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VII

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LA APARICIÓN DEL DUENDE


TAN PRONTO COMO EL DUENDE LLEGÓ a la frontera crepuscular, la cruzó con destreza; no obstante, se asomó con cautela a los campos que conocemos por temor a los perros. Tras escabullirse con sigilo lejos de aquellas densas masas crepusculares, entró con tal cuidado a nuestros campos que ningún ojo lo habría visto a menos que ya hubiera estado puesto en el sitio donde apareció. Ahí se detuvo durante unos instantes, mirando a la izquierda y a la derecha, y al ver que no había perros, se alejó de la barrera crepuscular. El duende jamás había estado en los campos que conocemos, aunque sabía que debía evitar a los perros, pues el temor a los canes es tan profundo y universal entre quienes son inferiores al hombre que parece haber incluso atravesado nuestras fronteras hasta llegar al País de los Elfos.

En nuestros campos era mayo, y los ranúnculos que los cubrían se extendían frente al duende como un mundo amarillo entrelazado con el ocre del pasto incipiente. Al ver tantos ranúnculos brillando ahí, la riqueza de la Tierra lo deslumbró. De inmediato empezó a caminar entre ellos y las espinillas se le tiñeron de amarillo.

No se había alejado mucho del País de los Elfos cuando encontró una liebre tendida en la comodidad de una cama de pasto, sobre la cual intentaba pasar el tiempo hasta que tuviera cosas que hacer.

Cuando la liebre vio al duende se quedó completamente quieta, con mirada inexpresiva, y no hizo más que pensar.

Al ver a la liebre, el duende se acercó, se tendió ante ella sobre los ranúnculos y le preguntó por las guaridas de los hombres. Pero la liebre sólo siguió pensando.

—Criatura de estos campos —repitió el duende—, ¿dónde están las guaridas de los hombres?

La liebre entonces se puso de pie y se acercó al duende, lo cual la hizo parecer ridícula pues al caminar carecía de la habitual gracia que tenía al correr o dar piruetas, y era de mucho menor estatura por la parte delantera que por la trasera. Incrustó la nariz en el rostro del duende y agitó sus tontos bigotes.

—Indícame el camino —dijo el duende.

Cuando la liebre se convenció de que el duende no emitía olor alguno a perro, accedió a que la interrogara. Pero no comprendía el lenguaje del País de los Elfos, así que permaneció quieta y siguió pensando mientras el duende hablaba.

Por fin el duende se hartó de su silencio, así que se levantó de un brinco y gritó:

—¡Perros!

Dejó a la liebre y siguió correteando alegremente entre los ranúnculos en cualquier dirección que lo alejara del País de los Elfos. Sin embargo, aunque la liebre no podía entender del todo el lenguaje élfico, la vehemencia del tono con que el que el duende gritó “perros” provocó que cierta aprehensión se apoderara de sus pensamientos, de modo que al poco rato abandonó su cama de pasto y brincoteó por la pradera, no sin antes lanzarle una mirada de desprecio al duende; aun así, no iba demasiado rápido y avanzaba apenas con tres patas, pues una de sus patas traseras estaba lista para emprender la huida en caso de que sí hubiera perros. Pero al poco rato hizo una pausa y se sentó y alzó las orejas, y miró a través del campo de ranúnculos y se enfrascó en sus pensamientos. Y, antes de concluir sus reflexiones sobre lo que había querido decirle el duende, éste ya se había perdido de vista y había olvidado lo que le había dicho.

Pronto el duende vislumbró las tejas de una casa de campo que se erigía detrás de unos arbustos. Parecía mirarlo con sus ventanitas bajo las tejas rojas.

—Una guarida humana —dijo.

Pero cierto instinto élfico parecía decirle que ahí no era donde se encontraba la princesa Lirazel. Aun así, se acercó a la granja y observó a las gallinas. Sin embargo, en ese instante un perro lo vio, uno que jamás había visto un duende y que produjo un chillido canino de estupefacta indignación, pero contuvo el resto de su aliento para la persecución y se abalanzó hacia él.

El duende entonces emprendió una huida tajante entre los ranúnculos como si le hubiera robado la agilidad a una golondrina y flotara apenas por encima de las flores. Esa clase de velocidad era algo nuevo para el perro, quien dibujó una larga curva durante la persecución y ladeaba el cuerpo cuando era necesario, con el hocico abierto y silencioso y el viento recorriéndolo desde la nariz hasta la cola con una suave corriente ondulante. Aquella curva era producto de la confusa esperanza canina de atrapar al duende cuando se desviara. Al poco rato se había quedado muy atrás, mientras el duende jugueteaba con la velocidad e inhalaba el aire florido en grandes bocanadas frescas por encima de los ranúnculos. Dejó de pensar en el perro, aunque no cesó en la huida provocada por éste, pues la velocidad le traía alegría. Y la extraña persecución continuó en aquellos campos, con el duende impulsado por el júbilo y el perro por el deber. Con tal de hacer algo novedoso, el duende juntó los pies e impulsándose con las rodillas se clavó hacia el frente sobre las manos y dio una pirueta; estirando los brazos mientras aún giraba, se impulsó por los aires, donde siguió dando vueltas. Repitió este movimiento varias veces, lo que acrecentó la indignación del perro, que sabía bien que ésa no era la manera de atravesar los campos que conocemos. Aun así, a pesar de su indignación, al perro le quedó claro que jamás atraparía al duende y optó por volver a la granja, donde halló a su amo, a quien se acercó moviéndole el rabo. Con tal fuerza agitaba la cola que el granjero se convenció de que había hecho algo útil y le dio una palmada, y con eso se acabó el asunto.

Para el granjero era bueno que el perro hubiera ahuyentado al duende de su granja, pues de haberle hablado al ganado de las maravillas del País de los Elfos, las terneras se habrían burlado del hombre y el granjero habría perdido la lealtad de todas sus bestias, salvo la del perro fiel.

El duende siguió alegremente su camino sobre los pétalos amarillos de los ranúnculos.

De pronto vio que frente a él se alzaba por encima de las flores un zorro, con el pecho blanco y la barbilla blanca, que lo miraba conforme avanzaba. El duende se acercó y lo miró más de cerca. Y el zorro siguió observándolo, pues los zorros acostumbran observar todas las cosas.

Había vuelto hacía poco a aquellos campos cubiertos de rocío tras escabullirse por la noche de la frontera crepuscular que divide los campos que conocemos del País de los Elfos. Incluso se atreve a asomarse al interior de dicha franja y camina en el crepúsculo; y en el misterio de aquel denso crepúsculo que yace entre este lugar y aquel es donde el zorro absorbe parte de esa elegancia que trae consigo a nuestros campos.

—Y bien, Perro de Nadie —dijo el duende. En el País de los Elfos conocían al zorro porque lo veían con frecuencia husmeando en la frontera, y ése era el nombre que le daban.

—Y bien, Criatura-del-otro-lado —dijo el zorro cuando se dignó a contestar, pues conocía el lenguaje de los duendes.

—¿Las guaridas de los hombres están cerca de aquí? —preguntó el duende.

El zorro torció un poco el hocico para agitar los bigotes. Como todo mentiroso, pensaba antes de hablar, y a veces incluso dejaba que los sabios silencios dijeran más que sus palabras.

—Los hombres viven acá y también viven acullá —dijo el zorro.

—Quiero encontrar sus guaridas —dijo el duende.

—¿Para qué? —preguntó el zorro.

—Traigo un mensaje del rey del País de los Elfos.

El zorro no mostró respeto ni temor alguno al escuchar aquel aterrador nombre, aunque ladeó ligeramente la cabeza y desvió la mirada para disimular el asombro que sentía.

—Si es un mensaje, entonces sus guaridas están por allá —dijo señalando con su delgado hocico hacia el valle de Erl.

—¿Cómo las reconoceré al llegar ahí? —preguntó el duende.

—Por el olor —contestó el zorro—. Es una guarida grande y el olor es atroz.

—Gracias, Perro de Nadie —dijo el duende, lo cual resultaba inusual porque el duende rara vez daba las gracias.

—Nunca me atrevo a acercarme a ellos —dijo el zorro—, salvo por… —hizo una pausa y se quedó pensando en silencio.

—¿Salvo por qué? —preguntó el duende.

—Por las gallinas —se hizo entonces un silencio sepulcral.

—Adiós, Perro de Nadie —dijo el duende, se dio media vuelta y emprendió el camino hacia Erl.

Después de pasar la mañana atravesando los campos de ranúnculos amarillos cubiertos de rocío, para cuando cayó la tarde el duende había avanzado bastante y alcanzó a ver antes del anochecer el humo y las torres de Erl. Estaban sumergidas en una hondonada, y las tejas y las chimeneas y las torres se asomaban por el borde del valle, y el humo pendía sobre ellas en medio del aire onírico.

—Las guaridas de los hombres —dijo el duende, y luego se sentó entre las hojas de pasto y las observó.

Al poco rato se acercó más y las observó de nuevo. No le agradaban la apariencia del humo ni la multitud de tejas; sin duda alguna, el olor era atroz. En el País de los Elfos se contaba cierta leyenda sobre la sabiduría de los hombres, pero cualquier respeto que aquella leyenda hubiera despertado en la mente de luz del duende se apagó en el instante en el que miró las abarrotadas casas. Y mientras las observaba, pasó por ahí una niña pequeña, de unos cuatro años, que iba por un sendero que atravesaba los campos de camino a su casa en Erl. Se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos.

—Hola —dijo la niña.

—Hola, hija de los hombres —contestó el duende. Ya no hablaba el idioma de los duendes sino el del País de los Elfos, aquella lengua grandiosa que debía usar cuando estaba frente al rey; y es que conocía el lenguaje del País de los Elfos, aunque nunca se usara en los hogares de los duendes, quienes preferían su propio idioma. En esos tiempos, aquella lengua también la hablaban los hombres, pues en ese entonces no había tantas y los elfos y la gente de Erl usaban la misma.

—¿Qué eres? —le preguntó la niña.

—Un duende del País de los Elfos —contestó el duende.

—Eso pensé —dijo la niña.

—¿A dónde vas, hija de hombre? —preguntó el duende.

—A las casas —respondió la niña.

—Pero no queremos ir ahí —dijo el duende.

—N-no —contestó la niña.

—Ven al País de los Elfos —dijo el duende.

La niña lo pensó un momento. Otros niños lo habían hecho, y los elfos siempre enviaban suplantadores en su lugar para que nadie los extrañara ni se enterara. Así que reflexionó un instante sobre las maravillas y la rebeldía del País de los Elfos, y luego sobre su propio hogar.

—N-no —contestó la niña.

—¿Por qué no? —dijo el duende.

—Mamá hizo rollos de mermelada esta mañana —dijo la niña. Y luego siguió su camino a casa con determinación. De no haber sido por la posibilidad de comer rollos de mermelada, se habría ido al País de los Elfos.

—¡Mermelada! —exclamó el duende con desprecio y pensó en las lagunas del País de los Elfos, las inmensas hojas de lirio que yacen lánguidas en sus solemnes superficies, los enormes lirios azules que se yerguen hacia la luz élfica, arriba de las profundidades de las verdes lagunas. ¡La niña había preferido la mermelada por encima de ellas!

Luego volvió a pensar en su deber, en el rollo de pergamino y la runa que había enviado el rey del País de los Elfos a su hija. Había sostenido el pergamino con la mano izquierda mientras corría y en la boca mientras daba piruetas sobre los ranúnculos. ¿Estaría la princesa ahí?, pensó. ¿O tendrían los hombres otras guaridas? Conforme se fue haciendo de noche, se fue aproximando más y más a los hogares, para poder escuchar sin ser visto.

La hija del rey del País de los Elfos

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