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por Betty Buhler de Cott Un ángel entre los indios Waki Kru
ОглавлениеEn 1910, el pastor O. E. Davis era presidente de la Misión Adventista de la Guyana Británica. Un día, llegaron a su oficina noticias de unos indígenas cristianos que vivían cerca del Monte Roraima. Se decía que uno de sus caciques había recibido una visión en la que un ángel le indicó que su pueblo debía cambiar sus vidas y prepararse para la venida de Jesús.
El monte Roraima queda cerca del punto donde se unen las fronteras de las repúblicas de Brasil, Guyana y Venezuela. Aunque se trataba de un viaje de más de 320 km a través de la selva, el pastor Davis decidió ir inmediatamente a visitar a esas personas.
Tras un arduo viaje y muchas penurias, el pastor llegó a las cercanías del Monte Roraima. Durante algunos meses permaneció entre la humilde gente de esa región. Aprendió algunos elementos de la lengua indígena y, a su vez, enseñó al pueblo a cantar algunos de los grandes himnos de la fe cristiana. Pero, tristemente, la constitución física del pastor Davis no resistió la vida hostil de la selva, y poco tiempo después enfermó y murió. Sus restos yacen hoy en un sencillo sepulcro al pie de dicho monte.
Después de la muerte del pastor Davis, transcurrirían 16 años hasta que la Misión Adventista pudiera enviar a un maestro para vivir permanentemente entre aquella gente. Fue en 1927 cuando el pastor Alfredo Cott y su esposa, Betty Buhler de Cott, salieron de Georgetown para establecer su residencia en la aldea de Arobopó. Allí, organizaron una escuelita y empezaron a trabajar con los aldeanos. Más tarde se trasladaron a una aldea más grande y céntrica, llamada Acurima.
Al investigar, constataron que en ninguno de estos dos lugares el ángel se le apareció con su mensaje al cacique. Pero después de algunas semanas, los esposos Cott recibieron una noticia muy emocionante.
He aquí la historia narrada por la propia hermana Cott.
Cierta mañana vino Meme, una joven amiga que nos había acompañado desde Arobopó, y me dijo:
–¿Quiere saber algo?
–¡Claro que sí! –le contesté.
–Francisco me contó algo anoche.
–¿Y qué fue lo que te dijo?
–Viaje de un mes; camino muy malo; mucha, mucha agua; mucho castigar. Encontramos indios Waki Kru (muy buenos). Papá de cacique Promi ver luz grande –concluyó, emocionada.
–¿Cuánto hace que el papá vio la "luz grande"? –le pregunté.
–No sé. Mucho, mucho tiempo atrás.
–Y ¿cómo dijo Francisco que era esa luz?
–Así como el ángel grande que el papá Cott nos enseñó en la iglesia en una gran pantalla.
A raíz de esta conversación, hicimos los preparativos para efectuar un viaje que duraría dos meses. Alfredo y yo teníamos muchos deseos de conocer a este grupo cuyo dirigente había visto al ángel. En agosto, cuando, según se suponía, era la época de sequía, emprendimos lo que fue, por mucho, el viaje más duro que habíamos intentado hasta el momento. Nuestro guía era un fiel hermano indígena llamado Francisco, y la joven Meme nos acompañó para ayudarnos a cuidar de nuestra hijita, Joyce.
Creímos haber escogido la mejor época para el viaje, pero nos desilusionamosal ver que se amontonaban densas nubes a mediados de semana. Todo el día jueves y el viernes viajamos bajo fuertes lluvias tropicales, sin ningún indicio de que fuera a mejorar el clima. El camino se puso resbaladizo, bajo un barro pegajoso y rojizo. Nuestros zapatos pronto se hicieron tan pesados que fue muy difícil avanzar.
El viernes por la tarde acampamos cerca del Salto de Kamá. La lluvia penetraba en nuestra carpa, al punto de que en poco tiempo todo lo que estaba adentro quedó empapado. Fue un momento de desaliento, en verdad. Nos sentíamos tan cansados por el esfuerzo realizado al caminar a través del barro, que no quisimos comer nada. Tendimos en el piso nuestras bolsas de dormir, y al poco tiempo nos dormimos profundamente.
Cerca de las 2 de la madrugada, desperté con la sensación de que alguien trataba de tirar nuestra carpa.
–¡Alfredo! ¡Alfredo! –llamé.
La única respuesta fue el silencio. Empecé a sacudirlo
–¡Háblame, por favor, Alfredo! ¡Los tigres están tirando la carpa!
–No, amorcito –me contestó semidormido–, es solamente el viento. Anda, duérmete.
Y diciendo esto, volvió a dormirse. Estaba tan cansado que ni siquiera me oía. Me incorporé y traté de buscar el rifle, pero, horrorizada, recordé que lo tenían los indios que nos acompañaban, y que ellos estaban acampando a un kilómetro de distancia, donde habían hallado árboles para colgar sus hamacas.
Palpando en la oscuridad logré encontrar un cuchillo, que usábamos para partir el pan. Encontré también una lata vacía. Como no se me ocurría otra cosa, los coloqué junto a la entrada de la carpa. Al retroceder, tropecé con las botas enlodadas de mi esposo. También las coloqué al lado del cuchillo y la lata. Volví a meterme en mi bolsa, y solo entonces comprendí lo absurdo de mi plan de defensa.
Nuevamente sacudí a Alfredo:
–¡Despierta! ¡Tigres, tigres!
–Duérmete, amorcito, duérmete –fue su respuesta.
La carpa volvió a sacudirse. Alguien o algo estaba tirando de las cuerdas. Quedé paralizada de terror. Los latidos de mi corazón retumbaban de tal modo que me parecía escucharlos fuera de la carpa. Algo golpeó cerca de mis pies. Escuché de pronto un terrible gruñido. De un salto quedé sobre mis rodillas, y empecé a orar con un fervor que nunca antes había experimentado. Y cuando lo hice, casi instantáneamente quedó todo en silencio. Seguidamente escuché el ruido de fuertes pasos de animales pesados, que se alejaban gruñendo hacia la selva. Agradecí a Dios por su cuidado protector, me tranquilicé y pronto me sumí en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, vi que Francisco examinaba algo cerca de nuestra carpa.
–¡Miren qué grandes son estas huellas! ¡Del tamaño de un plato! ¡Muchos tigres! –exclamó–. Yo los vi allá abajo por el camino; sentí miedo, por eso vine.
Recién entonces Alfredo salió de la carpa.
–¡Qué enormes huellas! –exclamó. ¿Por qué no habré escuchado los rugidos?
Yo le conté cómo lo había llamado sacudiéndolo y lo que él me contestó.
–¿Y por qué no me diste un tremendo puntapié? –dijo, disculpándose.
El domingo muy temprano, Francisco vino a llamarnos a la carpa.
–Papá, mamá Cott. Vámonos, estamos listos para partir. Tenemos que cruzar mucha agua. Debemos ir muy despacio.
Cuando habíamos salido nuevamente al camino, le pregunté:
–¿En qué punto vamos a cruzar el río?
–Aquí mismo –dijo, señalando el enorme salto de agua, el Salto de Kamá.
–¿No me digas que tengo que cruzar este profundo torrente por aquí?
El agua saltaba por el precipicio a una velocidad tal, que quedé horrorizada.
–Sí, es el mejor sitio. Más arriba es demasiado profundo. Yo iré cerca de la orilla. Usted irá conmigo. Yo la sostendré por el brazo.
Dada la experiencia de nuestros viajes anteriores, sabía que la regla de la selva es cruzar exactamente a la orilla de una caída de agua. Pero, ¿cómo podría yo pasar por este enorme salto? Temblando de miedo, permití que Francisco me guiara al agua. Uno de los hombres ya había llevado a Joyce hasta el otro lado, y por unos instantes anhelé ser una niñita pequeña. Alfredo nos dijo que él seguiría tan pronto me viera a salvo al otro lado.
Francisco me había advertido que no levantara los pies, sino que los deslizara, junto con los de él. Lamentablemente, cuando íbamos cruzando por la mitad del torrente, como las piedras estaban sumamente lisas y deseaba terminar lo más pronto posible con esa pesadilla, me apresuré y coloqué el pie delante del pie de Francisco. Donde quise pisar no había nada. ¡Era el fin! En ese momento me sentí caer por el salto. Grité con todas mis fuerzas, y casi al instante los dedos de Francisco se hundieron en mi brazo. Juan, que nos seguía de cerca, escuchó mi grito, y dejando caer la carga que traía –la cual se perdió por el precipicio– me sujetó por el brazo y gritó:
–¡Maza! [¡Deténgase!]
Yo temblaba como una hoja, al darme cuenta de cuán cerca estuve de ser víctima de este peligroso salto. Con mucha calma, Juan dijo:
–No levante el pie. Deslícelo por la parte donde está la piedra... despacio, despacio...
Como pude, fui deslizando el pie contra la corriente, centímetro tras centímetro. Ya otro de los cargadores había llegado para ayudarnos. Los tres hombres empezaron a alejarme del peligroso agujero. Juan y Francisco seguían diciéndome:
–Despacio, camine despacio –y así lo hice.
Movía los pies solamente cuando ellos movían los suyos.
Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, alcanzamos la orilla. Cuando estuve a salvo una vez más, me di cuenta de que Joyce, Meme y Marjorie estaban llorando.
–Mamá Cott, creíamos que usted estaba muerta, ¡muerta!
–Dios está despierto –les dije con humildad.
Fue con cierto sentimiento de reverencia que nos acercamos a la aldea de Auca, el cacique que había recibido la visión. ¿Sería posible confirmar las historias que habíamos escuchado?
Al llegar, nos saludaron como era costumbre en esa región: los indios nos dieron la mano, nos abrazaron y soplaron amigablemente el aliento en nuestros oídos. Entonces nos preguntaron:
–¿Nos permiten ver sus Biblias?
La pregunta nos causó sorpresa. Era la primera vez que algún indio, al saludarnos, manifestara interés en ese Libro que significa tanto para nosotros.
Cuando les mostramos las tres Biblias que habíamos traído, sus ojos brillaron de alegría.
–Ustedes son nuestros misioneros –afirmaron.
–¿Cómo saben que somos misioneros? –les preguntó Alfredo.
–Auca dijo que ustedes traerían un libro negro del país que se llama Inglaterra; así sabríamos que había llegado la gente que esperábamos.
Abrimos las tapas de nuestras Biblias y comprobamos que, efectivamente, las tres habían sido publicadas en Inglaterra. Cerramos la Biblias con reverencia. ¿Sería posible que el Señor hubiera preparado a estas personas para nuestra llegada cuando nosotros aún éramos niños? Calculamos que Auca había tenido sus sueños alrededor de 1902.
Auca había muerto, pero su hijo, el cacique Promi, había instruido bien al pueblo. Esta era la aldea más limpia que jamás habíamos visitado. El vestido de la gente les cubría mucho más el cuerpo de lo que ocurría con otros indígenas que habíamos encontrado. Sus costumbres eran más higiénicas que las de otros nativos. Hasta olían a limpio.
Entre otras cosas, nos asombró enormemente su conocimiento de algunas palabras del inglés. Cuando les preguntamos dónde habían aprendido, nos contestaron:
–Auca nos enseñó. El ángel le enseñó a Auca.
Conocían bien en inglés ciertos términos bíblicos muy significativos, como Santa Biblia, aleluya, Nueva Jerusalén, Espíritu Santo, el cuerpo es un templo, Jesús, Padre Celestial, gran luz, Satanás, pesar y pruebas. Así, pudimos comunicarnos fácilmente mediante ese sencillo vocabulario de términos referentes a la Biblia.
El cacique Promi y los integrantes de la aldea nos guiaron hasta una casa limpia, blanqueada con cal.
–La hicimos para ustedes –nos dijo orgullosamente el jefe– Nos tomó muchos meses.
Aquella casa nos pareció prácticamente una mansión, y nos sentimos muy agradecidos por el privilegio de quedarnos por unas semanas en un lugar tan agradable.
Apenas habíamos abierto nuestras maletas para sacar ropa limpia, cuando unas muchachas de la aldea llamaron nuestra atención desde la puerta, aplaudiendo.
–Hermana, hermano, –nos llamaron.
Nunca antes en la selva se nos había llamado así. Cuando abrimos la puerta, ellas muy bondadosamente nos ofrecieron plátanos, papas y yuca. Nos impresionó gratamente ver que los tubérculos habían sido lavados y limpiados perfectamente, algo que los otros indios jamás hacían. Muchas de las tribus tenían miedo al agua, y algunos hasta creían que era venenosa.
–¿Por qué lavaron estas cosas? –pregunté a las muchachas.
Madelina, sobrina del cacique Promi, me contestó con una hermosa sonrisa:
–El ángel le dijo a Auca que debíamos lavar la comida. Limpio, limpio...
Cuando las jóvenes se fueron, le dije a Alfredo:
–¿Qué otras sorpresas encontraremos en esta aldea? Creo que debes anotar los incidentes que estamos viendo y oyendo. Debemos informar de esto a la Unión y a la División.
–Ya empecé a hacerlo, amor –respondió mi eficiente esposo.
Apenas habíamos terminado de comer, el cacique Promi apareció en la puerta, para informarnos que los indios estaban reuniéndose para celebrar un culto. Rápidamente recogimos el proyector, una sábana para la pantalla, la trompeta y el saxofón, y nos dirigimos hacia la iglesia, que estaba pintada de blanco. Al entrar, quedé maravillada al ver todo tan limpio, y observé que sobre la plataforma había un hermoso arreglo floral con orquídeas. Era la primera vez que veía flores en una iglesia en medio de la selva, pues hay tantas flores en los alrededores que los indios no se preocupan por hacer arreglos florales.
Colocamos la enorme sábana al frente de la sala. Al principiar la reunión, los indios cantaron un himno en inglés que yo no había escuchado jamás. Nos parecía música celestial. Las palabras cantadas con profundo sentimiento, eran algo más o menos así:
“Santo, Santo, Dios Todopoderoso. Amamos a nuestro querido Jesús. Anhelamos escuchar el canto de los ángeles algún día en la Nueva Jerusalén.
Alfredo invitó a Promi para que hiciera la oración. Cuando la gente se arrodilló, me fijé particularmente en los niños. Ellos se arrodillaron junto a los mayores con mucha reverencia, cubriendo sus ojitos con las manos. Durante la oración no escuché un solo ruido, solamente un coro de voces que repetía ordenadamente las palabras de Promi. La forma tan reverente en que lo hacían nos conmovió hasta lo más profundo de nuestra alma.
Después de que Alfredo tuvo las palabras introductorias, encendí el proyector y el primer cuadro apareció en la pantalla. Inmediatamente Madelina saltó sobre sus pies. Su rostro estaba enrojecido de emoción, y sus ojos brillaban mientras exclamaba con suma alegría:
–¡Eso es lo que mi abuelo dijo que los misioneros iban a mostrarnos! El cuadro en la pantalla era de Jesús y los ángeles.
El cuadro siguiente mostraba la mesa puesta delante de los santos en la Nueva Jerusalén.
–¡Ah! ¡Ah! –exclamó Promi. ¡Auca vio esa mesa muy, muy larga!
Más adelante, les mostramos un cuadro acerca de la creación de los animales. El esposo de Madelina, que era un gran cazador, dijo:
–El abuelo nos contó que cuando lleguemos al cielo, veremos al tigre y al cordero durmiendo juntos. Eso es lo que yo quiero ver.
La última imagen de la velada era la venida de Cristo en las nubes gloriosas. Al ver este cuadro, todos exclamaron con profunda emoción: –Auca nos contó acerca de esto. El ángel le dijo a Auca.
Estábamos deseosos de conocer todos los detalles de esta maravillosa historia antes de pasar más vistas. Así que, a la mañana siguiente, Alfredo buscó a Promi con una libreta de apuntes en la mano.
–¿Podría decirme qué fue exactamente lo que vio su papá?
–Vamos a la iglesia y le contaré. Ahí nadie nos molestará.
Una vez que se sentaron cerca del púlpito, Promi comenzó su historia:
–Cierto día, mi papá celebraba una reunión; súbitamente dejó de hablar. Sus ojos parecían de vidrio. Miraba hacia el cielo y ya no respiraba. Yo creí que estaba muerto.
–¿Cuánto tiempo permaneció así? –le preguntó Alfredo.
–Hasta cuando el sol estuvo alto en el cielo. Todos teníamos mucho miedo. Nadie había visto semejante cosa. Algunos trataron de acostarlo, pero nadie pudo moverlo. Permaneció como una roca.
Promi hablaba en voz baja mientras describía la escena:
–Cuando Auca respiró profundamente y empezó otra vez a abrir y cerrar los ojos, le pregunté: “Papá, ¿estás enfermo?” Entonces me contó lo que vio. Papá dijo que el cielo es un lugar glorioso. Él no quería volver a la Tierra. Esta Tierra es un lugar malo; él quería permanecer en el cielo. Aquí trabajamos con cuchillos y machetes para vivir, pero en el cielo no será así.
–Es asombroso –exclamó Alfredo–. ¿El ángel vino más de una vez?
–El ángel vino muchas, muchas veces.
–¿Auca siempre permanecía como una roca cada vez que venía el ángel?
–No; algunas veces, cuando el ángel venía él estaba acostado en la cama.
–¿Y cuándo fue que el ángel vino por primera vez?
–Hace mucho, mucho tiempo. Yo era aún muy pequeño, pero lo recuerdo bien. Cuando papá llegó a ser cacique, oró y habló con el Gran Espíritu. Durante muchos días y muchas noches él oró. Contó al Espíritu que él quería que su pueblo fuese bueno. Fue entonces que el ángel vino y habló con él.
–¿Qué fue lo primero que le dijo el ángel?
–El ángel dijo que el pueblo debía lavarse y ser limpio. Papá tenía tres esposas. El ángel le dijo que debía tener solo una. Auca dijo a dos esposas que debían irse. Se enojaron, trataron de envenenarlo. Auca dijo a todo el pueblo que debían ser limpios y tener una sola esposa. El ángel le dijo a papá una noche que debía guardar el séptimo día como día santo. El ángel dijo que el sábado empieza a la puesta del sol el viernes, y que el tiempo es sagrado hasta que el sol se vuelve a ocultar otra vez. Dijo que no trabajáramos entonces, y que comiéramos poca comida el sábado. Mucha comida da sueño.
–¿Cómo supo su papá cuál día era el sábado?
–El ángel le dijo a papá cuál día era.
–¿Cómo llevaron la cuenta de los días de ahí en adelante?
Promi sonrió.
–Hicimos nudos en cordones. Nudo grande significa sábado. ¡Fácil!
–¿Dónde adoraban antes de construir la iglesia?
–En la casa de papá. El la limpió. Papá dijo a la gente lo que los ángeles le dijeron.
–¿La gente hizo lo que el ángel había indicado?
–Sí, la gente quería a Auca. Él era generoso y bueno.
Ellos hacían lo que él decía.
–¿Usted construyó esta iglesia tan bonita?
–No. La construyó Auca. La gente lo ayudó. Yo ayudé. Cuando se terminó, Auca dijo que alguien tenía que mantenerla limpia; que debíamos poner flores hermosas en la iglesia.
Jamás nadie en la selva nos había dicho que debía haber alguien encargado de mantener limpia la iglesia. Toda esta revelación nos dejó mudos a Alfredo y a mí. Pero aún quedaba más por saber.
Al día siguiente, pedí a dos de las mujeres que reuniesen a todas las madres de la aldea para una charla. Enseguida se juntaron todas en la iglesia, deseosas de escuchar lo que yo les tenía que decir. Les mostré unos cartelones acerca de las carnes limpias y las inmundas, haciendo énfasis, particularmente, en el hecho de que no es lícito beber sangre. Había visto a muchos indios en los viajes matar a un animal, desangrarlo y bebería en el acto. Observé que las mujeres sonreían, y me pregunté si había dicho algo incorrecto. En esto, Madelina ya no pudo contenerse. Se puso en pie, y con una amplia sonrisa me dijo:
–Pero, hermana, nosotros no tomamos sangre. Tampoco comemos carnes inmundas. No comemos cerdo, ni conejo, ni ratas ni pescado sin escamas.
Al parecer, mi perplejidad era evidente, pues ella añadió enseguida:
–Auca nos dijo que no debíamos hacerlo. El ángel le dijo a Auca.
Así que, intenté otra cosa. Les dije que no debían hacer cachire (un poderoso aguardiente nativo). Nuevamente, todas se sonrieron.
–Bueno –les dije, riéndome– ustedes no hacen cachire, ¿verdad?
–Auca dijo: cachire nos emborracha. Es sucio. El pueblo aquí no lo usa –contestaron varias.
Cuando les mostré cómo dar sencillos tratamientos con agua, como fomentos, etc., Mary, la esposa de Promi, me informó que ellos trataban a sus enfermos de esa forma desde hacía muchos años.
Al volver a casa, comenté a Alfredo:
–¿Qué puedo enseñar a esta gente? Todo lo que he tratado de enseñarles, ya lo saben y lo practican.
–A mí me ha pasado lo mismo –dijo Alfredo.
–En vez de que les enseñemos nosotros, ¡ellos lo hacen! Su reverencia y sinceridad sobrepasan en mucho a lo que hemos visto antes, aun en el mundo civilizado.
–Sí; además les he escuchado orar y cantar a las cuatro de la mañana.
Promi me contó algunos detalles acerca del Juicio y las siete postreras plagas, tal como lo creemos nosotros. Dijo que el mundo será destruido por fuego y granizo. Él lo llamó “plomo”, que significa disparo. Y dijo que el granizo sería arrojado desde el cielo a los malvados.
Madelina nos dijo que Auca les anunció un día que él iba a morir. El ángel le había dicho que él no viviría para ver a los misioneros. Les aconsejó que fueran fieles; pero les advirtió que algunos se apartarían del mensaje. Y descubrimos que esto fue así. Por cierto, Auca nunca halagó a su pueblo; antes bien, los exhortó y amonestó pacientemente.
Luego supimos que la palabra Auca significa “Gran Luz”. Alfredo le preguntó a Promi quién le había puesto ese nombre a su papá.
–El ángel le dijo a mi papá –contestó Promi– que su nombre era Auca.
Los indios tenían un himno que cantaban a la hora del crepúsculo. Lo cantaban mientras veían ocultarse el sol al final del día; y al acordarse de la Nueva Jerusalén, comparaban las tristezas de este mundo oscuro con las glorias de la Patria Celestial, donde no habrá noche. Y lloraban mientras cantaban.
Así pasaron los días de nuestra estancia entre ese pueblo maravilloso. Nos fue muy difícil despedirnos de ellos. Sentimos que habíamos experimentado un pequeño anticipo del cielo. Y nos acordamos del pasaje de Joel 2:28: “Y acontecerá que en aquellos días, derramaré mi Espíritu sobre toda carne”.
Nuestra visita a estos indios impresionó nuestra mente indeleblemente con la verdad de esta profecía. Ahora estamos seguros de que todos los observadores del avance del mensaje en estos últimos días descubrirán, como nosotros, los medios extraordinarios que Dios está usando para terminar su obra.