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III

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EL ENCUENTRO DE LA ESPADA MÁGICA CON LAS ESPADAS DEL PAÍS DE LOS ELFOS


CUANDO ÁLVERIC LLEGÓ al bosque encantado, la luz bajo la que refulgía el País de los Elfos no se había intensificado ni se había atenuado, y entonces notó que no provenía del resplandor que brilla sobre los campos que conocemos, salvo cuando las luces errantes de ciertos momentos extraordinarios, que en ocasiones sorprenden nuestros campos y desaparecen tan pronto llegan, penetran la frontera del País de los Elfos por una imprudencia mágica momentánea. Ni del sol ni de la luna provenía la luz de aquel día encantado.

Una fila de pinos por cuyos troncos trepaban hiedras, tan altos como el follaje oscuro que de ellos descendía, se erigía como centinela a la orilla del bosque. Los capiteles plateados brillaban como si fueran ellos quienes producían el fulgor azulado que inundaba el País de los Elfos. Y Álveric, que se había adentrado bastante en el País de los Elfos y ahora estaba frente a su palacio central a sabiendas de que el País de los Elfos protegía bien sus misterios, sacó la espada de su padre antes de seguir avanzando por el bosque. La otra espada seguía sobre su espalda, guardada en la nueva funda que colgaba del hombro izquierdo.

En el momento en que pasó junto a uno de esos pinos guardianes, la hiedra que vivía en su tronco desprendió sus tentáculos y, tras descender deprisa, fue directo hacia Álveric y lo tomó del cuello. La alargada y fina espada de su padre fue igual de veloz, y de no haberla estado empuñando, difícilmente habría podido librarse del ágil ahorcamiento de la hiedra. Cercenó uno por uno los tentáculos que le asían las extremidades del mismo modo que la hiedra se aferra a las torres antiguas, pero más tentáculos se abalanzaron sobre él hasta que cortó el tallo principal entre el árbol y él. Y al hacerlo, escuchó un siseo incesante a sus espaldas, donde otra hiedra había descendido proveniente de otro árbol y lo acechaba con todas sus hojas extendidas. La criatura verduzca apretó el hombro de Álveric con tal furia y salvajismo que parecía que jamás lo soltaría. Pero Álveric cercenó aquellos tentáculos de un espadazo y luego peleó contra el resto; aunque la primera hiedra seguía viva, ahora era demasiado corta como para alcanzarlo y sólo agitaba las ramas con rabia contra el suelo.

Pronto, una vez que pasó la sorpresa del ataque y que se había liberado de los tentáculos que lo apresaron, Álveric retrocedió hasta donde la hiedra no pudiera alcanzarlo, pero desde donde él pudiera seguirla atacando con la espada. La hiedra reptó hacia atrás para atraer a Álveric y se le abalanzó cuando se acercó. No obstante la terrible fuerza de la hiedra, la espada era muy afilada; en un santiamén, Álveric, a pesar de las heridas, cercenó con tal furia a su atacante que la hiedra huyó deprisa rumbo a su árbol. Después, Álveric retrocedió y miró el bosque a la luz de esta nueva experiencia para elegir el mejor camino de entrada. Al instante notó que, en medio de la barrera de pinos, las hiedras de los dos que tenía enfrente estaban tan disminuidas por la pelea que si pasaba entre ellos ninguna podría alcanzarlo. Entonces dio un paso al frente, pero percibió de inmediato que uno de los pinos se aproximaba al otro. Entendió en ese momento que había llegado la hora de sacar la espada mágica.

Por ende, guardó la espada de su padre en la funda que llevaba al costado, sacó la otra por encima del hombro y se enfiló hacia el árbol que se había movido. Arremetió contra la hiedra que se abalanzó hacia él, y la hiedra cayó al suelo al instante, no muerta, sino como un mero manojo de hiedra común. Luego le dio un espadazo al tronco del árbol, del cual se desprendió una astilla no más grande que la que habría producido una espada común, pero el árbol entero se estremeció, y con aquel tremor desapareció de inmediato la mirada ominosa que le había lanzado el árbol, que permaneció erguido como un árbol ordinario, sin encantamiento alguno. Después, se adentró en el bosque empuñando la espada.

No había andado mucho cuando, pese a que el viento no soplaba en absoluto, escuchó a sus espaldas algo que sonaba como una sutil brisa en las copas de los árboles. Miró a su alrededor y descubrió que los pinos lo venían siguiendo. Iban despacio tras él, manteniéndose a una distancia prudente de su espada, pero cercándolo por ambos flancos en semicírculos cada vez más gruesos y densos formados por árboles apretujados entre sí que no tardarían en estrujarlo hasta exprimirle la vida. Álveric supo de inmediato que volver por donde había llegado sería fatal, así que decidió seguir avanzando y confiar sobre todo en su velocidad; gracias a su ágil percepción había notado cierta lentitud en la magia que regía el bosque, como si ésta estuviera a cargo de un viejo cansado de ella u ocupado en otros asuntos. Así que siguió adelante, apuñalando con la espada mágica a todo árbol que encontraba en el camino, sin importar que estuviera o no encantado. Los inmensos robles de troncos siniestros se arqueaban y perdían todo encantamiento con un roce del arma mágica de Álveric. Su paso era más veloz que el de los pinos torpes y, en medio de aquel espeluznante y extraño bosque, no tardó en dejar a su paso un sendero de árboles carentes de magia, erguidos, pero sin rastro alguno de romance ni de misterio.

De repente emergió de la penumbra del bosque y frente a sí encontró la gloria esmeralda de los jardines del rey de los elfos. De eso también encontramos algunos indicios aquí. Imaginemos jardines como los nuestros cuando la noche llega a su fin, donde las gotas de rocío resplandecen con los primeros rayos del sol una vez que las estrellas se han ido; jardines enmarcados por flores que empiezan a asomarse, cuyo gentil colorido vuelve a teñirlas con el amanecer; jardines que nunca han sido pisados, salvo por patas diminutas y silvestres; jardines guarecidos del viento y del mundo por árboles cuya frondosidad aún alberga cierta oscuridad: imaginémoslos esperando el canto de las aves; casi podría decirse que hay ahí un ligero indicio del resplandor de los jardines del País de los Elfos, pero es tan breve que es imposible estar seguros de ello. Más hermosas de lo que supondría nuestro asombro, más incluso de lo que nuestros corazones anhelarían, eran las luces y penumbras de las gotas de rocío que en estos jardines relucían y resplandecían. Pero hay una cosa más que puede darnos indicios de todo esto: las algas o musgos marinos que engalanan las rocas del Mediterráneo y brillan bajo el agua color turquesa para quienes las observan desde laderas borrosas; más como el lecho marino eran esos jardines que como cualquiera de nuestros campos, pues el aire del País de los Elfos es de un tono azul profundo.

Álveric se quedó quieto y contempló la hermosura de aquellos jardines que brillaban a través del crepúsculo y del rocío, rodeados de la rozagante gloria de los lechos de flores color malva del País de los Elfos, junto a los cuales nuestros atardeceres palidecen y nuestras orquídeas parecen marchitas; y a lo lejos yacía como la noche el bosque mágico. Sobresaliendo entre los árboles, con los portales resplandecientes abiertos hacia los jardines y las ventanas más azules que nuestro cielo en las noches de verano, como hecho de polvo de estrellas, refulgía el palacio del que sólo se habla en canciones.

Mientras Álveric permanecía erguido y con la espada en la mano, a la orilla del bosque, casi sin aliento y con la mirada puesta más allá de los jardines, en la edificación más gloriosa del País de los Elfos, por uno de los portales salió sin compañía la hija del rey del País de los Elfos. Paseó de forma deslumbrante por los campos sin notar la presencia de Álveric. Con los pies cepillaba el rocío y el aire denso, y con delicadeza presionaba por un brevísimo instante el pasto color esmeralda que se ladeaba y alzaba de nuevo, como nuestras campanillas cuando las mariposas azules se posan sobre ellas y luego emprenden el vuelo, para luego vagar sin preocupación por las colinas de tiza.

Mientras ella avanzaba, Álveric no respiró ni se movió, ni podría haberlo hecho, aunque los pinos siguieran persiguiéndolo, pero ellos se quedaron en el bosque, pues no se atrevían a poner pie en aquellos campos.

La joven portaba una corona que parecía estar labrada de enormes zafiros pálidos y que resplandecía sobre aquellos jardines como el amanecer que llega sin advertencia después de una larga noche, en algún planeta más cercano al sol que el nuestro. Al pasar cerca de Álveric, de pronto volteó el rostro; abrió los ojos de golpe, un tanto maravillada. Nunca antes había visto un hombre proveniente de los campos que conocemos.

Y Álveric la miró directo a los ojos, sin palabras ni fuerza alguna: era, sin lugar a dudas, la princesa Lirazel en todo su esplendor. Y entonces notó que su corona no estaba hecha de zafiros, sino de hielo.

—¿Quién eres? —dijo la princesa, y su voz tenía una musicalidad que, de todo lo terrenal, se parece más al hielo quebrado en mil pedazos que mece el viento primaveral en los lagos de algún país del norte.

A lo que él respondió:

—Vengo de los campos cartografiados y conocidos.

Y ella suspiró un instante por aquellos campos, pues había escuchado lo bella que era la vida y cómo siempre hay en ellos generaciones jóvenes, y pensó en el cambio de estaciones y la infancia y las edades sobre las cuales cantaban los trovadores élficos cuando hablaban de la Tierra.

Al verla suspirar por los campos que conocemos, Álveric le contó un poco más sobre la tierra de la que provenía. Y ella inquirió más cosas, por lo que al poco rato ya le estaba contando historias de su hogar y del valle de Erl. Y ella ansiaba saber más y le hizo muchas preguntas; de modo que él le contó todo lo que sabía sobre la Tierra, sin intención de contar la historia de la humanidad desde lo que había presenciado con sus propios ojos a su corta edad, sino a través de los relatos y las fábulas sobre los caminos de las bestias y los hombres que la gente de Erl había recopilado con el tiempo y que sus ancestros contaban en las noches junto a la chimenea, cuando los niños preguntaban cómo había sido el pasado.

A la orilla de aquellas praderas cuya gloria milagrosa estaba enmarcada por flores que jamás conoceremos, y con el bosque encantado como telón de fondo, y reluciendo en la cercanía el palacio del que sólo se habla en canciones, conversaron sobre la sabiduría sencilla de los viejos y las ancianas, de las cosechas y el florecimiento de las rosas y los espinos, de la mejor época para plantar los jardines, del conocimiento de los animales salvajes; de cómo sanar, cómo sembrar, cómo hacer techos de paja y qué vientos de cada estación podían arrasar con los campos que conocemos.

De pronto, aparecieron los caballeros que resguardaban el palacio en caso de que alguien atravesara el bosque encantado. Cuatro de ellos cruzaron el jardín a pie con sus armaduras lustrosas y el rostro cubierto. En los siglos mágicos que llevaban con vida, jamás se habían atrevido a soñar con la princesa ni jamás habían mostrado el rostro al arrodillarse frente a ella. No obstante, habían hecho un juramento escalofriante para prometer que ningún hombre que atravesara el bosque encantado habría de cruzar palabra con ella. Con aquel juramento en los labios, marcharon hacia Álveric.

Lirazel los miró con pesar, mas no los detuvo, pues venían por órdenes de su padre, que ella no podía contradecir; y Lirazel sabía que su padre no revocaría dichas órdenes, ya que las había enunciado hacía muchas eras por mandato del Destino. Álveric miró las armaduras, que parecían brillar más que cualquiera de nuestros metales, como si provinieran de alguno de esos contrafuertes cercanos de los que sólo se habla en canciones; luego se dirigió hacia ellos tras desenvainar la espada de su padre, pues planeaba penetrar alguna articulación de las armaduras con su delgada punta. La otra espada, en cambio, la empuñó con la mano izquierda.

Ante el embate del primer caballero, Álveric esquivó y detuvo el espadazo con el arma de su padre, pero sintió una descarga como de centellas en el brazo y la espada voló por los aires, por lo que supo entonces que ningún arma terrenal podría enfrentar las del País de los Elfos, y tomó la espada mágica con la mano derecha. Con ella contuvo los ataques de la guardia de la princesa Lirazel, pues eso eran aquellos cuatro caballeros que llevaban incontables eras en la historia del País de los Elfos esperando aquella ocasión. Y con ella no volvió a sentir las centellas de las armas élficas, sino sólo una vibración del metal de su propia espada que lo atravesaba como una canción y una especie de fulgor que llegaba a su corazón para alegrarlo.

Sin embargo, mientras Álveric contenía los ágiles golpes de la guardia, la espada emparentada con los relámpagos se fue cansando de la defensa, pues en su esencia había velocidad y ansias de aventura; entonces, llevando consigo la mano de Álveric, arremetió contra los caballeros élficos, cuya armadura no soportó los embates. De las grietas en la armadura empezó a brotar sangre espesa y extraña, y en un santiamén dos de los miembros de la reluciente compañía cayeron rendidos; Álveric, envalentonado por el ahínco de su espada, peleó con más ganas y pronto derrotó a uno más, de modo que sólo quedó uno de los miembros de la guardia, quien parecía estar envuelto por una magia más fuerte que aquella de la que gozaban sus camaradas caídos. Y así era, pues cuando el rey del País de los Elfos hechizó a la guardia por primera vez, fue ese soldado élfico a quien encantó primero, cuando el asombro de sus runas aún era novedad; así que ese soldado, su armadura y su espada todavía poseían parte de esa magia primigenia, más potente que cualquier encantamiento que pudiera haber inspirado luego la mente de su amo. No obstante, Álveric pronto sintió en el brazo y la espada que aquel soldado no tenía ninguna de las tres runas maestras de las que le había hablado la vieja bruja cuando forjó la espada en su colina, pues esas runas permanecían resguardadas por el silencio del propio rey del País de los Elfos para proteger su presencia. Para saber de su existencia, la bruja debió volar en escoba hasta el País de los Elfos y departir en privado y en secreto con el rey.

La espada que había visitado la Tierra desde parajes muy remotos asestó golpes como descargas provenientes del cielo, y de la armadura salieron centellas verdes, y el choque entre espadas salpicó carmesí; y la espesa sangre élfica brotó lentamente de las gruesas hendiduras y se derramó por la coraza. Lirazel observó la escena con asombro y enamoramiento; y los combatientes llevaron la lucha hasta el bosque, donde les cayeron ramas que fueron víctimas de sus espadazos; y las runas de la espada que venía de tan lejos se regocijaron y rugieron contra el caballero élfico; hasta que, en la oscuridad del bosque, entre ramas cercenadas de árboles desencantados, con un golpe como de relámpago que parte por la mitad un roble, Álveric lo degolló.

Tras aquel estruendo y el silencio que se hizo entonces, Lirazel corrió hacia él.

—¡De prisa! Pues mi padre posee tres runas… —dijo, pero no se atrevía a hablar sobre ellas.

—¿A dónde? —preguntó Álveric.

A lo que ella contestó:

—A los campos que conoces.

La hija del rey del País de los Elfos

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