Читать книгу Ellos - Lorena Deluca - Страница 26
ОглавлениеÉl
Cuando regresó ya casi de madrugada, la cabaña estaba muy cálida y notó la diferencia que había con el afuera. A través de la luz que daban las brasas vio que Ella estaba ahí, plácidamente dormida. La arropó con cuidado y acercó suavemente su mano como para acariciarle la mejilla, pero solo le acomodó un poco el pelo que caía sobre sus ojos, para no despertarla.
Se alegró de verla otra vez, sin poder quitarle la vista de encima.
Él todavía estaba bajo los efectos del primer beso. No era el primero en orden cronológico (un lector que no forme parte de la cabaña no entendería esto que Él escribe), pero en verdad, por los latidos que le generó, podría contar como el primero. La tibieza y la humedad de sus labios.
Respiró profundo, exhalando en cada bocanada lo disonante de su mente. Enseguida se sentó en el sillón y simplemente se dejó llevar por la calidez del lugar. Los últimos años habían sido demasiado movidos, y necesitaba algo de esa calma.
Como siempre fue protector, sentía que en ese momento la estaba cuidando, aunque Él mismo necesitaba descansar, sin dejar de pensar que algún día —seguramente— le contaría con detalles todas las cosas que vivieron de la época en que se conocieron.
De aquellas tardes compartidas recordaba una en particular, en la que había entrado a un lugar y la vio allí sentada. Había otras personas, pero de algún modo mágico el sol que venía de la ventana le iluminó la cara y entonces ya solo pudo verla a Ella, como si se hubiera hecho silencio de repente. Un silencio parecido al que mencionaban Ellos ahora.
Desde ese día, como si ese tenue rayo hubiese dejado una huella, siempre tuvo un brillo especial para Él. Estaba seguro de que, de un modo un tanto misterioso, hubiera podido distinguirla muy rápido entre una multitud.
Estando a su lado, pudo reconocer ese brillo en la oscuridad, y sonrió.
Aquella mañana, cuando leyó el poema, fue como si se hubiera repetido el efecto de aquella tarde. No estaba su rostro ni nada de su cuerpo, solo una foto y palabras escritas por Ella, que fueron como aquel rayo de sol.
Durante esos años, en una de sus largas caminatas un poco felinas, se había internado por algunos caminos literarios, espacios de lectura y escritura. Y entonces la escritura empezó a ser un lugar que deseaba conservar para siempre. Las palabras eran su refugio.
De ahí la sorpresa cuando leyó que a Ella le pasaba algo parecido.
Él tenía varias anécdotas del tiempo en que recorrió esos senderos. Por ejemplo, que durante algunos años tuvo otro nombre en una red social, “Rodión Raskólnikov”, el personaje de un libro que lo había impactado mucho por la intensidad de su historia, llegando a convertirse en un intrincado drama psicológico, además de no quedar exento de algún tinte filosófico. Una figura con la cual ha jugado, entre otras, en tono de aventura y en eso de desdoblarse en distintos personajes, según la ocasión.
Ahora Él admiraba en Ella la forma en la que, con palabras, lograba recrear sensaciones.
Se preguntaba desde cuándo había caminado por los mismos senderos.
Cuando despierta, aún no ha amanecido, se acerca para besarla y le ofrece una taza de café. Le comenta que estuvo recordando momentos en los que se habían conocido, mientras reanimaba el fuego del hogar.
Por las ventanas se apreciaba ese paisaje otoñal iluminado por la fase llena de la luna.
Al tomar un nuevo escrito que Ella le enseñó: Apariencias, vuelve a leerlo y se le ocurre —como un juego— continuar escribiendo a partir del primer párrafo, pero de otra manera.
Apariencias
Desde hace algún tiempo, una vez más, me encuentro pensando que nada es lo que parece, o mejor dicho, todo aquello que parece termina siendo finalmente lo que es, una ficción.
Siempre supe que lo correcto es producto del consenso, y que el sinsentido no responde a la razón. Así como los problemas del corazón escapan a la lógica, también las lágrimas y la emoción, librados a la suerte de nuestras vibraciones, esas que buscan de manera desesperada alojarse en nuestro cuerpo, ganando batalla a la mente.
Detenida en el tiempo alcanzo a verte, imperfecto, husmeando los rincones de tu propia soledad, en busca de un otro, escondido entre figuras, velando por tu existencia.
Pienso en historias de alguien que es, no siendo, salvo por aquello que lo nombra, porque está atravesado por la palabra que lo atrapa y aprieta. Sujeto sujetado, sujeto del olvido, que hoy despierta al encuentro de un otro que cobija, y retiene e invita a descubrirlo en su propia falta.
Retomando lo que escribió:
Desde hace algún tiempo, una vez más, me encuentro pensando que nada es lo que parece, o mejor dicho, todo aquello que parece termina siendo finalmente lo que es, una ficción.
Una ficción que arma un mundo, le da su sentido y también sus bordes hasta que un día —imaginemos un día de sol— es posible ver en algún detalle las marcas ocultas a la mirada, y es de otra realidad.
La apariencia suele tener el rostro de la perfección, como el decorado y el texto de una obra de teatro cuyos actores solo tienen que repetir cada noche.
Pero hay un instante —un preciso y tenue instante— en que ya no se puede no ver que se trata de un decorado, y que por la mañana ya no habrá personajes.
¿Cuándo y cómo se produce ese instante mágico, en el que la luz alumbra y ciega a la vez?
Es la rajadura. Es la diferencia esencial entre lo que se rompe y lo que solo se raja. ¿Está agrietado o está partido? ¿La rajadura separa o une los dos pedazos?
Hay una forma del arte en Japón, el kintsugi, que consiste en honrar —no en ocultar— las cicatrices o rajaduras que el tiempo produce en los objetos. Una vez producida la cicatriz, el artista tapa la fractura de la cerámica con barniz espolvoreado con oro, porque la rotura y reparación deben mostrarse más que ocultarse, ya forman parte de la realidad de ese objeto... y lo embellecen.
Atenta recorrió con su mirada cada nueva frase que Él inventaba, con ese gesto minucioso que bien lo describe. Embelesada, siguió paso a paso su creación y esa forma de expresar belleza con la palabra...
Y lo admiró.
Leyeron la producción, y un abrazo de obra finalizada aconteció en silencio.
Cada tanto, miraban caer por la ventana hojas iluminadas por el sol de la mañana, mientras escuchaban un tema de Diana Krall: “Garden in the rain”.