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La cronología del agua

El día que mi hija nació muerta, después de sostener ese futuro tierno e inerte de labios rosados en mis brazos temblorosos, mientras le cubría la cara de lágrimas y besos; después de que le dieran mi niña sin vida a mi hermana, que la besó, seguida de mi primer marido, que también la besó, y luego a mi madre, que fue incapaz de abrazarla, y de sacarla de la habitación del hospital, una cosita envuelta y sin vida; después de todo eso, la enfermera me dio tranquilizantes, una pastilla de jabón y una esponja. Me llevó a una ducha especial con un asiento. El agua pulverizada cayó sobre mí ligeramente, cálida. Me dijo: «Sienta bien el agua, ¿verdad? Sigues sangrando bastante. No pasa nada». Abierta desde la vagina hasta el recto y cosida. El agua me resbalaba por el cuerpo.

Me senté en el taburete y eché la cortinita de plástico. La escuchaba tararear. Yo sangraba, lloraba, meaba y vomitaba. Me transformé en agua.

Al final volvió para, en sus palabras, evitar que me ahogara. Era una broma. Me hizo sonreír.

Es difícil mantener a raya las pequeñas tragedias. Se hinchan y se sumergen en los grandes sumideros del cerebro. Es difícil saber qué pensar de la vida cuando estás con el agua hasta el cuello. Quieres salir, explicar que ha debido de haber un error. Tú, que se supone que eres nadadora. Y luego ves las olas, sin un patrón definido, envolviendo a todos, arrojándolos, muchas cabezas flotando, y lo único que puedes hacer es reírte entre sollozos de esos estúpidos que parecen corchos de pesca. La risa te desprende del delirio del dolor.

Cuando supimos que la vida que llevaba dentro estaba muerta, me dijeron que lo mejor era seguir adelante con el parto vaginal. Así mi cuerpo seguiría estando fuerte y sano para el futuro. Mi útero. Mi matriz. Mi canal vaginal. Como la pena me había dejado sin habla, accedí a lo que me dijeron.

El parto duró treinta y ocho horas. Cuando tienes un bebé en tu interior que no se mueve, el proceso habitual se estanca. Nada era capaz de mover a la hija que tenía dentro. Ni siquiera horas y horas de oxitocina. Ni mi primer marido, que se quedó dormido durante su turno. Ni mi hermana, que entró y casi lo sacó de los pelos.

Y entre medias me sentaba en el borde de la cama y ella me cogía por los hombros, y cuando llegaba el dolor me apretaba contra su cuerpo y decía: «Venga, respira». Percibí una fuerza en ella que nunca he vuelto a ver. Percibí ese arrebato de fuerza propio de una madre emerger de mi hermana.

Un dolor así durante mucho tiempo es agotador para cualquier cuerpo. Ni siquiera veinticinco años de natación fueron de ayuda.

Cuando finalmente llegó, me colocaron a la pequeña niña-pez muerta sobre el pecho como si fuera un bebé con vida.

La besé, la abracé y le hablé como si estuviera viva.

Tenía las pestañas muy largas.

Todavía tenía las mejillas rojas. No entendía cómo era posible. Pensaba que estarían azules.

Sus labios eran como un capullo de rosa.

Cuando finalmente me la quitaron, el último pensamiento incontestable que tuve, una irreflexión que duraría meses, fue: «Si esto es la muerte, elijo estar muerta en vida».

Cuando me llevaron de vuelta a casa, aquel lugar en el que entré me pareció extraño. Podía verlos y oírlos, pero si alguien me tocaba retrocedía y no hablaba. Me pasé los días sola en la cama sumida en un grito que se convirtió en un largo lamento. Creo que mi mirada me delataba, porque cuando la gente me miraba decía: «¿Lidia?, ¿Lidia?».

Un día, mientras cuidaban de mí —creo que alguien me estaba dando de comer—, miré por la ventana de la cocina y vi a una mujer robando el correo de los buzones de nuestra calle. Era sigilosa, como una criatura de los bosques. Su manera de otear a su alrededor, mirando de un lado a otro de forma acelerada, y el modo de moverse de un buzón a otro, descartando algunas cosas pero otras no, me hizo reír. Cuando llegó a mi buzón, vi que se guardó en el bolsillo parte de mi correo. Me reí a carcajadas. Se me salieron los huevos revueltos de la boca, pero nadie sabía por qué. Parecían preocupados, como si no supieran muy bien qué estaba pasando. Parecían caricaturas de sí mismos. Pero yo no dije nada.

Nunca sentí que estuviera loca, solo ida. Cuando cogí toda la ropa de bebé que me habían dado para la recién nacida y la coloqué en hileras sobre la alfombra azul oscuro alternando las prendas con piedras, a mí me pareció de lo más normal. Pero, una vez más, quienes me rodeaban se preocuparon por mí. Mi hermana. Philip (mi marido). Mis padres, que habían venido a pasar una semana. Extraños.

Cuando me senté tranquilamente en el suelo del súper e hice pis, sentí que había hecho lo que me pedía el cuerpo. No recuerdo bien cómo reaccionaron los cajeros. Solo me acuerdo de sus delantales de pana azul con el logo de Albertson’s. Una de las mujeres llevaba un moño colmena y los labios de un rojo lata de Coca-Cola vieja. Recuerdo haber pensado que me había colado en otra época.

Después, cuando iba a algún sitio con mi hermana —con quien vivía en Eugene—, de compras, a nadar o a la Universidad de Oregón, la gente me preguntaba por el bebé. Mentía sin pensármelo y decía: «¡Ay, es el bebé más guapo del mundo! ¡Tiene las pestañas larguísimas!». Incluso dos años después, cuando una conocida me paró en la biblioteca para preguntarme por mi nueva hija, le dije: «Es maravillosa, es mi luz. ¡Ya hace dibujos en la guardería!».

Nunca me planteé dejar de mentir. No era consciente de que lo hacía. Simplemente seguía con la historia, aferrándome a ella de por vida.

Pensé en empezar este libro con mi infancia, el comienzo de mi vida. Pero no es así como lo recuerdo. Los recuerdos me vienen en forma de destellos. Desordenados. La vida se sucede sin ningún tipo de orden. Los acontecimientos no tienen la relación causa-efecto que nos gustaría. Todo es un conjunto de fragmentos, repeticiones y patrones. Esto es lo que tienen en común el lenguaje y el agua.

Todos los acontecimientos de mi vida se entremezclan. Sin cronología, como en los sueños. Por eso, si tengo un recuerdo de una relación, o de una bicicleta, o de mi amor por la literatura y el arte, o de cuando mis labios entraron en contacto con el alcohol por primera vez, o de lo mucho que adoraba a mi hermana, o del día que mi padre me tocó, no hay una línea temporal. El lenguaje es una metáfora de la experiencia. Es arbitrario, como la aglomeración caótica de imágenes que llamamos memoria, pero podemos ordenarlo para narrativizar el miedo.

Después de dar a luz a un bebé sin vida, las palabras «nacida muerta» vivieron en mi interior durante muchos meses. Las personas que me rodeaban simplemente veían una tristeza insoportable. La gente no sabe cómo comportarse cuando el dolor entra en casa. La pena iba conmigo a todas partes, como una hija. A nadie se le daba bien estar con nosotras. Me decían estupideces sin darse cuenta, como «seguro que pronto vendrá otro»; o miraban ligeramente por encima de mi cabeza cuando hablaban conmigo. Cualquier cosa con tal de evitar la tristeza que rezumaba mi piel.

Una mañana, mi hermana me escuchó llorar en la ducha. Tiró de la cortina, me vio sujetándome mi barriga vacía y desolada, y se metió conmigo para abrazarme, totalmente vestida. Creo que estuvimos así como veinte minutos.

Puede que sea lo más tierno que han hecho por mí en toda mi vida.

Nací por cesárea. Mi madre tenía una pierna quince centímetros más corta que la otra, por lo que sus caderas eran asimétricas. Mucho. Los médicos le dijeron que no podría tener hijos. No sé si admirar su voluntad implacable de tenernos a mi hermana y a mí o si preguntarme qué clase de mujer correría el riesgo de matar a sus propios bebés antes de nacer aplastándoles la cabeza con su pelvis asimétrica. Mi madre nunca pensó que estuviera «lisiada». Nos trajo a mi hermana y a mí al mundo de mi padre.

Cuando los doctores más tradicionales le transmitieron a mi madre sus preocupaciones médicas, recurrió a otro tipo de especialistas. El doctor David Cheek, un obstetra/ginecólogo que practicaba medicina alternativa, era conocido por utilizar la hipnosis a través de los dedos de los pacientes para decirles las causas subyacentes de su enfermedad emocional o física. El proceso se denomina «ideomotor»: el médico o el paciente asigna a ciertos dedos las expresiones «Sí», «No» y «No quiero responder» y, cuando el médico pregunta al paciente hipnotizado, este contesta levantando el dedo correspondiente, incluso si el paciente piensa lo contrario cuando está consciente o cuando no tiene percepción consciente de la respuesta.

Con mi madre usó esta técnica para ayudarla con la cesárea. El doctor Cheek le preguntaba cosas durante el parto: «Dorothy, ¿te duele?». Y ella respondía con el dedo. Él preguntaba: «¿Aquí?», mientras estimulaba una zona, y ella respondía. Le hacía otra pregunta: «Dorothy, ¿puedes relajar el cuello del útero treinta segundos?», y ella lo hacía. «Dorothy, tienes que disminuir el sangrado… aquí», y ella lo hacía.

Mi madre fue un caso de estudio relevante.

El doctor Cheek pensaba que algunas emociones dejaban huella en las personas, incluso estando en el útero. Afirmaba que había enseñado a cientos de mujeres a comunicarse telepáticamente con sus futuros hijos.

Cuando mi madre contaba la historia de mi nacimiento, su voz adquiría un aura especial, como si hubiera tenido lugar algo parecido a la magia. Creo que eso era lo que pensaba. Cuando lo contaba mi padre la historia desprendía la misma veneración, como si hubiera sido un nacimiento de otro mundo.

La mañana que me puse de parto el sol aún no había salido. Me desperté porque no sentía nada moviéndose en mi interior. Palpé por todas partes aquel mundo que tenía por barriga y nada de nada de nada, solo una redondez tirante. Fui al baño, hice pis y me subió una descarga eléctrica hasta el cuello. Cuando me limpié, vi que había sangre brillante. Desperté a mi hermana. Vi la preocupación en sus ojos. Llamé a la médica, que me dijo que probablemente no pasara nada y que fuera a la clínica por la mañana, cuando abriera. Sentía una carga inmóvil dentro del vientre.

Recuerdo inmensas oleadas de llanto. Recuerdo que se me cerró la garganta. No podía hablar. Tenía las manos entumecidas. Las cosas del bebé.

Cuando llegó la mañana, incluso el sol parecía fuera de lugar.

El nacimiento era lo último dentro de mi cuerpo.

La cronología del agua

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