41).
En La serpiente sin ojos, Cristóbal de Aguilar profundiza la misma vena crítica. Su relato muestra, de hecho, que la violencia de los marañones es el reflejo inverso de la violencia de los conquistadores contra los nativos: «La pesadilla que éramos nosotros para los indios es la misma pesadilla en que se convirtió Aguirre para los miembros de la expedición». El narrador mestizo sugiere asimismo que la mitificación de Aguirre como tirano, loco y traidor —y de la selva como el lugar cuyo influjo engendra tales monstruos— se inscribe en el marco de un discurso que, articulado en función del punto de vista del poder central, estigmatiza y remite a la periferia a quienes se ponen en contra del orden establecido: «No se lo llamó tirano por ser tan sanguinario, pues derramar la sangre era el oficio de aquellas expediciones: lo que le ha dado su leyenda y su sombra es haber sido el asesino de 72 españoles y haberse atrevido a alzar su voz contra la corona» (2012: 297). ¿Lope de Aguirre y los demás rebeldes no formaban parte, por demás, de los miles de soldados de los que quería deshacerse el virrey del Perú, enviándolos a expediciones riesgosas de las que suponía que no regresarían? La estigmatización de Aguirre arranca con las primeras crónicas de la expedición de Ursúa, cuyos autores visiblemente procuran desvanecer cualquier sospecha de complicidad con los rebeldes resaltando el contraste entre su propia lealtad a la Corona española y la conducta irracional del líder de los marañones,18 pero ella no hace sino confirmar una marginación que ya estaba presente antes del inicio de la expedición.
La deslegitimación de la rebelión de Aguirre implícita en el discurso colonial construido a partir de esas primeras crónicas no solo insinúa que cualquier alzamiento contra el poder central es una monstruosidad sin sentido, sino que además encubre la cruda realidad de la asimetría que rige el reparto de las riquezas obtenidas y de las tierras conquistadas durante la ocupación de América. Según el narrador mestizo, Ursúa sabía a qué atenerse a este respecto, ya que, desde antes de emprender la búsqueda de El Dorado, era consciente de que «la promesa de las Indias es una realidad para los reyes, un río de oro para los banqueros y los príncipes, una fuente de prosperidad para los capitanes y los grandes burócratas, pero es un espejismo para los pequeños soldados que vienen apenas a alimentar la hidra de la conquista» (2012: 210). No obstante, el conquistador le resta importancia al hecho de que muchos de los miembros de su expedición lo ven a él justamente como a uno de los privilegiados que acapara los beneficios, y de que eso lo vuelve blanco de resentimientos enconados. La confianza de Ursúa en que ningún amotinamiento tendrá lugar es un síntoma de su fe en el aura de invulnerabilidad que le confiere su calidad de representante del poder real. Indica también, de forma indirecta, cuán intensos debieron ser los sentimientos de frustración e inconformidad que empujaron a Aguirre y a los otros soldados a rebelarse de la forma en que lo hicieron.
3.3. Tragedia y silenciamiento del otro en la conquista de América
Haciendo el balance de sus experiencias en América, Cristóbal de Aguilar concluye que «la violencia ha sido el martillo y el cincel de esta conquista» (2012: 189). Leída en los albores del siglo xxi, tal conclusión entraña no solo una descripción de la atmósfera reinante en el siglo xvi en América Latina, sino también un llamado de alerta en torno a la persistencia de ciertos rasgos de ese pasado en el presente. El retorno del texto de Ospina sobre formas de violencia material y simbólica bien documentadas y modos de incomprensión conocidos apunta, en efecto, a una meta que supera con mucho los límites de la reivindicación histórica. Al repasar la invasión de América por los europeos, Ospina propone un ajuste de cuentas con la historia dirigido a resolver ciertos problemas apremiantes de nuestra propia época. Como todas las novelas históricas merecedoras de ese nombre, El país de la canela y La serpiente sin ojos no se agotan en la reconstrucción imaginativa de hechos pasados, sino que interpelan también las cuestiones del tiempo presente al cual se dirigen. Su objetivo es propiciar un ejercicio rememorativo que, mitigando el estigma traumático de las violencias vividas durante la conquista, ayude a superar las violencias presentes que mantienen abiertas en nuevos contextos las viejas heridas. Lo que remueve la narrativa de Ospina son las raíces de la violencia crónica que marca la historia de Colombia y de otros países de América Latina, un pasado difícil que gravita sobre la región sin que, por otra parte, se pueda establecer un vínculo causal entre los crímenes ocurridos durante la conquista y aquellos otros, a veces muy similares, que agobian hoy a muchas regiones de estos países. Para llevar a cabo dicho ejercicio, Ospina se basa en tres premisas que comentaré brevemente, a manera de recapitulación: 1) la necesidad de entender que la conquista no fue un crimen sino una tragedia, 2) la necesidad de deshacer los efectos mixtificadores del imaginario colonial para poder evaluar los hechos desde una perspectiva ajustada a la realidad y 3) la necesidad de incorporar otros puntos de vista —el de los mestizos, el de los nativos— en esa evaluación.
Ospina enuncia la primera premisa en su libro Las auroras de sangre. Para hacer el balance de la conquista de América, anota Ospina, es preciso entender que esa época «tan llena de horror, no puede ser vista como un crimen. Abundaron los crímenes en ella, hechos que repugnarán siempre a la condición humana, pero históricamente tiene que mirarse como una tragedia, […] es decir, como el choque de dos mundos y dos visiones que se validan cada una a sí misma, pero que no logran encontrar una síntesis» (2007: 69). Según esto, la leyenda negra de la conquista incurre en un error al demonizar a los conquistadores, haciendo abstracción de las situaciones inauditas a las que se vieron confrontados y pintándolos como seres perversos y sanguinarios. Ospina resalta que conquistadores como Cortés y Pizarro no dirigían grandes ejércitos , sino «pequeñas expediciones demenciales y casi suicidas enfrentadas a un mundo ignorado y (habría que vivirlo para saber qué se siente) cercadas de muchedumbres indescifrables» (69). Pero también es miope el discurso apologético que auspicia la imagen de los conquistadores como agentes civilizadores, desconociendo el acervo cultural de los pueblos amerindios y borrando de un brochazo la calamidad cósmica que fue para estos últimos la irrupción de los europeos, el sufrimiento que implicó la desintegración de sus mundos de la vida. En este balance histórico, la apreciación correcta se sitúa en un punto medio: ni los conquistadores ni los pueblos autóctonos eran bloques homogéneos, y en los choques entre ambos, los primeros a menudo aprovecharon los conflictos y guerras intestinas que dividían a los segundos. Por lo demás, entre los españoles hubo voces compasivas que, dentro de los límites que les imponían sus convicciones religiosas o sus prejuicios culturales, se opusieron a los excesos de los conquistadores y denunciaron los abusos de estos contra los nativos; por desgracia, sus iniciativas correctivas —cuando tuvieron algún eco— solo en escasa medida pudieron ser realizadas en la práctica.
Pero entender el carácter trágico de la conquista es solo el inicio del esfuerzo terapéutico planteado por Ospina. Más importante aún es conjurar los fantasmas que nos acosan desde el «pozo del pasado», como el autor lo señala al inicio de La serpiente sin ojos: «A ti te invoco, sangre que se bebió la selva, para que alguna vez en el tiempo podamos domesticar estos demonios: la lengua arrogante de los vencedores, la ley proclamada para enmascarar la rapiña, la extraña religión que siente odio y pavor por la tierra» (2012: 15). Si la memoria de la conquista sigue rondando en la conciencia de la gente en América Latina, ello se debe a que muchas de las heridas causadas en esa época aún no cicatrizan. Al hundir sus raíces en el enfrentamiento de los invasores europeos con las poblaciones autóctonas, en el dominio férreo que aquellos ejercieron y en las violencias intestinas que ensangrentaron el proceso de instauración del estado colonial, las sociedades latinoamericanas modernas arrastran consigo el lastre de conflictos e injusticias que se remontan al orden semifeudal surgido de la conquista y se incrustaron luego en el tejido social. La confrontación con ese trasfondo histórico agobiante es una tarea inacabada. La revisión crítica del legado colonial no ha logrado impedir que la visión de la conquista como una empresa de vocación civilizadora siga vigente. El problema es que esa noción suele justificar la perpetuación de prácticas abusivas y actitudes discriminatorias contra los grupos indígenas sobrevivientes, los negros y otras franjas de población vulnerables. Al tiempo, la persistencia de las injusticias alimenta todo tipo de resentimientos, cóleras larvadas y otros factores de violencia, así como el brote periódico de conflictos que las instituciones democráticas no atinan a gestionar.
En uno de sus ensayos, Ospina plantea un ejemplo que ilustra el sentido de su propuesta. La pregunta que el autor quiere resolver es la siguiente: ¿en qué época surge el secuestro, ese flagelo que ha azotado a Colombia y a otros países de la región en las últimas décadas? La primera línea del ensayo ofrece una fecha precisa: «El 16 de noviembre de 1532 tuvo lugar el primer caso documentado de secuestro en el territorio sudamericano» (2003: 29). Ese fue el día en que las tropas de Francisco Pizarro hicieron prisionero al inca Atahualpa en Cajamarca, luego de dar muerte a la mayor parte de su comitiva, integrada por la élite gobernante del Tahuantinsuyo. El ensayo retoma las circunstancias trágicas del hecho y los nueve meses que Atahualpa permaneció cautivo de los españoles, mientras sus súbditos reunían el monto del rescate: «En julio de 1533 se terminó de pagar el inmenso rescate, que ascendió entonces a la cifra de 1.326.539 pesos de oro más 51.610 marcos de plata. Al precio de 1995, el oro recogido ascendería a 88,5 millones de dólares, y la plata a 2,5 millones de dólares» (32-33). Al respecto, comenta Ospina:
Cualquiera diría que con tan descomunal rescate los secuestradores habrían despedido a su víctima con abrazos y besos, e incluso con lágrimas en los ojos, como lo hacen a veces sus discípulos contemporáneos, pero la verdad es que Pizarro y sus socios estaban inventando un género y lo inventaron plenamente. Como ocurre a menudo en los secuestros modernos, después de recibido el rescate, en lugar de liberar a la víctima empezaron a pensar qué más podían sacarle, y finalmente decidieron matar al inca Atahualpa. (2003: 34-35).
¿Por qué no solemos asociar aquellos hechos atroces, tantas veces comentados por los historiadores, con la noción de «secuestro»? Y ¿qué sentido tiene aplicarle tal noción a esos hechos cinco siglos después, en un tiempo presente en el que nada se puede hacer para remediar aquel pasado irrevocable? He aquí la respuesta de Ospina:
La verdad es que no estamos hablando del pasado. Me he propuesto contar esta historia interpretando el cautiverio de Atahualpa como lo que fue, como un secuestro abusivo y criminal, porque esa historia tremenda nos ha sido contada casi siempre como una hazaña heroica, donde los bandidos están cubiertos por una aureola luminosa de grandes estadistas, de paladines y de portaestandartes de la civilización. (2003: 36)
Aquí aparece la segunda premisa de Ospina, que enfatiza la necesidad de desmitificar los imaginarios coloniales. Estos, a fin de cuentas, no hacen otra cosa que perpetuar los abismos de incomprensión surgidos durante la Conquista. Para Ospina, no se trata de cambiar el pasado sino el presente, y es obvio que la condena y la reprobación social de una práctica como el secuestro pierde buena parte de su legitimidad moral si, en paralelo, uno de los secuestros más sangrientos de la historia del mundo es registrado por la historia oficial como una proeza épica, o como parte del precio que fue preciso pagar por la llegada de la civilización a estas tierras.19 El secuestro de Atahualpa no explica, desde luego, los secuestros actuales, pero los prefigura; las crueldades de Pizarro en la selva no explican las que ocurrieron tres siglos y medio después en el Putumayo, y su inmensa inversión en la busca de canela no explica las inmensas inversiones de Ford cuatro siglos después plantando caucho en el Tapajós, pero es innegable el aire de familia que ostentan esos hechos; las guerras de pacificación capitaneadas por Ursúa en la Nueva Granada y los ataques de los rebeldes marañones en Venezuela no explican la violencia guerrillera y paramilitar que ha sacudido a Colombia en las últimas décadas, pero anticipan algunos de sus rasgos.
Una tarea pendiente para conjurar el influjo fantasmal del pasado —y de la forma en que suele ser contado— sobre la realidad del presente consiste, por tanto, en iluminar aquellos aspectos de la historia que la versión de los hechos promovida por los vencedores ha disimulado o dejado en la sombra. La dificultad de los españoles para entender la realidad americana era normal, dado el carácter pionero de sus expediciones y la complejidad del mundo que aparecía ante ellos. El problema es que esa experiencia generó un repertorio de discursos que, en vez de iluminar la diversidad del continente, nos impiden verla con claridad. Al principio, los europeos negaban la diferencia que se les cruzaba en el camino, asimilándola a algo que anhelaban encontrar desde mucho tiempo atrás (las islas de las especias, la ciudad dorada, las guerreras desnudas); luego, denigraban esa misma diferencia marcándola con un estigma de inferioridad (el salvajismo, la barbarie, la naturaleza virgen) que justificaba su avasallamiento implacable. Para Ospina, la cuestión es rastrear en toda su trágica complejidad las secuelas de ese pasado de incomprensión para poder seguir adelante sin ser pasto del resentimiento, entender la raigambre histórica de los imaginarios para no ser más presas de su efecto encubridor. Lo que se pretende con la revisión histórica es superar el hábito del desentendimiento mutuo.20 Ospina es consciente de que las fuentes de la incomprensión no están fuera sino dentro de nosotros mismos, precisamente a causa del rumbo tomado por la historia continental a partir de la conquista: «La aventura del siglo xvi señala para los hijos de la América Mestiza el nacimiento de una doble conciencia: la de ser hijos a la vez de los conquistados y de los conquistadores, la de ser herederos de las víctimas y de los verdugos» (2013: 71). Por ende, es en el núcleo de nuestro ser histórico donde hace falta tender puentes, construir acuerdos: «La única reconciliación es con nosotros mismos, disolviendo los bandos rencorosos que fluyen por los ríos de la sangre» (2007: 416).
La consecución de tal objetivo implica a su vez la premisa número tres: la calidad de la reconciliación que se logre depende del reconocimiento de los puntos de vista involucrados en el diferendo. A ello apunta el principal recurso que utiliza Ospina en su esfuerzo por ofrecer una imagen equilibrada de la conquista, a saber, la elección de un personaje mestizo como narrador e intérprete de los hechos.21 La figura de Cristóbal de Aguilar constituye en su narrativa el punto de intersección, la encrucijada que reúne los hilos necesarios para entender mejor la herencia de la empresa conquistadora. De su padre Marcos de Aguilar, que participó en la conquista del Perú y de quien Ospina dice que «introdujo los primeros libros en las Antillas» (2008: 365), el narrador mestizo recibe la tradición española de las armas y las letras; de su madre Amaney, indígena antillana, recibe la tradición oral de los nativos de las islas, sus hábitos de alimentación e higiene, y participa del dolor por el desmoronamiento del mundo anterior a la llegada de los europeos. Si es su padre quien marca su destino —mediante la carta en la que le da instrucciones para viajar al Perú a cobrar su herencia—, su secreto sostén es su madre indígena, la fuente nutricia que, sin embargo, él inicialmente repudia —porque su padre le ha dicho que ella es solo su nodriza y lo ha presentado en sociedad como fruto de su matrimonio con una mujer blanca—. El narrador mestizo solo reconoce a Amaney como madre de sangre muy tarde, cuando regresa de su primera travesía amazónica y constata que ya ella «había muerto a solas como murió su raza, sin quejarse siquiera, porque no había en el cielo ni en la tierra nada ante lo cual pudiera quejarse, abandonada por sus dioses y negada por su propia sangre» (283).
La noción de «mestizaje» en la que se basa Ospina no supone, por ende, la fusión armoniosa o idealizada de las razas. Los orígenes del narrador mestizo muestran de entrada que el mestizaje americano surge sobre un trasfondo de violencia, sobre semillas de sangre y sufrimiento. Como lo señala Subirats, «el mestizo es un aspecto de la violencia conquistadora, proyectado a la vida sexual. La madre india es el objeto doblemente poseído, como sexo y como etnia de vasallos, por el padre español, doblemente heroico como representante de la casta cristiana y de la honra» (1994: 281). De ahí que, para Cristóbal de Aguilar, reconocer la sangre india que corre por sus venas resulte tan difícil y doloroso, aunque la convergencia de ambos horizontes lo enriquezca en muchos aspectos. La reescritura de la conquista desde la perspectiva de este mestizo da lugar a un relato que, al cabo, es mestizo también: en él se entretejen las descripciones del pasado incaico con los esplendores y miserias de la aventura conquistadora; la fundación de las nuevas ciudades hispánicas junto con la historia mítica de las antiguas, como Cuzco; los albures de los invasores arrastrados por la corriente del río con el asombro ante la pujanza vital de la selva; el contraste de las aldeas ribereñas de las tierras de Omagua y Machifaro con la arquitectura palaciega de Roma y Sevilla. Ello no impide que, por otra parte, y eludiendo la tentación de una falsa reconciliación, el relato nos invite a revisar desde variados ángulos el desentendimiento que sucedió al asombro mutuo de los primeros encuentros, el miedo visceral a causa del cual ese desentendimiento dio lugar a choques fatales, la incomprensión y violencia crónicas que perpetuaron esa fatalidad. Tal ejercicio de justicia histórica es crucial en la medida en que hace falta «tener memoria de la víctima inocente (la mujer india, el varón dominado, la cultura autóctona) para poder afirmar de manera liberadora al mestizo, a la nueva cultura latinoamericana» (Dussel 1994: 62).
Que el relato de los primeros viajes europeos a la selva esté a cargo de un mestizo subraya, por demás, la ausencia irreparable del punto de vista de los nativos. Si los documentos en que los pueblos amerindios atestiguan la conmoción causada por las guerras de conquista abundan en Mesoamérica y los Andes (Le Clézio 1997, León Portilla 1974), en el caso de la selva no existen documentos análogos. Ospina enfrenta aquí un problema mayor. En sus novelas, la visión de los indígenas aflora una y otra vez, pero siempre de forma indirecta, filtrada por la percepción que los soldados o el narrador tienen de ella. En El país de la canela, los españoles entrevén los tesoros de saber ancestral de los pueblos de la selva cuando estos les enseñan a cazar y a conocer los frutos comestibles, o cuando Unuma cura la herida de fray Gaspar de Carvajal con un emplasto de hierbas y frutos de supay machacados. Y que la selva no estaba habitada solo por tribus dispersas lo prueba la frecuencia con que el narrador habla de grupos de decenas o cientos de indígenas, de grandes aldeas y de embarcaderos de piraguas visibles a lo largo de casi toda la ruta por el río. Como sucede en muchas crónicas de Indias, es a través de este tipo de atisbos como el lector se hace una idea del mundo indígena. Pero Aguilar incluye también apuntes en los cuales se nota la admiración que le suscita el estilo de vida de los nativos, aunque no lo comprenda bien. Así, un aspecto que le llama la atención es la divergencia entre la actitud de los españoles y la de los indios; si los primeros, «llenos de ambición y enfermos de espíritu, no podemos convivir con la selva, porque solo toleramos el mundo cuando le hemos dado nuestro rostro y le hemos impuesto nuestra ley» (2008: 63), los segundos viven «concentrados en la abundancia de sus árboles y de sus animales, como si les llenara el tiempo la relación con savias y con sales, con limos y bejucos, con flores, frutos, pájaros e insectos. No parecían estar allí para servirse de esas cosas sino para entenderse con ellas de un modo grave y lleno de ceremonias» (187). En todo caso, y pese a las dificultades de comunicación que el narrador describe, el texto rehúye la trampa de pintar a los indios como seres radicalmente extraños o exóticos; por el contrario, subraya las afinidades que existen entre ellos y los forasteros. Así lo muestra el pasaje donde, después que un terremoto sacude las montañas al paso de Pizarro y sus hombres, el narrador mestizo comenta, refiriéndose a los indios que cargaban las provisiones: «Para ellos el temblor era expresión de la voluntad de alguien que nos miraba severamente desde las grietas y desde los torrentes, pero ¿cómo burlarnos si, en el fondo, también nuestra religión piensa lo mismo?» (107).
En La serpiente sin ojos, la voluntad de reconocer el lenguaje de los pobladores de la selva se manifiesta en el título de la novela, pues es así como ellos llaman al gran río. El coloquio de Aguilar con los indios brasiles (2012: 116-119) es sugestivo porque la sensación de descubrimiento de los españoles en su viaje río abajo por al Amazonas se ve duplicada de repente, como en un espejo invertido, en el asombro de los nativos viendo desde las orillas pasar los dos bergantines tripulados por hombres barbudos, barajando hipótesis al respecto durante meses y emprendiendo al cabo un agotador periplo aguas arriba, hasta las estribaciones de la cordillera, para averiguar las causas de ese acontecimiento inaudito. Este estupor mutuo subraya a la vez la afinidad y la diferencia entre los soldados españoles y los indios brasiles: ambas partes están maravilladas por lo que sucede, pero de lado y lado cunde el desconcierto, que amenaza siempre con abrirle paso a los malentendidos. En tal coyuntura, más que darnos acceso a la visión de los indios, el texto de Ospina nos invita a preguntarnos por ella, aguijonea nuestra curiosidad. Los poemas intercalados entre los capítulos de la novela ofrecen un puñado de instantáneas que revelan la dificultad de incorporar a la evaluación de la conquista la visión de los nativos —un imperativo al que solo se le puede hacer justicia oblicuamente, mediante extrapolaciones basadas en fuentes históricas, en los reportes de la antropología amazónica y en los testimonios de las comunidades selváticas actuales, aun si su forma de vida es muy distinta de la de sus lejanos antepasados.
Uno de los vislumbres que ofrece Ospina de la visión del mundo de los nativos resume bien la nuez de su esfuerzo narrativo. Antes de llegar a la región de Machifaro, donde será asesinado por los hombres de Aguirre, Ursúa escucha de labios de un indio unas palabras que ratifican la intuición de Núñez y de Carpentier con la que inicié este capítulo. Dice Aguilar: «A la inmensidad de la selva no parecía corresponder una gran riqueza; los indios solo hablaban con exaltación como si fuera oro puro del conocimiento de las cosas. “Aquí solo es riqueza conocer” fue la incomprensible traducción que un indio lengua hizo de las palabras de un rey que tenía collar de colmillos y diadema de plumas azules» (2012: 257-258). Este es el mismo espíritu que anima las novelas históricas de Ospina: de lo que se trata a fin de cuentas es de dejar atrás los espejismos de El Dorado, de eludir los riesgos de la ambición y el voluntarismo intransigentes, de buscar la comprensión antes que el olvido y de abrir las puertas de la percepción ante lo que parece extraño o amenazante solo porque no lo conocemos bien —y, en ocasiones, ni siquiera lo vemos—.
1González Echevarría señala el europeísmo implícito en la tesis carpenteriana: «Suponer que lo maravilloso existe en América es adoptar una (falsa) perspectiva europea, porque solo desde otra perspectiva podemos descubrir la alteridad, la diferencia. […] La magia puede que esté en esta orilla, pero tenemos que verla desde la otra para verla como tal» (1993: 156). González Echevarría destaca (219-224) el papel que desempeñan las crónicas de Visión de América —parte de un texto inconcluso titulado El libro de la Gran Sabana— en la concepción de Los pasos perdidos, una novela en la que se manifiestan a fondo tanto el alcance como las limitaciones de la tesis de lo «real maravilloso».
2La principal fuente histórica usada por Ospina son las Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, extensa crónica en versos que le sirvió también de inspiración. El trabajo de Ospina se nutre además de información obtenida en las crónicas de Fernández de Oviedo, Cieza de León, Gaspar de Carvajal y Francisco Vásquez.
3La participación de Cristóbal de Aguilar en la expedición de Orellana está avalada por la crónica de fray Gaspar de Carvajal (1986: 63); que participara también en la de Ursúa veinte años después es verosímil, ya que, como explica Ospina, «por lo menos tres soldados hicieron ambos viajes» (2008: 366). La centralidad de Aguilar como narrador testigo es subrayada por el mismo Ospina, quien define a Aguilar como «un personaje de ficción… que a medida que investigaba se fue convirtiendo en un ser histórico», y describe así su función como mediador entre los puntos de vista involucrados en los hechos: «La voz de este narrador era al comienzo, casi sin dudas, la de un español; después, con harta incertidumbre, la de un mestizo, y al final intentó en vano hablar como un nativo de este continente, pero se encontró más bien asediado por un rumor de voces desconocidas que no siempre era capaz de entender» (2012: 318).
4De hecho, los participantes de empresas como esta no habrían sobrevivido sin la ayuda de los nativos; no en vano Aguilar agradece «la enseñanza que los indios nos transmitieron sobre frutos y plantas alimenticias, sobre el modo de capturar las tortugas y las iguanas, sobre las serpientes y las aves que pueden comerse. Nos repugnaba incluir en nuestra alimentación las orugas rojizas, los micos fibrosos, a los que había que comerse en condiciones desoladoras, porque los otros lloraban a gritos en las ramas altas por los sacrificados, el abdomen de miel de ciertos insectos voladores, los hongos negros de la base de los grandes árboles, las hormigas que se tuestan sobre piedras ardientes y las flores azules de unas plantas que ahogan los troncos podridos y que tiñen los dientes por varios días, pero muchas de esas cosas fueron ingresando por momentos en nuestra dieta» (188).
5Recordemos que la ilusión de hallar a las amazonas en América surgió desde los primeros viajes de los europeos: «El propio Colón fue quien suscitó primero tales esperanzas al afirmar que varias de estas amazonas se escondían en cuevas de algunas islas del Caribe a las cuales no había podido acercarse debido al fuerte viento. Y estaba seguro de que otras de la misma raza podían hallarse en tierra firme, pasando a través del país caníbal» (Leonard 1964: 37).
6He aquí la descripción que figura en la crónica de Carvajal: «Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas con sus arcos y flechas en las manos haciendo tanta guerra como diez indios» (1986: 81). Un siglo después, el padre Acuña escribe que, a lo largo del río, «no hay generalmente cosa más común y que nadie la ignora que decir habitan en él estas mujeres, dando señas tan particulares que conviniendo todos en unas mesmas, no es creíble se pudiese una mentira haber entablado en tantas lenguas y en tantas naciones, con tantos colores de verdad» (2009: 152). Dos siglos después, el francés La Condamine recoge noticias que confirman, a su juicio, «que hubo en este continente una república de mujeres que vivían solas, sin tener hombres entre ellas» (1981: 84), pero pone en guardia al lector con respecto a detalles que «verosímilmente han sido modificados, y quizá añadidos, por europeos preocupados por las costumbres que se les atribuían a las antiguas amazonas de Asia» (87).
7Pastor anota que la presencia de las amazonas «se asociaba de forma constante, desde la Edad Media, con grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas. La función primordial del mito a lo largo de la conquista fue pues la de elemento anunciador de la proximidad de objetivos fabulosos» (2008: 291). Que fue Orellana quien ofició como traductor en el viaje lo sabemos por la crónica de Carvajal; el fraile dice que los indios, asombrados ante la aparición del bergantín, «comenzaron de venir por el agua a ver qué cosa era, y así andaban como bobos por el río; y visto esto por el Capitán, púsose sobre la barranca del río y en su lengua, que en alguna manera los entendía, comenzó de fablar con ellos» (1986: 46). En pasajes ulteriores, Carvajal cita conversaciones con indios de zonas situadas lejos, río abajo (71, 73, 81, 85-88); la aparente fluidez de tales intercambios verbales es intrigante, dada la variedad de lenguas de la Amazonía y el escaso o nulo conocimiento que los españoles tenían de esas lenguas.
8El texto de las Elegías de varones ilustres de Indias de Castellanos está disponible en línea, en una cuidada versión digital: http://www.ellibrototal.com/ltotal/?t=1&d=3458_3581_1_1_3458. El propio Ospina aclara que la figura de Juan de Castellanos fue central en su modelación de la personalidad de Cristóbal de Aguilar (2005: 473).
9Así lo advierten diversos autores. Wallerstein, en sus análisis de la formación del sistema-mundo moderno, muestra cómo «las Américas se volvieron la periferia de la economía-mundo europea en el siglo dieciséis» (1974: 336). Según Dussel, España y Portugal fueron las primeras naciones de Europa que tuvieron «la originaria “experiencia” de constituir al Otro como dominado bajo el control del conquistador, del dominio del centro sobre una periferia. Europa se constituye como el “Centro” del mundo (en su sentido planetario)» (1994: 11-12).
10Harrison, quien ha desarrollado a fondo esta tesis en su libro sobre el tema, utiliza también la metáfora del espejo: «Las selvas representan un espejo opaco de la civilización que existe con relación a ellas» (1992: 108).
11La inquietud que agobia a los prelados en la obra se precisa a la luz de la imagen alegórica «América» del grabador flamenco Philippe Galle (1537-1612). Remito al lector al artículo en el que Palencia-Roth presenta la imagen: «Se pinta América como una guerrera amazona que trasporta la cabeza de una de sus víctimas masculinas y pasa sobre un brazo mutilado» (1996: 40); la imagen va acompañada de este texto: «América, una ogresa que devora hombres, que es rica en oro y que es hábil y poderosa en el uso de su arco…». La imagen y el texto ilustran 1) la ambigüedad de las amazonas, seres temibles y a la vez deseables, 2) la proyección que hacen los europeos de esa ambigüedad al mundo americano, visto por ellos en el siglo xvi como el nuevo confín de las tierras habitadas.
12El pasaje de la crónica de Cieza de León en el que se basa Ospina está disponible en la Biblioteca Virtual Cervantes: http://www.cervantesvirtual.com/obra/guerras-civiles-del-peru-tomo-segundo-guerra-de-chupas--0/ (2005; ver tomo ii de las Guerras civiles del Perú, Guerra de Chupas, cap. xix, 65-66). Según Pérez, la relevancia de Cieza de León «se funda, además de en su valía como historiador, en haber conocido a los protagonistas de la aventura; escuchó a los propios compañeros de Orellana y habló personalmente con el Padre Carvajal» (1989: 50). Las crueldades cometidas por Gonzalo Pizarro no corresponden, por lo tanto, a una licencia del novelista, sino a un hecho histórico bien documentado.
13Anota Lavallé, acerca de las leyendas sobre lugares fabulosos: «Aparentemente difundidas al comienzo por indios que pensaban sin duda deshacerse así de los conquistadores y verlos partir hacia otros lares, ellas extraían su fuerza de la capacidad de convicción de los recién llegados, dotados en la materia de lo que nos parece hoy una credulidad a toda prueba» (2011: 93). Magasich-Airola y de Beer resaltan que en la época de la empresa de Gonzalo Pizarro en la ciudad de Quito «resonaban los ecos de polémicas apasionadas acerca de los reinos “dorados”, polémicas nutridas por viejas leyendas indígenas, entre ellas la del País de la Canela, situado, según se creía, en el oriente de Ecuador. Esta región debía su nombre a la canela de Quijos, una flor muy apreciada por los incas, y se cuenta que Atahualpa le había ofrecido a Pizarro un ramillete de estas canelas de perfume sutil» (1994: 55).
14Un voluntarismo similar se constata en el caso de otros conquistadores, empezando por Colón. Carpentier cuenta cómo el Almirante, a pesar de las evidencias que indicaban la condición insular de Cuba, hizo proclamar «por voz de notario, que quien pusiese en tela de juicio que esta tierra de Cuba fuese un continente pagara una multa de diez mil maravedís, y, además, tuviese la lengua cortada». Colón impone así su voluntad, al menos provisionalmente: «Yo necesitaba que Cuba fuese continente y cien voces clamaron que Cuba era continente» (1979: 144).
15He aquí la explicación: «Los naturalistas han advertido siempre la notable distancia existente en la Amazonía entre árboles de la misma especie. Muchos biólogos suponen que esta distancia es un mecanismo defensivo contra pestes y enfermedades que afligen a especies que crecen en estrecha cercanía. Las plantas coevolucionan con insectos y enfermedades, y las áreas que son sus centros de origen suelen tener un número mayor de estas pestes restrictivas. Las plantaciones en dichas áreas eliminan la distancia protectora y permiten concentraciones mucho más grandes de los enemigos tradicionales de la planta. Así ocurrió con el caucho» (Hecht y Cockburn 2010: 96).
16Para los Achuar, la selva es un cultivo de Shakaim, espíritu protector de la vegetación. «Al representarse la selva como una inmensa plantación realizada y manejada por un espíritu antropomorfo, los achuar constituyen sus propios cultivos en modelo conceptual de una naturaleza no trabajada por los humanos. En otras palabras, el huerto no es para ellos la transformación cultural de una porción de espacio natural, sino la homología cultural en el orden humano de una realidad cultural del mismo tipo en el orden sobrehumano» (Descola 1986: 271). Las relaciones de los achuar con el bosque se rigen así por «la idea fundamental de que en la naturaleza existen relaciones sociales idénticas a las que tienen la casa por teatro. La naturaleza no es, por ende, domesticada ni domesticable, sino simplemente doméstica. Lejos de ser un universo incontrolado de espontaneidad vegetal, la selva es percibida como una plantación sobrehumana cuya lógica obedece a otras reglas que las que gobiernan la vida del huerto» (398).
17Escribe Benjamin: «Toda violencia conservadora de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles. […] Esta situación perdura hasta que nuevas expresiones de violencia o las anteriormente reprimidas, llegan a predominar sobre la violencia fundadora hasta entonces establecida, y fundan un nuevo derecho sobre sus ruinas» (2001: 44). Sobre las fuentes acerca del caso, Chaparro señala que «quizá ningún otro corpus documental americano tiene tal abundancia de enunciados relativos a la muerte y la rebelión como el que se encuentra en la colección de crónicas sobre la conquista de la Nueva Granada» (2006: 33); de ese corpus, las crónicas de fray Pedro Simón y Lucas Fernández Piedrahíta son las fuentes más importantes que utiliza Ospina para documentar las guerras de Ursúa.
18Poupeney-Hart muestra cómo los autores de esas crónicas usan una retórica dirigida a autojustificarse: «De ahí, por ejemplo, que frente a la construcción del narrador como vasallo leal, la figura de Aguirre aparezca como encarnación del mal, de la posesión, y de ahí también que se insinúe el efecto paralizante del clima de terror creado por la irracionalidad total de sus actos» (1992: 113); la autora destaca que, en el relato de Vásquez, «las actuaciones del tirano y de sus “diabólicos ministros” no deja de evocar el fenómeno de la posesión y de la monstruosidad» (117).
19El de Atahualpa no fue un caso aislado durante la conquista; baste recordar el secuestro de Tangaxoan Tzintzicha, rey de los purépechas de Michoacán, a manos del conquistador Nuño Guzmán (Le Clézio 1997: 37-38).
20Según Riera Rodríguez, en ello se cifra el ideal terapéutico de la obra de Ospina: «Heredamos la dificultad para ver al otro, incluso para entendernos desde nuestra mismidad, para asumirnos desde nuestras diferencias y semejanzas frente a los otros; ese ha sido el gran conflicto del ser latinoamericano. La novela actúa como el catalizador que nos enfrenta a los problemas del reconocimiento cuya resolución adquiere un valor nodal en el utópico futuro» (2012: 245).
21En una entrevista publicada bajo el título: «Contar la Conquista desde un solo ángulo no nos permite habitar verdaderamente América», dice el autor: «Para mí era muy importante que fuera un mestizo quien contara esta historia… No podemos ver la Conquista como la labor de los paladines de la civilización contra unos pueblos bárbaros. Menos podemos tratar de invertir el proceso: contar la historia como un genocidio sobre unos pueblos que vivían en una situación idílica. Se trata de ver la complejidad del proceso» (Ospina, citado en Kressner 2013: 192).