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El otro Lubbock

Uno de los nadadores de los Red Raiders era camello. Creo que nunca vi a Monty sin estar fumado. Tenía la piel cenicienta y estirada, como suelen tener los músculos los deportistas. Siempre tenía ojeras. Tenía agujeritos en la cara. No vivía en la residencia, sino en una casa que compartía con dos chavales que no eran nadadores. Tenían un sótano en cuya puerta había una hoja de marihuana con una cara sonriente en medio. El paso estaba restringido, para entrar tenías que llamar a la puerta de una forma concreta.

Dos.

Tres.

Uno.

La primera vez que fui al sótano de Monty iba con Amy. Entramos en cuanto abrió; aquella noche éramos las únicas chicas. Íbamos buscando algo de riesgo. Me sentí rara por un segundo. Pero, curiosamente, enseguida dejé de sentirme así. Aparte de nosotras creo que había cuatro chavales. Uno estaba también en el equipo de natación. Cuando lo vi no discerní si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero él sonrió, asintió y saludó con la mano.

La habitación estaba oscura, y no solo por las paredes pintadas de negro y llenas de cosas fosforescentes y de neón que brillaban en la oscuridad. La alfombra de pelo era de color rojo oscuro. Había un sofá viejo color mierda, tres lámparas de lava y tres pósteres: el Che, Jimi y Malcolm. En una esquina había un acuario con un buen puñado de tetras y un pez ángel que desprendía un brillo verdiazulado. Había una nevera pequeña, varias pipas de cristal y una mesa de centro enorme llena de cosas que es mejor no nombrar. Sonaba One Love.

Monty se acercó con unas pastillas en la mano y dijo: «Elegid una y luego os digo qué efectos tiene». Cogí una cápsula roja y amarilla.

Amy pasó meneando la cabeza y dijo: «Qué va, capitán fantástico». Acto seguido, buscó una pipa.

Monty me miró y se rio con la típica risa de colgado:

—¡Ja, ja, ja! ¿Y si te tomas dos?

—¿Qué se supone que hace?

—¿No quieres saber qué es?

—Solo quiero saber qué hace —dije, haciéndome la dura.

A aquellas alturas de mi carrera deportiva universitaria me importaba una mierda ser una ciudadana ejemplar. En las competiciones ni siquiera salía en el marcador. Nunca había nadie en la piscina para verme llegar a meta. Tuve suerte de no ahogarme. Me había convertido en una chica con la boca paralizada en un eterno «sí». Lo único que quería era experimentar, sobre todo si eso implicaba dejar la puta mente en blanco. A dejar de pensar en quién coño era. A dejar de preguntarme qué me estaba pasando. A dejar de mendigar amor, de quien fuera. Estaba abierta a tomar lo que fuera.

—Pues esta monada te deja totalmente grogui, como si estuvieras soñando.

Abrí la boca y me la tomé al momento.


Tenía razón: me dio sueño, pero no era como si estuviera soñando, así que le pedí otra. Aparecieron otras dos chicas. No tenían pinta de nadadoras. Demasiado delgadas, pelo largo y grasiento, esmalte de uñas con purpurina, tops palabra de honor, Levis, chanclas y risa tonta. Se tomaron un tripi y se pusieron a bailar.

Esa noche Amy intentó convencerme de que volviera a casa, pero Monty me persuadió para que no lo hiciera. No paraba de decir: «Yo la acompaño luego, de verdad».

La vuelta a casa fue una de las noches más divertidas de toda mi vida. Curiosamente, me acuerdo. Eran las tres o las cuatro de la mañana. Noche cerrada, cálida. Hicimos una parada técnica en el estanque reflectante del campus y me tumbé dentro con la ropa puesta, riéndome sin parar.

—Mira, ¡soy Ofelia!

—¿Entonces yo soy Hamlet? —preguntó Monty.

—¡¡¡Joder, sííí!!! —grité.

Me puse a hacer la croqueta en el agua, que cubría poco más de veinticinco centímetros; tenía focos acuáticos. Aparecieron los de seguridad y escribieron algo en unos papeles, dándoselas de polis; nos dieron las notas y nos dijeron que nos fuéramos a casa. Cuando se marcharon, nos las comimos. Luego fuimos a trompicones hasta un árbol y nos dejamos caer en el suelo. Estábamos fatal. Yo llevaba las bragas caídas, pero estaba demasiado ida para colocármelas, aunque Monty no parecía haberse dado cuenta. Luego estuvimos jugando a correr lo más rápido posible hacia los arbustos para sumergirnos en ellos. Al día siguiente, en el entrenamiento de natación, vi que estaba llena de rasguños y arañazos, y sentí que me flotaba la cabeza.

Otra.

Quería repetir.

Quería tomar una de cada color para ver qué sentía. No. Quería tomar una de cada color hasta dejar de sentir. Pero ni siquiera eso fue suficiente para una chica cuyo interior ardía en llamas.

Una noche, nada más entrar, ya me aguardaban unas rayas sobre un espejo. «Mira», dije riéndome, «¡soy Dorothy en El mago de Oz! ¡Amapolas!» Inhalaba polvo blanco y exhalaba entendimiento y sentimientos.


Lo que descubrí sobre Lubbock gracias a la gente que frecuentaba ese sótano era otro tipo de enseñanza. Habían secuestrado y asesinado al padre de no sé quién. La policía lo encontró en los corrales, debajo de pezuñas y mierda de vaca. Al hermano de uno le había dado una sobredosis mientras mataba a su novia con un trozo de espejo. La madre de otro había matado a su hermano y a su hermana, de siete y doce años, porque se lo había ordenado Jesús; le había susurrado al oído que eran malos. El tío de cierta mujer era un pedófilo, pero nadie de la familia estaba dispuesto a mandarlo al trullo, así que le dejaron vivir en el ático. El hermano de otra mujer vendía coca en la frontera. Habían encontrado al mejor amigo de uno, un mexicano, con las manos y la polla cercenadas junto a las vías del tren, y las habían dejado en una bolsa de basura. El hermanastro de Monty estaba en el hospital psiquiátrico por haber violado repetidamente a una niña retrasada de su barrio.

Solo puedo decir esto de una forma, sin rodeos. Esos dramas, esas historias terroríficas, sangrientas e inmorales… hacían que me sintiera mejor. Como la tele. Me sentía menos hija malparada. Menos estudiante fracasada. Menos puta. Menos deportista malograda. Y lo que había en el sótano ayudaba a que mis sentimientos salieran totalmente de mi cuerpo, así que no me hacía falta saber ni quién era, ni por qué ni nada.

Dos.

Tres.

Uno.

En el segundo año, cuando iba al sótano casi siempre estaba sola. Me daba igual que hubiera alguien más. Me daba igual cómo estuviera la habitación. Los pósteres de las paredes. Lo que hubiera por todo el sofá color mierda. Lo que me interesaba era lo que había en la mesa. Una cuchara, una bandeja con algodón, un mechero y una jeringuilla. Levantaba la cuchara y me la llevaba a la boca. Monty decía: «Ja, ja, ja, ¿dónde quieres?».


«Aquí», decía yo mientras me daba en el brazo con la palma de la mano para que se viera la vena.

La cronología del agua

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