Читать книгу La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеDURANTE un instante, Diana le miró. Durante un instante, vio en sus ojos algo que le hizo olvidar a los poderosos hombres que le estaban esperando, olvidar sus líneas aéreas. Lo único que sintió fue un deseo sobrecogedor de impedir que Diana se marchara, sentarse en el coche a su lado y llevarla a un lugar tranquilo e íntimo en el que los
diferentes mundos de los que procedían dejaran de existir.
Pero… ¿para qué?
Para escucharla, para disfrutar de su conversación sin otro motivo. Sin segundas intenciones.
Ambos sabían que lo único que podían compartir eran unos momentos de intimidad sin futuro.
Era arriesgado y atrevido en lo referente a los negocios; a veces, incluso estaba dispuesto a arriesgar todo lo que había conseguido. Pero era mucho más circunspecto respecto a los asuntos personales; mantenía sus relaciones a un nivel superficial, con mujeres que se guiaban por las mismas reglas que él: divertirse y olvidar. Mujeres que comprendían que su futuro estaba escrito, que no había posibilidad de nada más profundo y permanente entre los dos. Mujeres a las que un coqueteo jamás les haría sufrir.
Diana Metcalfe no era una de esas mujeres.
Y él no la tomaba a la ligera.
Sin embargo, incluso cuando reconocía que debía anteponer el deber al placer, seguía queriendo oírla pronunciar su nombre, quería que le sonriera. No podía olvidar el aroma de su piel ni el dulce sabor de sus labios… ni la sonrisa que había dado paso a una sombra de tristeza en sus ojos.
Necesitaba estar centrado aquella noche si quería lograr el trato más importante de su carrera hasta la fecha; sin embargo, lo único en lo que podía pensar era en la desaparición del brillo de los ojos de ella. Y sabía quién era el causante.
Impulsivamente, alzó la tarjeta que tenía en las manos y percibió un ligero rastro de su aroma. Nada procedente de un frasco de perfume, sino algo cálido y femenino que era enteramente Diana Metcalfe.
Metió la tarjeta en el bolsillo y se pasó ambas manos por los cabellos. Debería llamar a James inmediatamente y decirle que llamara a Capitol Cars y les pidiera que les enviaran otro chófer al día siguiente. Quizá, si no la viera, podría quitársela de la cabeza.
Pero no podía hacerlo.
La mayor equivocación que había cometido no había sido besarla ni coquetear con ella, sino hablarle. Hablar con ella de verdad.
Había hablado con Jack Lumley; pero después de una semana en compañía suya, sabía lo mismo que si solo hubieran pasado un día juntos.
Diana no mantenía conversaciones educadas y vacías.
Diana Metcalfe era una mujer de extraordinaria naturalidad, no era artificial en lo más mínimo. Primero hablaba y después pensaba. No intentaba agradar. No poseía la cultivada educación que los Jack Lumley del mundo habían convertido en un arte.
No podía estropear la gran oportunidad de Diana y hacer que volviera a conducir un autobús lleno de niños cuando ella no había hecho nada malo.
Era él quien se había saltado las reglas y era él quien tenía que sufrir las consecuencias, pensó mientras veía el coche alejándose.
–Excelencia –dijo el maître mientras le conducía al comedor privado reservado para la discreta cena–, es un placer verle de nuevo por aquí.
–Lo mismo digo, Georges.
Y, mientras le seguía ascendiendo la amplia escalinata, se distanció voluntariamente de aquel mundo cosmopolita e internacional, recordándose a sí mismo su cultura y su futuro. Y lo demostró preguntándole a aquel hombre por su familia, sin mencionar a su esposa e hijas ya que eso, en el mundo árabe, sería un insulto.
–¿Cómo están sus hijos? –preguntó Zahir, lo mismo que habrían preguntado su padre y su abuelo.
* * *
Zahir había pensado en llamar a Diana a las once para decirle que se fuera a casa, pero se le había pasado. Cuando la vio esperándole delante de la puerta del restaurante, sabía que el subconsciente le había jugado una mala pasada. Y no podía evitar alegrarse.
No era soledad lo que necesitaba en ese momento, sino la compañía de alguien con quien compartir su entusiasmo. Alguien cuya sonrisa le llegara adentro, al corazón.
–Sé que ha tenido un día de mucho trabajo, Metcalfe, pero… ¿dispondría de cinco minutos?
–Sí… sí, claro. ¿Adónde quiere ir?
–A ninguna parte. ¿Le importaría dar una vuelta por la plaza conmigo?
Diana salió del coche, lo cerró y se reunió con él.
–No se ve ninguna estrella –dijo él alzando los ojos al firmamento–. La contaminación lo borra todo. Si estuviéramos en el desierto, sentiríamos como si pudiéramos tocar las estrellas extendiendo las manos.
–Debe de ser sobrecogedor –él la miró–. Quiero decir que…
–Sé lo que quiere decir –la interrumpió él–. Y tiene razón, es frío, vacío y despejado. Hay un absoluto silencio, un silencio sobrecogedor. Allí, uno se da cuenta de lo pequeño que es, de su insignificancia.
–¿No ha ido bien la reunión? –preguntó ella con preocupación.
–Mejor de lo que había esperado. Aparte de los cuatro que estábamos cenando, usted va a ser la primera persona en saber lo que el mundo sabrá dentro de dos días, que Ramal Hamrah va a tener sus propias líneas aéreas.
–Ah. Eso es extraordinario.
–Todo es extraordinario, solo cambian las cifras –Zahir la miró–. Cuando usted se compre su taxi de color rosa, también será extraordinario.
–Será un milagro –dijo ella con vehemencia–. Pero, si lo consiguiera algún día, le prometo que miraré a las estrellas y me haré la firme promesa de no volverme demasiado ambiciosa.
Zahir le tomó el brazo antes de volver a mirar al cielo.
–En Londres no las va a ver, Metcalfe. Aunque supongo que podría ir al Planetario.
–No necesariamente. En Londres, para ver las estrellas, no se mira hacia arriba, sino hacia abajo –él frunció el ceño y ella se echó a reír–. ¿No sabía que las calles de Londres no están pavimentadas con oro sino con estrellas?
–¿En serio?
Zahir miró al suelo y luego a ella.
–Es evidente que se me está escapando algo.
–Estamos en Berkeley Square, ¿no? ¿No ha oído nunca la canción? Es muy antigua.
Zahir rebuscó en su memoria.
–Creía que la canción trataba de un ruiseñor.
–¡La conoce!
–Me acuerdo de la música –él tarareó y ella sonrió.
–Casi –dijo Diana riendo–. Pero no habla solo del ruiseñor, sino de las estrellas también. Mi padre solía cantársela a mi madre y bailaban en la cocina mientras cantaban.
–¿En serio? ¿Así? –al instante, Zahir le rodeó la cintura.
Diana no podía creer lo que estaba sucediendo. Todavía había gente en la calle. Quizá, de no ir vestida con aquel uniforme, no se habría sentido tan ridícula.
–¡No! –rogó ella, pero Zahir le agarró la mano y, tarareando, comenzó a bailar–. Zahir… ¡Por el amor de Dios, ni siquiera sabe la música!
–¿No? ¿Cómo es?
El entusiasmo y la alegría de Zahir eran contagiosos y Diana, al final, acabó cantando. Se trataba de una canción que ya era antigua cuando sus padres la bailaban en la cocina. Era una canción que trataba de la magia del amor y de cómo era capaz de hacer realidad lo imposible. Hablaba de un Londres en el que los ángeles comían, los ruiseñores cantaban y las calles estaban pavimentadas con estrellas.
Fue cuando acabó la canción cuando Diana se dio cuenta de que habían dejado de bailar y estaban de pie junto al coche, Zahir la abrazaba.
Lo que más deseaba en el mundo era que él volviese a besarla.
Y, como si le hubiera leído el pensamiento, Zahir le alzó una mano y se la llevó a los labios.
–¿Lo oyes? –murmuró él–. El ruiseñor.
A Diana le costó lo imposible ignorar la suave caricia del aliento de Zahir en su mejilla, sus dedos entrelazados con los suyos, su cálida mano en la espalda… ignorar la magia del ruiseñor.
Le costó forzarse a recordar las palabras de Freddy: «Mamá, ¿vas a volver a casa antes de que me acueste?». Y su respuesta: «Estaré allí cuando te despiertes».
–No, señor –logró responder ella con una voz que le sonó extraña a sus oídos–. Me parece que aquí solo quedan jilgueros.
Con esas palabras quebró la frágil belleza del momento y el peligro pasó.
Zahir dio un paso atrás y, con la más seria de las sonrisas, comentó:
–Se me había olvidado, Metcalfe. Usted no cree en los cuentos.
Durante un momento, ella quiso negarlo. En vez de eso, dijo:
–Ni usted, señor.
–No, yo tampoco –Zahir volvió a rozarle los dedos con los labios y, sin más palabras, se dio media vuelta y comenzó a alejarse.
–¡Señor! –pero él no pareció oírla–. ¿Adónde va? ¡Zahir!
Sin detenerse, sin volverse, él respondió:
–Váyase a casa, Metcalfe. Voy a mi hotel.
–Pero…
Él se detuvo. Miró al cielo.
«Pero… ¿qué? ¿En qué estaba pensando?».
Como si fuera una respuesta a su silenciosa pregunta, Zahir se volvió y sus ojos se encontraron. Ella sabía qué era ese «qué».
Siempre lo había sabido.
Y la fuerza de esa mirada la asustó.
Lo que ocurría entre los dos era un deseo primitivo. No había inmunidad…
–¿Pero? –repitió Zahir con voz suave.
Sin pensar, Diana extendió la mano hacia él, implorándole con el gesto que volviera, que terminara lo que había empezado.
Lenta y deliberadamente, cerró la mano, pero sin apartarla, mientras Zahir daba un paso hacia ella.
Quizá fue el movimiento lo que rompió el hechizo…
–Va en dirección contraria –dijo Diana–. Tiene que tomar Charles Street. Luego Queen Street. Después Curzon Street.
–Eso lo ha aprendido en la guía de taxistas, ¿verdad?
–Sí. No… –sus ojos estaban en contacto aún. Ella apenas podía respirar–. Queen Street es solo de bajada, un taxi tendría que tomar Erfield Street.
Zahir le agarró un brazo con suavidad, abrió la puerta del conductor y dijo:
–Hasta mañana por la mañana, Diana. La veré a las diez en punto.
Zahir esperó a que el coche se alejara para soltar el aire que había estado conteniendo en los pulmones.
Tan solo hacía unas horas que conocía a esa mujer y, sin embargo, era como si la hubiera estado esperando toda la vida. Era ella la única que le hacía reír, que le hacía bailar, que le hacía cantar.
Mientras caminaba por las silenciosas calles, sabía que debería estar pensando en el futuro, en sus planes; sin embargo, lo único que tenía en la cabeza era a Diana Metcalfe.