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Capítulo 2

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Mediados de febrero se convirtieron en principios de marzo y Armie no volvió a ver ni una sola vez a Rissy. Ni en el gimnasio, ni en el bar de Rowdy donde todo el grupo solía coincidir las noches de los viernes y los sábados, ni tampoco en la casa de su hermano. Deseaba preguntar por ella, pero sabía que no tenía derecho alguno.

Sentado solo en la barra, bebiendo una maldita agua de limón, escuchaba a medias a Miles y a Brand mientras hablaban de los próximos combates instalados en una mesa cercana. Las mujeres intentaban llamar su atención, pero él no tenía mayor interés. Había puesto buena cara, incluso había lanzado un par de insinuaciones, y probablemente había convencido a todo el mundo con sus tonterías, pero la verdad era que hacía ya bastante tiempo que no ponía ya interés real alguno en esas cosas.

No desde el día en que finalmente saboreó a Rissy.

Desvió la mirada hacia el corto pasillo del bar: estrecho y sombrío, llevaba a la oficina y a los servicios. Meses atrás había acorralado a Rissy allí y había perdido la pelea. Boca contra boca, una danza de lenguas, un húmedo calor y una tormenta de fuego. Recordando, cerró los ojos y experimentó una violenta punzada de deseo. Que Dios le perdonara: había sido una sensación tan maravillosa… Su cuerpo se había acoplado perfectamente al suyo.

Un codazo en las costillas le obligó a abrir los ojos. En lugar de alguno de los chicos, resultó ser Vanity, la mujer de Stack, que ocupó un taburete a su lado.

—¿Qué pasa? —inquirió él.

—Eso dímelo tú —le sostuvo la mirada, tamborileando con las uñas en la barra.

Despampanante con su larga melena rubia, su cuerpo imponente y su carita de ángel, Vanity seguía siendo una de las personas más bondadosas y sensatas que conocía.

—¿Se supone que debo encontrarle un sentido a eso, Vee?

—Sí. Estás deprimido y quiero saber por qué.

Stack apareció detrás de su mujer y se apoyó en la barra.

—Es el inminente combate. Está asustado.

—Para nada —negó Justice, sentándose junto a Armie.

Armie los recorrió a todos con la mirada.

—Adelante, reuníos todos conmigo. Poneos cómodos.

Vanity le palmeó un brazo con actitud compasiva.

—No soportamos las formalidades. No cuando vemos a un amigo deprimido.

—Yo no estoy deprimido —negó él. Dios, sí que lo estaba…

Justice se echó a reír.

—He visto cómo te tiraban los tejos cinco mujeres distintas. Todas follables… perdón, Vanity… y tú te las has quitado de encima a todas.

—No me he escandalizado, tranquilo —dijo Vanity, y se volvió de nuevo hacia Armie—. ¿En serio? ¿No estás en el mercado?

Pareció demasiado complacida con la perspectiva. Stack se echó a reír.

—Eso es todavía más ridículo que si yo dejara de burlarme de él.

Una morena se acercó en aquel momento a la barra y Armie reprimió un gruñido. Por supuesto que la recordaba, pero disimuló. Así era de imbécil.

—¿Armie? —ignorando a los demás, la joven deslizó un dedo todo a lo largo de su brazo, hasta el hombro—. Estoy libre esta noche.

—¿De veras? —Armie miró a Justice—. Él también. Podríais ligar los dos.

Justice se irguió.

—Tiene más razón que un santo.

La morena entrecerró los ojos.

—Estaba hablando contigo, Armie.

—Yo también. Lo tomas o lo dejas.

Vanity le dio un puñetazo. Stack tosió. Justice pareció simplemente esperanzado.

La morena inquirió, expectante:

—¿Te reunirás con nosotros?

—¡No! —se apresuró a intervenir Justice—. No lo hará.

Armie miró el puchero que hizo la dama, la desaprobadora expresión de Vanity, el ceño consternado de Justice… y no pudo menos que echarse a reír.

—Si me disculpáis…

Con gesto indiferente, dejó un par de billetes sobre la barra y se marchó. A medio camino hacia la puerta, Miles lo llamó.

No se detuvo.

Dos mujeres intentaron abordarlo, pero fingió no darse cuenta. Una vez fuera, respiró a fondo el frío aire de la noche, lo cual no ayudó en nada a despejar su dolor de cabeza. De repente, sin necesidad de mirar a su espalda, supo que tenía detrás a Cannon.

—Diablos.

Cannon se echó a reír.

—¿Estás en condiciones de conducir?

Esforzándose por borrar toda emoción de su rostro, Armie se volvió hacia su amigo.

—No puedo emborracharme a base de agua de limón, ¿no te parece?

—¿Era eso lo que querías hacer? ¿Emborracharte?

No, lo que quería era llevarse a Merissa a la cama y no moverse de allí hasta que no hubiera apagado aquel ardor que le recorría la sangre, y expulsado todos aquellos lascivos pensamientos de su mente. Sacudiendo la cabeza, respondió:

—No lo sé.

—No es por el combate —cruzándose de brazos, Cannon apoyó la espalda en el muro del bar de Rowdy—. Te conozco demasiado como para saber que no estás preocupado por Carter.

—O gano ese combate o no —Armie se encogió de hombros, simulando indiferencia. Nunca pensaba en términos de ganar o de perder: solo de ganar. Y, con ese fin, hacía siempre lo necesario para garantizarse el éxito.

—Todo el mundo lo atribuye a la presión añadida por el hecho de que entrarás en la SBC. Pero yo te conozco demasiado bien.

—Bueno, un combate es un combate. El tamaño de la multitud…

—¿O la cifra del cheque?

—… no me importa.

—Lo sé —Cannon enarcó una ceja—. Entonces… ¿vas a decirme qué es lo que te está reconcomiendo?

«Un grave caso de lujuria desesperada por tu hermana», pensó. Pero no iba a compartir eso con él. En lugar de negar el problema, sacudió la cabeza.

—Ya me las arreglaré.

—¿Evitando tener sexo?

Alzó la barbilla.

—¿Quién ha dicho eso?

Cannon ni siquiera pestañeó.

—Hombre, te conozco. Mejor que nadie. ¿Creías que no me daría cuenta de que estabas con síndrome de abstinencia?

Armie se quedó tan sorprendido que retrocedió un paso. No se le ocurrió nada que decir. Si intentaba achacarlo a la preparación para el próximo combate, su amigo volvería a reírse en su cara.

—Supongo que no voy a poder convencerte de que no es asunto de tu incumbencia.

—Claro que sí. Si eso es realmente lo que quieres —Cannon se apartó de la pared—. Pero si quieres hablar, si necesitas cualquier cosa…

—Lo sé —una vez, hacía una eternidad de aquello, Cannon había sido la única persona que lo había apoyado. Contra toda lógica y contra las peores acusaciones, se había puesto de su lado y nunca, ni una sola vez, había dudado de él. Incómodo ante el pensamiento de volver a sentirse tan necesitado, Armie flexionó los músculos de los hombros y dijo:

—Gracias, pero estoy bien.

—Eso ya lo sé —Cannon le apretó cariñosamente un hombro—. Solo falta que tú mismo te lo creas.

Armie lo miró ceñudo mientra regresaba al bar. No necesitaba en absoluto una charla melodramática como aquella. Con un profundo suspiro, contempló la calle de asfalto iluminada por la luna, el banco del autobús cubierto de escarcha, y alzó luego la vista al negro cielo tachonado de estrellas.

¿Se las estaría arreglando bien Merissa en aquel momento? ¿Estaría con otro hombre… tal como él mismo le había sugerido?

Era eso lo que él quería, lo que sería mejor para ella… pero, al mismo tiempo… Dios, lo torturaba.

Después de la vida que había llevado, con los antecedentes que había tenido que superar y las habilidades que había adquirido, no le tenía ya miedo a nada ni a nadie, excepto al efecto que Merissa Colter ejercía sobre él. Y eso le aterraba. Lo llenaba de un miedo cerval, devorador.

Miró hacia atrás, a la gran cristalera del bar, y vio a sus amigos. Los amigos de Merissa. Solo que ella no estaba allí… por culpa de él.

Había llegado el momento de dejar de comportarse como un cobarde en lugar de enfrentar aquel miedo. Al día siguiente por la mañana, se enfrentaría con ella.

Y, de alguna manera, solucionaría las cosas.

La mayoría de la gente pensaba que los directores de banco trabajaban con un horario fijo de nueve a una. ¡Ja! Desviando la mirada del impaciente cliente que todavía le quedaba por atender hacia el reloj y las agobiadas cajeras, supo que aquel día volvería a llegar tarde a casa. Lo que deberían haber sido cinco minutos más iban a convertirse en media hora, como poco.

Sonó el teléfono. Acababa de contestarlo cuando la puerta se abrió de nuevo. Junto con una corriente de aire helado, entraron dos clientes embutidos en gruesos abrigos de invierno, bufandas y gorros de lana.

Y, justo detrás de ellos, estaba… Armie.

Al contrario que los otros tipos, llevaba solamente una camisa de franela abierta sobre su camiseta térmica. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío, con el pelo rubio tan despeinado como de costumbre, y estaba tan guapo que Merissa sintió que el corazón le daba un salto en el pecho para dispararse luego a doble velocidad.

Llevaba semanas enteras diciéndose a sí misma que estaba perfectamente, mejor, de hecho… sin él. Y casi se había convencido de ello, también. Pero una sola mirada a Armie y ya volvía a estar locamente enamorada.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Dándose cuenta de que no había dicho nada desde que descolgó el teléfono, Merissa apartó la mirada de Armie y recuperó su tono más profesional. O al menos lo intentó.

En el preciso instante en que Armie la miró, la piel empezó a arderle y las mariposas empezaron a volar dentro de su estómago. Volvió a dejarse caer en el sillón acolchado, contenta de sujetarse en algo.

El irritado cliente había dejado su cuenta al descubierto y quería que el banco le retirara la penalización. Merissa solo lo escuchó a medias y, finalmente, incapaz de concentrarse, derivó la llamada a una de las cajeras.

Dado que la hora de cierre ya había pasado, necesitaba cerrar la puerta, pero eso significaba que tendría que hacerlo con Armie dentro. Vaciló, titubeante, pero finalmente él tomó la decisión por ella y se le acercó.

Saltando de su sillón, lo recibió a la puerta de su despacho. Lo saludó con la mayor naturalidad que pudo.

—Hola, Armie.

La recorrió con la mirada. Esa vez, como estaba en el trabajo, Merissa llevaba un suéter abotonado al frente, falda larga y botas sin tacón, pero la atención que él le dedicó la hizo reverberar por dentro, de todas formas. Él flexionó los hombros, se removió.

—¿Podemos hablar?

¿Otra vez? ¿Acaso no le había dicho suficiente? Para alguien que no quería tener nada que ver con ella, le gustaba bastante charlar.

—Armie… —susurró, algo avergonzada, porque estaba segura de que nadie en el banco había pasado por alto su presencia. Tenía ese tipo de presencia: alto y grande, tremendamente sexy.

Él seguía mirándola de aquella manera tan intensa, cálida y firme a la vez, así que ella terminó cediendo.

—Está bien. Pero tengo que cerrar la puerta, y luego todavía tardaré un poco en acabar.

—Ya, no hay problema —suspiró—. Esperaré.

Mientras Armie se acercaba al sofá de la esquina, uno de los hombres que le había precedido al entrar caminó hacia ella. En la puerta de su despacho, Merissa se disponía a indicarle con una sonrisa que se pusiera en la fila de las cajeras… cuando el tipo la hizo a un lado y entró.

Incrédula, retrocedió automáticamente un paso.

—¿Qué cree que está haciendo?

El hombre cerró la puerta. Con el gorro calado sobre los ojos y la bufanda ocultándole la mayor parte del rostro, sacó un arma y chistó con tono amenazador:

—Sshh.

A Merissa se le secó la garganta, sobre todo cuando aquellos ojos entrecerrados recorrieron su cuerpo.

—Pero…

—Tú y yo —dijo el hombre, después de volver a chistarle— vamos a quedarnos fingiendo aquí dentro mientras mi socio se ocupa de todo ahí fuera. Y, cariño, espero que finjas bien.

El miedo y el estupor la dejaron paralizada cuando tomó conciencia de que aquello era un atraco… y, Dios, Armie estaba al otro lado de la puerta.

En el instante en que vio cerrarse de golpe la puerta de su despacho, Armie supo que algo no marchaba bien. Lo sintió en las entrañas. Avanzó un paso… y el tipo que estaba delante de él sacó un arma.

Maldito…

—Que todo el mundo permanezca tranquilo —gritó el hombre, retrocediendo para abarcar a clientes y cajeras en su ángulo de tiro—. Las cajeras, que levanten las manos. ¡Ya! Mi socio tiene a la directora de la oficina. Si a alguien se le ocurre pulsar el botón de alarma, ella será la primera en morir.

Hasta que no oyó aquella última frase, Armie no había entrado en pánico. Pero, ante la mención de Merissa, ante la imagen de Merissa retenida contra su voluntad, el terror y la rabia empezaron a girar en remolino en una mezcla explosiva. En seguida se quedó rígido, ralentizada la velocidad de su pulso, maximizada su capacidad de concentración.

—Que nadie se ponga nervioso. Que cada cajera abra su caja. Un solo movimiento en falso y perderéis a uno de los vuestros.

Pálidas, las empleadas obedecieron.

—Bien. Y ahora quiero a todo el mundo en este lado de la sala.

«Perfecto», pensó Armie. Eso lo situaba más cerca del despacho de Merissa. Se sumó al pequeño grupo, utilizando su cuerpo para proteger a un matrimonio mayor y a una mujer que aferraba la mano de su hijo de unos cinco años. El último cliente, un joven de unos diecinueve años, observaba con hostil desconfianza al atracador. Dos de las cajeras eran mujeres de unos cuarenta y pocos años. La otra debía de andar por los veinte.

El ladrón apuntó con su arma al chico.

—¡Tú!

El muchacho se quedó paralizado.

—Encárgate de recoger el dinero. Vacía las cajas de billetes, rápido.

El joven no dijo nada: simplemente tomó la bolsa que le tendió el atracador y trotó hacia las cajas. Mientras la llenaba de billetes, Armie vio que de cuando en cuando levantaba la mirada como para no perderse detalle de la escena.

Un ruido, como el de alguien chocando contra la puerta, resonó en el interior del despacho de Merissa. Los sentidos de Armie se agudizaron aún más, pero no llegó a moverse.

El atracador se echó a reír, como divertido por lo que pudiera estar ocurriendo en aquel pequeño despacho.

El niño empezó a llorar entonces, atrayendo la atención del ladrón. Armie se colocó delante de él, ocultándolo a su vista, Sorprendido, el tipo lo miró a los ojos… y lo que vio en ellos ciertamente lo alarmó.

—Ni se te ocurra —le advirtió el atracador.

Armie alzó las manos, pero no desvió la vista.

—Dame el maldito dinero —gritó el hombre, y el joven regresó corriendo y le tendió la bolsa.

—Déjala allí —le ordenó, indicando una mesa llena de folletos e impresos—. Y reúnete luego con estos.

—Sí, claro.

Impresionado, Armie observó cómo el joven bajaba lentamente la bolsa y se retiraba. El muchacho parecía listo y se tomaba su tiempo, conduciéndose sin apresuramiento alguno… y dándole a Armie la oportunidad de evaluar bien la situación.

El matón parecía inquieto. Por encima de la bufanda, sus ojos azul claro viajaban constantemente de izquierda a derecha. La mano que empuñaba el arma temblaba levemente. No dejaba de cambiar el peso del cuerpo de un pie a otro, como si resistiera el impulso de echar a correr.

Flexionando alternativamente los músculos de los hombros, Armie se relajó. Tenía que mantenerse frío.

Otro golpe resonó en el interior del despacho y Merissa soltó un grito. El sonido atravesó el corazón de Armie con una punzada de terror, robándole la poca paciencia que le quedaba. Se apartó del grupo, volviendo a llamar la atención del atracador. El chico, viéndolo, se desplazó en la dirección opuesta.

—¿Qué estáis haciendo? —nervioso, el tipo apuntó a izquierda y luego a derecha—. ¡Quietos los dos!

Asegurándose de que el ladrón se concentraba en él y solamente en él, Armie se le aproximó.

—Y si no… ¿qué?

—¡Te dispararé, maldita sea!

Poseído por una furia helada, y desesperado al mismo tiempo por salvar a Merissa, Armie sonrió desdeñoso.

—¿Ah, sí? ¿Con el seguro puesto? —continuó acercándose.

El tipo respiraba a jadeos. Incluso a través de su grueso abrigo, Armie podía ver la manera en que se agitaba su pecho.

—Las Glock no llevan seguro.

—Eso no es una Glock, estúpido.

En el preciso instante en que el tipo bajó la mirada como para comprobarlo, Armie le soltó una patada. El ladrón salió proyectado hacia atrás y fue a caer bajo la mesa de los folletos. El chico se apresuró a arrodillarse, esforzándose por apoderarse de la pistola.

—¡Ayuda! —gritó el ladrón un segundo antes de que el puño de Armie impactase en su cara, haciéndolo rodar nuevamente por el suelo. El golpe que se dio en la cabeza lo dejó aturdido y le impidió ya levantarse.

Se oyeron más ruidos y golpes, procedentes del interior del despacho. Dispuesto a cargar contra la puerta, Armie susurró a los clientes:

—¡Al suelo!

Todos, menos el joven, se apresuraron a obedecer. Estaban todos a un lado de la puerta del despacho. Un instante antes de que Armie la derribara, se abrió de golpe y se encontró cara a cara con Merissa: el atracador la tenía fuertemente agarrada del cuello y se estaba sirviendo de ella como escudo. Tenía el maquillaje corrido, el pelo despeinado… pero su mirada era puro fuego. Más que miedo, era rabia lo que la consumía.

Presentaba un gran moratón en la mandíbula y aferraba desesperadamente con las dos manos el brazo que la apretaba, como si se estuviera ahogando.

El tipo, afortunadamente, no le estaba apuntando a ella, sino que tenía el brazo de la pistola rígidamente extendido. Eso le dio a Armie la oportunidad perfecta de agarrarle la pistola con la mano izquierda al tiempo que le golpeaba la muñeca con la derecha. El canalla no llegó a disparar un solo tiro antes de que Armie se hubiera apoderado del arma.

Soltando una maldición, el matón empujó a Merissa contra Armie y los desequilibró a los dos. Él la sujetó y, mientras intentaba recuperar el equilibrio, ella le golpeó inadvertidamente la mano en la que sostenía la pistola, que fue a parar al suelo.

Lo primero que vio Armie fue un puño en su dirección. Rápidamente empujó a Merissa para librarla de todo peligro y recibió un puñetazo en la barbilla. Eso hizo que echara la cabeza hacia atrás por el impacto, pero aguantó bien el golpe. Se aprestó entonces a machacar al hombre que se había atrevido a tocar a Merissa.

Armie siempre había sido un luchador rápido, adaptable. Se movía de memoria, esquivando golpes y atacando con renovada fuerza. El ladrón era un hombre grande y musculoso. Armie sintió perfectamente el crujido que hizo su nariz cuando se la rompió de un puñetazo y vio que se ponía a escupir sangre.

Las mujeres chillaron. El niño no paraba de llorar.

El joven dijo algo y, un segundo después, el otro ladrón, que finalmente había logrado recuperarse, blandía contra él uno de los postes de metal con cuerdas que servían para organizar las colas de espera. Lo descargó con fuerza sobre su espalda.

Dios, aquello sí que dolió.

Cayó al suelo por el impacto, pero no por ello se rindió. Al contrario. Su combate de suelo era tan bueno como su combate de pie.

El hecho de que fueran dos contra uno complicaba algo las cosas. Normalmente, sin embargo, habría sido pan comido de no haber habido tantas potenciales víctimas cerca.

El ladrón que había agredido a Merissa intentó darle una patada en las costillas aprovechando que estaba en el suelo. Armie le atrapó la pierna y terminó tumbándolo de espaldas. El hombre maldijo e inmediatamente rodó a un lado para quedar en una posición menos vulnerable.

El tipo no era ningún patán. Como luchador que era, Armie tuvo que reconocer que poseía algún tipo de entrenamiento.

Merissa intentó ayudarlo, pero Armie le gritó que se mantuviera a distancia. El joven procuró meterse también, pero con tantos puñetazos y patadas, no resultó fácil.

Y necesario tampoco.

Ninguno de aquellos tipos era rival para Armie. Se incorporó justo cuando el otro matón volvía a blandir el poste contra él. Se agachó, pero el golpe le rozó la frente: una cortina de sangre le cayó sobre los ojos. Se la limpió con la mano y oyó a Merissa soltar un grito.

El hombre que la había agredido en el despacho había recuperado una de las pistolas y le estaba apuntando en aquel momento.

Armie apenas fue consciente de ello, pero el caso fue que una fracción de segundo después se encontraba delante de ella, estirando los brazos y utilizando su cuerpo como escudo.

—Armie —suplicó Merissa.

Bloqueando de su mente su voz temblorosa, seguía mirando con fijeza al atracador al tiempo que la protegía a ella con su corpachón. El tipo había perdido el gorro y casi la bufanda. Pero con la cara tan machacada por los golpes de Armie, lo cierto era que no necesitaba disfraz alguno.

Ni su propia madre lo habría reconocido en aquel estado.

La nariz, partida y cubierta de sangre, había adquirido un tono morado subido, a juego con el moratón de su ojo derecho. Tenía los labios hinchados, sanguinolentos también. Parte del desgarrado gorro le colgaba del cuello.

Armie se concentró en sus ojos. Eran de un azul más claro que los de su socio.

—Armie, por favor… —forcejeó Merissa a su espalda—. ¡No hagas esto!

Armie la sujetaba estirando una mano hacia atrás. No dijo nada. ¿Qué había qué decir?

Moriría antes de dejar que le dispararan.

El otro hombre tiró a su socio del abrigo, urgiéndolo a huir mientras todavía podían hacerlo.

—¡He oído sirenas! Tenemos que largarnos ya.

Y sin embargo el canalla seguía apuntándolo con su pistola, indeciso.

Con los pies firmemente plantados en el suelo, sin romper en ningún momento el contacto visual, Armie relajó la respiración a la espera del veredicto.

Aquellos ojos azul hielo parecían sonreírle… hasta que, un segundo después, ambos atracadores se marcharon a la carrera.

Armie se dispuso a seguirlos, pero Merissa cerró ambos puños sobre su camisa, reteniéndolo.

—¡Maldito seas, no!

Detectó el terrible miedo en su voz y, reacio, obedeció la orden. Una vez que los hombres desaparecieron de su vista, Merissa se derrumbó blandamente contra su espalda. Dulce, cálida, sana y salva. Armie tragó saliva, cerró los ojos solo por un momento y se volvió hacia ella.

Habría podido morir.

Cerró las manos sobre sus hombros.

—¿Estás bien?

Con los labios apretados, asintió. Pero en seguida le dio un golpe en el pecho.

—¿Estás loco?

Él le acarició una mejilla y vio que su expresión se suavizaba.

—Oh, Dios mío, Armie… estás sangrando.

El muy canalla le había hecho daño.

—No es nada —se limpió la sangre del ojo con un hombro y le acarició suavemente el moratón que tenía en la mandíbula—. Rissy… ¿qué te ha hecho?

Ella se apretó entonces contra él, enterrando la cara en su cuello.

—Solo… dame un segundo.

Con manos temblorosas, Armie le frotó la espalda. No quería mancharla de sangre.

—Ya ha pasado todo —le ardían los ojos, consciente como era de que había estado a punto de perderla. Le besó la sien—. Ya ha pasado.

—Sí.

Armie sintió en su pecho su profundo suspiro y la manera en que tensó los hombros. Merissa se apartó súbitamente, se limpió la cara y, haciendo un visible esfuerzo por reponerse, miró a su alrededor.

Armie hizo lo mismo.

El joven finalmente había conseguido recuperar el arma de debajo de la mesa de los folletos, pero no pareció inclinado a usarla, gracias a Dios. Diligentemente la dejó sobre los fajos de folletos y se estaba retirando de allí cuando exclamó, abriendo mucho los ojos:

—¡Se han dejado el dinero!

Allí, en el suelo, estaba la bolsa con el dinero todavía dentro.

—Increíble —Armie la recogió, la metió en el despacho de Rissy y cerró la puerta.

Las cajeras seguían estremecidas. El niño pequeño se aferraba a su madre, gimoteando.

—¿Todo el mundo se encuentra bien?

Todos lo miraron, pálidos. Al contrario que Merissa, probablemente no estarían acostumbrados a ver combates con sangre.

—Gracias, Armie —ya perfectamente recuperada, Merissa se dirigió apresurada a la puerta y la cerró—. Lo siento —se dirigió a todo el mundo—. Si esas sirenas no eran para nosotros, de todas formas tendré que llamar a la policía. Necesitamos quedarnos aquí hasta que lleguen —caminó con paso enérgico hacia su despacho—. Armie, el baño está al fondo —se lo señaló—. Valerie, ¿querrías enseñárselo, por favor? Necesita… —tragó saliva—. Limpiarse toda esa sangre. ¿Alguien podría ir a buscar el botiquín de primeros auxilios?

Armie se quedó donde estaba, mirándola. La vio usar el teléfono para hacer una llamada corta. Luego Merissa se acercó a un armario y volvió segundos después con unos papeles en sus manos temblorosas.

—La policía está en camino —apresuradamente se dedicó a repartir los papeles entre las empleadas del banco.

Impresionado por su actitud, Armie le preguntó:

—¿Qué es eso?

—Instrucciones para después de un robo —respondió, y se dirigió luego a sus empleadas—. Leedlas de nuevo y seguid el procedimiento.

Armie se sorprendió muchísimo de verla tan al mando de la situación, tan controlada a pesar de lo que acababa de suceder. Al niño le consiguió una piruleta, y repartió latas de refrescos entre los clientes.

Cuando hubo terminado, se volvió de nuevo hacia Armie y, suspirando, lo recorrió con la mirada. Ni Valerie ni él se habían movido de su sitio.

—Oh, Armie —lo agarró de un brazo y, como si estuviera tratando con un inválido, lo urgió a moverse.

—Er… ¿a dónde me llevas?

—Al baño.

—¿Por qué?

—Estás sangrando y además no puedes estar de pie —le quitó la camisa de franela y regó generosamente con agua de la pila el dobladillo.

Con expresión muy seria, le limpió con la punta del dobladillo mojado la sangre del lado derecho del rostro, encima de un ojo, la sien…

—Tiene un aspecto horrible.

Valerie le dejó en silencio el equipo de primeros auxilios sobre el lavabo. Pero, cuando Merissa fue a recogerlo, él le sujetó las muñecas.

—Cariño, estoy bien.

Vio que tragaba saliva y sacudía la cabeza, rehuyendo su mirada.

—Rissy, háblame.

—No puedo cree que hicieras algo así —frunció el ceño y cerró los ojos.—. Prácticamente lo retaste a que te…

—Sshh —aquella vocecita rota se cerró como un cepo sobre su corazón. Se acercó aún más a ella, dejándole sentir su fuerza, demostrándole que estaba perfectamente indemne. Porque necesitaba saberlo, y quizá ella también necesitara hablar, le preguntó—: ¿Te golpeó ese canalla?

Ella asintió.

Bajando la mirada al botón que casi había saltado de su suéter, Armie sintió que se ahogaba de furia, pero aún así, le preguntó con suavidad:

—¿Te forzó?

Su rostro se tensó y tragó saliva convulsivamente.

—Él… Él dijo que quería…

—¡La policía está aquí!

—Es el joven —dijo Armie, esperando animarla—. ¿Sabes? Me cae muy bien.

Los tensos hombros de Merissa parecieron relajarse un tanto con la interrupción.

—Sí. Fue de gran ayuda —se lavó las manos en el lavabo—. Bueno, tengo que irme.

—Lo sé. ¿Hablaremos después?

Ella estuvo a punto de reírse al oír eso.

—¿Qué pasa?

—Que tú siempre quieres hablar —sacudiendo la cabeza, abandonó baño y despacho y corrió a abrir la puerta de la calle. Entraron dos policías de uniforme, con las armas desenfundadas… Pero tras unas cuentas preguntas y un somero examen al local, las guardaron y se concentraron en tomar declaración individualmente a todo el mundo. Uno de ellos insistió en llamar a una ambulancia, pero Armie se opuso. Merissa también se había negado, y por nada del mundo se habría separado en aquel momento de ella. Además, conocía lo suficientemente bien su propio cuerpo como para saber que el golpe de la cabeza no era serio. Tal vez necesitaría algunos puntos, pero probaría a vendárselo primero.

Poco después apareció un agente del FBI acompañado de los inspectores Logan Riske y Leese Bareden. Afortunadamente, Armie los conocía a los tres a través de Cannon.

«¡Cannon!», pensó. Diablos. Tenía que llamarlo. Sacó su móvil… pero descubrió que tenía la pantalla destrozada. Maldijo otra vez para sus adentros. Como todos los chicos de su círculo más cercano, siempre llevaba dos móviles, el segundo era para emergencias. Dado que habían formado una especie de patrulla, los móviles supletorios tenían un timbre especial, fácilmente reconocible para cuando se avisaran los unos a los otros. Pero el segundo móvil no lo tenía en aquel momento. Solo podía suponer que lo había perdido durante la pelea.

Lo estaba buscando cuando Logan se le acercó.

—Maldita sea, Armie…

—No es nada —se estaba cansando ya de repetir siempre esa frase a la gente.

Logan frunció el ceño.

—Te tomaré la palabra —señaló su móvil—. ¿Se te rompió durante la pelea?

—Sí. Tenía los músculos demasiado tensos y le latían las sienes—. Necesito avisar a Cannon. Si se entera de esto, se morirá de preocupación hasta que alguien le informe de que su hermana está bien.

—Yo me encargo de ello. Hazme un favor y siéntate, ¿quieres?

—Quiero hablar con Merissa.

Logan lo detuvo.

—Lo siento. Es el protocolo. Tendréis que declarar por separado. No podemos arriesgarnos a que los recuerdos de unos se vean influenciados por las declaraciones de otros.

Ya, eso tenía sentido. No le gustaba, pero ansiaba que capturaran a aquellos canallas.

Miró a su alrededor y, al descubrir que desde el sofá sería capaz de controlar lo que estaba ocurriendo en el despacho de Merissa, donde ella estaba hablando con el agente del FBI, se dirigió hacia allí.

—De acuerdo —se sentó, y volvió a recurrir a los faldones de su camisa para limpiarse el rostro. Estaba hecho un verdadero desastre y lo sabía.

—Quédate aquí —le dijo Logan antes de dirigirse al baño, con el móvil en la oreja. Volvió con un puñado de toallas de papel, unas húmedas y otras secas, que dejó sobre la mesa de las revistas—. Cannon quiere hablar contigo.

—Claro —Armie aceptó el teléfono y dijo de inmediato—: te juro que ella está bien.

—Ya me lo ha dicho Logan.

Armie reconoció en su amigo aquel tono de mortal tranquilidad.

—¿Estás en camino?

—Sí. Logan me dijo que tendría que esperarla en el coche porque no me dejarían entrar. Pero yo quiero estar allí para cuando acaben de interrogarla. Avísame cuando pueda verla, ¿de acuerdo?

—Claro.

Cannon titubeó.

—¿Y tú? Logan me dijo que te habían pegado en la cabeza.

—Una herida superficial —no mencionó el golpe que había recibido en la espalda—. Estoy bien —ninguno de los dos dijo nada, pero una herida seria habría dado al traste con su debut en la SBC. Aunque, al lado de la seguridad de Rissy, nada podía importarle menos que perderse un combate—. Logan está esperando para interrogarme. De verdad que tu hermana está bien, así que conduce con cuidado.

Tres horas y un millón de preguntas después, con media sucursal llena de polvos de talco para la toma de huellas dactilares, finalmente recibieron permiso para marcharse. Armie había encontrado su móvil para emergencias debajo del sofá, así que avisó a Cannon de que estaban a punto de salir.

Cannon fue a buscarla a la puerta. Lo primero que hizo fue revisar su rostro y jurar por lo bajo cuando descubrió el moratón.

Antes de que pudiera preguntarle algo, ella le aseguró:

—Estoy bien.

Él le acunó el rostro entre las manos, le besó la frente y la abrazó con ternura.

—Maldita sea, hombre.

—¿Qué?

Entrecerrando los ojos, Cannon revisó a Armie con el mismo detenimiento con que lo había hecho con Merissa.

—Si me besas —se adelantó a decirle Armie—, vamos a tener un problema.

En lugar de ello, Cannon le dio un abrazo de oso.

—Gracias por cuidar de ella —le susurró.

—Bueno, estaba allí, ¿no? —ambos sabían lo que eso quería decir: que habría hecho lo que fuera con tal de protegerla.

Cannon se volvió hacia su hermana.

—Me he enterado de lo básico por Logan, pero quiero que me cuentes todo lo que ha pasado.

Ella asintió.

—Lo haré, pero, por favor, más tarde. Quizá… ¿mañana? Ahora mismo lo único que quiero es llegar a casa y darme una ducha.

—Supongo que podremos hablar mañana, durante el desayuno.

Ella alzó la barbilla.

—A las nueve tengo que estar en el trabajo.

Ambos se la quedaron mirando fijamente. Pero Merissa continuó con tono enérgico:

—Quizá a la hora de la comida, si tienes muchas ganas. Pero, sinceramente, yo preferiría esperar hasta haber acabado la jornada.

Cannon fue el primero en decirle:

—No puedes ir a trabajar mañana.

—¿Por qué?

Ambos farfullaron algo a la vez, y de nuevo fue Cannon quien dijo:

—Es sábado.

—¿Y? El banco abre —lanzó una acusadora mirada a Armie—. ¿Piensas tú saltarte el gimnasio?

Frunció el ceño.

—No —en aquel momento, nada le apetecía más que destrozar a golpes el saco de boxeo.

—¿Entonces por qué habéis supuesto los dos que yo me saltaría mi día de trabajo?

Armie señaló la puerta de la sucursal con la cabeza.

—¿Ellas esperan que vengas? —se refería a las demás trabajadoras.

—Me han propuesto que me tome el día libre. Yo les he dicho que no, gracias.

Guau. Bueno, podía ser que ella, como él, necesitara permanecer ocupada. Un día libre solo serviría para obsesionarse con la escena de violencia vivida.

Con tono firme, Cannon dijo:

—Ven a casa a conmigo y hablaremos de ello.

—La decisión es mía —le recordó ella, fulminándolo con la misma mirada que antes le había dedicado a Armie.

—Yvette te está preparando la habitación de invitados.

—Cannon —le dijo ella, sonriendo—. Te quiero mucho. Y a Yvette también. Gracias por el ofrecimiento. Pero, en serio, no quiero compañía esta noche, y tampoco quiero perderme la jornada de trabajo de mañana. Solo quiero… solo quiero digerir esto, ¿sabes?

Él la tomó de la barbilla.

—No tienes por qué hacerlo sola.

Armie vio que el labio inferior empezaba a temblarle y maldijo para sus adentros. Merissa tenía una impresionante fuerza interior. A la gente fuerte no le gustaba publicitar sus momentos de debilidad.

—Déjala, Cannon. Ella sabe que puede contar contigo, pero quizá ahora mismo lo único que quiere es estar sola —Dios sabía que acababa de vivir un infierno y que, probablemente, estaba a punto de desmoronarse. Necesitaba desahogarse, seguro, pero eso era algo que nunca haría delante de otras personas.

—Exacto —se apresuró a confirmar ella antes de suplicar a su hermano con un puchero—: Por favor, entiéndelo…

Cannon estudió su rostro, se volvió para mitrar a Armie y cedió por fin.

—Está bien. Siempre y cuando nos llames un par de veces, esta noche antes de acostarte y mañana antes de salir para el trabajo…

La carcajada que soltó Merissa sonó a lágrimas, a ternura y a gratitud.

—Apuesto a que Yvette la vuelves loca.

La expresión de Cannon se suavizó.

—Concédeme el derecho a preocuparme por la gente a la que quiero —le cerró las solapas del abrigo bajo el cuello—. Es el mismo espíritu de tus habituales mensajes, ¿no te parece?

—Ya.

Los habituales mensajes a los que se refería Cannon eran los de Rissy estuvo aquí. Solía enviar aquellas tres palabras en mensajes de texto cada vez que no contestaban a una llamada suya. A veces dejaba notas de papel o, en el caso de Armie, las garabateaba en el polvo o el vaho del parabrisas de una camioneta. Armie conocía su filosofía: quería que los amigos supieran que se había pasado por su casa o que les había llamado, pero al mismo tiempo no deseaba molestarles en caso de que estuvieran ocupados.

Consciente de que se mantendría en contacto, Armie experimentó el mismo alivio que Cannon.

—Te llevo a tu casa —se ofreció Cannon.

Ella volvió a lanzarle otra severa mirada.

—Quiero llevarme mi coche.

—Hagamos una cosa —propuso Armie, viendo que había empezado a temblar de frío—. Ve tú con Cannon, que yo te llevaré el coche.

—Pero estás herido. Necesitas…

—Una ducha —dio Armie—. Y dormir un poco —además de eso, no le habría importado echar también el guante a aquellos dos canallas—. Eso es todo.

Ella miró el corte que tenía en la frente, que afortunadamente había dejado de sangrar debido a la venda adhesiva, y después los otros moratones de su rostro.

—Me has visto en peores condiciones después de algunos combates.

—En realidad, no —escrutó su rostro—. Armie, yo…

Él la interrumpió en voz baja:

—Lo sé. Hablaremos mas tarde, ¿de acuerdo?

Merissa se volvió hacia su hermano.

—¿Sabes lo que hizo?

—Logan me lo contó.

Armie resopló escéptico.

—No fue nada. Y ahora vámonos. Se me está enfriando el trasero aquí.

Estaban atravesando el aparcamiento cuando ella le preguntó:

—¿Qué harás con la camioneta?

—Me la recogerá alguno de los chicos. O quizá Cannon vuelva para llevármela. No te preocupes.

—Está bien —después de mirarlo largamente, le entregó las llaves de su coche… y luego lo sorprendió al darle un abrazo

Estúpidamente anonadado, Armie aspiró profundo, vaciló, pero no pudo resistirse a devolverle el abrazo. Nunca, ni en un millón de años, olvidaría el miedo que le había atenazado ante la posibilidad de perderla. Incapaz de evitarlo, la tomó de la nuca y le apretó la mejilla contra la suya.

Olía a piel cálida, a champú de flores y a puro reclamo sensual, un aroma que, era seguro, lo tendría algo más que inquieto durante el resto de aquella noche.

—¿Armie? —susurró—. Gracias. Por todo.

Dado que carecía de palabras para describir lo que sentía, asintió, retrocedió un paso y se quedó viéndola subir al coche. Se sentó en el asiento del copiloto.

Cannon miró a Armie con ojos entrecerrados.

—¿Seguro que te encuentras en condiciones de conducir?

—Sí —empezó a alejarse—. Os veo allí —su intención era devolverle las llaves y marcharse luego, dándoles tiempo suficiente para hablar.

En cuanto a él, necesitaba un poco de intimidad… para desmoronarse a su vez.

Lucha contra el deseo

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