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Él

El otoño ya se había instalado y los primeros fríos empezaban a sentirse en la piel. Ella le había pedido que se ocupara del hogar, del vino y del chocolate para el invierno que se avecinaba. Por su parte, le pidió que llevara libros para compartir alguna lectura y conocer su mundo literario, y también algunas frazadas para acurrucarse —con Ella— debajo.

Afuera estaba gris, el viento desparramaba hojas amarillas, rojizas y otras de un color parecido al dulce de leche, pero ese que se elabora de forma artesanal, y en su preparación esconde el secreto.

Ellos habían construido un lugar para habitar y protegerse siendo cómplices de ese mundo. Así como el viento lo hace con las hojas, la vida y el azar los había juntado de una manera misteriosa.

Esa noche había llevado un Trumpeter Malbec y un chocolate amargo, y otro no tanto para variar. Estaban sentados en el sillón, con las piernas un poco entrelazadas, alumbrados por la tenue luz del hogar. Se había puesto su perfume Fahrenheit, apenas unas gotas en el cuello, ya que era intenso, y además por si a Ella le resultaba fuerte.

Hasta en esos detalles le gustaba cuidarla.

En ese espacio de intimidad le cuenta lo bien que se sentía al haberla encontrado. Encontrado en aquellos primeros tiempos, reencontrado ahora en este momento de sus vidas.

Para Él, el azar siempre fue un tema intrigante, la relación entre las causas y los efectos, entre situaciones o cosas, que no parecen tener vinculación pero que, frente a una atenta mirada, revelan una trama de acontecimientos finalmente inevitables.

Los encuentros son azarosos, y para que haya encuentro verdadero, antes tiene que haber un patrón de búsqueda, casi siempre inconsciente —en el mejor de los casos—, le decía, convidándole un pedacito de chocolate.

Una persona comienza a ser especial para otra cuando de algún modo se siente (es algo que se siente, no que se piensa), y se va incorporando —de repente— a los pensamientos cotidianos, a la realidad: una frase, un aroma, un color, la presentifican.

Desde que la conoció aquella tarde —donde el sol cayendo desde la ventana la iluminó— Ella siempre estuvo en Él. En su momento le resultó especial porque sentía que era, en conjunto, un ser que le hizo tomar conciencia de aquello que, de una mujer, lo movilizaba.

Alguien es especial —agregó— cuando se produce ese encuentro azaroso entre esa especie de esquema previo y un ser que reúne una serie de características —todas juntas— articuladas como las notas de una melodía, que solo alguien en particular puede escuchar, desbordando un poco ese esquema. Pensó que podría nombrarlas, pero en verdad no era posible, porque se trataba de un todo.

Hoy prefería definirlo como el ser de la otra persona.

Recordó que le había dicho que era una excepción. Ahora Ella tenía un brillo extra: su gusto por la lectura y la escritura.

Estaba concentrado hablando, cuando de pronto la miró, y reconoció en su sonrisa —especial como su voz— ese brillo.

Se estiró para poner algo de música (“Cry me a river”, de Diana Krall), quedando algo recostados en el sillón, casi sin tocarse o casi tocándose, sintiéndose cerca. Su blusa traslucía lo turgente de aquello que captó su mirada. Se sintió atraído, y en ese deseo de tocarlas, desabrochó uno a uno cada pequeño obstáculo hacia ellas. Apenas rozó el encaje de esa tela negra, siempre negra, percibió la suave erección que con caricias invitaba a besarlas. Ella observaba esa serie dulce y sutil de movimientos que con sus labios creaba. El calor se extendió a todo el cuerpo, aventurando en el camino nuevos lugares de encuentro.

Ellos

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