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El odontólogo Barreda y sus demonios

“Es un detenido más, aunque con un perfil bajo, tiene conducta muy buena y no ocasiona problemas. Está integrado a las actividades que se realizan en el penal, se la pasa estudiando Derecho en su celda. El detenido se levanta como todos los presos a las 6.30, estudia en su celda, come con los restantes internos y mira televisión”.

Por más que las autoridades de la Unidad Penal Nº 9 de La Plata se esforzaban en tratarlo como a uno más, sabían que el odontólogo Ricardo Barreda no era un detenido cualquiera. Fue uno de los presos más famosos de la Argentina, el hombre que llevó a los hechos una de las fantasías más oscuras de tantísimos maridos: ser libres a cualquier precio.

El 15 de noviembre de 1992 los vecinos de la ciudad de La Plata se conmovieron con la noticia: cuatro mujeres de una misma familia habían sido asesinadas a escopetazos en su casa de la calle 48. Gladys Mc Donald, de 57 años; sus hijas Cecilia, de 26 años, y Adriana, de 24, y su suegra, Elena Arreche, de 86. Ese domingo Ricardo Barreda bajó las escaleras de su casa y buscó a su mujer Gladys. La encontró en la cocina preparando el desayuno.

–Gladys, voy a pasar la caña en la entrada, el plumero en el techo porque está lleno de insectos atrapados que causan una muy mala impresión, sino voy a cortar y atar un poco las puntas de la parra que ya andan jorobando. Voy a sacar primero las telas de araña de la entrada, que es lo que más se ve –le anunció el dentista. Gladys Mc Donald lo miró y con una media sonrisa contestó, sin saber que su respuesta desataría los demonios de su marido:

–Anda a limpiar, que los trabajos de conchita son los que mejor te quedan, es para lo que más servís.

El odio le empezó a salir por los ojos al odontólogo que por primera vez se reveló y ahí nomás gritó:

–El “conchita” no va a limpiar nada, el “conchita” va a atar la parra.

El odontólogo dio la media vuelta y fue a un armario a buscar un casco que había comprado para trabajar en el jardín. En el armario el casco no estaba solo. También había una escopeta Víctor Sarrasqueta calibre 16,5. Algún tipo de orden interna hizo que Barreda deje olvidado el casco y diera cuenta de la escopeta. Entonces la cargó con los cartuchos que estaban guardados en una caja de cartón.

Con ese aire cansino que lo caracterizaba, el odontólogo volvió a la cocina. Su hija menor Adriana desayunaba junto a su madre Gladys.

Sin mediar palabra disparó varias veces contra su mujer

–¡Mami, este está loco! –gritó horrorizada Adriana. Nunca imaginó que su turno estaba cerca. Ella iba a ser su próxima víctima.

Barreda se quedo atónito mirando la escena que él mismo había provocado: los dos cuerpos desangrándose. Un grito estremecedor lo sacó del letargo. Su suegra Elena Arreche había bajado hasta la cocina alertada por los gritos y los disparos. Barreda giró y la mató de un balazo certero.

De manera inesperada Cecilia, la otra hija de Barreda, se abalanzó sobre el cadáver de su abuela.

–¡Qué hiciste hijo de puta! –Fueron sus últimas palabras.

La cacería había terminado.

Ricardo Barreda, el odontólogo y el padre de familia, se puso a limpiar la sangre de la escena del crimen. Levantó los cartuchos, los acomodó en una caja y los escondió en el baúl de su propio auto. Y se dispuso a pasar su domingo en “libertad”. Aunque sería su último domingo libre.

Fue al cementerio donde estaban enterrados sus padres. Y terminó la tarde en un hotel alojamiento con una “amiga” y vecina.

Cuando volvió a su casa ya era de noche. Los cuatro cadáveres seguían en los mismos lugares donde habían encontrado la muerte.

Llamó a la Policía y trató de convencer a las autoridades de que sus mujeres habían sido víctimas de un robo. El ardid duró poco. Terminó confesando haber sido el autor de la masacre porque en su casa “lo maltrataban”.

En 1995 fue condenado a reclusión perpetua en un fallo que resultó dividido ya que los magistrados Eduardo Hotel y Luis Soria (h) lo declararon “imputable”, mientras que la jueza María Clelia Rosentock lo encontró “inimputable” en sus actos.

“Si las circunstancias se volvieran a dar, yo actuaría de la misma manera. No podría haber evitado lo sucedido, estaba bajo un cuadro de degradación y humillación”, dijo Barreda en ese momento, aunque luego se arrepintió en declaraciones periodísticas.

Barreda dixit

En la cárcel, Barreda conoció por carta a quien terminó siendo su nueva mujer: Berta “Pochi” André. En 2008 le concedieron la prisión domiciliaria, que fue a cumplir a la casa de ella, en el barrio de Belgrano. A los pocos años, lo descubrieron violando el beneficio cuando salió a la calle, sin autorización judicial, con el pretexto de que tenía que tomarse la presión en una farmacia. Por unos días le quitaron el beneficio y volvió a la cárcel de Gorina, cerca de La Plata, donde había pasado largo rato de su condena. En marzo de 2011, le dieron la libertad condicional. Lo primero que hizo al salir fue pedirle a su defensor que le consiguiera entradas para ver al club de sus amores, Estudiantes de La Plata. El festejo fue en una parrilla de San Telmo. Enfrente, en otro restaurante, cenaba Bono, el cantante de U2. Los fotógrafos y camarógrafos dividían sus flashes y planos para registrar la imagen surrealista. De un lado, saboreaba un “cacho” de carne argentina uno de los músicos más famosos del mundo; del otro, brindaba con un vinito el homicida múltiple más controvertido de la historia criminal nacional. Para alquilar balcones…

Cuando estaba preso, Barreda fue visitado por el conocido abogado Roberto Damboriana (entre otros casos resonantes, representó a la familia de Carolina Aló, la chica asesinada de 113 puñaladas por su novio Fabián Tablado y también fue representante legal de Diego Armando Maradona).

El doctor Damboriana todavía recuerda las quince horas de charla con el odontólogo Ricardo Barreda. Lo describe como un hombre, inteligente, agradable, pero un tanto calculador.

Cuando el abogado llegó, después de los saludos y presentaciones de rigor, se encontró con el primer pedido desopilante de Barreda.

–Doctor, tengo entendido que usted da clases de Derecho en la Universidad, me gustaría hacerle algunas consultas porque yo acá en la cárcel estudio para ser abogado y tengo algunas dudas con la materia “Contratos”.

Ahí mismo Barreda se despachó con sus preguntas y al doctor Damboriana no le quedó otro remedio que satisfacer las dudas del “nuevo alumno”.

Concluida esa clase improvisada de Derecho, Barreda y el abogado empezaron a hablar del caso y de las posibilidades escasas que tenía el odontólogo de conseguir la libertad.

Después de horas de charla Damboriana hizo una pregunta lógica:

–Barreda, si usted no era feliz y lo maltrataban, ¿por qué no se divorció? ¿Por qué no se fue de su casa?

–Y… sabe que pasa. Yo ahí tenía mis cosas, mi consultorio –respondió Barreda casi infantil.

–No lo entiendo, ¿eso qué tiene que ver? –insistió el abogado.

–Sabe lo que pasa, yo fui una víctima de mi propia comodidad –se autodefinió el odontólogo.

La casa del crimen

No hay ciudadano platense que no sepa dónde queda la casa en la que el odontólogo Ricardo Barreda acribilló a toda su familia. Calle 48 en pleno centro de la ciudad de las diagonales.

La casa del crimen es antigua y se parece más a un petit hotel que a una casa de familia. Durante muchos años, estuvo cerrada y en trámite de sucesión. Lo que siempre llamó la atención fue la cantidad de pintadas y grafittis que había en el frente.

“Ricky Ídolo”, “Aguante Barreda”, le escribieron entre otras leyendas. Nunca quedó en claro quién fue el precursor de las pintadas a favor del dentista. Algunos dicen que un periodista dio el puntapié inicial, y que luego se sumaron los fanáticos del “viejo”, orgullosos y decididos porque Barreda había hecho realidad el sueño de matar a la suegra. En 2012, mientras se peleaban por la sucesión, la casa de la masacre fue expropiada, y la convirtieron en un centro de prevención y ayuda a víctimas de violencia de género. La última imagen del espanto fue su auto abandonado, y la escopeta decomisada en la Justicia.

Localidades agotadas

Si hay un ranking de celebridades en la historia delictiva de la Argentina, el odontólogo Ricardo Barreda ocupa un lugar de privilegio. No solo aparecieron en su casa pintadas en su apoyo. En agosto de 1995, cuando era juzgado por el cuádruple crimen en un tribunal oral, la sala estuvo colmada todos los días del debate. Iban desde estudiantes de Derecho, Psicología y Periodismo, hasta profesionales y vecinos. Como muestra de su popularidad, el día dedicado a los alegatos, cuarenta minutos antes del inicio ya había una cola de una cuadra debajo de la lluvia. Y encima, más de cien personas se quedaron afuera y sin el show. Los que tuvieron “la suerte” de entrar se aferraron tanto a las codiciadas sillas que ni siquiera se levantaron para ir al baño. Pero el apoyo popular no tuvo incidencia en el fallo y al odontólogo lo condenaron a perpetua.

La cumbia del odontólogo

Aunque parezca mentira, a Barreda se le festejaron sus asesinatos como quien festeja un buen chiste. Cuatro buenos chistes en este caso.

Tal ha sido la repercusión del caso Barreda que hasta tiene su propia canción: “La cumbia del odontólogo”. “Sometidos por Morgan” es el sugestivo nombre de la banda que la interpreta.

Te decían mariquita, te decían;

Te decían que no eras hombre

Te decían “basura”, te decían

No te llamaban por tu nombre.

Pero pusiste tu sello

Y las pasaste a degüello

Agarraste la escopeta

Y las hiciste boleta

No te arrepentís de nada

Sos el héroe de la jornada.

Odontólogo, La Plata

Te debe una vida grata

Un mal día te casaste,

Y por eso la embarraste

Pero con grueso calibre

Te volviste un hombre libre.

Aunque ahora estés en cana

¡Qué lindo es a la mañana

Cuando el sol te ilumina y no

Ves ninguna mina!

Quiero que triunfe la verdad

El dentista en libertad,

Pero qué digo dentista

¡Vos más bien sos un artista!

No somos ángeles

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