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El amor es una granada I

Siempre quise ser esa clase de mujer a la que James Taylor le dedicaría esta canción: «I feel fine, anytime she’s around me now». Sabes de qué canción hablo. Something in the Way She Moves. ¿No te gustaría que alguien quisiera cantártela?

Por desgracia, mi canción diría: «Blood on her skin, dripping with sin, do it again, living dead girl». Así es. Rob Zombie. Porque en la universidad era una muerta en vida.

Mi primer marido, un hombrecito guapísimo, me recordaba a James Taylor. Tenía exactamente las mismas manos, la misma voz y el mismo cuerpo esbelto. Exactamente el mismo don introvertido para la guitarra acústica, los mismos ojos de artista, el mismo ego escondido en su delgadez. Tendría que haber salido con Rob Zombie, pero eso no pasó. Estuve saliendo unos años con un James Taylor llamado Philip en Lubbock, donde había conseguido una beca de natación.

Botas militares Doctor Martens; mucho lápiz kohl en los ojos, como si fuera un mapache; medias rotas a muerte; falda a cuadros de niña católica y chupa motera negra de cuero. Sin laca, sin las uñas pintadas, sin bolso. Esa era yo. Estaba totalmente fuera de lugar en Lubbock.

En aquellos años él se limitaba a pintar y a tocar la guitarra y yo a escucharlo, a colocarme, a hacer el amor y, ah, sí, a ir a la universidad, de la que me acabaron echando. El único sobresaliente que tuve fue en Filosofía. Y eso fue porque el profesor iba siempre colocado a clase, así que nos limitábamos a escupir mierda filosófica, hasta que todos empezamos a ir a clase colocados. Ir a clase, dormir con Philip. Intentar no enamorarme de Amy, mi compañera de habitación. Y nadar, aunque cada mes y cada año que pasaban la nadadora que había en mí se iba ahogando un poco más en el alcohol y en océanos de sexo.

La primera vez que lo dejamos estaba nevando en Lubbock. Que nevara en Lubbock era un extraño sinsentido: es más plano que una mesa. No hay montañas, ni colinas ni bosques. Cuando nieva en Lubbock toca emborracharse y dar una vuelta con el coche. No pienses mal de mí. Recuerda lo que he dicho antes: en Lubbock hay ley seca. Y a una le puede entrar… sed. Y no hay mucho contra lo que «chocarse» en la oscuridad, y si lo hubiera se vería a kilómetro y medio.

Así que simplemente fuimos a dar una vuelta nocturna con el coche. Paramos al rato. Yo estaba borracha como una cuba y me subí a los hombros de la estatua de Buddy Holly, que está en un parque que parece un cementerio.

Por cierto, la estatua no es tan alta. Pero yo me sentía como si fuera la reina del mundo.

El plato fuerte de la noche era Philip. Le había cortado la punta de los dedos a sus guantes y estuvo tocando la guitarra sentado en la base de la estatua de Buddy Holly. De repente, se puso a tocar la apertura acústica de Wish You Were Here de oído. También tocó Sweet Baby James. Y luego, Suzanne. A los pies de Buddy Holly con una rubia borracha que se levantaba la camiseta a un grado bajo cero. «¡Que os folleeen! ¡Comédmelo! ¡Sííí!» No iba por nadie en concreto, aparte de Lubbock.

Llevaba como un año con Philip. Me enamoré de él cuando escuché su voz a mi espalda en el pasillo de la residencia justo después de pasar por delante de él. Nunca había escuchado a un blanco con la voz tan grave. Era una voz que se te enrollaba en la parte de arriba de la columna y en la mandíbula y te dejaba boquiabierta y con ganas de más. Y yo pensaba: «Mi padre está lejísimos mi padre está lejísimos mipadreestálejísimosmipadreestálejísimos».

Cuando me di la vuelta, allí estaba él. El pelo le llegaba hasta los hombros y tenía las pestañas gruesas como cerdas. Llevaba botas indias y una guitarra.

Y allí estaba esa noche, tocando Suzanne rodeado de nieve y cantando a pleno pulmón, y yo, encaramada a Buddy Holly con los ojos bizcos, mirando las estrellas y babeándole la cabeza de bronce a Buddy. Las chicas cabreadas también lloran.

Las razones por las que lo nuestro se fue a la mierda son dos.

Razón número uno: me pasé el año entero obligando al pobre de Philip, tan guapo, a colarnos de noche en casas ajenas para follar en el suelo. No sé por qué. Eso realmente le dejó marcado, doy fe. Le aterrorizaba, pero lo hacía, y yo iba corriendo a encender la luz y él casi infartaba y volvía a apagarla, con esa largura y ese culillo que gastaba. Yo cogía todo el alcohol que encontraba y él intentaba rellenar las botellas con agua, cambiar los tapones y devolverles su virginidad. Yo rebuscaba en los botiquines y él me perseguía en la oscuridad intentando rescatar pastillitas blancas.

Y cuando follábamos me subía encima de él y cabalgaba a lo bestia sobre su artística polla, y mientras pensaba en que ojalá yo fuera su guitarra y no una chica malparada, para que me rasgara con los dedos hasta morir, hasta dejarme limpia, hasta apaciguarme, hasta convertirme en una mujer a la que le escribiría una canción. Sin camisa, con las tetas blancas como lunas al aire, la cabeza hacia atrás y el pelo revuelto. Y se corría de forma tal que pensaba que me iba a partir la espalda —porque los larguiruchos la tienen enorme—; luego nos quedábamos jadeando y mirándonos en la oscuridad de la casa en la que nos habíamos colado, y entonces a él le entraba el miedo de nuevo, se levantaba de un salto, se subía la cremallera más rápido que la luz, y me dejaba en el suelo, como los restos pegajosos de las salas de cine. Y yo me reía como se ríen las chicas malparadas.

Dios. Pobre Philip. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo para pedirle perdón. Nunca estuvo hecho para una mujer como yo, llena de una ira más grande que Texas. Entonces aprendí que la pasividad extrema también es poderosa en cierto modo.

Razón número dos: era demasiado guapo. Mucho más guapo que yo y mucho más guapo que una mujer guapa. ¿Alguna vez has conocido a un hombre así? Con una voz demasiado bonita y unas manos bonitas y una polla bonita. Pero toda esa belleza se descomponía en su interior porque él pensaba que era un mierda. Y pensar que era un mierda acabó transformándolo en alguien totalmente opuesto a mí, el hombre más pasivo del mundo, sobre todo cuando estaba rodeado de mucha energía o de conflictos. Y básicamente eso era yo, en persona.

Y cuando mi ira aparecía, él… pues se quedaba dormido.

Es la única persona que conozco que se quedaba dormida en medio de una discusión, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos cerrándosele justo cuando te acercabas al momento de la victoria. No conozco a nadie a quien le pase eso aparte de él. Me ponía de los nervios. Toda mi poderosa energía sin ningún lugar por el que salir. Estuve a punto de implosionar o de desaparecer por combustión espontánea muchísimas veces.

Philip se crio en una familia cristiana baptista del sur muy numerosa en la que todos cantaban, y tenían por costumbre entonar a coro himnos cristianos en el porche de su casa haciendo armonías con las voces. Su padre era la voz principal y su hermano mayor la segunda, y las otras tres personas aparte de Philip eran sus hermanas, por lo que la tercera voz recaía sobre sus escuchimizados hombros. Así que, a ver, ¿cuántas putas veces puedes llegar a cantar I’ll Fly Away o la temida Amazing Grace? No me extraña que estuviera tan cansado.

Y aquí viene la razón de por qué son relevantes los micromovimientos del historial sexual de las mujeres. El hermano mayor de Philip ya había pasado por el rechazo a Dios, se había ido de casa, se había convertido en un músico que fumaba marihuana, había tenido una familia, había vuelto al redil y había dejado atrás su pasado amoroso. Pero Philip justo acababa de colisionar con el rechazo a Dios, se había ido de casa, se había convertido en un artista que fumaba marihuana y cargaba con un sentimiento de culpa más grande que Texas. Él era la oveja negra, incapaz de entonar himnos en el porche con los demás.

Por mi parte, yo cargaba en secreto con el remordimiento.

Cuando Philip prefería que le hiciera una paja en vez de follar y yo era incapaz, incapaz, incapaz, y cuando yo quería hacerle una mamada y él no me dejaba, no me dejaba, no me dejaba, veíamos nuestras heridas en el cuerpo del otro. Nuestra sexualidad se basaba en la culpa personificada en un hombre guapo y bueno y en el remordimiento personificado en una niña cabreada.

La noche que finalmente me dejó ponerle la boca encima estaba sonando Comfortably Numb, «la comodidad del letargo», que él mismo había estado tocando antes de acabar colocadísimos. Tener su polla dentro de mi boca hizo que me sintiera exculpada. No sé por qué. Pero una vez lo hube convertido, empezó a ir conmigo a cualquier sitio cuando se lo pedía.

Allí estábamos esa noche, rompiendo rodeados de nieve. Un plano fijo de la ira ebria con la cabeza gacha hacia la amable belleza. Bueno, pues se me fue un poco la olla, algo que me pasaba a menudo entonces, y empecé a discutir con él. No sé por qué. Recuerdo estar mirándole la coronilla y pensar: «Míralo, es un ángel», y, acto seguido, querer escupirle en la cabeza. Ya he dicho que no sé por qué. ¿Por qué comía papel de pequeña cuando tenía miedo? Tenía las bragas mojadísimas y la cabeza me daba vueltas, y tenía frío y calor a la vez, y aquello era precioso, todo nevado y llano y tranquilo y la música.

Así que fui a muerte. Es decir, se lo arrebaté al aire frío y oscuro con la misma facilidad con la que él tocaba de oído y lo envolví en ira injustificada y aliento a vodka y lo proyecté sobre su desprevenida coronilla; estuvo a punto de partirse el cuello. Como las veinteañeras que airean sus sentimientos con toda persona nueva que conocen. Chicas con heridas abiertas. Chicas a puñetazo limpio.

Y discutimos, yo por lo menos. Philip me eludía y refunfuñaba. Fuimos así hasta la ranchera, una tartana amarillo vómito de la marca Pinto con paneles que parecían de madera, y seguí discutiendo dentro del coche, y a él le tocó conducir con la ventanilla abierta porque estábamos mal de pasta y no podíamos arreglar el limpiaparabrisas, y estaba nevando. Iba sacando y metiendo la cabeza por la ventanilla para ver la carretera a la vez que se defendía, pero eso no me detuvo, ¿por qué iba a hacerlo? Más bien me crecí; me puse a gritar más fuerte y me puse más cachonda y me salió la rubia tonta que llevo dentro, el caos. Mi voz y mis manos, cada centímetro de mi piel, rezumaban la ira y el asedio de la voz de mi padre.

Philip es sinónimo de alguien a quien le encantan los caballos. O de hermandad. Gritar no formaba parte de él.

Y ahí fue cuando pasó.

Durante el crescendo de la ópera de mi ira. En el puto Pinto. A punto de correrme.

Se quedó dormido.

El coche empezó a ir más despacio y se ladeó ligeramente hacia el arcén, hasta que se quedó parado, y su cabeza cayó suavemente sobre el volante.

Recuerdo que me quedé un momento mirándolo fijamente, atónita por lo que acababa de pasar, observando con atención lo bonitas que eran su cara, su boca y sus cautivadoras manos de largos dedos…, consciente de que jamás podría seguir con un chico así porque la velocidad de corte de mi ira y mi confusión acabarían comiéndoselo vivo…, y sintiéndome tan triste como una chica que sabe que nunca tendrá a un chico así…, llorando… La luz verdiamarilla de las filas de farolas parpadeaba sobre nosotros… Entonces volví en mí y me puse a gritar a pleno pulmón: «¡Despierta, gilipollas! ¡Te has quedado dormido, joder! ¡Casi nos matamos por tu puta culpa!».

Después salí del Pinto, pegué un portazo y eché a correr con mis botas militares por un callejón nevado que había detrás de la casa nevada de algún desconocido. Corrí a trompicones sin parar por la nieve, entre el llanto y la risa, con las mejillas llenas de chorretones de lápiz de ojos e intentando meter la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta de cuero negra para sacar la petaca de vodka, sin volver la vista hacia la tartana con paneles de madera de mentira en la que estaba él, durmiendo, ¿o cantando?

Qué gran frase, ¿verdad?

Qué gran final.

Pero la vida no es una canción de James Taylor y las chicas como yo no huyen por la nieve y desaparecen.

No lo dejé con él esa noche.

Cuando lo dejamos definitivamente…, bueno, digamos que no tuvo nada que ver con ninguna canción de James Taylor. Y lo que hicimos estando inmersos en la ira, el amor y el sueño, lo que vivió y murió entre nosotros, aún sigue atormentándome.

Aquel dramático desenlace no era más que el principio.

Al final conseguí que se casara conmigo.

La cronología del agua

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