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Capítulo 2

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MIENTRAS Metcalfe se acercaba al mostrador de información, Zahir se la quedó mirando.

No era solo una mujer atractiva al volante de un coche, sino una mujer atractiva con aspiraciones, con sueños.

No hacía mucho que a él le había pasado lo mismo.

La gente pensaba que porque era el nieto del emir de Ramal Hamrah todo se le presentaba en bandeja de plata. Quizá fuera cierto en parte. Había tenido muchas ventajas, incluyendo una educación privilegiada en Inglaterra y un doctorado en Estados Unidos. Pero todo tenía un precio.

Deberes respecto a su país y obediencia a su familia.

Había pasado dos años en el desierto acompañando a su primo, que pasaba por malos momentos. Se había visto recompensado cuando Hanif, al darse cuenta de que la política no era lo suyo sino el mundo de los negocios, le dio su primera oportunidad. Hanif había dedicado parte de su precioso tiempo a convencer a su padre de que debía dejar que él siguiera su camino.

A pesar de eso, Zahir había tenido que sumergirse en el mercado en busca del dinero que necesitaba para construir su imperio; no obstante, aunque sabía que su nombre no garantizaba el éxito, también era consciente de que le había abierto muchas puertas.

–¿Tienen lo que estamos buscando? –le preguntó a Metcalfe al reunirse con ella.

–No lo sé.

Diana vio al jeque Zahir volverse hacia la empleada que había detrás del mostrador de recepción.

–No tenemos mucho tiempo… –le vio mirar a la tarjeta que llevaba con su nombre–. Liza, ¿le importaría acompañarnos al lugar exacto donde podemos encontrar lo que estamos buscando?

La empleada examinó un libro y respondió:

–Lo siento, no puedo abandonar el mostrador.

–El letrero que cuelga encima del mostrador dice «Servicio al Cliente» –observó él.

La empleada suspiró y, por fin, miró al letrero. Él le sonrió.

Diana sintió una mezcla de irritación y sorpresa al ver que la recepcionista, sin decir nada, se levantaba de su sillón y salía de detrás del mostrador.

–Síganme –dijo ella, sonriendo.

–Me parece que hemos ganado una batalla contra el sistema, Metcalfe –dijo el jeque Zahir.

–Bien hecho –respondió Diana.

Pronto llegaron a las estanterías con una gran variedad de bolas de nieve de distintos colores.

–La Cenicienta. Blancanieves. La Princesa y la Rana –indicó la empleada mirando al jeque Zahir fijamente.

–Gracias –respondió él mientras agarraba la bola de nieve de la Princesa y la Rana.

–¿Si desea algo más…? –dijo la mujer con una amplia sonrisa.

–Iré a buscarla, no se preocupe.

Él fue correcto, pero cortante. La mujer había sido despachada. A Diana casi le dio pena. Casi.

–¿La Princesa y la Rana, Metcalfe? –preguntó él alzando la bola.

Ese hombre tenía unas manos preciosas. No eran suaves. Tenía cicatrices en los nudillos y, aunque los dedos eran largos y delgados, tenían la textura del acero.

–No conozco ese cuento –dijo él.

–Me sorprende que conozca otros –comentó ella, obligándose a concentrarse en la bola de nieve.

Contenía una escena en la que una chica, que llevaba una corona, estaba sentada junto a una rana en el borde de un pozo.

–Disney ha llegado a Ramal Hamrah.

–¿En serio? –naturalmente–. Ah, sí, bueno, supongo que decidió no ir allí con este cuento. Supongo que tenía sus razones. Yo, personalmente, elegiría alguna otra.

–Pero esta chica es una princesa. A Ameerah le gustará.

Al igual que la empleada de la tienda, que había desaparecido tras recibir una fría mirada, Diana reconoció la orden. Ese hombre no necesitaba palabras para dar órdenes, podía hacerlo con esos ojos oscuros.

–No es un cuento bonito –le advirtió ella–. Admito que la Cenicienta está muy vista; pero, al menos, es buena. Y aunque Blancanieves no es exactamente una maravilla…

–No dispongo de todo el día –le advirtió él.

–No, señor –Diana agarró la bola, la sacudió y empezó a caer la nieve dentro–. Está bien, la cosa es así: a una princesa mimada se le cae una bola de oro a un pozo. La rana le propone un trato. Si la princesa se la lleva a casa, la deja comer de su plato, la deja dormir en su cama, le da un beso de buenas noches…

Diana titubeó, distraída con la sensual curva de los labios de él, y perdió el hilo del cuento.

–¿Es una rana parlante?

Diana se encogió de hombros.

–Es un cuento. Si quiere ceñirse a la realidad, será mejor que nos vayamos de aquí.

Él reconoció el sentido de esas palabras con un leve movimiento de cabeza.

–Le da las buenas noches con un beso.

–Sí. Y, si ella le promete hacer todas esas cosas, la rana bajará al fondo del pozo y le devolverá la bola de oro.

–Una rana con honor habría hecho todo eso sin condiciones.

–Una chica con agallas lo haría ella misma.

–¿Usted habría bajado al fondo del pozo, Metcalfe?

–¡Yo jamás le daría un beso a una maldita rana!

–¿Le parece mal?

–No existen las bolas de oro gratis –declaró ella.

–No, claro que no.

Él hizo algo con los ojos y, de repente, Diana sintió un profundo calor bajo la chaqueta del uniforme.

–En fin –dijo ella rápidamente al tiempo que se pasaba un dedo por el cuello de la camisa para dejar que le entrara un poco de aire fresco–, la princesa accede. Es más, le promete la Luna, ya que adora esa bola de oro, y la rana baja al fondo del pozo, agarra la bola, se la devuelve a la princesa y esta sale corriendo al palacio dejando atrás a la rana.

Él se llevó una de esas hermosas manos al corazón.

–No puedo creerlo.

Quizá el jeque Zahir no estuviera riendo, pero sus ojos, llenos de humor, brillaron.

–Supongo que la rana no se daría por vencida…

–No, nada de eso. La rana va al palacio, se presenta ante el rey, le dice lo que ha hecho la princesa y el rey le dice a ella que las princesas siempre tienen que cumplir su palabra.

–Una princesa no debería necesitar que le dijeran eso.

–Puede que le sorprenda, pero eso también se aplica a los simples mortales. En fin, a la princesa no le hace gracia, pero no le queda más remedio que dejar que la rana coma de su plato; sin embargo, se acuesta sin la rana.

–A esa princesa le cuesta aprender. ¿Se da la rana por vencida?

–¿Usted qué cree?

–Creo que la princesa va a tener que dejar que la rana se acueste en su cama.

–Exacto. Y, por fin, la princesa se da por vencida y le da un beso de buenas noches.

–Comprendo a la rana. A propósito, ¿tiene el cuento un final feliz?

–Depende de cómo se mire. A la mañana siguiente, cuando la princesa se despierta, resulta que la rana se ha convertido en un apuesto príncipe.

Él arqueó las cejas y ella se sonrojó.

–¿Se casan? –preguntó el jeque Zahir.

–Se lo he advertido. Esa princesa es muy superficial, no comprendo por qué el príncipe se casa con ella. En fin, supongo que es por lo típico: las chicas, en los cuentos, siempre se casan con los príncipes y viven felices por siempre jamás.

Zahir, notando escepticismo en su voz, se la quedó mirando con expresión pensativa.

–No parece muy convencida.

–Una aprende pronto en la vida que se necesita algo más que un apuesto príncipe para tener un final feliz.

–No voy a discutirle eso –contestó Zahir–. En mi país, el matrimonio no tiene el componente sentimental que tiene en Occidente. Las familias arreglan los matrimonios.

–Supongo que eso evita un montón de angustia emocional –dijo ella con seriedad. Entonces, unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas–. Las ranas deben de pasarlo muy mal.

–Desde luego –dijo Zahir mirando de nuevo las bolas de nieve–. Dígame, en su opinión, ¿cuál de estas heroínas es más apropiada para una princesa de hoy en día? ¿La «fregona» que esperaba en su casa a que el hada madrina apareciera con su varita mágica? ¿La que se dedica a hacerles las tareas domésticas a una panda de hombres que no pueden creer la suerte que tienen? ¿O la princesa que trata de huir de la rana?

–Creo que esta última. Eso sí, sin reparar en la princesa. Es la rana la interesante, la rana es la que sabe lo que quiere y no se rinde. Sí, es un buen modelo para una princesa moderna.

Zahir esperó, seguro de que ella iba a añadir algo más.

–En realidad, para cualquier adulto.

–Se refiere a la rana, claro. Bueno, ¿le parece que vayamos a pagar?

Diana contuvo el deseo de ir corriendo a su casa mientras el jeque Zahir le entregaba el regalo a la princesa Ameerah. Contenta, había aceptado la invitación del portero de la embajada para que dejara el coche detrás del edificio mientras esperaba sentada en el cómodo cuarto de estar del personal de la embajada.

Afortunadamente, había logrado llevar al jeque sin ningún incidente y, a pesar del tráfico, su conocimiento de los atajos por las calles de Londres les permitió ir solo con diez minutos de retraso en el horario.

Después de salir de la tienda de juguetes, él solo le había dirigido la palabra para confirmar que saldría de la embajada a las siete menos cuarto.

¿Por qué se sentía desilusionada? ¿Qué había esperado? Aquel era un trabajo, nada más. Y, en ese momento, a solas con una taza de té, un bocadillo y un trozo de pastel, se sacó el móvil del bolsillo para llamar a su casa.

–¡Mamá! –exclamó Freddy con entusiasmo–. ¡Me han dado una pegatina por leer bien en clase hoy!

–¡Vaya! ¡Estoy impresionada!

–Quería enseñártela. ¿Cuándo vas a venir a casa?

Diana tragó saliva. Le resultaba duro no estar en casa cuando su hijo regresaba del colegio, dejar que fueran sus padres los que compartieran con el niño esos momentos tan especiales. También le costaba no estar allí siempre para leerle un cuento cuando se iba a la cama.

Pero así era la vida de las madres trabajadoras, no solo de las madres trabajadoras sin marido. A pesar de que Sadie tenía una niñera, su situación era similar en todo lo demás: les faltaban horas al día.

A pesar de eso, sabía que era más afortunada que la mayoría. Sus padres se habían enfadado cuando se enteraron de que se había quedado embarazada, pero la habían apoyado y ayudado. Y querían a Freddy con todo su corazón.

–¿Vas a venir pronto? –repitió Freddy.

–Esta tarde tengo que trabajar –respondió ella.

–¡Oh, no! Mamá, ¿vas a volver antes de que me acueste?

–Estaré en casa cuando te despiertes –dijo Diana–. Sé bueno y obedece a los abuelos, ¿de acuerdo?

–Vale.

–Un abrazo.

–¡Mamá!

«Tu mamá es una tonta», pensó Diana después de colgar mientras bebía té y se comía el bocadillo que le habían llevado. Desde que había ido a recoger al jeque Zahir no había dejado de hacer el ridículo.

¡Y se suponía que debía ser invisible!

¿En qué había estado pensando?

En nada, ese era el problema. Lo único que le había funcionado desde el momento que el jeque Zahir apareció fue su boca.

Cierto que él se lo había puesto fácil, incluso la había animado a hablar, pero eso no significaba que ella tuviera que lanzarse de lleno a ello y ponerse en evidencia.

¿Aprendería alguna vez a pensar antes de hablar? ¿A hablar… poco?

Al parecer, no.

Si seguía así, acabaría trabajando en una fábrica en vez de conseguir la ilusión de su vida. Que, por supuesto, no era conducir una limusina, a pesar de ser estupenda, sino seguir los pasos de su padre: conducir un taxi londinense en el que la charla era parte del trabajo. Con una excepción, su taxi no sería negro, sino de color rosa.

Diana lanzó un gruñido.

Sería un taxi del mismo color que sus mejillas.

El sonido de su teléfono móvil podría haber sido una distracción, pero la identificación del número le comunicó que era Sadie.

El jeque debía de haber llamado a la oficina, o de haber ordenado a alguien que llamara en su nombre, para que la sustituyeran por alguien que supiera estar en su sitio, que comprendiera los requerimientos de un VIP cuando necesitaba comprar algo y, lo que era más importante, que no hablara por los codos.

¡Pero él la había animado a hablar!

–Di…

–Sí. Lo siento. Estoy comiendo un bocadillo… –Diana se atragantó al intentar hablar y comer al mismo tiempo.

Había decepcionado a su jefa. Se había decepcionado a sí misma…

Se había prometido portarse bien. Le había prometido a Sadie que no le daría problemas. ¿Quién era ella para criticar a una princesa que había tratado de escapar de una rana?

–Oye, presta atención. Al parecer, se ha roto una tubería en Grosvenor Place. Tendrás que ir por Sloan Street para evitar pasar por allí.

¿Qué?

¿Sadie le había llamado para darle información sobre el tráfico?

–Bien –respondió Diana terminando de tragar lo que tenía en la boca–. Gracias por avisarme.

–Esperaba que me llamaras. Te pedí que lo hicieras.

–¿Cada vez que paro? –preguntó ella, sorprendida–. ¿Te llama Jack cada vez que aparca?

–Tú no eres Jack.

Eso era verdad.

–Todo tiene su lado bueno.

–¿Cuál es el lado malo? –preguntó Sadie.

–Nada –respondió Diana rápidamente–. Absolutamente nada. Solo llevamos un poco de retraso, nada más. El jeque tenía que ir de compras.

–¿En serio? ¿Adónde? ¿A Apreys? ¿A Garrard?

–A un almacén de juguetes.

–Bueeeno…

–Quería hacerle un regalo a la hija del embajador. Es su cumpleaños.

–Lo que sea por tenerle contento.

–Eso tendrás que preguntárselo a él.

–Si no lo está, me enteraré muy pronto. Otra cosa, he llamado a tu padre. Me ha dicho que todo estaba bien.

Diana pensó que era mejor no decirle a Sadie que ya había llamado con el fin de no hacerle pensar que estaba ocupándose de sus asuntos personales mientras trabajaba.

–Gracias.

* * *

–Pareces distraído, Zahir –Hanif le había apartado de Ameerah mientras ella enseñaba a su hermano de cinco años y a su hermana la bola de nieve. Metcalfe había acertado respecto a lo del cristal, habría sido un desastre–. ¿Hay problemas con el proyecto del río Nadira? ¿O con las líneas aéreas?

Zahir sonrió.

–Los negocios no son nunca un problema, Han. No te preocupes, las obras de caridad de Lucy no se van a ver afectadas.

–En ese caso, debe de tratarse de la familia. ¿Cómo está tu padre?

–Haciéndole trabajar al marcapasos a todo ritmo. Esta semana está en Sudán tratando de encontrar la forma de que haya paz… –Zahir se encogió de hombros–. Me siento culpable, debería ser yo quien estuviera haciendo eso.

–No, Zahir. Lo tuyo son los negocios.

–Es posible.

–¿Qué te pasa entonces?

Zahir miró al otro lado de la estancia, al lugar donde el niño de cinco años, Jamal, estaba mirando a Ameerah como hipnotizado con la bola de nieve. Después, se volvió de nuevo a Hanif y dijo:

–Mi padre está ansioso por tener un nieto. Impaciente conmigo por no darle esa satisfacción. Me temo que le he desilusionado en todo –Zahir sonrió–. Pero, al parecer, no por mucho más tiempo. Mi madre se ha empeñado en encontrarme una esposa.

Hanif no sonrió.

–El matrimonio es para toda la vida, Zahir. No es para tomárselo a la ligera… ni para satisfacer a un padre. Además, quizá haya otros momentos mejores para pensar en eso.

–Lo mismo le dije yo a mi madre. Pero ella me respondió que si esperaba a tener tiempo libre, jamás me casaría –Zahir volvió a encogerse de hombros–. Además de decirme que era un caprichoso, un egoísta…

–Lo que le pasa a tu madre es que está deseando que sientes la cabeza, Zahir. Tú no eres egoísta y ella lo sabe. Dedicaste dos años preciosos de tu vida a cuidarme, Zahir.

–En fin, supongo que ha llegado el momento de demostrarle que la quiero, de demostrarle que respeto sus deseos.

–Sea como fuere, espero que seas feliz.

–¿Crees en el destino?

Zahir había sido testigo de cómo el destino había arrojado a Lucy Forrester a los brazos de su primo. ¿Quién habría podido imaginarlo?

¿Quién habría podido imaginar que la deliciosa y parlanchina Metcalfe iba a conducir su coche ese día?

–¿Puedo llevarme a Ameerah un momento? Ha sido mi conductora quien ha encontrado la bola de nieve, la que yo le había traído era de cristal y se ha roto por el camino. Me gustaría demostrarle que le estamos agradecidos.

–¿Conductora? –las cejas de Hanif apenas se alzaron… pero se alzaron.

* * *

Diana miró su reloj. Era hora de llevar el coche a la puerta de la embajada. Sin embargo, en el momento en que se puso en pie, la puerta del cuarto de estar se abrió y una niña delgada de piel aceitunada y oscuros cabellos la cruzó.

–¡Gracias! –exclamó la niña teatralmente–. Gracias por encontrarme la bola de nieve. ¡Me encanta!

Diana, sorprendida por la exuberancia de la niña, buscó con la mirada a un adulto.

Lo que vio fue al jeque Zahir en el umbral de la puerta.

–Me alegro de que le haya gustado, princesa Ame-erah. ¿Está disfrutando de su fiesta de cumpleaños?

–Hoy no hemos tenido la fiesta. Yo tenía que ir al colegio y mamá iba a salir. Vamos a celebrar mi cumpleaños el sábado y va a venir toda mi clase. Vamos a ir en barco por el canal hasta el zoo y allí vamos a tener una merienda. Le he pedido a Zahir que venga, pero me ha dicho que eso depende de usted.

–¿De mí?

–¡Usted es su chófer!

–Ah, entiendo.

Diana miró al hombre que estaba apoyado en el marco de la puerta. Su expresión era inescrutable; sin embargo, le dio la impresión de que le estaba diciendo algo con la mirada. ¿Quizá que no iba a hacerla volver al minibús?

Volviéndose de nuevo a la niña, Diana añadió:

–Te prometo que, sea quien sea el conductor de su coche, el jeque Zahir no tendrá excusa alguna para no ir a tu fiesta.

–¡Lo ves! –exclamó la princesa en tono triunfal mientras se volvía a Zahir–. Te había dicho que no iba a haber problemas.

–Sí, me lo habías dicho –él le acarició el rizado cabello–. En ese caso, hasta el sábado, torbellino.

La niña se marchó corriendo, pero Zahir se quedó.

–¿Sea quien sea el conductor? –repitió él.

–Jack Lumley volverá al trabajo antes del sábado.

–Pero usted es mucho más divertida.

¡Divertida!

–Por favor, pase lo que pase, no utilice esa palabra si habla con Sadie Redford. Esta es mi gran oportunidad y estoy haciendo lo posible por ser eficiente, por ser digna de llevar el coche de un VIP. Como debe de haber notado, me cuesta bastante trabajo, no me sale con naturalidad. Así que si usted dice que soy «divertida», será mi perdición.

–No diré ni una palabra, Metcalfe. Pero no es verdad lo que ha dicho, usted es la «naturalidad» personificada.

Diana contuvo un gruñido.

–Sé lo que no soy. No soy la primera conductora en la que se piensa cuando se quiere a alguien al volante de la limusina más moderna de la empresa Capitol.

–Lo está haciendo muy bien. Así que quiero que prometa que no me dejará en manos del aburrido y eficiente Jack Lumley; si me lo promete, yo a su vez le prometo que no le diré ni una palabra a Sadie Redford respecto a su «naturalidad».

Diana tragó saliva.

–¿Le parece que nos vayamos ya? –preguntó Zahir.

«Oh… jeque…».

–Un momento, voy a por el coche y lo llevaré a la puerta principal. Estaré ahí en cinco minutos.

–¿Por qué no vamos los dos juntos a por el coche? –respondió él, invitándola con un gesto a guiarle–. Nos ahorrará tiempo.

La prometida inadecuada - Solo para sus ojos

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