Читать книгу La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding - Страница 7

Capítulo 3

Оглавление

CUANDO el portero del hotel le avisó, Diana llevó el coche a la entrada y allí esperó a que el jeque Zahir saliera. Esa vez no estaba solo. Iba acompañado de un hombre más joven que él, de esculpidas facciones y prominentes pómulos.

Ya que cargaba con un ordenador portátil, debía de ser, al igual que ella, un miembro de las clases inferiores. Aunque, a juzgar por el traje que llevaba y el corte de pelo, su nivel social era más alto que el de ella.

En el momento en que sus pasajeros se acomodaron en el interior del vehículo, ella se adentró en el tráfico en dirección a South Bank, logrando, por primera vez en su vida, permanecer «educadamente anónima».

Apenas acababa de felicitarse a sí misma por tan raro logro cuando el jeque Zahir dijo:

–Metcalfe, este es James Pierce. Este hombre es mi mano derecha. Alguna vez que otra tendrá que llevarle a algún sitio.

–Sí, señor –respondió ella con profesionalidad.

Lo estaba haciendo muy bien hasta que, mientras esperaba a que la luz del semáforo se pusiera en verde para los coches, cometió el error de mirar por el retrovisor y… directamente a los ojos de él. Su expresión sugería que no le había engañado con su tono formal. Para colmo, su traicionera boca le sonrió.

Una equivocación.

James Pierce, notando por primera vez que ella no era Jack Lumley, dijo:

–Esto es inexcusable –y la estaba mirando a ella mientras hablaba–. Cuando hice la reserva con Capitol Cars, dejé muy claro que quería…

–Jack Lumley está enfermo –dijo el jeque Zahir, interrumpiendo a su mano derecha.

–Llamaré a Sadie inmediatamente. Debe de tener algún otro chófer disponible.

Diana no podía ver a James Pierce por el espejo retrovisor; pero, desde el momento en que abrió la boca, le resultó antipático. Y él no estaba haciendo nada por hacerla cambiar de opinión.

Su traje hacía juego con su actitud.

–¿Por qué otro conductor? –intervino el jeque Zahir–. Metcalfe es…

«Por favor, no diga que tengo naturalidad», rogó ella en silencio al tiempo que el semáforo se ponía en rojo.

–Metcalfe es muy competente –concluyó el jeque.

Un profundo calor la invadió. Un calor que empezó en su abdomen y se extendió por todo su cuerpo.

–James, no me digas que eres un antediluviano que se siente amenazado en su virilidad si una mujer conduce el coche en el que va –dijo el jeque Zahir con cierto humor.

–No… –respondió Pierce sin convicción–. No, claro que no.

–Me alegra oírtelo decir. Como abogado que eres, a pesar de que tu especialidad es el derecho mercantil, sé que no te gustaría darle a Metcalfe una excusa para denunciarte por discriminación sexual.

–Yo solo pensaba…

–Sé lo que pensabas, James; pero como bien sabes, no es ningún problema.

El jeque Zahir no esperó a que le respondiera. Al instante, centró su atención en asuntos de negocios e hizo una difícil pregunta referente a un arrendamiento.

Ella también se centró en su trabajo. Coquetear con el cliente por el espejo retrovisor no era profesional, sino todo lo contrario.

A la entrada de la galería Riverside, Diana salió del coche y abrió la puerta a sus pasajeros.

James Pierce salió del coche sin dirigirle la palabra y sin mirarla. El jeque Zahir se detuvo junto a ella.

–¿Qué va a hacer hasta que llegue la hora de recogernos, Metcalfe?

–Tengo un libro –respondió ella rápidamente.

El mensaje era: «los conductores competentes están acostumbrados a esperar a sus clientes el tiempo que haga falta».

–No hay razón por la que no pueda entrar en la galería. Coma algo. Puede ver los cuadros si se aburre con la presentación.

Abandonando su firme resolución de no mirarle a los ojos, Diana alzó los ojos a los de él. Tragó saliva. El jeque estaba sonriendo. Sintió un extraño cosquilleo en el vientre, un cosquilleo que la tomó por sorpresa.

–Gra… cias –pero recordó que el jeque Zahir iba acompañado de aquel ayudante altanero–. Yo debería…

–¿Qué? ¿Quedarse en el coche? –concluyó él.

–Es lo correcto –Diana se encogió de hombros a modo de disculpa; luego, asintió en dirección a la galería de arte y se aclaró la garganta–. El señor Pierce le está esperando, señor.

–Zahir.

–¿Qué, señor?

–Todo el que trabaja para mí me llama Zahir. Según tengo entendido, es lo normal en los tiempos en los que vivimos. Inténtelo.

–Sí, señor.

Él asintió.

–Diviértase con su libro, Metcalfe.

Diana le vio alejarse. Nada de trajes exóticos, el típico uniforme varonil: traje oscuro, corbata de seda… Aunque tenía que admitir que ese atuendo, si lo llevaba el jeque Zahir, no tenía nada de típico.

Zahir.

Ese nombre le estaba llenando la cabeza. A solas, lo pronunció en voz alta para ver cómo sonaba.

–Zahir…

Exótico.

Diferente.

Peligroso…

Tembló al sentir la brisa procedente del río.

A pesar del frescor de la noche, se quitó los guantes y la gorra y los tiró en el asiento del coche. Luego, después de cerrarlo con llave, se acercó a la barandilla que había a lo largo del paseo del río, se apoyó en ella y contempló la vista que ofrecía aquel punto, dominada por la cúpula de la Catedral de San Pablo.

«Céntrate, Diana», se dijo a sí misma en silencio. «Ándate con pies de plomo. No es el momento de lanzarte a juegos peligrosos. Nada de tutear a ese guapo príncipe. Los cuentos de hadas son para los niños. Esta puede ser la oportunidad que estabas esperando para dar un paso más hacia la consecución de tu sueño. No lo estropees todo solo porque el príncipe tiene un par de ojos negros que te miran como si… ¡Olvídalo!».

No iba a volver a cometer la misma equivocación de rendirse a los pies de un hombre guapo.

Freddy, su hijo, era su mundo. El futuro del niño estaba en sus manos, su deber era protegerlo y anteponerlo a todo lo demás.

Zahir concluyó su breve presentación delante de los agentes de turismo y periodistas especializados e, inmediatamente, se vio abordado por el director de una de las principales empresas de turismo, que estaba examinando las fotografías y la maqueta del complejo turístico Nadira.

–Es una idea muy interesante, Zahir. Diferente. Es exactamente lo que los viajeros más exigentes y sofisticados están pidiendo a gritos. Supongo que será caro, ¿no?

–Sí, naturalmente –respondió Zahir, consciente de que era lo que ese hombre quería oír–. ¿Por qué no habla con James? Está organizando una visita a la zona donde queremos montar el complejo turístico y nos encantaría enseñarle lo que queremos ofrecer.

Zahir continuó su paseo por la galería estrechando manos, respondiendo a preguntas e invitando a los asistentes a ver la zona del complejo.

Entonces, la mujer con la que estaba hablando se echó a un lado para dejar paso a una camarera y él miró por una de las altas y estrechas ventanas de la galería. El coche seguía allí, pero Metcalfe no estaba a la vista.

Debía de estar tumbada en el asiento posterior leyendo su libro. Quizá tuviera la suerte de sorprenderla y verla ruborizada mientras intentaba enderezarse esa ridícula gorra.

Le encantaría que así fuera.

Pero a ella no.

Metcalfe.

Le había invitado a que le tuteara, diciéndole su nombre de pila con la esperanza de que ella hiciera lo mismo. Ella se había dado cuenta y, sabiamente, había rechazado la invitación de convertirse en algo más que su simple chófer. Plenamente consciente de que ese «algo más» que él le estaba ofreciendo no le interesaba. ¿Y cómo iba a decirle que estaba equivocada cuando ni él mismo sabía qué era ese «algo más»?

Quizá se estuviera engañando a sí mismo. Los dos lo sabían. Los dos habían respondido a esa extraña química…

James debía de tener razón. Lumley era aburrido, pero no le distraía. Nunca se habría preocupado por la forma en que pasaba el tiempo mientras le esperaba. Por supuesto, jamás le hubiera invitado a entrar en la galería de arte ni le contaría lo que se proponía hacer. No le habría hablado de sus planes…

–¿Es su objetivo realista, jeque Zahir? –le preguntó la mujer.

–Tenemos la suerte de que la energía solar es un recurso natural en Ramal Hamrah durante todo el año, Laura –respondió Zahir haciendo un esfuerzo por concentrarse en el trabajo. Se había tomado la molestia de memorizar los nombres y los rostros de la gente con la que iba a reunirse–. Espero que venga a cerciorarse por sí misma.

–Ese es el otro problema, ¿no le parece? ¿Cómo puede justificar la expansión de su industria turística en un momento en que los viajes en avión se consideran uno de los mayores causantes de las emisiones de anhídrido carbónico?

–¿Con un tipo diferente de líneas aéreas? –respondió él con una sonrisa. Entonces, con una mirada, indicó a James que se acercara–. James, esta es Laura Sommerville, la corresponsal de la sección de ciencias de The Courier…

–Laura… –dijo James acercándose a ella de tal forma que Zahir pudiera disculparse y alejarse.

Zahir hizo un esfuerzo por no mirar su reloj.

Estaba cansado de las relaciones públicas. Sus sueños eran más ambiciosos. Le gustaba más hacer planes para el futuro, pero en su despacho. Tenía que encontrar a alguien que diera la cara, que se encargara del aspecto público del negocio. Alguien capaz de despertar el interés de la gente en sus proyectos.

O quizá su interés estuviera en otra parte, pensó mientras hacía lo posible por no mirar de nuevo a la ventana. Sin conseguirlo.

Quizá tuviera más que ver con aquel inesperado interés por su joven y encantadora conductora.

Vio un movimiento a la orilla del río y se dio cuenta de que, en vez de estar acurrucada leyendo su libro, Metcalfe estaba apoyada en la barandilla del paseo. Sin la gorra, con los cabellos revueltos…

Una camarera se detuvo delante de él con una bandeja, obstaculizándole la vista.

–¿Un canapé, señor?

–¿Qué?

Entonces, dándose cuenta de lo que la camarera le había dicho, la miró. Miró a la bandeja.

–Gracias –dijo Zahir después de agarrar la bandeja, con la que se encaminó hacia la puerta.

* * *

–Vaya un perro guardián que está hecha, Metcalfe. Cualquiera podría haber agarrado su precioso coche y haberse ido con él.

Diana, que a pesar de sus esfuerzos había estado pensando en aquel hombre extraordinariamente guapo, se sobresaltó.

–Podrían haberlo intentado –respondió ella–. Pero conseguirlo…

–¿Por qué no ha entrado en la galería?

–Al señor Pierce no le habría gustado –dijo ella, manteniendo los ojos fijos en la parte norte del río–. Además, esta vista es más interesante que un montón de cuadros viejos.

–Y todo ese arte…

–Dígame, ¿cuántos ingleses cree que han leído un poema árabe? –Diana cambió de tema al instante–. ¿Ha acabado la fiesta ya?

–No, está en pleno apogeo.

–Ah –él había ido a verla. Miró la bandeja. Él le había llevado comida–. ¿Sabe el señor Pierce que usted se ha escapado?

–¿Escapado?

–¿No es usted el centro de atracción?

–Yo no, el complejo turístico Nadira. Además, James está entreteniendo a una joven periodista que alberga serias dudas sobre mi proyecto.

–¿Por qué?

Él le ofreció la bandeja.

–Pensé que quizá tuviera hambre.

Diana se quedó mirándola un momento; después, sacudió la cabeza.

–No. ¿Por qué duda de su proyecto? Sea lo que sea.

–No de mi proyecto en sí, sino de su integridad. Ya sabe que los periodistas son unos cínicos.

–Es una forma de describirlos. ¿Por qué iba a creer a James Pierce y no a usted?

–El trabajo de Pierce es convencerla para que vaya a Nadira a ver el lugar con sus propios ojos.

Una sonrisa de él habría bastado, pensó Diana. Con una sonrisa conseguiría cualquier cosa que se propusiera…

–De haber sabido que ofrecía vacaciones pagadas, incluso yo podría haberme visto…

«Tentada».

Dejó la palabra sin pronunciar, pero los dos sabían qué iba a decir. Avergonzada, Diana fijó los ojos en los canapés que había en la bandeja.

–Parecen buenísimos –dijo ella.

–Adelante. Coma lo que quiera.

Las palabras parecían cargadas de segundas intenciones. Una invitación a probar algo más que los canapés. Hizo un esfuerzo por tomar las palabras en sentido literal. No tenía hambre, pero llenarse la boca de comida le evitaría algo de lo que más tarde podría arrepentirse.

El pequeño canapé estalló en su boca. No era totalmente fingido el gemido de placer que lanzó.

–¿Ha probado estos?

–¿Debería hacerlo? –preguntó Zahir con seriedad.

–Sí… ¡No! No, desde luego que no. Debería dejarme la bandeja entera y volver a la fiesta.

Él agarró un canapé y lo comió.

–Ahora la entiendo –dijo él chupando un trozo de queso que se le había quedado en el pulgar.

Diana se contuvo para no chuparle ella el dedo.

Pero no pudo evitar imaginarlo.

–¿Le parece que llevemos la bandeja a ese banco? –sugirió él–. Hay que comer sentado. Por cierto, debería haber traído un par de bebidas.

–¿Un par? Perdone, pero… ¿no le van a echar de menos en la fiesta?

–Quiere comerse sola la bandeja entera, ¿es eso?

Diana se echó a reír. Era fácil reír con él mirándola de esa manera.

–Exacto, jefe.

–Adelante. Yo todavía tengo que asistir a una cena.

Él no parecía entusiasmado con la idea de cenar en uno de los mejores restaurantes londinenses.

–No me parece que eso sea tan terrible.

–La alta cocina me va a arruinar. Me va a dar indigestión.

–Eso le pasa por mezclar los negocios con el placer.

–Es usted muy sabia, Metcalfe. Es una pena que los hombres con dinero no tengan su sentido común.

–Supongo que piensan que el tiempo es dinero, por lo que creen que haciendo dos cosas al mismo tiempo ganan el doble.

–Sobre todo, cuando no tienen que pagar la cena.

–Cierto.

Él dejó la bandeja en el banco, esperó a que ella se sentara y luego tomó asiento, dejando la bandeja entre medias de los dos.

–Me encanta esta vista, ¿a usted no? –preguntó Zahir–. Tanta historia concentrada en tan poco espacio.

–¿Ha pasado mucho tiempo en Londres?

–Demasiado –admitió él recostándose en el respaldo del banco y estirando las piernas–. Mi colegio estaba un poco más arriba, siguiendo el río.

–¿En serio? El mío también. Aunque, evidentemente, el mío no era Eton, sino un instituto en Putney.

–¿Es ahí donde vive?

–Sí. Veintitrés años y todavía no he salido de la casa de mis padres. Qué triste, ¿no?

–¿Triste?

–Bueno, patético.

–No, todo lo contrario. Así es como debería ser. En mi país, las mujeres viven en casa de sus padres hasta que se casan.

No si tenían un hijo de cinco años y no tenían marido, pensó Diana mientras se miraban el uno al otro.

Zahir sabía que debía marcharse. Dejar aquello, fuera lo que fuese. Mientras estaba allí flirteando con su chófer, su madre y sus hermanas estaban eligiéndole una esposa.

Mientras se animaba a marcharse, una ráfaga de aire le revolvió el cabello a Metcalfe y él, sin poder evitarlo, alargó la mano para capturarlo.

Seda, pensó Zahir cuando las hebras de pelo le acariciaron la muñeca. Seda de color castaño en perfecto contraste con el verde de sus ojos que se habían agrandado y oscurecido bajo su mirada. La tentación de atraerla hacia sí le sobrecogió.

Pero no del todo. No estaba tan perdido…

Despacio, con cuidado de no tocarle la mejilla, no le quedó más remedio que sujetárselo detrás de la oreja… La suavidad de esta, la fina piel de su cuello, le hicieron olvidar sus buenas intenciones. La calidez de ella le atrajo y, cautivándole, le hizo sujetarle la cabeza con la mano.

Ella le observó hasta el último instante, pero un segundo antes de que él le rozara los labios, los cerró, quedándose rígida e inmóvil. Entonces… ella se rindió y también le besó.

Fue el ruido de la bandeja al estrellarse contra el suelo lo que les hizo recobrar el sentido.

Metcalfe se echó atrás con un gemido.

–¡Dios mío! –exclamó ella.

Él quería decir algo, pero… ¿qué? Ni siquiera sabía su nombre de pila. Metcalfe no valía…

–Tengo que volver a la galería –dijo él poniéndose en pie.

Ella asintió.

–Yo llevaré la bandeja –entonces, cuando él permaneció inmóvil, Diana le miró–. Diana. Me llamo Diana Metcalfe.

–¿Como la princesa?

–Eso me temo. Mi madre era una de sus admiradoras.

–Diana también era una diosa.

–Sí, lo sé. La mayoría de la gente me llama Di.

Con un asentimiento de cabeza, él se dio la vuelta y se alejó a toda prisa.

¿Estaba enfadado con ella?

No tenía de qué preocuparse, ella estaba enfadada consigo misma por los dos.

Ella era una mujer soltera que había tenido un hijo a los dieciocho años. Y, después, cuando podía haber hecho algo de provecho con su vida, su padre había sufrido un infarto y había tenido que dejar de trabajar, dejando el trabajo para su madre y ella.

Al día siguiente iba a llevar preparados unos bocadillos y un termo con té, se prometió a sí misma al tiempo que recogía la bandeja y daba los restos de los canapés a los pájaros.

–Buen comienzo, Diana. Muy profesional. Has fallado en todo.

Diana fue a la galería, le dio la bandeja a una de las camareras y no miró hacia ningún lado mientras se dirigía a los lavabos para lavarse las manos.

Pero al volver al cabo de unos minutos, la primera persona a la que vio entre la multitud fue a Zahir. Él tenía toda su atención centrada en una rubia alta y elegante con los cabellos recogidos en un moño. No era una joven alocada, sino una mujer hermosa. No llevaba un uniforme horrible, sino un vestido de exquisito corte que debía de costar una fortuna.

Se sintió como si la hubieran hecho volver a la realidad de una bofetada.

El jeque Zahir era un hombre que atraía a las mujeres hermosas como un imán. Mujeres hermosas vestidas con hermosos atuendos y zapatos de tacón de diseño.

Él la había besado porque estaba disponible. Porque podía. Eso era lo que los hombres hacían. Los hombres tomaban lo que se les ofrecía sin pensar, obedeciendo simplemente a sus hormonas.

El beso que él le había dado no significaba nada. Nada, pensó al tiempo que se daba la vuelta y se encontraba de cara con James Pierce.

Él miró en dirección a su jefe, luego a ella. Y, como si supiera exactamente lo que estaba pensando, le dedicó una maliciosa sonrisa.

–Es preciosa, ¿verdad?

–Preciosa –logró decir Diana–. ¿Quién es?

–Su compañera –respondió Pierce–. Será mejor que vuelva al coche. El jeque Zahir va a salir dentro de unos minutos.

Diana no necesitó que se lo repitiera dos veces. Al salir al aire libre, se llenó de aire los pulmones y luego se puso la gorra y los guantes como si fueran una armadura.

Había esperado que la rubia saliera con él; pero cuando Zahir apareció unos minutos más tarde, solo le acompañaba James Pierce.

–Arréglatelas tú solo con ellos, James. Quiero que todas y cada una de esas personas visiten Nadira.

–Todos han quedado en venir, a excepción de un par de periodistas que se están haciendo de rogar; sin embargo, la princesa se encargará de convencerlos.

¿La rubia era una princesa?

¿Por qué le sorprendía?

–No me cabe la menor duda. Por favor, acompaña a Lucy y no la dejes hasta verla dentro del coche.

–Será un placer –respondió Pierce–. Estaré pendiente del teléfono por si lord…

–Gracias, James. Creo que podré contestar a cualquier pregunta que lord Radcliffe pueda hacerme –concluyó Zahir.

Él la había besado. Ahora, al parecer, volvía a ser su chófer.

–Por favor, Diana, a Berkeley Square –dijo él mientras entraba en el coche.

–Sí, señor.

–Venga a recogerme a mí tan pronto como haya dejado al jeque Zahir, Metcalfe –dijo James Pierce secamente.

El jeque Zahir alzó una mano, impidiéndole que ella cerrara la portezuela.

–Toma un taxi, James.

–No es ningún problema –dijo Diana rápidamente, no queriendo dar ningún motivo a Pierce para que se quejara a Sadie y decidida a demostrarle al jeque Zahir que nada había cambiado. Entonces, dedicó una sonrisa a James Pierce–. Volveré a por usted lo antes posible, señor Pierce.

Diana se sentó al volante, puso en marcha el coche y, mientras conducía, evitó el contacto con los ojos de él por el espejo retrovisor.

Y, ahora que había decidido no hablar a menos que se le preguntara algo, realizaron el trayecto en silencio, ya que el jeque no abrió la boca.

Quizá estuviera enfadado con ella por haber tenido la temeridad de intervenir cuando él le sugirió a James Pierce que tomara un taxi. No debía de estar acostumbrado a que alguien le llevara la contraria.

Sin embargo, él no salió del coche cuando ella, en Berkeley Square, detuvo el vehículo delante del restaurante.

Pero el jeque estaba sumido en sus pensamientos porque, cuando ella le abrió la puerta, resultó evidente que él ni siquiera había notado que el coche se había detenido y que habían llegado a su destino.

–¿A qué hora quiere que le recoja, señor? –preguntó Diana.

Zahir se había pasado el trayecto pensando en la reunión que iba a tener durante la cena; tratando de olvidar la imagen, el sabor y el aroma de la mujer que estaba sentada delante de él. Tan solo una palabra desbarató sus esfuerzos.

–Si no está seguro, ¿quiere llamarme por teléfono? –Diana sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta del uniforme y se la ofreció–. ¿Cuando les sirvan los cafés?

Era una tarjeta de la empresa Capitol.

–¿Que la llame?

–El teléfono que viene en la tarjeta es el del coche –dijo ella–. En el reverso de la tarjeta está el número de mi teléfono móvil.

El jeque Zahir tomó la tarjeta. Su intención había sido hacer lo de siempre, volver al hotel andando. Sabía que necesitaría tiempo para aclarar sus ideas después de la reunión, fuera el que fuera el resultado. A punto de decirle que se marchara a casa, cosa que podría haber hecho de no haber insistido en ir a recoger a James, se contuvo. Enviarla a su casa podría ser mejor para él, pero no para ella, ya que le robaría tres horas de trabajo extra a unas horas en las que le pagaban más.

–Venga a recogerme a las once y media –dijo él–. La llamaré si hay un cambio de planes.

–Sí, señor.

Lo de «señor» le molestó. Estaba convencido de que era la forma de decirle que comprendía que el beso no había significado nada, que volvían al principio.

No pudo evitar mostrar el reconocimiento de su tacto con una ligera inclinación de cabeza.

–Gracias, Metcalfe.

La prometida inadecuada - Solo para sus ojos

Подняться наверх