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EL CONGRESO DEMOCRÁTICO

Cuando culminó la contrarrevolución encabeza­da por el general Kornilov y cuando Rusia, desorien­tada por enemigos internos y externos, se precipitaba frenéticamente en una y otra dirección y en su confu­sión permitió la caída de Riga, el Comité Ejecutivo de los Soviets de Toda Rusia pidió que se convocara a un Congreso Democrático que debiera ser el predecesor de la Asamblea Constituyente y volver imposible otra contrarrevolución.

Por consiguiente, aproximadamente un mes más tarde 1600 delegados de todas partes de Rusia respon­dieron al llamamiento. Era un atardecer frío de media­dos de septiembre y la lluvia brillaba en el pavimento y chorreaba de la gran estatua de Catalina en la placi­ta frondosa frente a la entrada del Teatro Alejandrinski, mientras los delegados hacían cola delante de las largas filas de soldados, presentaban solamente sus credencia­les y desaparecían dentro del inmenso edificio brillan­temente iluminado.

Nuestro pequeño ejército de periodistas, de los cua­les cerca de seis hablaban inglés, dio la vuelta hasta la puerta del escenario, en la parte posterior, subió y bajó muchas escaleras oscuras, caminó de puntillas tras los bastidores y finalmente apareció en el foso de orques­ta, donde se nos había preparado un lugar.

En la tribuna, el presidium se sentó en largas mesas, detrás, el Soviet de Petrogrado en pleno y, en el piso prin­cipal y las galerías, los delegados. Casi todos los líderes revolucionarios estaban presentes y había representan­tes de los soviets de soldados y obreros de toda Rusia, los soviets de campesinos de toda Rusia, los delegados pro­visionales de los soviets de soldados y campesinos, los sindicatos, los comités del ejército en el frente, las coo­perativas de obreros y campesinos, los empleados del ferrocarril, los empleados de correos y telégrafos, los em­pleados del comercio, las profesiones liberales (doctores, abogados, etc.), los zemstvos, los cosacos, la prensa y las organizaciones nacionalistas, incluyendo a ucranianos, polacos, judíos, letones, lituanos, etc. Nunca en Rusia se había reunido un organismo como ése.

Los palcos que antes pertenecían exclusivamente a miembros de la familia del zar estaban ocupados por diplomáticos extranjeros y otros visitantes distingui­dos. Flamantes mantas revolucionarias colgaban de estos palcos. Las armas reales y otras insignias im­periales habían sido arrancadas de las paredes de­jando sorprendentes parches grises en la decoración oro, marfil y carmesí. Apenas tuvimos tiempo para echar unas miradas rápidas antes de que el presiden­te Tcheidze inaugurara formalmente el congreso; des­pués, Kerenski se adelantó para iniciar su discurso. Todo el día habían circulado rumores en Petrogrado en el sentido de que no estaría presente, ya que desa­probaba el congreso. En todas partes del auditorio se sentía cómo la agitación había desaparecido a raíz de su presencia. Sólo personas con fuerte carácter pue­den lograr que un auditorio contenga la respiración de la manera en que lo hizo Kerenski cuando atra­vesó rápidamente el escenario. Vestía un traje color café de soldado raso, sin siquiera un botón de bronce o una charretera que lo señalara como Comandante en Jefe del Ejército y la Armada Rusos, así como Ministro Presidente de la República Rusa. De algún modo, toda esa sencillez acentuaba la dignidad de su posición. De manera característica, ignoró la tribuna del exponente y caminó directamente hasta la pista que iba del piso principal a la tribuna. Esto produjo un efecto de inti­midad poco usual entre el orador y su auditorio.

“En la conferencia de Moscú —empezó— formaba parte de una comisión oficial y mis posibilidades de ma­niobra eran limitadas, pero aquí estoy, camaradas. Hay gente aquí que me conecta con ese acontecimiento te­rrible...” (se refería a la contrarrevolución de Kornilov).

Lo interrumpieron unos gritos: “Sí, aquí hay gente que lo piensa”.

Kerenski dio un paso atrás, como si hubiera recibi­do un golpe, y todo el entusiasmo se fue de su rostro. Le chocaba a uno la extrema vulnerabilidad de ese hom­bre, después de tantos años de lucha revolucionaria. Profundamente consciente de la frialdad, incluso la hos­tilidad de su auditorio, lo manipuló con destreza, con elocuencia, argumentos, y una extraña, constante ener­gía interna. Su rostro, su voz y sus palabras se volvieron trágicos y desolados, cambiaron lentamente y se volvie­ron fuego radiante, triunfante; su magnífico registro de emociones barrió finalmente toda oposición...

“Después de todo, no importa lo que piensen de mí; lo único importante es la revolución. ¡Aquí estamos para hacer otra cosa que lanzarnos recriminaciones perso­nales unos a otros!”

Sí, era la verdad y todo el mundo en el auditorio lo sin­tió durante el tiempo que estuvo hablando. Cuando ter­minó, los asistentes estallaron en una tremenda ovación.

Se alejó dramáticamente de la tribuna, atrave­só el largo pasillo en el centro del teatro, subió hasta el mismo palco del zar y, levantando la mano derecha como si brindara, volvió a hablar: “¡Vivan la República Democrática y el Ejército Revolucionario!” La muche­dumbre gritó en respuesta: “¡Viva Kerenski!”

Ésta fue la última ovación que recibió Kerenski. Si los rusos tuvieran el temperamento de los italianos o los franceses, pienso que hubieran adorado a Kerenski; pero a los rusos nunca se les convence por medio de pala­bras y no idolatran a los héroes. El discurso de Kerenski los decepcionó. Fue encantador, pero no les había di­cho nada. Quedaban muchas dudas acerca del asunto Kornilov que querían esclarecer; también querían des­esperadamente saber qué se había hecho a propósito de la conferencia con los Aliados para discutir los objetivos de la guerra, y ni siquiera la había mencionado. Una hora después de que se fuera, su influencia había desapare­cido y se lanzaron al combate para tomar decisiones respecto a los problemas por los cuales habían venido.

Cientos de delegados hablaron durante el Congreso Democrático. Tenían mucho que decir, ¡cuánto tiempo habían soportado el silencio! En un principio, el modera­dor intentaba limitar sus discursos, pero el auditorio lan­zó un fuerte griterío. “Déjalos decir todo lo que quieran”.

Era sorprendente ver cómo lograban hacerlo. Recuerdo las palabras de su compatriota Tshaadaev: “Las grandes hazañas siempre han surgido del desierto”. Era frecuen­te que un campesino que nunca en su vida había pro­nunciado un discurso, diera una arenga ininterrumpida durante una hora y mantuviera viva la atención de su au­ditorio. Ningún orador tenía miedo al público. Pocos usa­ban apuntes y muchos eran poetas. Dijeron las cosas más bellas y más sencillas; sabían en lo más profundo de su corazón qué querían y cómo obtenerlo. El mayor proble­ma era el de establecer un programa general que satisfi­ciera sus deseos, a menudo divergentes. Cada vez que el moderador anunciaba un descanso, nos precipitábamos todos hacia los pasillos para comer sandwiches y tomar té. Muchas veces la sesión se prolongaba hasta las cua­tro de la mañana, pero nunca disminuyeron ni la sed de verdad ni el deseo de acabar con las dificultades. Se bus­caban las soluciones con la misma seriedad, tanto en el gris amanecer como en la resplandeciente puesta del sol...

Algunos eventos y algunas personalidades se desta­caron claramente a lo largo de aquellos largos días de oratoria, cuando los representantes de más de 50 razas y 180 millones de personas expresaron todo lo que te­nían en el corazón. Recuerdo a un cosaco, alto y guapo, que de pie ante la Asamblea y rojo de vergüenza gritó: “¡Los cosacos estamos cansados de ser policías! ¿Por qué siempre tenemos que arreglar los pleitos de los demás?”

Recuerdo al atractivo georgiano moreno que regañó al orador que lo precedió porque deseaba la independencia de su pequeña nación respecto de Rusia. “Nosotros no pe­dimos una independencia particular —dijo—, ¡cuando Rusia sea libre, Georgia también lo será!”

Ahí estaba un soldado campesino, de apariencia amable, que lanzó una advertencia solemne: “Fíjense bien en esto: ¡los campesinos nunca dejarán las armas hasta que reciban sus tierras!”

Y la enfermera que vino a describir la situación en el frente, la manera cómo se quebró y solamente pudo so­llozar: “¡Ay, mis pobres soldados!”

Un pequeño delegado severo que se levantó y dijo: “Soy de Lettgalia”, se vio interrumpido por preguntas del tipo: “¿Dónde está eso?”, “¿Se encuentra en Rusia?”

Tenían una manera lenta y ridicula de contar los vo­tos; perdían mucho tiempo. Hablé con uno de mis ve­cinos al respecto, diciéndole que en Estados Unidos teníamos métodos bastante sencillos para hacer esas cosas. “Oh, aquí el tiempo son rublos”, me contestó al hacer referencia al bajo tipo de cambio; los correspon­sales se reían a carcajadas.

A medida que progresaba el Congreso, tenía uno tiempo para observar a algunos de los visitantes. La se­ñora Kerenski, por ejemplo. Se sentó en la primera gale­ría, vestida como siempre de negro, pálida y triste. Sólo una vez hizo un comentario audible, cuando un bol­chevique estaba criticando con severidad al gobierno provisional. Casi involuntariamente exclamó: “Da vol­na” (¡Basta!).

En uno de los palcos estaba sentada la señora Lebedev, la hija del príncipe Kropotkin. Había vivido tanto tiempo en Londres que parecía más inglesa que rusa. Protestaba francamente contra todas las medidas radicales y po­seía los únicos gemelos del Congreso democrático, lo que constituía el tema de muchas conversaciones y pro­vocaba resentimiento entre los delegados campesinos.

En el palco diplomático había un grupo de estadouni­denses, que incluía a miembros de la misión de la Cruz Roja. Los coroneles Thompson y Raymond Robbins estu­vieron presentes en casi todas las sesiones y mostraron un vivo interés. Robbins a menudo bajaba hasta el lugar de los corresponsales y discutía la situación con nosotros.

Entre los delegados las personalidades más fuertes eran los tres hombres enfermos: Tcheidze, Tsereteli y Mártov; todos estaban gravemente enfermos de tuber­culosis. Tchedize es un georgiano con ojos de águila, todavía joven; es un moderador extraordinario cuya aguda inteligencia siempre fue capaz de calmar los re­pentinos alborotos que continuamente amenazaban el buen desarrollo del Congreso. Resulta notable que la única noche en que estaba demasiado enfermo para estar presente, ocurrió la ruptura con los bolcheviques. Tcheidze es menchevique y antes había sido profesor universitario.

Tsereteli también es georgiano y menchevique; en aquel momento era sin duda el hombre más poderoso de Rusia después de Kerenski. El comportamiento de Tsereteli y toda su apariencia son tan asiáticos y se ve casi ridículo en un elegante traje de calle; es imposible no imaginarlo con un largo vestido holgado. Fue miem­bro de la tercera Duma y siete años de trabajos forzados en Siberia quebrantaron su salud.

Mártov es canoso y cansado; siempre tiene una voz ronca a causa de problemas de la garganta. Sus electores lo quieren mucho y se le conoce en todas partes como un escritor brillante. Exiliado en Francia durante mu­chos años, surgió como una de las figuras principales del movimiento laboral. Políticamente es un menche­vique intemacionalista.

En medio de aquella reunión extraordinaria brillaba la personalidad impresionante de León Trotski, un verdade­ro Marat; vehemente, serpenteante, agitaba la asamblea como un ventarrón mueve la hierba. Ningún otro hombre provoca tanto alboroto, tanto odio con el más pequeño discurso, utiliza expresiones tan mordaces y, sin embar­go, a pesar de todo esto, conserva su sangre fría. Otro lí­der bolchevique, Kamenev, que me recordaba a Lincoln Steffens, ofrecía un contraste notable. La manera como expresaba sus opiniones tenía tanto de suave como la de Trotski de violenta, áspera e incendiaria.

Estaba el joven ministro de Guerra, Verkovski, cono­cido como el único hombre de Rusia que nunca era pun­tual a una cita. Es una de las personas más honestas y sinceras que jamás haya encontrado, fue el primero en tener la idea de democratizar el ejército y quien insistió en informar a los Aliados del alarmante estado de áni­mo del ejército ruso; era mejor luchador que orador. A causa de su franqueza, el gobierno provisional lo remo­vió de su puesto.

De ninguna manera tenemos que olvidar a las vein­titrés delegadas electas regularmente ni, entre ellas, a la notable María Spiridonova, la política más poderosa de Rusia o del mundo y la única mujer que logra emo­cionar a los soldados y campesinos.

La única cosa que el Congreso aprobó por completo y para la cual dio instrucciones al pre-parlamento, fue la de emitir un llamamiento a los pueblos del mundo que reafirmaba la fórmula de los soviets de la primave­ra anterior a propósito de la paz “sin anexiones ni in­demnizaciones” sobre la base de la autodeterminación de los pueblos.

Un asunto particularmente espinoso en todos los dis­cursos fue el tema de la pena de muerte en el ejército; siempre causaba una impresión desagradable. El senti­miento de la asamblea era firmemente en contra de su restablecimiento, pero de hecho nunca se sometió este punto a votación.

La disputa sobre la coalición hundió la asamblea y casi destrozó a Rusia.

Una resolución de Trotski que decía: Estamos en favor de una coalición de todos los elementos democráticos con excepción de los cadetes, fue aprobada por una mayoría abrumadora y mostró el sentimiento real de país. Hoy en día todo el mundo sabe que el hecho de que no se respe­tara esa decisión ha sido la cosa más trágica del mundo.

Por desgracia, inmediatamente después de tomar esta resolución llegó la noticia de que Kerenski estaba a punto de dar a conocer su nuevo gabinete, que conte­nía a representantes de los cadetes y varios comercian­tes moscovitas conocidos como particularmente poco favorables a los objetivos socialistas. Tsereteli se fue co­rriendo al Palacio de Invierno y dijo a Kerenski que no se atreviera a ignorar la voluntad del Congreso, que sin la sanción de éste la formación de tal gabinete condu­ciría directamente a una guerra civil.

En la mañana siguiente Kerenski compareció ante el presidium y amenazó con renunciar; pintó un cuadro tan trágico de la situación del país, que el presidium volvió al Congreso con una resolución para constituir inmediatamente el pre-parlamento, con plenos pode­res para autorizar la constitución de un gobierno de coalición, si se considerase necesario, y admitir en sus propias filas a representantes de la burguesía en forma proporcional a sus representantes en el gabinete.

Tsereteli, Dan, Lieber, Gotz y otros políticos que apo­yaban al gobierno provisional, hablaron una y otra vez en favor de la medida. Lunarcharski y Kamenev habla­ron en contra del texto diciendo que Tsereteli no había leído la misma propuesta que se había aprobado en la reunión del presidium. Con lo cual Tsereteli perdió su habitual dominio de sí mismo y gritó: “¡La próxima vez que tenga que tratar con los bolcheviques insistiré en tener presentes a un notario y dos secretarias!”

El bolchevique Nogine gritó en respuesta que le daba cinco minutos a Tsereteli para retractarse; este último per­maneció tercamente silencioso y los bolcheviques se valie­ron de este pretexto para abandonar la asamblea. Dejaron la sala en medio del alboroto más tremendo. Hombres que corrían en los pasillos, gritaban, rogaban, lloraban...

Esta escisión de la coalición marcó el principio y el fin de muchas cosas; fue un verdadero golpe contra las fuerzas democráticas que se habían reunido para defen­derse durante el intento de golpe de Kornilov. Cuando finalmente se sometió a votación la medida, no se per­mitió el voto secreto a los delegados y aquéllos que vo­taron por la coalición sacrificaron su futuro político. De la noche a la mañana, sobrevenía un gran cambio en esa asamblea, alguna vez tranquila. Cuando Spiridonova se levantó e informó a sus compesinos que esta medida los defraudaba en lo relativo a sus tierras, un rugido hosco y amenazante siguió a sus palabras. Mientras observa­ba ese cambio, me di cuenta del significado real de la aprobación de la medida: la guerra civil, un gran movi­miento de las masas hacia las banderas bolcheviques, el surgimiento de nuevos líderes que realizarían la vo­luntad del pueblo, el hundimiento de viejos líderes en el olvido, el principio de la lucha de clases y el fin de la revolución política...

En la tarde siguiente una pequeña mayoría aprobó la coalición y los delegados salieron cantando bajo la lluvia, después de planear las elecciones del pre-parlamento.

Seis rojos meses en Rusia

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