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II

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ÁLVERIC VISLUMBRA LAS MONTAÑAS DE LOS ELFOS


A LA ALARGADA RECÁMARA escasamente amueblada en lo alto de una torre, donde dormía Álveric, entró un rayo directo del sol en ascenso. Se incorporó y recordó de golpe la espada mágica, lo cual le alegró el despertar. Es natural sentir alegría al pensar en un regalo reciente, pero también había cierta alegría intrínseca en la espada, que quizá llegaba con mayor facilidad a los pensamientos de Álveric apenas tras desprenderse del país de los sueños, que era sobre todo el país del que provenía la espada; comoquiera que haya sido, todo el que ha tenido la fortuna de poseer una espada mágica ha sentido este gozo indescriptible cuando, claramente y sin lugar a dudas, dicha espada sigue siendo nueva.

No tenía a nadie de quien despedirse, así que pensó que sería mejor obedecer a su padre antes de verse obligado a explicar por qué llevaba consigo una espada que le parecía mejor que la que el rey tanto amaba. Así que ni siquiera comió, sino que guardó comida en un bolso y colgó en una correa de cuero una cantimplora nueva de buena piel, sin siquiera llenarla puesto que sabía que en su camino hallaría riachuelos; y, portando la espada de su padre como las espadas suelen portarse, se colgó la otra en la espalda con la áspera empuñadura atada al hombro, y se alejó a paso veloz del castillo y del valle de Erl. Dinero llevó sólo un poco, tan sólo medio puñado de cobre para usarlo en los campos por todos conocidos, pues no sabía qué moneda o qué objetos eran válidos más allá de la frontera de crepúsculo.

Ahora bien, el valle de Erl está muy cerca de la frontera después de la cual desaparecen los campos que conocemos. Álveric escaló la colina, caminó a zancadas por los campos, atravesó los bosques de avellano, y el alegre cielo lo iluminó conforme avanzaba por los campos, y el azul celeste hizo eco bajo sus pasos al llegar al bosque, pues era tiempo de campánulas. Comió, llenó su cantimplora y viajó todo el día hacia el este, y por la noche las montañas del país de las hadas se asomaron en el horizonte como pálidas nomeolvides.

Mientras el sol se ponía a sus espaldas, Álveric observó aquellas montañas azul pálido para ver con qué color su cima sorprendería a la noche; pero ni un solo tono robaron al sol poniente, cuyo esplendor doraba los campos que conocemos sin que una sola arruga se destiñera en sus precipicios ni una sola sombra se proyectara, y Álveric comprendió que nada que ocurra en los campos que conocemos puede alterar lo que yace en aquellas tierras encantadas.

Retiró la mirada de su serena y pálida belleza para posarla en los campos que conocemos. Y ahí, con los gabletes levantados hacia el sol sobre los profundos setos bañados de primavera, vio las cabañas de los hombres de este mundo. Pasó frente a ellas a medida que avanzaba la noche, con los pájaros entonando canciones y las flores desprendiendo su perfume, entre aromas cada vez más penetrantes y la noche que se engalanaba para recibir a la Estrella de la Noche. Pero antes de que la estrella apareciera el joven aventurero encontró la cabaña que buscaba: batiéndose encima de la puerta, divisó el enorme letrero de cuero marrón cuya extravagante caligrafía con recubrimiento dorado rezaba que quien ahí vivía era un talabartero.

Un viejo abrió la puerta cuando Álveric tocó. Pequeño y encogido por la edad, se inclinó aún más cuando Álveric le dijo su nombre. El joven pidió también una funda para su espada, sin revelar entonces de qué espada se trataba. Ambos entraron en la cabaña, donde la anciana esposa estaba junto al fuego, y la pareja rindió a Álveric los honores correspondientes. El viejo se sentó junto a una mesa gruesa, cuya superficie brillaba con tersura dondequiera que no hubiera agujeros, producto de las delicadas herramientas con que se habían perforado trozos de piel no sólo durante la vida de ese viejo hombre, sino también durante la de sus antepasados. Y luego puso la espada sobre sus rodillas y se asombró por la aspereza de la empuñadora y la protección, puesto que estaban hechas de metales crudos sin tratamiento alguno, así como por la anchura de la espada; luego entornó los ojos y comenzó a pensar en su oficio. En un instante resolvió lo que tenía que hacer: su esposa le acercó una piel fina, y el talabartero marcó sobre ella dos piezas del ancho de la espada e incluso un poco más anchas.

Y cualesquiera preguntas que hiciera el anciano sobre aquella ancha y brillante espada, Álveric las esquivaba, puesto que no quería perturbar su mente al hablarle de su procedencia: ya había desconcertado lo suficiente a aquella pareja de ancianos al pedirles posada para esa noche. A ello respondieron con infinitas disculpas, como si hubieran sido ellos quienes irrumpieran en el palacio pidiendo morada, y le ofrecieron una copiosa cena proveniente de su caldero, donde hacían hervir todo aquello que cazara el hombre; y nada pudo decir Álveric que impidiera que le cedieran su propia cama y para sí mismos apilaran un montón de pieles sobre el piso para pasar la noche al lado del fuego.

Después de la cena el anciano cortó las dos anchas piezas de cuero y comenzó a zurcirlas de cada lado. Y luego Álveric empezó a hacerle preguntas sobre el camino, y el viejo talabartero habló del norte y del sur y del oeste, e incluso del noreste, pero del este y del sureste no dijo nada. A pesar de vivir justo en la frontera de los campos que conocemos, ni él ni su esposa musitaron una sola palabra. Ahí donde la jornada de Álveric se extendería a la mañana siguiente, para ellos parecía terminar el mundo.

Al reflexionar después sobre todo lo que le había dicho el anciano, recostado en la cama que le habían cedido, Álveric se sorprendía de su ignorancia, y aun así se preguntaba si era posible que la pareja de ancianos hubiera evadido durante toda la velada cualquier tema relativo al este o al sureste de su hogar por astucia. Se preguntó si en sus días más tiernos el viejo habría llegado hasta ahí, pero era incapaz siquiera de imaginarse qué había encontrado en caso de haber ido. Después, Álveric se quedó dormido y los sueños le dieron pistas e ideas sobre las andanzas del anciano en la tierra de las hadas, mas no le dieron mejor guía que la que ya había encontrado: las cimas azul pálido de las montañas de los elfos.

El anciano lo despertó después de un largo sueño. En la sala de estar ardía un fuego brillante y su desayuno estaba listo. También la funda se encontraba lista: la espada embonaba a la perfección. Los ancianos guardaron silencio y aceptaron un pago por la funda, pero no aceptaron nada a cambio de su hospitalidad. En silencio lo observaron ponerse de pie y partir, y lo acompañaron hasta la puerta sin decir palabra; una vez fuera siguieron observándolo, a todas luces esperando que cambiara de opinión y se dirigiera al norte o al oeste; pero cuando echó a andar rumbo a las montañas de los elfos dejaron de verlo, puesto que sus rostros jamás giraron en esa dirección. Y, aunque ya no lo observaban, él seguía despidiéndose de ellos con un gesto de la mano, puesto que sentía aprecio por las cabañas y los campos de la gente simple, aprecio que esta gente de campo no sentía por las tierras encantadas. Aquella mañana brillante, Álveric atravesó paisajes que conocía desde la infancia; vio florecer las rubicundas orquídeas que les recordaban a las campanillas que su temporada estaba por acabar; las tiernas hojas del roble seguían siendo de un color pardo y amarillento, mientras que las de la haya, desde donde un ave trinaba con claridad, relucían como el bronce; y el abedul parecía una criatura salvaje del bosque que se había envuelto en gasa verde, mientras que en afortunados arbustos florecían botones de espino. Para sus adentros, Álveric se despidió una y otra vez de estas cosas; el cuco siguió su canción, que no estaba destinada a él. Más tarde, conforme se abría paso entre los setos de un campo desatendido, de pronto se encontró frente a la frontera de crepúsculo, tal como su padre le había advertido. Se extendía frente a él a lo largo de los campos, con la densidad azul del agua, y a través de ella las cosas parecían perder su forma y brillar. Volteó atrás una última vez, hacia los campos que conocemos; el cuco seguía trinando lo suyo y, al ver que nada parecía responder o atender siquiera su despedida, Álveric avanzó con paso decidido hacia las extensas masas crepusculares.

En un campo cercano un hombre llamaba a los caballos mientras otros conversaban en un sendero aledaño y Álveric atravesaba la muralla del crepúsculo; al instante, todos esos sonidos se atenuaron, como si provinieran de muy lejos: tras unos cuantos pasos al otro lado, no se escuchaba ni un murmullo proveniente de los campos que conocemos. Los campos que había atravesado para llegar hasta ahí se esfumaron y no quedó rastro alguno de sus relucientes arbustos verdes; miró hacia atrás, donde la frontera neblinosa parecía descender; luego miró alrededor y no vio nada que le resultara familiar: en lugar de la belleza de mayo, frente a él se extendían las maravillas y los esplendores del País de los Elfos.

Las majestuosas montañas azul pálido se erguían de forma gloriosa, y refulgían y ondulaban bajo la luz dorada que parecía verterse de forma rítmica desde la cima e inundar las laderas con brisas de oro. En lo más bajo de las faldas, Álveric vio que se alzaban hacia el cielo los esbeltos capiteles plateados del palacio del que sólo había oído hablar en canciones. Se encontraba en una planicie donde las flores eran peculiares y los árboles tenían formas monstruosas. De inmediato, emprendió el camino hacia aquellos capiteles plateados.

A quienes hayan tenido la prudencia de ceñir sus fantasías a los límites de los campos que conocemos, se me dificultará describirles la tierra a la que Álveric había llegado. Imaginarán una planicie con árboles desperdigados y, a lo lejos, un bosque oscuro en medio del cual se alzaban aquellas torres relucientes del palacio del País de los Elfos, enmarcadas por lo alto y por los costados por una apacible sierra montañosa cuyos pináculos no adquirían color alguno debido a la ausencia de luz. Pero es justo por esta razón que nuestra fantasía puede viajar grandes distancias, y si por culpa mía los lectores no logran visualizar las cimas del País de los Elfos, mejor habría sido que mi imaginación se limitara a los campos que conocemos. Ha de saberse que en el País de los Elfos los colores son más profundos que en nuestros campos, y que el aire mismo brilla con una luminosidad tan profunda que todo ahí guarda cierta similitud con el reflejo de nuestros árboles y nuestras flores en un lago durante el mes de junio. Y el color del País de los Elfos, que desespero por describir, puede ser descrito aún, pues en nuestro mundo hay ciertos indicios de él: el azul profundo de las noches de verano cuando el sol ha terminado de ponerse, el azul pálido de Venus que inunda el anochecer de luz, las profundidades de los lagos durante el crepúsculo; todos éstos son indicios de aquel color. Y, mientras que los girasoles siguen con delicadeza al sol, algún ancestro de los rododendros debió girar un poco hacia el País de los Elfos, pues una pizca de su gloria habita en ellos hasta la fecha. Pero, por encima de todo, nuestros pintores han tenido muchos atisbos de aquel país, de modo que a veces en sus cuadros vemos cierto espejismo demasiado maravilloso para nuestros campos; es un recuerdo suyo, proveniente de algún viejo atisbo de las montañas azul pálido al pintar los campos que conocemos detrás de sus caballetes.

Así que Álveric marchó, atravesando el luminoso aire de aquella tierra cuyos atisbos vagamente recordados son en realidad inspiraciones. Y de repente se sintió menos solo, pues, aunque en los campos que conocemos hay una barrera que divide con claridad a los hombres de cualquier otra forma de vida, de modo que si nos distanciamos aunque sea un día de los nuestros nos sentimos solos, una vez que cruzó el crepúsculo vio que la barrera se derrumbaba. Unos cuervos que caminaban por el páramo lo miraron con gesto enigmático, y toda clase de criaturillas se asomó con curiosidad para ver quién venía de un cuadrante de donde muy pocos provenían, para ver quién había emprendido un viaje del que muy pocos volvían, pues el rey del País de los Elfos tenía bien resguardada a su hija, de lo cual Álveric era consciente, aunque desconocía hasta qué punto. En todos esos ojillos se encendió una chispa de interés que dio paso a una mirada que parecía ser de advertencia.

Quizá había menos misterios ahí que de nuestro lado de la frontera crepuscular, pues nada acechaba o parecía acechar detrás de los gruesos troncos de los robles, como bajo ciertas luces y durante ciertas estaciones algunas cosas acechan en los campos que conocemos; nada extraño se ocultaba en el extremo lejano de los riscos; nada husmeaba en las profundidades de los bosques; lo que podría haber acechado ahí sin duda no era visible, y cualquier cosa extraña que pudiera haber se tendía a plena vista del viajero, y lo que podría haber husmeado en las profundidades del bosque vivía ahí a plena luz del día.

Además, tan profundo y fuerte era el encantamiento de aquella tierra que no sólo las bestias y los hombres podían adivinar las intenciones del otro, sino que incluso parecía haber una suerte de entendimiento que iba de los hombres a los árboles y viceversa. Los pinos solitarios junto a los que pasaba Álveric al cruzar el páramo tenían troncos que relucían con la luz rubicunda que habían obtenido mágicamente de algún antiguo atardecer, y parecían erigirse con las ramas en jarras e inclinarse un poco para observar mejor al viajero. Daba la impresión de que no siempre hubieran sido árboles, de que fueron algo más antes de que el encantamiento los hubiera alcanzado; parecía que estaban a punto de confesarle algo.

Sin embargo, Álveric no prestó atención alguna a las advertencias de las bestias ni de los árboles, y avanzó a paso firme a través del bosque encantado.

La hija del rey del País de los Elfos

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