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Capítulo 3

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Merissa adoraba a su hermano. Siempre lo había visto como un supermán, un gigante, una roca a la que agarrarse cada vez que lo necesitaba. Solo era un par de años mayor que ella, pero, desde que tenía memoria, siempre lo había visto como un adulto, alguien maduro y responsable.

En aquel momento, supermán estaba en su cocina, insistiendo en servirle un refresco cuando lo único que ella era quería era quedarse a solas para poder llorar a gusto. Sabía que, si se derrumbaba en su presencia, Cannon nunca se largaría de allí.

—Toma —volvió con un vaso de cola con hielo y la urgió a sentarse en el sofá. Le apartó luego delicadamente la melena, con la mirada clavada en el moratón.

Sí, le dolía. Pero la incomodidad física no era nada comparada con el miedo.

Y ella que se había prometido a sí misma, tanto tiempo atrás, que nunca volvería a convertirse en aquella clase de víctima…

Pero aquel miedo… aquel miedo estaba relacionado más bien con la imagen de Armie protegiéndola con su cuerpo como un escudo. Y arriesgando su propia vida.

Deseoso de morir.

—Tómatela —Cannon le tendió una aspirina.

Ella ensayó una sonrisa burlona.

—Esto me resulta tan familiar…

Él se quedó inmóvil y sacudió luego la cabeza.

—No pienses en eso.

No puedo evitarlo. Habían perdido a su padre cuando ella solo tenía dieciséis años. Como propietario de un bar de barrio, se había resistido a dejarse extorsionar por unos matones locales, negándose a pagar la tarifa exigida a cambio de su «protección». Una madrugada estaba cerrando el local cuando unos tipos lo mataron a golpes.

Destrozada pero decidida al mismo tiempo a seguir adelante, su madre casi había cavado su propia tumba para mantenerles a flote. Merissa podía recordarlo todo como si hubiera sucedido apenas el día anterior. Los matones la habían presionado para que vendiera el negocio, pero ella se había negado.

Hasta que uno de ellos había acorralado a Merissa a la salida del instituto.

—Es lo mismo. Tú mimándome, haciéndote el fuerte de los dos.

—Eras una niña entonces.

—Solo me llevas dos años —le recordó dándole un golpe flojo en el hombro—. Tú también eras un chiquillo.

—Tal vez. Recuerdo haberme sentido tan terriblemente impotente…

—¿Como ahora? —conocía a su hermano, sabía que había seguido desviviéndose por facilitarle a toda costa la vida cuando ella era ya un ser adulto y responsable—. Ya no soy una niña, Cannon. Puedo soportarlo.

—No tienes por qué.

—Sí que tengo por qué —replicó con tono suave—. Porque no quiero que mi hermano mayor vuelva a hacerse cargo de mí, como siempre.

Él le tomó la mano.

—Sabes que disfruto haciéndolo, ¿verdad?

Su propia risa le sonó patética. Demasiado bien recordaba cómo su madre había terminado cediendo por causa de ella. Pero Cannon había localizado a aquellos tipos y, aunque solo había tenido dieciocho años en aquel tiempo, se lo había cobrado a puñetazo limpio… por causa de ella.

De alguna manera, ella lo había influenciado para que se convirtiera en luchador.

Y era por eso por lo que había formado la patrulla de barrio. Todo el mundo adoraba a Cannon, pero ella era la primera.

—Supermán —se burló—, esta vez te prometo que me las arreglaré bien sola.

Un ligero golpe en la puerta le hizo dar un respingo.

—Es Armie —le apretó cariñosamente un hombro—. Voy a abrir.

Asintiendo, pensó de nuevo en la manera en que Armie se había colocado delante de ella, dispuesto a dejarse llenar el cuerpo de balas en caso necesario.

La emoción le desbordó el pecho, ahogándola, matándola.

Rápidamente se tomó la aspirina e intentó serenarse.

Armie se asomó precavido a la puerta, la vio en el sofá y entró.

—¿Está bien?

—Sí —respondieron Merissa y Cannon al mismo tiempo.

Armie esbozó una leve sonrisa.

—Hey, Larga —dejó las llaves encima de la mesa y esbozó una mueca al ver el moratón de su mandíbula.

—En seguida me salen moratones —explicó—. Para mañana tendrá aún peor aspecto, créeme. Pero solo fue un bofetón. Cualquiera de vosotros ni siquiera se habría enterado.

Armie se puso en cuclillas frente a ella.

—Tú no eres una luchadora, cariño.

Le gustaba cuando le llamaba «cariño», en vez de «Larga». Algo cariñoso, afectuoso.

—¿En serio? —bromeó. Jamás había combatido. El miedo y el acelerado latido de su corazón la convertían en un ser débil, maleable. Lo cual le irritaba—. Soy grande, pero no tengo músculo.

—Alta —la corrigió Armie—. Eres alta, pero no grande. Y más bien…

—¿Qué?

Reflexionó sobre ello.

—Delicada.

Esbozó una genuina sonrisa. ¿De manera que Armie Jacobson la veía como una mujer delicada? Vaya.

Consciente de que necesitaba terminar con aquello, apuró el refresco, dejó el vaso a un lado y se levantó.

Armie hizo lo mismo, lentamente, sin dejar de estudiarla. Cannon permaneció de pie a su lado, extrañamente silencioso. Ambos la observaban como esperando que fuera a desmoronarse en cualquier momento.

Y quizá lo habría hecho… si no hubiera tenido espectadores.

Se alejó unos pasos, necesitada de ganar algo de distancia para decirles lo que les dijo a continuación:

—Creo que aquel hombre solo quería jugar conmigo. Quiero decir que, al margen de lo que me dijera, no tenía tiempo para… para…

Tanto Armie como Cannon se quedaron inmóviles como estatuas.

Sonriendo ligeramente, Merissa prosiguió:

—Afirmó querer violarme, pero todos sabemos que no podía hacerlo. No en medio de un atraco, ¿verdad? En lugar de ello, intentó manosearme —las palabras se le atascaron en la garganta; se tocó la pechera del suéter, donde le faltaba un botón, y se obligó a continuar—. Me abofeteó cuando lo empujé. Esa es la marca que me dejó en la mandíbula. Me tambaleé y algo de mi escritorio me cayó encima. Él volvió a por mí, pero entonces Armie… Armie me salvó —juntando las manos, miró a las que, para ella, eran las dos personas más importantes del mundo. Los quería a los dos, solo que de manera muy muy diferente—. Eso es todo, chicos, os lo prometo. Me pegó una vez, el tipo se enfadó conmigo, pero no ocurrió nada peor que eso.

—Rissy…

Aquella única palabra susurrada por los labios de Armie casi convirtió sus rodillas en pura gelatina.

—Y ahora tenéis que marcharos —insistió con tono urgente—. Los dos —una especie de garra invisible se cerró sobre sus pulmones—. Por favor.

Con expresión torturada, Cannon le preguntó:

—¿Me llamarás en caso de que necesites algo? ¿Cualquier cosa?

Ella asintió rápidamente.

—Sí.

—¿Y te reportarás solo para que yo…?

—Te mandaré un par de mensajes de texto esta noche y también mañana por la mañana antes de salir para el trabajo, te lo prometo —«por favor, solo márchate de una vez antes de que me derrumbe…», rezó para sus adentros.

Armie se pasó una mano por el pelo y maldijo por lo bajo.

—¿Algún problema? —inquirió Cannon.

—No.

Merissa miró la sangre reseca de su pelo, de su camisa. En su mente, una y otra vez, seguía viendo cómo se adelantaba para protegerla con su cuerpo.

—Cannon debería estar echándote la bronca a ti, porque tú estás en mucha peor forma que yo. Vete a casa y haz lo que sea con tal de que te sientas mejor…

Lo que probablemente significaba que se buscaría una mujer bien dispuesta, o dos, o tres… y se perdería en una orgía de placer. «Maldita sea», se dijo Merissa. No podía dejar que ese pensamiento la perturbara tanto…

Vio que se le dilataban las aletas de la nariz, pero al final asintió. Como si hubiera perdido una batalla interior, flexionó los dedos de las manos.

—Si tienes ganas de hablar —siguió flexionándolos, con un gesto casi doloroso—, simplemente llámame.

—Puede que estés ocupado —susurró.

—No —negó con la cabeza, enérgico, y volvió a darle otro abrazo tan tierno que casi acabó con su resolución. Tras darle un tierno beso en la frente, se dirigió hacia la puerta—. Esperaré fuera.

Merissa lo observó alejarse, a grandes zancadas y paso rápido.

Fue casi como si estuviera huyendo. Permaneció mirando fijamente la puerta incluso después de que se hubiera cerrado en silencio a su espalda. La preocupación por Armie la hacía olvidarse de su incomodidad.

—Rissy.

Dio un respingo y desvió la mirada hacia su hermano.

—Ya sabes que te quiero…

—Sí —jamás en toda su vida lo había puesto en duda.

—Y también quiero a Armie. En muchos aspectos, es como un hermano para mí.

Pese a todo, sus labios esbozaron una sonrisa.

—Lo sé.

Cannon soltó un profundo suspiro y le tomó las manos.

—Para ti, en cambio, no es para nada un hermano. Ni de lejos. Yo nunca os traicionaría a ninguno de los dos, pero…

Al ver que se interrumpía, Merissa se alarmó.

—¿Qué? —le apretó las manos—. ¿Qué pasa?

—Él lo negará a toda costa, pero está sufriendo. Y no físicamente. No es eso.

No podía respirar, no podía tragar, así que simplemente esperó.

—Quizá deberías proporcionarle algo de consuelo, de manera que él te lo proporcionara a ti a cambio.

Se lo quedó mirando con la boca abierta. Ella no sabía cómo consolar a Armie. Él la había rechazado. Aunque no habían hablado de ello, Cannon tenía que saber que sentía una especial debilidad por Armie. Su círculo era pequeño y todo el mundo parecía compartirlo todo.

Sacudió la cabeza, pero Cannon le sonrió.

—Hay algo sobre Armie que probablemente deberías saber.

Oh, vaya. Se olvidó de su propia situación mientras un millón de escenarios desfilaban por su mente. ¿Descubriría por fin la razón por la que Armie había evitado la SBC durante tanto tiempo? ¿Averiguaría por qué se había negado a comprometerse con mujer alguna, y por qué evitaba a las «niñas buenas»? Con el corazón latiéndole furiosamente, susurró:

—¿El qué?

—Que Armie no estará ocupado esta noche, como tú sospechas.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque, desde hace semanas, no sale con nadie.

Se lo quedó mirando tan sorprendida que Cannon se inclinó para darle un beso en la frente.

—Y eso da que pensar, ¿no te parece? —añadió.

Sin esperar su respuesta, se dirigió hacia la puerta. De camino, dijo:

—He cerrado la puerta con llave, pero resetea la alarma, y no te olvides de revisarla —y se marchó.

Todavía aturdida, Merissa se dejó caer en el sofá.

Armie Jacobson, hedonista extraordinario… célibe. ¿Durante semanas?

Sí, eso ciertamente daba muchísimo que pensar.

Tras disfrutar de una larga ducha caliente, Armie se puso sus boxers, se preparó una copa y se dejó caer en el sofá. Encendió la televisión, pero no vio nada. Su batalla interior lo mantenía demasiado ocupado.

Unas cuantas copas después, sintiéndose algo más que un poquito achispado, seguía sin poder dejar de pensar en Merissa sola en su casa, quizá inquieta y temerosa. Ella no había querido llamarle. Eso había resultado tan notorio como el moratón de su mandíbula.

De todas maneras, habría podido llamarle.

Pero probablemente no lo haría. Tenía a Cannon para que la consolara.

¿Pero lo deseaba a él o no lo deseaba?

No dejó de dar vueltas a ese pensamiento, desquiciado, sin que cantidad alguna de licor pudiera anestesiarlo de aquella tortura. Por décima vez, revisó su móvil. ¿Le había recordado que usara su número de emergencias? No se acordaba. Quizá debiera ponerle un mensaje de texto para decírselo…

No. Lo que debía hacer era dejarla en paz, dejar de desearla.

Dejar de necesitarla.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Le latían las sienes y le dolía la cabeza. No podía creer que se hubiera dejado golpear dos veces por aquel tarado. Afortunadamente nadie blandía postes como aquellos en los combates en los que participaba.

Y tampoco contaba con una audiencia de víctimas indefensas, había armas de fuego por medio o Merissa corría algún tipo de peligro.

Desvió la mirada hacia la oscura ventana. ¿Qué hora sería? ¿Las nueve y media? Todavía era temprano. Quizá necesitara volver a ligar, cabalgar un poco… Quiso reírse de su propio ingenio, pero hasta para un tipo borracho era una analogía de lo más zafia.

Si al menos tuviera el más mínimo interés…

El golpe en la puerta le hizo dar un respingo. Se la quedó mirando fijamente mientras el corazón se le aceleraba y el deseo se disparaba en sus entrañas.

Levantándose, dejó a un lado su copa y, todavía en boxers, fue a abrir. La decepción le dolió todavía más de lo que lo había hecho aquel poste de metal.

—Mierda.

—Vaya, buenas noches a ti también —la mujer esbozó una mueca cuando vio el estado de su cara—. ¿Qué te ha pasado?

Armie se quedó mirando fijamente a la morena de la que se había deshecho la otra noche en el bar.

—Un malentendido —para disuadirla de entrar, se adelantó y cerró parcialmente la puerta a su espalda—. Vamos, Cass. Me conoces demasiado bien como para presentarte en mi casa sin previa invitación.

—Te llamé al móvil, pero no respondiste.

Su ávida mirada recorrió su cuerpo, reparó en su entrepierna y allí se quedó. Armie reconoció la particular sonrisa que se dibujó en sus labios sensuales.

—Se me rompió —explicó—. Pero en serio, cariño, ¿no recibiste el mensaje que te envié alto y claro en Rowdy’s?

—Nadie me trata como tú, Armie.

—Soy un imbécil y lo sé. Y tú deberías evitarme.

Ella posó una mano sobre sus abdominales y empezó a bajar lentamente los dedos.

—No pretendía ser tan grosera en el bar. Mi intención era serlo en la cama.

Él le sujetó la muñeca.

—Eso no va a suceder.

Su determinación pareció acentuarse.

—Me caso dentro de un mes.

—¿Ah, sí? —le puso la mano detrás de la espalda—. Felicidades.

—Le quiero.

—Me alegra oír eso.

—Es un gran tipo, Armie —esbozó una sonrisa aparentemente sincera—. Inteligente, dulce, y tan macho que incluso a ti te gustaría.

Ignorando a dónde quería ir a parar, Armie alzó una ceja.

—Pero en la cama… —suspiró ella—. No es como tú.

Armie se echó a reír con una risa que finalmente se convirtió en gruñido. Se frotó la cara.

—Déjame adivinar… ¿No le has dicho lo que te gusta?

La mujer le preguntó entonces, con tono súbitamente desesperado:

—¿Cómo podría? Es tan bueno… y no es como tú y como yo.

Armie se apartó de la puerta y, en un acceso de indulgencia, replicó:

—Cariño, yo no soy como tú. Pero entre lo que tú me dijiste y cómo reaccionaste al asunto, me lo figuré. A la mayor parte de los tipos les gusta el buen sexo. Es más excitante cuando la chica está por la labor. Así que cuéntale lo que quieres. Confía en mí: se prestará encantado.

—¿Pero y si resulta que no? —una sombra de incertidumbre nubló sus ojos—. ¿Y si piensa que soy… rara o algo así?

—Eres una chica sana, no eres una rara. Y, si él no entra al trapo, ¿realmente querrás permanecer a largo plazo a su lado como su mujer?

—No lo sé.

—¿Una vida entera de sexo mediocre? Yo diría que no.

Sus ojos excesivamente maquillados lo estudiaron detenidamente.

—¿No te gustan las cosas que hacemos?

De repente parecía vulnerable, y fue por eso por lo que Armie mantuvo un tono amable, reconfortante.

—Si te ves en la necesidad de preguntármelo, es que no prestaste suficiente atención.

—Pero tú dijiste…

—Eso es asunto tuyo, cariño, no mío. Pero siempre estoy encantado de complacerte.

Se acercó a él, bajando la voz:

—¿Ahora?

Medio sonriendo, respondió:

—Excepto ahora —vio que hacía un delicioso puchero, que sin embargo no tuvo efecto alguno en él—. Si vas a casarte, deberías reservar todos tus recursos para él.

—Como si tú le hubieras sido fiel a alguien alguna vez…

—Si me casara, ten por seguro que lo sería. Y ahora vete —le dio la vuelta, le dio una palmada en el trasero y añadió—: Teniendo en cuenta lo que me has dicho, no deberías volver a contactar conmigo nunca más.

Con el rostro ruborizado y una mirada soñadora, se frotó el trasero.

—Eso me temo.

—¿Hablarás entonces con tu novio?

—Sí —se mordió el labio—. Se lo diré… pero, si te equivocas, volveré aquí para abofetearte.

Armie se sonrió.

—Puedes intentarlo.

Tan pronto como ella empezó a bajar los escalones, Armie volvió a entrar y cerró la puerta, volvió al sofá y se dejó caer boca abajo sobre los almohadones.

¿Tendría Merissa alguna fijación sexual, del tipo quizá de la que tenía Cass?

Dios, le encantaría averiguarlo.

Volviendo la cabeza hacia un lado, revisó su móvil una vez más, y allí estaba. Un mensaje de texto que decía: Rissy estuvo aquí.

Sentada en el escalón, indecisa, Merissa evitó mirar a la morena que pasó a su lado y la saludó con un breve movimiento de cabeza. La mujer parecía feliz y sonriente mientras se alejaba.

Merissa no era mujer inclinada a escuchar a escondidas, pero, cuando subió el último escalón y oyó a Armie hablando con la mujer, se había quedado paralizada.

Una vez que detectó la conversación, ya no pudo moverse de allí ni aunque lo hubiera querido. Sus pies habían quedado convertidos en pesos de plomo mientras sus oídos registraban hasta la última palabra de su diálogo.

Estaba claro que Armie había rechazado a la mujer.

Pero las cosas de las que habían hablado… ¿Qué sería lo que le gustaba a aquella chica?

Merissa tenía el móvil en la mano, esperando, anhelando… hasta que sonó el aviso de que había llegado un mensaje.

Humedeciéndose los labios, leyó: ¿Estás bien? ¿Necesitas hablar?

Vaya. Desde luego que sí. Le escribió a su vez: ¿Ocupado?

No.

Guau, sí que había respondido rápido. Se giró para alzar la mirada a la puerta aún cerrada y volvió a concentrarse en el teléfono. Estaba tan cerca…

¿En persona?

Transcurrieron varios segundos. Apretó los labios, contuvo el aliento, tamborileó rápidamente con el pie sobre el escalón.

Finalmente apareció el mensaje de texto: No deberías conducir.

Merissa tecleó la respuesta, titubeó aún más y pulsó luego la tecla de enviar.

Ya lo he hecho.

Armie se quedó mirando fijamente el mensaje. Ya lo he hecho. ¿Qué quería decir? ¿Que estaba deambulando por allí?

Mala idea.

Escribió: ¿dónde estás? En caso necesario, saldría a buscarla. Como fuera. Pero, diablos, estaba borracho y lo sabía.

Un taxi. Tomaría un taxi y…

Aquí.

Desorbitó los ojos. ¿Allí? Estúpidamente, miró a su alrededor y envió otro mensaje de texto: ¿Aquí?

Sí.

¿Aquí… dónde?

De pronto llamaron a la puerta, muy suavemente.

Armie se quedó paralizado, y luego todo se aceleró. Su corazón, su respiración…

La sangre le atronaba en las venas.

Levantándose, cruzó la habitación, abrió la puerta y… ah, diablos.

—Hola, Larga.

Ella arqueó una ceja.

—¿Estás borracho?

—No —desde luego que lo estaba. Y, por culpa de ello, se sentía lento y tremendamente inseguro a la hora de recibirla. ¿O debería quizá despacharla a su casa? Sabía que no lo haría, por muy prudente que eso fuera, de modo que quizá debería llamar a Cannon…

Al final entró sin que la invitaran.

Se quedó donde estaba, todavía de espaldas a ella, intentando reordenar sus pensamientos.

—Estás en calzoncillos.

Oh, diablos. Se había olvidado. Dejando la puerta abierta, se volvió hacia ella. Maldijo para sus adentros: sí que estaba cerca. Como a la distancia de un beso.

O a la distancia de poder hacer el amor.

—Son bonitos.

—Son absurdos —la corrigió. Los boxers ostentaban dos flechas: una que apuntaba hacia arriba y decía: El Hombre, y otra que apuntaba hacia su entrepierna: La Leyenda.

—Me gustan —se inclinó hacia él, con lo que el corazón de Armie casi se detuvo, y cerró la puerta de un pequeño empujón. Luego se quedó donde estaba, dejando que él se embebiera de ella, sintiera el calor de su esbelto cuerpo y oliera el aroma de su piel.

Ella le tocó suavemente la cabeza, revisando su vendaje.

—Te has duchado.

—Sí —y se había masturbado mientras se duchaba. Solo que su miembro parecía haberse olvidado en aquel momento.

—La venda no está tan tensa como debería —procedió a tensársela suavemente, con cuidado.

Tomándole la muñeca, él presionó su palma contra su mejilla y cerró los ojos.

—¿Armie?

«Recupérate», se ordenó.

—Ven aquí —pasándole un brazo por los hombros, la guio hasta el sofá y la hizo sentarse—. ¿Quieres una copa?

Ella alzó su vaso y olió, bebió un sorbito y esbozó una mueca.

—Esto mismo. Lo que estás tomando tú.

Él le pellizcó la barbilla.

—Tú no bebes whisky.

—Hoy podría ser un buen día para empezar, ¿no te parece?

Sí, probablemente. Recorrió con la mirada sus tejanos de pitillo, sus botas sin tacón y su ancha sudadera con capucha, pero no se permitió entretenerse tanto como le habría gustado.

De camino a la cocina sintió su mirada clavada en su trasero. La sintió… literalmente. Necesitaba ponerse unos tejanos, solo que eso le haría parecer un poco gallina. Puritano incluso.

Y no era ninguna de las dos cosas.

Después de servirse otra copa, le sirvió un chupito de whisky y regresó para encontrársela sentada a la turca en el sofá, estrechando un cojín contra su pecho, con la cabeza baja.

—Hey, ¿qué pasa? —le preguntó con ternura.

Ella alzó la mirada, con aquellos brillantes ojos azules llenos de tristeza pero también de una gran fuerza y orgullo.

—¿Te sentarás a mi lado?

Armie se tensó de pies a cabeza. Muy bien podía haberle preguntado: «¿frotarás tu cuerpo desnudo contra el mío?». Porque su cuerpo reaccionó de la misma manera, para el caso.

Pero, maldita sea, poseía una cierta capacidad de control y, de alguna manera, la encontraría.

—Claro —se sentó a su lado, sí, pero a unos veinte centímetros de distancia—. Toma.

Ella tomó el vaso, bebió un sorbo, esbozó otra mueca y se humedeció los labios.

A ciegas, él alcanzó el suyo y lo apuró de un solo trago.

Merissa lo estudió.

—¿Cuánto has tenido que beber para alcanzar tu actual estado?

—No lo suficiente —era obvio. Porque en lo único en lo que podía pensar era en estrecharla en sus brazos, en besarla, en tumbarla en el sofá…

Bajo su cuerpo.

Ella bajó la vista.

—¿Sigues pensando en eso, también?

«¿Sexo?», se preguntó.

—Sí.

—Yo no dejo de recordar…

No, no era el sexo. Soltando un suspiro, Armie le tomó una mano.

—Quizá deberías haber pasado la noche con Cannon —todavía estaba a tiempo de llevarla hasta allí, llamando un taxi o acompañándola él mismo…

—No —se acercó a él y deslizó los brazos por su cintura, apoyando la cabeza sobre su pecho.

Su larga melena le acarició la piel y el resto de su cuerpo tentó su libido. Quiso acariciarla por todo el cuerpo pero, en lugar de ello, se limitó a ponerle las manos sobre los hombros.

Hasta que ella dijo:

—Lo siento, Armie, pero en realidad preferiría quedarme aquí contigo.

Él se apartó con tanta brusquedad que casi se cayó del sofá.

Permanecieron mirándose fijamente.

Habitualmente, cuando se oponía a las sugerencias de Rissy, acababa por herir sus sentimientos, lo cual a su vez la hacía enfadar. Pero esa vez no.

Esa vez sonrió suavemente y volvió a arrebujarse contra él.

—¿Acaso es pedir demasiado?

—No —graznó. Nada era demasiado para ella, pero… ¿cómo diablos iba a asimilarlo él?

—Bien —suspirando, lo abrazó—. Gracias.

—Er… De nada.

—Estás realmente borracho, ¿verdad?

Armie sacudió la cabeza… lo cual hizo que la habitación empezara a dar vueltas a su alrededor. Batallaban el sopor y el deseo.

—Yo dormiré en el sofá.

En lugar de discutir, ella bebió otro sorbo, se apretó de nuevo contra él y preguntó:

—¿Qué estamos viendo?

Miró la televisión.

Ella se estiró para recoger el mando a distancia.

—¿Te importa?

Se pegaba a él, se alejaba, se volvía a pegar, se volvía a alejar… Aquel bamboleo suyo lo estaba desquiciando.

—Sírvete tú misma.

Mientras ella hacía zapping, Armie se preguntó qué era lo que había sucedido. Tan pronto había estado sentado allí solo preguntándose por ella, como al momento siguiente Merissa acababa de poner una antigua película en el televisor y se estaba quitando las botas.

Con el vaso en la mano, se puso cómoda… apoyándose de nuevo contra él. Al cabo de un segundo, cambió de postura, tomó su brazo para colocárselo sobre sus hombros y se arrebujó aún más contra su pecho.

—¿Así está bien?

El corazón estaba a punto de salírsele del pecho y cada músculo de su cuerpo estaba rígido, pero respondió:

—Claro —y se puso un cojín sobre el regazo.

—Antes me fijé en que tenías una magulladura terrible en la espalda. ¿Te duele?

La necesidad sexual aturdió todavía más su cerebro.

—No —contestó, aunque probablemente al día siguiente lo sentiría.

Al cabo de una media hora de bendito silencio, durante el cual Armie pudo finalmente poner sus gónadas a descansar, Merissa alzó la cabeza para mirarlo. Se sentía todavía más borracho, aunque tal vez parte de la sensación se debiera a que su abrumador deseo anestesiaba su fuerza de voluntad.

Intentó resistirse, pero finalmente la miró… y quedó cautivado.

—¿Qué tal tu cabeza? —le preguntó ella.

Toda su concentración fue a parar a su boca, y tuvo que luchar contra el impulso de darle un largo, ardiente, húmedo beso. «Piensa, Armie», se ordenó. De repente se le ocurrió una idea.

—¿Avisaste a Cannon de que te venías a mi casa? —sabía que no lo había hecho porque, si Cannon se hubiera enterado de que su hermanita querida se encontraba en su apartamento, ya se habría presentado a recogerla. Ningún hombre en su sano juicio querría que una pariente suya del sexo femenino visitara a Armie en su casa, y Cannon era más protector que la mayoría—. Él necesita saber…

—Tienes razón —se sacó el móvil del bolso, tecleó un mensaje y dejó luego el aparato sobre la mesa—. Hecho.

Armie se quedó mirando fijamente el teléfono, deseoso de que Cannon replicase algo… y cuando finalmente oyó el pitido del mensaje recibido, soltó un suspiro de alivio y decepción a la vez. Ella necesitaba marcharse, cierto. Pero, maldita sea, era tan maravilloso tenerla cerca…

Merissa se inclinó hacia delante, miró la pantalla y sonrió.

¿Sonrió?

Desconfiado a la vez que levemente temeroso, Armie preguntó:

—¿Va a venir a buscarte?

—¿No?

—¿Qué quieres decir?

Ella le acercó el móvil para que leyera el mensaje.

Armie leyó: Bien. Me alegro de que no estés sola. Ya me quedo más tranquilo.

La confusión nubló su mirada.

—¿Le dijiste que estabas conmigo?

—Sí.

Pasándose una mano por el pelo, Armie se preguntó en qué diablos habría estado pensando Cannon.

Cuando la habitación volvió a quedarse en silencio, el corazón se le detuvo. Con los ojos desorbitados, se dio cuenta de que Merissa había apagado el televisor. Rastreó cada movimiento suyo mientras volvía a colocar el cojín en la esquina del sofá y se levantaba para dejar sus botas junto a la puerta. El eco de decisión con que resonó el cerrojo volvió a dispararle el pulso.

Se removió en el sofá mientras la veía quitarse los calcetines y la sudadera. Un abrasador calor lo anegó. La vio luego dejar los calcetines dentro de sus botas y la sudadera doblada encima.

Luciendo ya únicamente los pantalones de pitillo y una enorme camiseta de la SBC, regresó a su lado y le tendió la mano.

—Vamos, Armie. A la cama.

Lucha contra el deseo

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