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por Virgil Robinson – 1927 El poder de la oración

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En el año 1894, la Iglesia Adventista recibió del gobierno de Rhodesia, hoy Zimbabue, 4,800 hectáreas de terreno cerca de Bulawayo, cedidos con el compromiso de establecer ahí un instituto que enseñara agricultura y artesanías a los miembros de la tribu Makalanga, que vivían en el área.

La comisión fue aceptada con entusiasmo, pero el inicio de esta nueva obra no fue fácil. En un lapso de tres años, seis de los primeros misioneros habían bajado al sepulcro, víctimas del paludismo.

Uno de los pocos sobrevivientes fue un joven llamado Harry Anderson. Este no solo sobrevivió a aquella calamitosa época, sino además llegó a prestar cincuenta años ininterrumpidos de servicio en favor del pueblo africano.

Durante 1926, Anderson y su esposa, Mary, pudieron disfrutar de unos meses de descanso junto a sus familiares en Estados Unidos.

Cuando se acercaba el final de ese período vacacional, Harry comenzó a hacer preparativos, deseoso de volver lo más pronto posible a su trabajo en Angola, donde radicaban. Pero su esposa le dio una noticia alarmante: durante varios meses había sentido un persistente dolor en la parte inferior del abdomen y una fatiga progresiva; y ahora, precisamente, lejos de experimentar alguna mejoría, estaba sintiéndose cada día peor.

Consultaron primero al médico de la familia, y este, preocupado, ordenó una serie de radiografías con un especialista, con el objeto de establecer la naturaleza exacta del problema. Después del estudio, el radiólogo expresó su convicción de que la Sra. Anderson tenía un tumor en los ganglios linfáticos abdominales. El doctor recibió el informe, pero manifestó no estar seguro de que el especialista hubiera acertado en su diagnóstico. Finalmente, tras consultar entre sí, los dos facultativos tomaron la decisión de autorizar que la señora Anderson viajara nuevamente a Africa, con la condición de que al llegar se colocara inmediatamente bajo el cuidado del Dr. A. N. Tonge, director del hospital adventista en Bongo, ciudad donde vivían los Anderson.

Al llegar de regreso a Angola, Mary buscó al Dr. Tonge y le comunicó que estaba experimentando ahora mayor debilidad y un dolor mucho más agudo que cuando había salido de los Estados Unidos. Un cuidadoso examen reveló que los temores del radiólogo fueron fundados. En efecto, se localizó un tumor que aumentaba rápidamente de tamaño.

El pastor W. H. Branson, presidente de la División Sudafricana, se encontraba de paso y habló con el médico

–Hay muy pocas esperanzas –le dijo el médico–. A la señora no le quedan más que unos pocos meses de vida. Pero usted sabe, al igual que yo, que para nuestro Dios no hay nada difícil. Él podría realizar un milagro, siempre y cuando fuera para gloria de su nombre.

–Muy cierto –asintió Branson–. Me parece que lo que nos queda ahora es llamar a los ancianos de la iglesia y ungirla, para colocar su caso en las manos de Dios.

Y así lo hicieron. Reunieron a los ancianos y a todos los pastores que se encontraban en el lugar. Oraron por Mary Anderson y la ungieron con aceite en el nombre del Señor, tal como lo ordena la Biblia en Santiago 5:14 y 15. Ya en una ocasión anterior Mary había experimentado un sanamiento instantáneo, cuando se encontraba grave por causa de otra enfermedad. Pero en esta ocasión, parecía que la respuesta del Cielo sería negativa. No se notó cambio alguno en el estado de salud de la señora cuando el pastor Branson oró y la ungió con aceite.

Para Mary, la respuesta era obvia: Dios había dicho que no. Y al entenderlo así, ella se resignó a morir.

Un día en que el doctor Tonge la visitaba, Mary le dijo:

–Doctor, quisiera saber cuánto tiempo me queda.

–Si la enfermedad sigue su curso estimado, yo diría que le restan, tal vez, unos tres o cuatro meses –respondió el médico.

El Dr. Tonge escribió al radiólogo que había examinado a Mary en los Estados Unidos, para informarle que su diagnóstico había sido confirmado, y le pidió alguna sugerencia acerca del caso.

En respuesta, el especialista confirmó que vio que la condición de la Sra. Anderson era sumamente delicada. Terminaba la carta diciendo: “Ojalá no hayan esperado hasta ahora para operarla; de ser así, estoy seguro de que será demasiado tarde para hacer algo por ella”.

Se acercaba fin del año, cuando Harry Anderson debía asistir a unas importantes reuniones en Ciudad del Cabo. No queriendo arriesgarse a que su esposa muriese en su ausencia, decidió llevarla consigo. De modo que Mary, sumamente débil, abordó el barco junto con su esposo. Después se despidió de todos sus amigos en Angola, porque no tenía esperanzas de volver a verlos.

Poco antes de salir de Angola, Mary escribió a unos amigos muy queridos, el pastor Ernesto Farnsworth y su esposa, pensando que seguramente sabrían comprender su situación. Les pidió que oraran por ella; no para que fuera sanada, pues ya estaba convencida de que esa no era la voluntad de Dios, sino para que pudiese estar preparada para morir en paz.

Los Farnsworth recibieron esta carta en el momento en que los dirigentes de la Unión del Pacífico de la Iglesia Adventista en Estados Unidos celebraban una sesión plenaria. Inmediatamente, el pastor envió un telegrama al presidente de la Unión, pidiendo oraciones de la junta en favor de la Sra. Anderson. Y envió otro telegrama a las oficinas de la Asociación General en Washington, con la misma solicitud.

Al llegar a Ciudad del Cabo, los Anderson alquilaron una habitación cerca del hospital, pues el pastor comprendía que en unos cuantos días Mary necesitaría gran atención médica.

Poco después de su llegada, el pastor Branson mostró a Harry una carta que acababa de llegar de los obreros de Bechuanalandia (hoy Botswana). Los misioneros en ese lugar estaban llevando a cabo un ciclo de conferencias, y por lo mismo había surgido mucha oposición. Pedían urgentemente la asistencia de un obrero de experiencia.

El pastor Branson dijo:

–Hermano Anderson, ¿cree usted que le sería posible prestarles la ayuda necesaria? Claro que reconocemos la condición de su esposa, y si usted considera que no es conveniente hacer el viaje en este momento, nosotros comprenderemos perfectamente.

–Permítame conversar con Mary –dijo el pastor Anderson–; enseguida les daré una respuesta.

Harry le contó a su esposa el mensaje de la carta, pero terminó diciendo:

–Claro que no pienso ir. Por ningún motivo te dejaré ahora.

–Y ¿por qué no? –preguntó ella–. Aquí hay buena atención médica. Y si el doctor ha calculado bien, me quedan todavía unas seis semanas, y tú volverías dentro de quince días. Así que, bien puedes ir. Cuando vuelvas, celebrarán las reuniones de la junta y me podrás contar los planes que tienen para Angola.

Esa noche, Harry Anderson partió en tren rumbo a Mafeking.

Para Mary, los días parecían una eternidad y las noches un suplicio. Permanentemente sentía un dolor cada vez más agudo. Estaba muy débilitada, al punto de no poder dar más de ocho o diez pasos. Incluso el peso de una sola sábana sobre el abdomen le causaba intenso sufrimiento.

Una noche de tantas, después de fijarse en la fecha, Mary se dirigió dolorosamente hasta la cama y se acostó pensando: Pasado mañana llegará mi esposo. Entonces nos quedarán solo unos pocos días para estar juntos antes de que tenga que dejarlo. ¡Pobre Harry! Le tocará volver solo a Angola, para continuar el trabajo que hemos iniciado allá y que tanto hemos amado.

Abrumada por la pesadumbre, comenzó a llorar. Escuchó que el reloj del pasillo daba las ocho.

Entonces, repentinamente, experimentó una sensación extraña. Comenzando desde los ganglios linfáticos en la parte inferior del abdomen, sintió un intenso hormigueo que iba hacia arriba y hacia afuera. Fue como si tuviera asido –según lo contaría más tarde– en cada mano un cable eléctrico, de donde surgía una poderosa corriente que fluía por todo su cuerpo. El hormigueo avanzó hacia arriba, hasta alcanzar las axilas, y entonces cesó. Un indescriptible pánico se apoderó de Mary. ¿Sería el fin? ¿La muerte llegaría de esa manera? ¿Acaso no tendría oportunidad de despedirse de su amado esposo?

Pero no. Un instante después, Mary se dio cuenta de que estaba experimentando, muy por el contrario, una renovación física. El dolor había desaparecido completamente. Colocó una mano sobre la parte que hasta entonces había estado tan adolorida, y la encontró perfectamente normal.

Se levantó de la cama, cruzó la pieza con paso firme, abrió las cortinas y se quedó contemplando las luces de Ciudad del Cabo. ¡Dios había escuchado! ¡Ella había sido sanada! ¡Estaba perfectamente bien! No tendrían que enterrarla, después de todo. Cuánto anhelaba comunicar las buenas nuevas a Harry. Pero él ya se encontraba en el tren viajando de regreso a la capital.

Y allí, frente a la ventana abierta, Mary derramó su alma en gratitud a Dios.

Volvió a acostarse, pero le resultó imposible conciliar el sueño; demasiados pensamientos agitaban su cerebro. Otra vez podía pensar en el futuro y hacer planes. Su mente pasaba rápidamente de un asunto a otro, pensando en todo lo que esperaba realizar. Así transcurrieron las horas hasta que, por fin, en la madrugada, se quedó dormida. Cuando despertó, era de día y el sol brillaba en todo su esplendor. Salió de la casa hasta el jardín. Jamás había visto el mundo tan resplandeciente y hermoso como ahora. Allá, a la distancia, podía ver cómo la luz centelleaba en las aguas azules de la bahía, mientras por un lado se erguía, majestuoso, el Monte Table. Largo rato permaneció Mary contemplando esta hermosura, y recordando las palabras del salmista: “Tu fidelidad alcanza hasta las nubes. Tu justicia es como los montes de Dios” (Sal. 36:5, 6).

Después de desayunar, Mary se sentó junto a la ventana frente a la casa, para esperar al cartero, quien pronto llegó trayéndole varias cartas. Había una de Harry. ¡Qué atento de su parte, pensó Mary, haberme escrito aun cuando tiene planeado llegar mañana!”

Luego, Mary vio que había otro sobre largo que llevaba en su exterior el lema del Servicio Nacional de Comunicaciones. Se trataba de un cablegrama fechado el día anterior. Era del pastor B. E. Beddoe, uno de los secretarios de la Asociación General, y amigo personal de la familia Anderson. En el papel, Mary leyó unas palabras que la dejaron profundamente conmovida: “JUNTA DE LA ASOCIACION GENERAL ORANDO POR USTED. SON LAS ONCE A.M.”

Tras reflexionar por unos momentos, Mary recordó que hay cierta diferencia de tiempo entre los dos países. El mediodía en Washington correspondería a la noche en Ciudad del Cabo. ¡Cuán rápidamente el Dios del cielo había respondido a las oraciones de sus siervos!

Ahora Mary comprendía por qué razón el Señor había esperado hasta este momento para sanarla. En vez de realizar el milagro inmediatamente en ocasión de su ungimiento, cuando tan solo un pequeño grupo de personas habría sido testigo del hecho, lo hizo de una manera tal que miles de personas llegarían a saber de su poder para bendecir y sanar.

A la mañana siguiente, Mary se encontraba sentada nuevamente sobre el barandal de la casa, esperando a Harry. ¡Qué emocionante será contarle lo sucedido!

Pronto, un taxi se detuvo frente a la casa; de él bajó su esposo y procedió a pagar al chofer. Cuando Harry la vio caminando y bajando las escalinatas para ir a su encuentro, apenas podía creer lo que veía. Desconcertado y feliz a la vez, la estrechó entre sus brazos, sin comprender aún lo que sus ojos estaban viendo. La había dejado moribunda; ahora la encontraba sana y llena de vida.

Juntos caminaron hasta el barandal, donde se sentaron, y entonces le contó lo sucedido. Luego colocó en sus manos el cablegrama del pastor Beddoe.

Lejos de enterrar a su esposa en Ciudad del Cabo, Harry Anderson gozosamente la condujo de vuelta a Angola, donde juntos dedicaron otros cinco años maravillosos de trabajo en favor de la gente de ese gran país.

Harry Anderson murió en 1950, pero su esposa le sobrevivió hasta 1967, poco más de 40 años desde el día en que el Señor la levantó de una manera tan maravillosa.

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