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IV

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ÁLVERIC VUELVE A LA TIERRA TRAS MUCHOS AÑOS


LIRAZEL Y ÁLVERIC ATRAVESARON en sentido opuesto el bosque guardián; ella miró una última vez aquellas flores y jardines que sólo han visto los poetas en sus más distantes y profundas fantasías oníricas antes de instar a Álveric a huir, y fue él quien eligió el camino entre los árboles que había desencantado a su llegada.

Pero ella no le permitiría retrasarse ni para elegir el camino, sino que lo instaba con desesperación a alejarse del palacio del que sólo se habla en canciones. Y los otros árboles empezaron a acecharlos, más allá de la opaca y burda franja que la espada de Álveric había abierto, y observaban con extrañeza a sus camaradas heridos, cuyas ramas flácidas pendían sin magia ni misterio alguno. Al ver a los árboles que venían hacia ellos, Lirazel alzó una mano y éstos frenaron y no se acercaron más; aun así, la princesa insistió en que se dieran prisa.

Sabía que su padre subiría las escaleras de bronce de alguno de los capiteles plateados, sabía que no tardaría en asomarse por uno de los balcones elevados, y sabía también cuál de las runas entonaría. Escuchó el sonido de las pisadas ascendentes que resonaban en el bosque. Corrieron por la planicie a la que daba el bosque, en medio del eterno día azul de los elfos, y ella se asomó una y otra vez por encima del hombro y no dejó de exhortar a Álveric a seguir adelante.

Las pisadas del rey del País de los Elfos retumbaban en el millar de escalones dorados, pero ella tenía la esperanza de llegar a tiempo a la frontera crepuscular, que de ese lado semejaba humo opaco; de pronto, cuando volteó por centésima vez hacia los balcones distantes de las torres refulgentes, vio que una puerta comenzaba a abrirse en lo más alto del palacio del que sólo se habla en canciones.

—¡Ay! —le gritó a Álveric, pero en ese momento percibieron el aroma de las rosas silvestres, proveniente de los campos que conocemos.

Álveric era tan joven que no sabía lo que era el cansancio… ni ella tampoco, puesto que era eterna. Él la tomó de la mano y siguieron adelante; el rey del País de los Elfos levantó su barba, pero, en el instante mismo en que empezó a entonar la runa que sólo habría de enunciar una vez, contra la cual es impotente todo lo que hay en los campos que conocemos, Álveric y Lirazel atravesaron la frontera crepuscular y la runa estremeció y aturdió aquellas tierras en las que Lirazel ya no caminaba.

Tan pronto como Lirazel alzó la mirada hacia los campos que conocemos, que para ella eran tan desconocidos como alguna vez lo fueron para nosotros, su belleza la deslumbró. Se rio al ver los pajares y le fascinó su pintoresco encanto. Lirazel le habló a una alondra que trinaba, pero el ave no pareció entenderla; se volteó entonces hacia las otras maravillas de nuestros campos, pues todo le resultaba nuevo, y se olvidó de la alondra. Curiosamente ya no era temporada de campanillas, pero las dedaleras estaban en flor; y, aunque el espino se había marchitado, las rosas florecían. Álveric no entendía cómo funcionaba aquello.

Era muy temprano y el sol brillaba y coloreaba con delicadeza nuestros campos, y Lirazel se regocijaba en aquellos campos nuestros al contemplar las cosas más triviales de la Tierra. Tan alegre y contenta se hallaba, entre chillidos de sorpresa y risas, que a Álveric le pareció encontrar cierta belleza insospechada en los ranúnculos y una gracia en las carretas que jamás había percibido antes. A cada momento, Lirazel clamaba con júbilo al descubrir algún tesoro terrenal cuya belleza Álveric nunca había notado. Y luego, al verla traer a nuestros campos una belleza más delicada que la de las rosas salvajes, se dio cuenta de que su corona de hielo se había derretido.

Y fue así que Lirazel salió del palacio del que sólo se habla en canciones, más allá de los campos que no es menester describirles porque son los campos terrenales que conocemos y los tiempos cambian poco y durante periodos breves, y siguió a Álveric hasta su hogar aquella noche.

Todo había cambiado en el castillo de Erl. En el umbral los recibió un guardián que Álveric conocía y que se sorprendió de verlos. En el vestíbulo y en la escalera se cruzaron con la servidumbre del castillo, que los miró con desconcierto. Álveric también los conocía, pero habían envejecido; entonces entendió que habían transcurrido diez años durante aquel día azul que pasó en el País de los Elfos.

¿Hay acaso alguien que no sepa que eso pasa en el País de los Elfos? Aun así, ¿quién no se habría sorprendido al presenciarlo, como le estaba ocurriendo a Álveric? Volteó a ver a Lirazel y le explicó que habían pasado diez o doce años. Pero fue como si un plebeyo que se hubiera casado con una princesa terrenal le hubiera dicho que había perdido seis peniques; el tiempo no tenía valor ni significado para Lirazel, a quien no le inquietó enterarse de la pérdida de una década. No imaginaba siquiera lo que el tiempo significa para nosotros.

Le dijeron a Álveric que su padre había muerto hacía mucho, y alguien más le dijo que había muerto feliz, sin impacientarse, con la confianza de que Álveric cumpliría su cometido, pues el rey sabía un poco sobre cómo eran las cosas en el País de los Elfos y entendía que quienes viajan de un lado a otro de la frontera crepuscular tienen que poseer algo de esa calma onírica en la que yace el País de los Elfos.

Aunque un poco tarde, llegó desde el valle el repiqueteo del herrero. Aquel herrero había sido el portavoz de quienes alguna vez se presentaron frente al señor de Erl en la larga habitación roja. Y todos esos hombres seguían vivos, pues, aunque el tiempo transcurría por el valle de Erl como transcurre por todos los campos que conocemos, transcurría despacio, no como en las ciudades.

Después de eso, Álveric y Lirazel se dirigieron al santuario del sacerdote. Y, al encontrarlo, Álveric le pidió que los casara con ritos sacramentales. No obstante, cuando el sacerdote vio la belleza de Lirazel resplandecer entre los objetos ordinarios de su pequeño santuario, puesto que había decorado las paredes de su hogar con triques que en ocasiones adquiría en ferias, temió de inmediato que no proviniera de un linaje mortal. Por ende, cuando le preguntó de dónde venía y ella contestó alegremente que del País de los Elfos, el buen hombre se estrujó las manos y le explicó con toda franqueza que lo que habitaba en aquella tierra trascendía cualquier posible salvación. Pero ella sonrió, pues en el País de los Elfos siempre había sido feliz y ahora lo único que le importaba era Álveric. El sacerdote se enfrascó entonces en sus libros para descifrar qué debía hacerse.

Durante largo rato leyó en un silencio que sólo su respiración rompía, mientras Álveric y Lirazel permanecían frente a él. Al fin encontró en su libro una especie de ceremonia para el matrimonio de una sirena que había abandonado el mar, aunque el buen libro no hablaba sobre el País de los Elfos. Pero dijo que con eso bastaría, pues las sirenas, al igual que los elfos, también trascendían la salvación. Así que mandó traer su campana y los cirios necesarios, y luego, mirando a Lirazel, la instó a renegar de su origen y a renunciar con solemnidad a todo lo relativo al País de los Elfos, mientras leía despacio las palabras que debían usarse para tan inusual unión.

—Buen sacerdote —advirtió Lirazel—, nada de lo dicho en estos campos puede atravesar la barrera del País de los Elfos. Y es bueno que sea así, pues mi padre tiene tres runas que harían estallar este libro en respuesta a uno de sus encantos si alguna palabra atravesara la frontera crepuscular. No enunciaré ningún hechizo contra mi padre.

—Pero no puedo casar a un hombre en ceremonia sacramental —contestó el sacerdote— con una testaruda que trasciende la salvación.

Entonces Álveric le imploró y ella repitió las palabras del libro.

—Aunque mi padre podría hacer estallar este hechizo con tan sólo evocar una de sus runas —añadió.

Incluso así, al llegar la campana y los cirios, el buen hombre los enlazó en su humilde hogar con los ritos adecuados para las nupcias de una sirena que había abandonado el mar.

La hija del rey del País de los Elfos

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