Читать книгу La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding - Страница 5

Capítulo 1

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–DEJA eso, Di.

Diana Metcalfe se apartó de la puerta trasera del minibús que estaba limpiando y, metiéndose en el bolsillo del mono de trabajo el envoltorio de una chocolatina, se volvió para mirar a su jefa, que parecía sumamente irritada.

–¿Qué pasa, Sadie?

–Jack Lumley se ha ido a casa, estaba enfermo. Es el tercero hoy.

–¿Otra vez los pasteles de carne del café?

–Eso parece, aunque es problema del Inspector de Salud Pública. El mío es que tengo tres conductores vomitando sin parar y un VIP que va a llegar al aeropuerto de la City de Londres en menos de una hora –a pesar de sus preocupaciones, Sadie sonrió–. Por favor, dime que no tienes una cita esta noche.

–No la tengo. ¿Quieres que trabaje esta tarde?

–Sí, si puedes.

–No veo por qué no. Llamaré a mi padre para decirle que dé la merienda a Freddy.

–¿Cómo está ese niño tan precioso que tienes?

–Creciendo sin parar.

–Daisy no hace más que preguntarme que cuándo va a volver a casa para jugar con él. Yo llamaré a tu padre y lo arreglaré, tú no tienes tiempo si vas a ir a recoger a ese cliente.

Diana parpadeó.

–Perdona, ¿estás diciendo que soy yo quien va a ir a recoger a ese VIP?

–Sí.

–¡No es posible! No puedes…

Sadie frunció el ceño.

–Has pasado la prueba para conducir ese coche, ¿no?

–Bueno, sí…

En teoría, cualquiera del equipo Capitol podía conducir cualquier coche. En teoría. Pero aquel era el coche más nuevo, más lujoso y más caro del garaje; el orgullo de Jack Lumley, el conductor número uno de la empresa. Diana había esperado que le dieran algún trabajo extra, pero jamás habría supuesto que querían ponerla al volante de aquel vehículo.

Ni confiarle a uno de sus mejores clientes.

–Menos mal –dijo Sadie.

¡Al parecer, eso era lo que iba a tener que hacer!

Diana se tapó la boca con una mano, pero no con la suficiente rapidez como para acallar la palabra que escapó de sus labios.

Sadie suspiró.

–Por favor, Diana, no utilices ese tipo de lenguaje cuando conduzcas los autobuses de los colegios.

–¿Dónde crees que he aprendido una palabra así?

–¿Tan terribles son los niños de hoy en día?

–No, los niños son buenos –respondió Diana rápidamente–. Lo que pasa es que están en la edad de querer impresionar a los adultos. Lo mejor que se puede hacer es ignorarles, no darle importancia.

–Lo mejor que se puede hacer, Di, es no decir lo mismo que ellos.

–Yo no… –al darse cuenta de que eso era lo que había hecho, se dio por vencida–. Está bien.

Sadie adoptó una expresión pensativa.

–Estoy pensando en poner a Jack en ese trabajo durante una semana o dos cuando se recupere. Eso enseñará a los niños a tener cuidado con lo que dicen. Y también hará que Jack se lo piense dos veces antes de comerse un pastel de carne en ese café.

¿El conductor más antiguo de Capitol Cars castigado conducir un minibús cargado de niños para llevarlos al colegio?

Diana sonrió traviesamente.

–Daría cualquier cosa por verlo.

Intercambiaron una mirada. Dos madres solteras, una en lo más bajo y la otra en lo más alto de un negocio dominado por hombres, que habían oído toda clase de chistes machistas sobre las mujeres conductoras.

Sadie, con pesar, sacudió la cabeza.

–Desgraciadamente, presentaría su dimisión antes de hacer eso.

–Sí, un trabajo totalmente indigno para él –comentó Diana–. No obstante, estoy segura de que será castigo suficiente enterarse de que he conducido su precioso coche.

Sadie evitó sonreír maliciosamente y volvió a adoptar su actitud de «jefa».

–En fin, lo único que te pido es que recuerdes que esta clase de clientes prefieren que su conductor sea prácticamente invisible.

–Entonces… ¿no podré cantar?

–¿Cantar?

–He descubierto que cantar evita que los pasajeros digan palabrotas.

–¡Hablo en serio!

–Sí, señora.

–Bien. Bueno, entonces, vamos. Mientras te cambias, te explicaré el itinerario del jeque Zahir. Tienes que ponerte el uniforme completo. Y sí, antes de que lo preguntes, tienes que ir con gorra.

–¿Un jeque?

–El jeque Zahir al-Khatib es el nieto del emir de Ramal Hamrah, primo del embajador de ese país en Londres y un hombre de negocios multimillonario que él solito está consiguiendo transformar su país en el destino turístico de moda.

Diana, al instante, perdió las ganas de cantar.

–En ese caso, sí que es un auténtico VIP.

–Exacto. El Mercedes estará a su completa disposición, cada segundo del día, durante su estancia en Londres. Inevitablemente, el horario de trabajo es impredecible. Pero si puedes arreglártelas con él hoy, haré que te sustituya alguien mañana.

–No será necesario –dijo Diana con cierta vehemencia y con la esperanza de ocultar la impresión de irresponsabilidad que podía haber causado.

Quizá no fuera Jack Lumley, pero sus pasajeros siempre quedaban contentos con ella.

–No te preocupes, me las arreglaré –añadió Diana–. Al menos, hasta que Jack se recupere.

Aquella era la oportunidad que había estado esperando, la posibilidad de demostrar que era capaz de responsabilizarse de trabajos importantes, de cambiar de conducir autobuses pequeños cargados de chicos de camino al colegio a hacer trayectos al aeropuerto conduciendo limusinas y llevando a clientes importantes. Y no estaba dispuesta a dejar el Mercedes en manos del primer hombre que se recuperase de una gastroenteritis.

–Dame esta oportunidad, Sadie. Te prometo que no te pesará.

Sadie le tocó el hombro con gesto de comprenderla.

–Veamos qué tal te va esta tarde, ¿te parece?

Era su oportunidad de demostrar lo que podía hacer, era también asunto suyo sacarle provecho.

Diana respondió al reto quitándose los guantes de goma que utilizaba para limpiar el pequeño autobús. Después, se despojó del mono de trabajo y se puso unos pantalones de uniforme bien planchados, una camisa blanca limpia y, en vez de la camiseta con el logotipo de la empresa, se puso la chaqueta de color burdeos del uniforme.

Sadie, examinando el papel que tenía en las manos, dijo:

–El jeque Zahir llega al aeropuerto de la City de Londres en su avión privado a las diecisiete horas y quince minutos de la tarde. Espérale en el aparcamiento de estancias breves. La azafata de los VIPs tiene el número de teléfono del coche y te llamará en el momento en que el avión aterrice con el fin de que tú puedas acercarte y le esperes.

–Bien.

–Su primera parada va a ser en la embajada de su país, en Belgravia. Estará allí durante una hora; luego, le llevarás a su hotel, en Park Lane, antes de llevarle a una recepción en la galería Riverside, en South Bank, a las diecinueve horas y cuarenta y cinco minutos. A continuación, una cena en Mayfair. Tienes todas las direcciones en tu hoja de servicios.

–Belgravia, Mayfair… –Diana, incapaz de contenerse, sonrió mientras se abrochaba la chaqueta–. ¿Estoy soñando? No me lo puedo creer.

–Di, no te emociones. Y mantente en contacto conmigo, ¿de acuerdo? Si se presenta algún problema, quiero que me informes tú de él, no el cliente.

El jeque Zahir bin Ali al-Khatib aún estaba trabajando cuando el avión tomó tierra.

–Ya hemos llegado, Zahir –James Pierce recogió el ordenador portátil, se lo pasó a una secretaria y lo sustituyó por un paquete envuelto con papel de regalo.

Zahir frunció el ceño, tratando de recordar de qué se trataba. Cuando lo hizo, alzó la mirada.

–¿Has logrado encontrar lo que ella quería? –preguntó Zahir.

–Lo ha hecho una de las personas que trabajan para mí por Internet. Antiguo. Veneciano. Muy bonito. Estoy seguro de que le va a encantar a la princesa –respondió Pierce–. Su chófer de costumbre nos estará esperando, pero esta tarde tenemos un horario muy apretado. Si quiere llegar a la recepción a tiempo, tendrá que salir de la embajada a las siete menos cuarto.

Diana detuvo el coche en la zona de «Llegadas» del aeropuerto, se ajustó la gorra, se estiró la chaqueta del uniforme y se alisó los guantes de piel. Después, salió del vehículo y se quedó de pie junto a la puerta trasera de la limusina, lista para entrar en acción en el instante en que su pasajero apareciese.

El jeque Zahir al-Khatib, en contra de lo que el atuendo de su país y posición podían hacer imaginar, apareció envuelto en un traje occidental. No obstante, ella no tuvo ningún problema en reconocerle.

La sudadera gris, los pantalones vaqueros y los zapatos, que llevaba sin calcetines, eran deportivos, pero caros. El hombre, alto, desgarbado y de oscuros cabellos, parecía más una estrella de cine que un hombre de negocios; pero ni sus ropas ni su atractivo físico mermaban su aura de despreocupada arrogancia ni la aristocrática seguridad de un hombre acostumbrado a que su más mínimo deseo se cumpliera a rajatabla.

El paquete de color rosa que llevaba en las manos solo lograba realzar su autoritaria presencia.

Tenía que admitir que el jeque Zahir al-Khatib era un hombre peligrosamente guapo.

Él se detuvo brevemente delante de la puerta para darle las gracias a su acompañante, concediéndole a Diana unos segundos para recuperar la compostura y mantener la boca cerrada en vez de decir lo habitual en un caso así: «¿Ha tenido un buen viaje?».

No debía hablar.

No se trataba de una familia regresando de un viaje a Disneylandia e impaciente por contar lo bien que se lo habían pasado mientras se acomodaban en un minibús.

Lo único que se requería era un «buenas tardes, señor…».

No le resultó fácil. Había dos cosas que se le daban bien: conducir y hablar. Hacía ambas cosas con naturalidad; con una de ellas se ganaba la vida, con la otra se divertía.

Ya que casi siempre le daban a ella los trabajos en los que había niños y fiestas, trabajos en los que la charla fácil era una ventaja, no le resultaba un problema ser habladora. Pero comprendía que Sadie le diera un trabajo como aquel solo porque estaba desesperada.

Pero le demostraría a Sadie que podía hacerlo bien. Se lo demostraría a todos, se prometió a sí misma, a sus padres y a los vecinos de sus padres.

Esbozó una sonrisa acorde con el reglamento de la empresa mientras abría la portezuela del coche.

–Buenas tardes…

No le dio tiempo a pronunciar «señor».

Un niño, escurriéndose entre las puertas de la Terminal al poco de que lo hiciera su pasajero, echó a correr, pasando entre la puerta del coche y el jeque Zahir, al encuentro de la mujer que acababa de aparcar el coche detrás del suyo. Antes de que Diana pudiera decir nada, el niño le pisó los limpios zapatos y se topó de bruces con el jeque Zahir, lanzando el paquete rosa por los aires.

El jeque reaccionó a la velocidad del rayo y agarró al niño por la chaqueta para evitar que cayera al suelo.

Diana, cuyos reflejos también eran buenos, fue a agarrar los lazos del paquete.

Logró agarrar un lazo.

–¡Sí! –exclamó Diana triunfalmente.

Pero demasiado pronto.

–¡Nooooo!

El paquete se estrelló contra el suelo y sonó a cristal roto.

En ese momento, no pudo evitar pronunciar la palabra que le había prometido a Sadie que jamás volvería a pronunciar delante de un cliente.

Quizá, con un poco de suerte, el inglés del jeque Zahir no era lo suficientemente bueno como para comprender su significado.

–¡Eh! ¿Dónde está el fuego? –preguntó el jeque al niño mientras le ayudaba a mantener el equilibrio y a enderezarse.

La esperanza de Diana se vio frustrada. Solo un ligero acento sugería que la lengua materna del jeque no era el inglés.

–No sabe cuánto lo siento… –dijo la abuela del niño, el objeto de aquel atropello–. Por favor, deje que le pague por los daños que mi nieto haya podido causarle.

–No tiene importancia –respondió el jeque, rechazando la preocupación de la mujer con un gesto con la mano y una leve inclinación de cabeza.

Era todo un caballero, tuvo que admitir Diana mientras recogía los restos de lo que hubiera en el paquete.

Entonces, cuando se levantó, él se volvió hacia ella y aquello fue la perdición de Diana. Entonces recibió el impacto de aquella piel aceitunada y unos viriles ojos negros. Era la clase de hombre que podía hacer con una mujer lo que quisiera con solo una sonrisa.

Sin embargo, el jeque Zahir no estaba sonriendo, sino mirándola con ojos impenetrables.

Fue entonces, al intentar hablar, cuando Diana se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

–Lo siento –logró decir ella por fin.

–¿Que lo siente?

El desliz de su lengua. El no lograr rescatar el paquete.

Decidiendo que lo último era lo mejor…

–Siento que se haya roto.

Entonces, cuando él le quitó el paquete de las manos, Diana añadió:

–Me temo que está goteando.

Él bajó la mirada, quizá para confirmar lo que Diana le había dicho; entonces, estirando los brazos para apartar el paquete de su cuerpo, miró a su alrededor como si estuviera esperando ver un contenedor de basura en el que tirar el paquete. Lo que a ella le concedió un momento para recuperar la respiración.

Así que ese era el jeque. Así que sus facciones tenían aire de chico malo. Así que era guapísimo.

¿Y qué?

¿Qué le importaba a ella?

Además, él no iba a mirarla dos veces aunque ella quisiera que lo hiciera. Y no quería.

En serio.

Un hombre así en la vida de una era más que suficiente.

Había llegado el momento de volverse a comportar como la profesional que le había prometido a Sadie que iba a ser.

No había ningún contenedor de basura a la vista y el jeque solucionó el problema devolviéndole el paquete a ella. Un comportamiento totalmente masculino… dejar que otro solucionara los problemas.

–Usted no es mi chófer habitual –dijo él.

–No, señor –respondió Diana mientras sacaba una bolsa de plástico de la guantera en la que metió el paquete–. No sé cómo me he delatado –añadió ella en un susurro.

–¿La barba? –sugirió él mientras Diana se volvía para mirarle.

Y tenía el oído muy agudo…

–No puede ser eso, señor –dijo ella arrepintiéndose del comentario–. No tengo barba. Pero podría ponerme una falsa.

A veces, cuando una se metía en apuros por hablar demasiado, lo mejor era seguir hablando. Sabía que, si conseguía hacerle reír, podría salir airosa.

«Sonríe, idiota, sonríe».

–Si usted lo desea, señor –añadió Diana cada vez más preocupada… porque él no sonrió.

–¿Cómo se llama? –preguntó el jeque.

–Ah, eso no tiene importancia –le aseguró ella en tono casual–. En la oficina sabrán quién soy.

Cuando él presentara su queja.

Ni siquiera iba a durar una tarde. Sadie iba a matarla. Sadie tenía todo el derecho…

–Puede que lo sepan los de su oficina, pero yo no.

Ese hombre no dejaba nada al azar.

–Metcalfe, señor.

–Metcalfe –él pareció a punto de añadir algo, pero pareció pensárselo mejor–. Está bien, Metcalfe, ¿nos vamos? No dispongo de mucho tiempo y ahora vamos a tener que parar en un sitio más con el fin de no desilusionar a la chica del cumpleaños.

–¿La chica del cumpleaños?

–La princesa Ameerah, la hija de mi primo, cumple diez años hoy. Lo que más quería en el mundo, al parecer, era una bola de cristal con nieve dentro. Le prometí que le traería una.

–Ah… –una niña. Y se le olvidó que no debía hablar a menos que le hicieran una pregunta–. Las bolas de cristal con nieve son preciosas. Yo todavía tengo la que me dieron cuando…

Diana se interrumpió. ¿Qué le importaba a él aquello?

–¿Cuando qué?

–Cuando cumplí los seis años.

–Ya –él la miró como si tratara de imaginársela de niña–. Esta bola también era una antigüedad. Era de cristal veneciano.

–¿Para una niña de diez años? –las palabras salieron de sus labios antes de poder contenerse.

A punto de entrar en el coche, él se detuvo y frunció el ceño.

–Me refiero al cristal. ¿Es una buena idea? –Diana tuvo la impresión de que nunca antes habían cuestionado su sentido común e intentó arreglarlo–. La mía no es de cristal, sino de una resina que se parece al cristal. No es ninguna antigüedad, pero rebota.

«¡Cállate ahora mismo!».

–Como es para una niña, quizá algo menos… frágil estaría mejor. El cristal es un poco… En fin, es…

Por fin, la boca de Diana captó el mensaje y se cerró.

–¿Frágil? –concluyó el jeque Zahir, aún sin sonreír.

–No me cabe duda de que la que ha comprado usted debía de ser preciosa –dijo ella rápidamente–. Pero me temo que usted no tiene hijos.

–¿O no haría semejante regalo?

–Mmmm –murmuró ella con los labios cerrados–. Quiero decir que tendría que mantenerla fuera del alcance de la niña. Es un tesoro, más que un juguete.

–Entiendo.

Él aún tenía el ceño fruncido, aunque su expresión no mostraba irritación. Era como si estuviera enfrentándose a una realidad.

Manteniendo la sonrisa con un esfuerzo, Diana continuó:

–Sin duda, las princesas deben de ser menos torpes que las niñas de a pie.

–No –respondió él, quitándole la respiración una vez más–, por lo que yo sé.

De repente, el jeque sonrió ligeramente. La sonrisa hizo que el corazón de Diana se parase.

–No es solo una cara bonita, ¿verdad, Metcalfe? –preguntó él.

–Mmmm.

–Dígame, ¿por cuánto se separaría de ese juguete?

Ella tragó saliva.

–Lo siento, pero ya no lo tengo.

Él arqueó las cejas.

–No es que se haya roto –le aseguró Diana–. Se lo di a…

«Díselo».

«Dile que tienes un hijo de cinco años».

«Es lo que la gente hace, hablar de sus hijos, de los juguetes de sus hijos y de lo que hacen sus hijos».

«Lo hace todo el mundo menos tú, que no paras de hablar».

Diana hablaba de todo, excepto de Freddy. Porque, cuando hablaba de su pequeño, sabía que la gente que la escuchaba solo quería oír lo único que ella jamás le diría a nadie.

El jeque Zahir estaba esperando.

–Se la di a un niño que estaba enamorado de la bola de cristal.

–No se ponga tan trágica, Metcalfe, no hablaba en serio –dijo él profundizando su sonrisa–. Venga, vamos de compras.

–Sí, señor –entonces, Diana lanzó una mirada hacia la Terminal–. ¿No quiere esperar a que le traigan su equipaje?

Había supuesto que alguien se lo llevaría al coche; pero el jeque, entrando en el vehículo por fin, contestó:

–Ya se están encargando de eso, no se preocupe.

Sadie tenía razón, aquel era otro mundo. Diana cerró la puerta, respiró profundamente y puso en marcha el motor.

De compras con un jeque.

Increíble.

Increíble.

A pesar de que James lo había planificado todo hasta el mínimo detalle, los planes se habían ido abajo en un instante de distracción.

¡Y qué distracción!

Zahir había cruzado el vestíbulo de «Llegadas» esperando al eficiente y casi mudo Jack Lumley aguardándole. Sin embargo, se había topado con Metcalfe. Una mujer cuyas curvas se veían realzadas por el severo corte de la chaqueta. Una mujer de cuello largo y delgado, de cabellos castaños.

Y una boca que prometía problemas.

Era la clase de distracción para la que no tenía tiempo en ese viaje.

Aunque no podía quejarse. Le encantaba la excitación de lo nuevo, no se arrepentía de todo el trabajo que le había llevado convertir una pequeña empresa de turismo por el desierto en un negocio multimillonario.

Él solo había desarrollado el turismo en Ramal Hamrah, había hecho de él una verdadera industria. Ahora su país aparecía constantemente en las revistas de turismo, en los suplementos de los periódicos dominicales. Y no solo el desierto, sino también las montañas y la historia del país.

Había creado un lujoso complejo turístico con jaimas en el desierto. El club de yates estaba casi acabado. Y ahora estaba a punto de inaugurar las líneas aéreas que llevarían el nombre de su país.

Había trabajado mucho para hacer todo aquello realidad.

En vez de construir altos bloques de apartamentos y hoteles, al contrario que los países vecinos, había optado por un desarrollo respetuoso con el medio ambiente, utilizando materiales de la zona y construcciones al estilo tradicional con el fin de crear un ambiente lujoso.

Además, el cambio de actitud del turismo internacional durante el último año le había dado ventajas en el mercado y, de repente, se había convertido en su visión de futuro.

Sí, su visión era de futuro… y estaba solo.

«No tienes hijos…».

En fin, cuando uno estaba construyendo un imperio, tenía que dejar de lado otras cosas. Una situación que su madre estaba empeñada en cambiar. Incluso en esos momentos, cuando él estaba en la limusina observando los brillantes cabellos castaños de Metcalfe, su madre estaría repasando la lista de posibles candidatas para el puesto de esposa de su hijo, dispuesta a negociar un arreglo matrimonial con la familia de la afortunada chica.

También haría feliz a su padre la llegada de un nieto que continuara el apellido.

Así se había hecho durante miles de años. En su cultura, no se entendía el concepto romántico del amor de Occidente. En su cultura, el matrimonio era un contrato que beneficiaba a las dos familias implicadas. Su esposa sería una mujer a la que él respetaría. Su esposa llevaría la casa y le daría hijos: hijos que ensalzarían su honor, hijas que le proporcionarían felicidad.

Su mirada volvió a clavarse en la joven sentada delante de él, en la suave curva de su mejilla que se reflejaba en el espejo retrovisor. En la sugerencia de un hoyuelo.

Ella tenía la clase de rostro que parecía siempre a punto de sonreír, pensó Zahir sonriendo para sí mismo mientras repasaba la lista de expresiones que había visto en ella hasta el momento; desde el horror al soltar una palabra impropia de una conductora al sonrojo y la preocupación.

Cristal. Para una niña. ¿Cómo demonios se le había ocurrido semejante idea? ¿Cómo se le había ocurrido a James?

Metcalfe nunca cometería ese error.

Tampoco se conformaría con una relación basada en el respeto. No… con una sonrisa como la de ella. Pero, claro, ambos procedían de mundos diferentes. Ella llevaba una vida completamente desconocida para las jóvenes vírgenes entre las que su madre elegiría a su esposa.

Metcalfe también era muy diferente a las mujeres altamente sofisticadas y profesionales que había conocido en el mundo de los negocios, que llevaban unas vidas más parecidas a las de los hombres que a las de las mujeres; aunque su carencia de sofisticación era suplida por su capacidad para entretener.

Zahir se pasó la mano por el pelo como si con el gesto quisiera deshacerse de semejantes pensamientos. No tenía tiempo para «entretenimientos». Y, con un matrimonio a la vista, tampoco debía pensar en esas cosas.

Tal y como estaban las cosas, había tenido que estirar mucho el tiempo para ir a felicitar a una niña por su cumpleaños en vez de, como debería hacer, concentrarse en la recepción con agentes de turismo y en la cena con hombres que tenían el poder económico para ayudarle a hacer realidad el proyecto de sus líneas aéreas.

–¿Va a seguir siendo mi chófer, Metcalfe, o Jack Lumley va a volver mañana?

–No lo sé, señor –respondió ella mirándole por el espejo retrovisor momentáneamente–. Se ha puesto enfermo hoy. Sin embargo, si así lo desea, la empresa le buscará otro conductor.

–¿Uno con barba?

–Sí, señor.

–Y, si fuera eso lo que quisiera, ¿qué haría usted mañana?

Metcalfe volvió a mirarle por el retrovisor, sus ojos eran muy verdes.

–Con un poco de suerte, volveré al volante de un minibús que hace la ruta de un colegio.

–¿Y si no tiene suerte?

–Lo mismo –contestó ella, lanzándole otra de sus sonrisas, aunque esa vez tenía un toque irónico.

En ese momento, Metcalfe detuvo el coche a la entrada de una enorme tienda de juguetes. Salió del vehículo rápidamente, pero él ya estaba fuera antes de que a ella le diera tiempo de abrirle la puerta.

A Zahir no se le había ocurrido indicarle su destino. Jack Lumley le habría llevado a Harrods o a Hamleys, después de llamarles por teléfono para asegurarse de que tenían lo que estaban buscando y de que estuviera empaquetado y esperándoles cuando llegaran.

Sin necesidad de esperar.

Sin esfuerzo.

Como un matrimonio amañado.

El jeque Zahir no hizo ademán de entrar, se limitó a mirar la fachada del establecimiento. Con el corazón encogido, Diana se dio cuenta de que se había equivocado.

Sadie tenía razón, no estaba preparada para ese trabajo.

–Lo siento –dijo ella–. Me doy cuenta de que no es esto lo que esperaba.

Él la miró.

–Dejé que usted decidiera.

Eso era verdad.

–Pensé que sería más rápido… y más fácil para aparcar el coche. Además, si quiere que le sea sincera, no va vestido para ir a Knightsbridge.

–¿Hay que ir vestido de cierta manera para ir allí de compras?

–No se puede ir calzado sin calcetines. Ni con vaqueros. Ni con mochilas –Diana se calló al darse cuenta de la tontería que acababa de decir–. Claro que, usted no lleva una mochila.

–Pero el resto…

–Bueno, supongo que a los miembros de la realeza les está permitido.

–En cualquier caso, será mejor no correr el riesgo –dijo el jeque Zahir con suavidad–. Venga, entremos.

«Entremos».

–¿Quiere que vaya con usted?

–Claro. ¿No le han dicho nunca que los miembros de la realeza jamás cargan con sus bolsas?

Diana se dio cuenta de que él estaba bromeando.

–Según he oído, tampoco llevan dinero encima, pero en ese sentido me temo que no voy a poder ayudarle. Además, no debería dejar ahí el coche.

–¿Se niega a entrar conmigo? ¿Tanto le apetece volver a conducir un minibús lleno de niños?

Diana cerró las puertas del coche y entró con él a la tienda sin pronunciar una palabra más.

La tienda era de enormes proporciones y tipo almacén.

–¿Cómo se puede encontrar aquí lo que uno busca? –preguntó el jeque Zahir con confusión.

–Con dificultad –admitió Diana–. Lo que quieren es que veamos tantas cosas como nos sea posible. Dígame, ¿cuánta gente cree usted que se va de aquí con lo que venía a comprar?

Él se volvió para mirarla.

–Me parece que habla la voz de la experiencia.

–¿No es por eso por lo que estoy aquí, por mi experiencia? Es usted quien ha comprado una bola de cristal para una niña.

Él sacudió la cabeza.

–Entendido. Aunque estoy empezando a pensar que debería invertir dinero en una tienda de juguetes.

–¿Invertir en una tienda de juguetes? –repitió ella–. ¿Por qué no pensaron en eso mis padres? Imagine lo que podría haber hecho entonces, podría haberme comprado mi propio taxi. Podría ser mi jefa.

La prometida inadecuada - Solo para sus ojos

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