Читать книгу El callejón de la sangre - Lola Suárez - Страница 10

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–¿Tía? ¡Tía Paula!… Sintió un poco de miedo. ¿No había nadie? ¡Lo había dejado solo!

Estaba a punto de llorar de frustración, cuando apareció Tito trotando y meneando el rabo encantado de la vida. El perrito se sentó en la alfombra y se rascó la oreja, mirando a Rafa.

–¡Hola, Tito! ¡Ven!

Tito, sin hacerle caso en absoluto, volvió a salir por donde había entrado y, desde la puerta, se volvió y le dedicó un aullido corto, como reprochándole su pereza. Después, se perdió de vista.

Rafa no sabía qué hacer: ¿llamaba al móvil de su tía? No, no quería que pensara que era un miedica. A lo mejor solo había salido un momento y volvía enseguida… ¡Claro! Seguro que era eso… Lo mejor era esperar en la cama otro poquito.

Y esperó un rato que se le hizo eterno, hasta que vio la notita trabada en la lámpara de noche:

«¡Buenos días, Rafa! Estabas tan dormido que no he querido despertarte. Me voy a trabajar, tengo dos pacientes que atender y una reunión. Volveré a la hora de comer. Te he dejado el desayuno preparado, solo tienes que calentar la leche. Hasta después, Paula.

P. D.: ¿Podrías comprar el pan? La panadería está al otro lado de la plaza y en el jarrón azul de la cocina hay monedas. ¡Gracias, sobrino!».

A medida que iba leyendo, lo iba embargando primero la sorpresa y luego la indignación. ¿Es que su tía era idiota? ¡No solo lo abandonaba a su suerte el primer día, sino que, además, pretendía que saliera a la calle y le hiciera la compra! ¿A dónde lo habían mandado sus padres?

El recuerdo de su madre y el desamparo que sentía le provocaron el llanto. No podía controlarse. Al oír los sollozos, Tito volvió a la habitación y, esta vez, se encaramó en la cama intentando lamer la cara mojada de Rafa, gimiendo muy bajito. El niño acarició la suave cabeza y la mirada azul del perro logró consolarlo.

En fin, no tenía más remedio que levantarse si no quería que su tía pensara de él lo peor. Además, sentía verdadera hambre.

Pensó que su silla de ruedas estaría en la sala a la que daba el cuarto y puso manos a la obra. Bajó las piernas al suelo ayudándose de las manos y luego, una vez sentado, movió el cuerpo poco a poco hacia los pies de la cama. La distancia hasta la puerta no era mucha, pero la tendría que recorrer a gatas. Lentamente, se dejó resbalar hasta el piso y, siempre apoyándose en las manos, arrastrando sus piernas inmóviles, consiguió llegar a la sala, donde lo esperaba la silla de ruedas.

¡Qué duro le resultó izar todo el cuerpo y trepar hasta que, con el corazón palpitando, logró sentarse!

Tito lo miraba fijamente y, lleno de curiosidad, se acercó a lamerle las manos.

Esa mañana Rafa decidió desayunar con leche fría: no tenía ánimos para batallar con el microondas de Paula. Comió con apetito las galletas y la fruta que encontró en la bandeja que su tía había dejado, compartiendo con Tito su desayuno.

Vestirse le resultó más sencillo, aunque echaba de menos la ayuda de su madre. Se peinó con los dedos y pensó que no pasaría nada si por una vez salía a la calle sin lavarse la cara.

A medida que iba realizando cada acción, sentía mayor bienestar y una maravillosa sensación de libertad que no había experimentado desde el accidente: era la primera vez en cuatro años que hacía las cosas él solo.

Un poco asustado, con las monedas del jarrón azul en los bolsillos del pantalón, abrió la puerta de la calle. Le sorprendió la luz que se reflejaba en las paredes blancas de las casas, el suelo de adoquines negros y brillantes, la plaza con sus leones a ambos lados de la escalera.

«Bueno –pensó–, ahora tengo que rodear la plaza para llegar a la panadería».

Al principio impulsó la silla con algo de inseguridad, pero al comprobar que las ruedas resbalaban suavemente sobre el adoquinado, empezó a disfrutar de su paseo. Por supuesto, Tito lo acompañaba corriendo de un lado a otro y soltando algún ladrido corto y feliz.

La panadería abría sus puertas directamente a la calle y Rafa entró sin problemas en la estancia. Aunque acababa de desayunar, se le hizo la boca agua a la vista de las vitrinas llenas de dulces, al oler el pan recién hecho, los bizcochones y los rosquetes.

La panadera atendía a una señora, que miró a Rafa con curiosidad.

–Tú eres el sobrino de la masajista, ¿verdad? –le preguntó. No esperó la respuesta, le hizo una caricia en el pelo y salió con una gran bolsa en la mano.

–Hola, Rafa, me alegro de verte. Tu tía me dijo que vendrías a por el pan…

La mujer sonrió y se le formaron dos hoyuelos en las mejillas. El niño le devolvió la sonrisa.

–¿Te gusta el pueblo?... Bueno, si has llegado ayer, aún no has visto nada. Ya verás lo bien que lo pasas aquí, a ver si hay suerte y no cambia el tiempo…

Mientras hablaba, fue metiendo en una bolsa de tela algunos panes. Salió de detrás del mostrador y se los entregó a Rafa.

–Espera, voy a darte un rosquete recién salido del horno, ¡verás qué rico está!

El rosco estaba buenísimo, con sabor a limón y canela. Tito también tuvo su regalo, un gran trozo de pan bizcochado, que agradeció moviendo la cola.

–¡Es el mejor que he comido en mi vida! –le dijo Rafa a la panadera–. ¡Muchas gracias! ¡Hasta mañana!

–¡Adiós, Rafa, hasta mañana!

Aún relamiéndose, el niño y el perro salieron de nuevo a la calle de vuelta a casa.

Desde una esquina de la plaza, bien escondida, la tía Paula sonreía. Había estado vigilando las andanzas de su sobrino todo el tiempo y se sentía muy orgullosa de él.

«Esto marcha bien –pensó–. Rafa: prepárate».

El callejón de la sangre

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