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Vigencia de la cosmovisión calvinista para la Iglesia y el mundo de hoy

Mariano Ávila Arteaga

Permítaseme a manera de introducción hacer una breve definición del tema que se me ha asignado. Su término central es cosmovisión. Por esta palabra me refiero a la manera de ver e interpretar el mundo, la realidad; es decir, con qué ojos vemos al mundo y lo interpretamos; cómo entendemos la compleja realidad que enfrentamos a diario. Otra manera de definirlo sería refiriéndonos a la cosmovisión, como la filosofía de una persona. Aquel conjunto de pensamientos, criterios y valores que, en un todo unificado armónicamente, compone la mentalidad de una persona. En otras palabras más simples se puede decir que la cosmovisión se refiere a los lentes con que vemos la realidad.

Luego calificamos esta cosmovisión como calvinista, ¿Qué queremos decir con este término?, nos referimos con él a ese sistema doctrinal que Calvino enseñó pero que no inventó o creó. Es la enseñanza que Agustín predicó, que Pablo, los apóstoles, nuestro Señor y los profetas enseñaron. En otras palabras, la enseñanza bíblica. ¿Por qué no la llamamos bíblica o cristiana simplemente?, porque hoy día estos términos son tan ambiguos y tan mal entendidos y usados, que se han desgastado y han perdido su sentido real. De ahí que tengamos que usar un pobre apelativo, calvinismo, para referirnos a la gloriosa enseñanza que encontramos desde el principio hasta el fin de las páginas de las Sagradas Escrituras. De ahí que al leer repetidamente en este artículo el término calvinismo no nos sintamos incómodos, como si estuviésemos cayendo en alguna herejía sectaria, no, más bien demos gracias a Dios que en este concepto encerramos la genuina enseñanza bíblica. No estamos glorificando a un hombre sino al Señor Dios quien despertó ese movimiento reformador que trajo nueva vida y luz a la Iglesia y al mundo. A esa gran obra de Dios en la historia se le ha llamado calvinismo.

La palabra clave de este tema es vigencia. Cuando hablamos de vigencia hablamos de actualidad, de valor y uso presentes, de relevancia contemporánea, de aplicabilidad presente, de una cosmovisión que está en vigor; que viene a propósito para la Iglesia y el mundo de hoy.

Habiendo definido nuestro tema lo haremos proposición diciendo que la cosmovisión calvinista tiene vigencia para la iglesia y el mundo de hoy, aún más, es urgente que nosotros que nos llamamos calvinistas, presbiterianos o reformados la redescubramos y en muchos casos, me temo apenas la conozcamos. Es mi convicción que las serias demandas y desafíos que nos ha tocado vivir en esta generación sólo podrán ser enfrentados responsablemente si estamos armados de esta cosmovisión y la aplicamos firmemente a nuestro diario vivir. Que Dios nos conceda la gracia de asimilarla y de llevarla también a sus últimas consecuencias prácticas; que estemos dispuestos a pagar el costo del discipulado cristiano que surge de tal cosmovisión.

Podemos resumir la cosmovisión calvinista en tres aspectos fundamentales. Nuestra relación con Dios, con el hombre y con el mundo. La forma en que el calvinista, enseñado por la Palabra de Dios, concibe su relación con estas tres realidades.

I

En la cosmovisión calvinista, Dios está en el centro de todo. “Porque de él, por él y para él son a todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (Rom. 11.36). Por ello nuestro fin principal es glorificar a Dios y gozar de Él para siempre (Catecismo Menor de Westminster, Preg. 1).

El Señor Dios es reconocido como Creador del Universo. Él es el principio, origen y fuente de la vida y la existencia. A Él le pertenecemos, de El dependemos. “En Él vivimos, nos movemos y somos” (Hch. 17.28).

También es Él el sustentador supremo de todo. Es el Dios de la providencia quien sostiene, preserva y gobierna a todas sus criaturas. Como tal es Señor del mundo y de la historia. Todo lo dirige para su gloria.

Es, además, nuestro Redentor, quien en Jesucristo nos ha dado vida. El Padre nos eligió desde la eternidad; el Hijo pagó nuestro rescate en la cruz y el Espíritu Santo nos comunica esa redención transformándonos de gloria a gloria en la imagen del Señor. En el centro de nuestra confesión está el hecho de que hemos sido salvados por la sola gracia de Dios.

Las implicaciones de todo esto se hallan resumidas en las bellas palabras del Catecismo de Heidelberg que en respuesta a su primera pregunta: ¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?, responde:

Que yo, con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo, que me liberó de todo el poder del diablo satisfaciendo enteramente con su preciosa sangre por todos mis pecados, y me preserva de tal manera que sin la voluntad de mi Padre celestial ni un solo cabello de mi cabeza puede caer, antes es necesario que todas las cosas sirvan para mi salvación. Por eso también me asegura, por su Espíritu Santo, la vida eterna y me hace pronto y aparejado para vivir en adelante según su santa voluntad.

De ahí, que el calvinista se sabe deudor y vive su vida ante los ojos y presencia de Dios. Conoce su miseria, conoce a su Redentor y vive para la gloria de Dios. Si come o bebe o hace cualquier cosa, lo hace para la gloria de Dios. Sabiéndose salvado por la gracia de Dios le ama mucho, por que “al que mucho se le perdona, mucho arma”. Se une de corazón al salmista que decía: “¿A quién tengo yo en los cielos, sino a ti? Fuera de ti nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón desfallecen, más la roca de mi corazón y mi porción de Dios para siempre” (Sal. 73.25-26). La Sola Gratia engendra el estilo de vida resumido en las palabras: Soli Deo gloria.

La vida del verdadero calvinista está profundamente arraigada en la fidelidad, misericordia y gracia de Dios y por ello se caracteriza por una profunda seguridad de la salvación que, lejos de inducirle a la indolencia y negligencia, lo hace diligente y consagrado a su Señor.

El cántico jubiloso de Pablo en Rom. 8.28-39 resume nuestra fe reformada, revelada por Dios en su Palabra y confirmada en nuestra experiencia cotidiana por su santa providencia.

Esta profunda certeza se manifiesta en una entrega total y continua a Dios. No existe, para el calvinista, aspecto alguno de su vida que no consagre a su Señor. En este contexto, la esquizofrenia religiosa, tan común en nuestras iglesias, que divide la vida en departamentos, unos religiosos y otros “seculares”, resulta una horrible aberración. Aquella que encierra a Dios en el templo y limita su adoración al culto dominical, y por el otro lado, excluye a Dios de su práctica profesional, estudiantil, comercial, doméstica, etcétera, durante el resto de la semana, puesto que considera tales actividades “seculares”, no ha comprendido la fe cristiana y es una contradicción viviente de la misma. El cultivo y servicio del creyente son un estilo de vida que se manifiesta en todos los lugares y en todas las áreas de la vida y no sólo en actos esporádicos de culto en un templo unas horas el domingo.

“Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (I Cor. 10.31).

II

¿Cómo ve el calvinista al hombre? El calvinista aprende su concepción del hombre en la Palabra de Dios, se conoce en la Palabra y a la luz de ella reconoce su dignidad, valor y honra como Imagen de Dios.

En virtud de su creación a la imagen de Dios, y de su exaltada y singular posición de señorío sobre la creación, el hombre es causa de admiración, asombro y reverencia al calvinista, como lo fue al salmista que pregunta, no por su ignorancia sino por el conocimiento que tiene: “¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites? Pues lo has hecho poco menor que los ángeles, lo coronaste de gloria y de honra, todo lo pusiste debajo de sus pues” (Sal. 8.4-6).

Esto se ve afectado por el pecado. El hombre no dejó de ser hombre, más bien se constituyó en rebelde, y al hacerlo se deshumanizó. Pecando contra Dios, pecó contra sí mismo. Se sumió en una existencia infrahumana. La imagen de Dios se distorsionó pero no se perdió (Veánse Gén. 6 y Santiago 3.9).

La redención en Cristo nos humaniza y restaura. Nos reconcilia con Dios, con nuestro prójimo y con nosotros mismos. El valor, honra y dignidad humanos se ven ensalzados en su máxima expresión por el altísimo costo pagado para nuestra salvación, la sangre de Cristo.

El calvinismo ha derivado de su relación fundamental con Dios una peculiar interpretación de la relación del hombre con el hombre, y es esta única y verdadera relación, la que desde el siglo XVI ha ennoblecido la vida social. Si el calvinismo coloca la totalidad de nuestra vida humana inmediatamente delante de Dios, entonces se sigue que todos los hombres o mujeres, ricos o pobres, débiles o fuertes, tontos o talentosos, como criaturas de Dios, y como pecadores perdidos, no tienen ningún derecho de dominar unos sobre otros, ya que ante Dios estamos como iguales, y consecuentemente en igualdad los unos con los otros, de ahí que no podamos reconocer ninguna distinción entre los hombres, salvo aquellas que han sido impuestas por Dios mismo, al dar autoridad al uno sobre otro, o al enriquecer con más talento a uno que a otro, a fin de que el hombre que tenga más talentos sirva el hombre que tiene menos, y en él sirva a su Dios. Por ello el calvinismo no condena meramente toda esclavitud abierta y los sistemas de castas, sino toda esclavitud encubierta de la mujer y del pobre; se opone a toda jerarquía entre hombres; no tolera la aristocracia, salvo aquella que es capaz, sea personalmente o como familia, por la gracia de Dios, de exhibir una superioridad no para su auto-engrandecimiento u orgullo ambicioso, sino para usarla en el servicio de Dios.

Así, el calvinismo estaba obligado a encontrar su expresión en una interpretación democrática de la vida; a proclamar la libertad de las naciones; y a no descansar hasta que política y socialmente cada hombre, simplemente por ser hombre, sea reconocido y tratado como una criatura hecha a la imagen divina. (Abraham Kuyper, Calvinism. Six-Stone Lectures. Höveker an Wormser KTD, Ámsterdam-Pretoria, pp. 26-27).

¡Cuánta actualidad y urgencia tiene este principio hoy día! Cuando las relaciones internacionales e interpersonales se ven controladas por criterios y valores que han clasificado y etiquetado al hombre, valuándolo según su raza, color, olor, inteligencia, títulos, posesiones, estatus social, ocupación, lugar de residencia, belleza o incluso religión. Así hablamos de “tercer-mundistas”, de “indios”, “negros”, “profesionistas”, “pobres”, “clase media”, “burgueses”, “católicos”, “paganos”, etcétera. Y de esta infravaloración del hombre, hermanos, no seamos ilusos, ni la Iglesia, nuestra Iglesia, ha escapado. Al contrario, la hemos afirmado dándole nuestra bendición.

¿No es cierto que seguimos pecando al hacer distinción, acepción de personas, dándole la preferencia al rico antes que al pobre en nuestras congregaciones? (Véase Stg. 2.1-13). Cuántas veces, por ejemplo, las elecciones de oficiales de nuestras iglesias están determinadas por los títulos profesionales o posesiones materiales de los candidatos y no por sus dones espirituales y su servicio al Señor. Como pastores muchos pecamos en este renglón. Muchas de nuestras “iglesias” son clubes exclusivos en los que la pertenencia al grupo está determinada por la clase social y afinidad cultural. El fenómeno de formar grupos en las iglesias es bien conocido. La discriminación al indio es un pecado nacional del que todos participamos.

¡Cómo necesitamos releer los evangelios y aprender de Jesús nuestro Señor! El vivió en una sociedad como la nuestra que había denigrado al hombre clasificándolo y etiquetándolo como “judío”, “samaritano”, “publicano”, “pecador”, “fariseo”, “perros”, “elegidos”, etcétera, distinciones con base en la nacionalidad, raza, religión, moralidad, clase social, que ultrajaban la dignidad del hombre. Jesús rompió con todo esto. Fue, en este sentido, un radical. No catalogaba a los hombres según sus etiquetas sino que supo ser amigo de publicanos y pecadores porque reconocía, respetaba y trataba a cada ser humano como criaturas hechas a imagen de Dios y por lo tanto revestidos de una enorme dignidad y… con una profunda necesidad de liberación y redención. Escandalizó a sus contemporáneos, pero glorificó a Dios y le devolvió sus dignidad a mujeres, niños y “pecadores”. ¿Lo haremos nosotros con nuestra generación?, ¿pagaremos el costo?

III

La tercera relación fundamental, componente imprescindible de la cosmovisión calvinista, tiene que ver con el mundo. En este punto el calvinismo ha traído también un cambio radical al mundo del pensamiento evangélico. Poniendo al hombre ante la presencia de Dios, no sólo ha honrado al hombre a causa de llevar este la imagen de Dios, sino que también ha honrado al mundo como creación divina.

Un gran principio teológico calvinista en este contexto es el de la gracia común. Esto significa que Dios no sólo actúa para la salvación del hombre sino que también opera en el mundo, manteniendo su vida y existencia, aliviando la maldición que pesa sobre él, frenando su proceso de corrupción y facilitando así el desarrollo de nuestra vida a fin de glorificarle y gozar de Él para siempre. “Dios hace que su sol salga para buenos y malos y que llueva sobre justos e injustos” (Mt. 5.45). “El mundo es de mi Dios”.

En íntima relación con este principio de la gracia común, surge el gran principio del así llamado “mandato cultural”. Calvino entendió que la Iglesia se hallaba bajo el imperativo divino no sólo de llevar el Evangelio a toda criatura, sino también de “sojuzgar la tierra y dominarla” en el nombre y para la gloria de Dios (Gén. 1.26-28). Al rescatar este mandato, el calvinismo ensancha su visión misionera y entiende que ha de cultivar ese enorme huerto de Dios que es el mundo, para que éste, una vez desatado de todo su potencial, también se le une en perfecta armonía en un cántico de gratitud y alabanza al Creador.

Hombre y mundo (creación) se hallan íntimamente relacionados desde el principio. Es entonces cuando ambos cuentan la gloria, sabiduría y bondad de Dios; en la caída en el pecado, la tierra es maldita por causa del hombre, y junto con el hombre, pero también en la redención de la naturaleza, el cosmos, la creación toda “será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8.21).

Sin embargo, ésta no solo es una bendita esperanza. La redención ya es una realidad presente. Ya tenemos las primicias; el Reino se ha acercado, vivimos en los últimos días inaugurados con la muerte y resurrección de Cristo.

El Reino, como la semilla de mostaza, va creciendo y extendiéndose lenta, silenciosa, pero firmemente en este mundo. Y de ese proceso de regeneración es que participamos como primicias los creyentes, también participa la creación; y en este proceso somos colaboradores de Dios.

Esto es lo que también se expresa con las palabras “la santidad de lo secular” o bien, el carácter de toda vocación humana. Como dice Kuyper, gracias a este principio,

la vida doméstica recuperó su independencia y dignidad, el comercio realizó su fortaleza con libertad, el arte y la ciencia fueron liberados de cualquier lazo que les había impuesto la Iglesia (católico-romana) y fueron restaurados a su propia inspiración y el hombre empezó a entender la sujeción de toda la naturaleza con sus poderes y tesoros latentes como un deber santo impuesto sobre él por el mandato original en el Paraíso: “dominad sobre ella”. De ahí que la maldición ya no reposa sobre el mundo como tal, sino sobre lo que es pecaminoso en él, y en lugar de una huida monástica del mundo, el deber es ahora enfatizado en el sentido de servir a dios en el mundo, en cada área y departamento de la vida. Adorar a Dios en la Iglesia y servirle en el mundo llegó a ser el impulso inspirador; la Iglesia vino a ser el lugar donde se adquiría el poder para resistir la tentación y el pecado en el mundo. Así, la sobriedad puritana fue mano a mano con la reconquista de toda la vida del mundo, y el calvinismo dio impulso a ese nuevo desarrollo que se atrevió a enfrentar al mundo con el pensamiento romano: Nada de lo humano es ajeno, aunque nunca se permitió intoxicarse con su capa venenosa. (Ibíd., p. 31).

En este sentido, el calvinismo adopta una posición diametralmente opuesta a los anabaptistas de su época que confirmaron el modelo monástico y lo hicieron regla para todos los creyentes. El calvinismo rompe las distinciones entre clero y laicos, afirmando con la Biblia el sacerdocio universal de los creyentes, y destruye la falsa distinción entre lo santo y secular haciendo a la luz de la Biblia, de cada ocupación, oficio y profesión un servicio santo, un ministerio sagrado para Dios. Ésta es la santidad de lo secular:

La vida del mundo ha de ser honrada en su independencia, y debemos, en cada esfera, descubrir los tesoros y desarrollar la potencialidad escondida por Dios en la naturaleza y en la vida humana” (Ibíd., p. 33).

“No sirviendo al ojo, como los que quieren agrandar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios. Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís” (Col. 3.22-24).

Es en este punto que quiero mostrar que esta dimensión básica del calvinismo nos provee las bases bíblico-teológicas de una labor misionera integral. No sólo debemos buscar anhelosamente ganar a todos los hombres para Cristo, sino que debemos ganar al hombre entero; no sólo debemos “salvar almas”, debemos rescatar a hombres enteros, alma y cuerpo.

De un ministerio integral, J. Gresham Machen nos recuerda nuestro compromiso con estas palabras:

En lugar de destruir las artes y las ciencia o de ser indiferentes a las mismas, cultivémoslas con todo el entusiasmo del auténtico humanista, mas al mismo tiempo consagrémoslas al servicio de nuestro Dios. En lugar de sofocar los placeres que ofrece la adquisición del saber o la apreciación de lo bello, aceptemos estos placeres como dones de un Padre celestial. En lugar de eliminar la distinción entre el Reino y el mundo, o por otro lado retirarnos del mundo en una especie de monasticismo intelectual modernizado, avancemos gozosamente, con todo entusiasmo, para someter el mundo a Dios…

…El cristiano no puede sentirse satisfecho en tanto que alguna actividad humana se encuentre en oposición al cristianismo o desconectada totalmente del mismo.

El cristianismo tiene que saturar, no tan sólo todas las naciones sino también todo el pensamiento humano. El cristianismo, por tanto, no puede sentirse indiferente ante ninguna rama del esfuerzo humano que sea de importancia. Es preciso que sea puesta en contacto, de alguna forma, con el evangelio. Es preciso estudiarla, sea para demostrar que es falsa, sea para utilizarla en activar el Reino de Dios. El Reino debe ser promovido; no solo en ganar a todo hombre para Cristo, sino en ganar al hombre entero” (J. Gresham Machen, Cristianismo y cultura. Países Bajos, ACELR, 1974, pp. 10-11).

No empobrezcamos el concepto de ministerio limitándolo a las actividades religiosas realizadas por pastores, evangelistas o misioneros; ni tampoco diseminemos herejías enseñando que para ser ministros debemos abandonar nuestras actividades “seculares” y meternos a un seminario. Renunciemos a esta mentalidad católico-romana, y, fieles a nuestros principios reformados y bíblicos, démosle a cada ocupación humana la dignidad y carácter ministerial que Dios mismo les ha conferido; seamos sacerdotes no sólo en el templo, sino también en el mercado, en el aula, en la oficina, en el hogar, en la calle, en el mundo. Por supuesto, hemos de alentar a aquellos que Dios llama al ministerio de la Palabra, pero también debemos estimular y capacitar a los santos para la obra del ministerio en los campos científico, artístico, cultural, económico, social y político. Allí también necesitamos misioneros cristianos que militen para el Señor, conscientes de que “…las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para destrucción de fortaleza, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (II Cor. 10.4-5).

El Señor nos está llamando en este momento crítico de nuestra historia a una conversión radical. A la luz de Romanos 12.1-2 somos exhortados a presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, lo cual constituye nuestro culto racional. El estímulo poderoso son “las misericordias de Dios”, las muestras concretas de su gracia en la salvación que en nosotros efectúa en Cristo Jesús; somos llamados a no conformarnos a este mundo, sino a ser transformados en el espíritu de nuestra mente —aquí entra la cosmovisión, una mentalidad nueva, transformada y reformada por la Palabra. Entonces podemos experimentar la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.

Termino con las siguientes reflexiones que siguen siendo un desafío para nosotros: Abraham Kuyper nos reta diciendo:

Recordad que este giro de la historia del mundo no podría haberse realizado excepto por la implantación de otro principio en el corazón humano, y por la revelación de otro mundo de pensamiento a la mente humana; que sólo por el calvinismo el salmo de libertad pudo encontrar su camino desde un corazón atribulado hasta los labios, que el calvinismo ha capturado y garantizado para nosotros derechos civiles constitucionales; y que simultáneamente con esto surgió de la Europa occidental este poderoso movimiento que promovió el avivamiento de la ciencia y del arte, abrió nuevas avenidas al comercio, embelleció la vida social y doméstica, exhaltó a la clase media a posiciones de honor, hizo que abundara la filantropía, y más que todo esto, elevó, purificó y ennobleció la vida moral con su seriedad puritana; y entonces juzgad por vosotros mismos si es adecuado arrojar el calvinismo que Dios nos ha dado a los archivos de la historia, o si es un sueño concebir que el calvinismo todavía tiene una bendición que darnos y una brillante esperanza que revelar para el futuro.

El calvinismo no está muerto —todavía lleva en sí el germen de energía vital de los días de su gloria pasada. Si, así como el grano de trigo del sarcófago de los faraones, cuando es puesto en la tierra, lleva fruto a ciento por uno, así el calvinismo lleva en sí un poder maravilloso para el futuro de las naciones. Y si de nosotros los cristianos, en nuestra batalla santa, se esperan hechos heroicos, marchando bajo bandera de la Cruz, contra el espíritu de los tiempos, el calvinismo solamente nos armará con un principio inflexible, y por el poder de ese principio nos garantiza una segura, aunque nada fácil victoria” (Ibíd., pp. 45-45).

Antología de Juan Calvino

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